Por motivos que no vienen al
caso, estos días ando releyendo Ivanhoe,
la novela de Walter Scott considerada por muchos la pionera del género
histórico. Del libro de Scott me interesa, sobre todo, el vivo retrato del conflicto
político entre sajones y normandos y, aún más, los acerados diálogos de los
personajes, envenenadas y divertidas pullas dialécticas llenas de ironía e
ingenio, especialmente las proferidas por el bufón Wamba, auténtico heredero de
la tradición shakesperiana. El caso es que, a punto ya de terminar el libro, el
protagonista cuyo nombre da título a la novela, apenas ha aparecido en unas
pocas páginas y su papel, supuestamente heroico, se reduce en realidad al de un
pobre figurante que se pasa la mitad del tiempo herido tras la prometedora
justa de Ashby y de cuyas hazañas en Palestina que le han granjeado su fama,
casi dudamos al asistir a su discretísimo protagonismo. Y ya sé que al final
del libro, Ivanhoe se postulará como el campeón que debe salvar a la judía
Rebeca, presa en el preceptorio templario de Templestowe, pero hasta en ese
duelo, Ivanhoe es asistido por una suerte de justicia poética que no nos
permitirá conocer el mérito de su legendaria valentía. Bien, pues este libro de
Walter Scott donde apenas aparece un señor llamado Ivanhoe se titula justamente
Ivanhoe. La decepción se supera
pronto, cuando asumimos que la historia tiene poco que ver con él y se centra
uno en los demás personajes sin la impaciencia de una espera baldía. Algo así
como lo que sucede en la reciente y exitosa novela de Maggie O'Farrell, Hamnet, cuando dejamos de obsesionarnos
por la esperada aparición de Shakespeare.
De todas formas, siempre me
ha parecido una virtud muy meritoria entre algunos escritores la capacidad de
gestionar a los llamados «personajes fantasma» y de hacerlos presentes sin que
apenas aparezcan. El gran maestro de esto que digo es para mí Bram Stoker con
su Drácula. El vampiro apenas aparece
en el libro y únicamente conocemos sus actos por lo que cuentan algunos
testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente aunque sin
mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa
presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un
desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal
efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al
Conde continuamente. Otro tanto sucede con Pepe el Romano, en La casa de Bernarda Alba. Lorca consigue
corporeizar a Pepe solamente con el atisbo de su presencia, convirtiéndolo en
una suerte de alegoría de la virilidad exacerbada pero también pieza
fundamental en el devenir trágico del argumento. ¿Y qué decir de Godot, a quien
Vladimir y Estragón se empecinan en esperar sin que sepamos quién es Godot y
por qué es tan importante esperarlo? Nunca se habían vertido tantas
interpretaciones sobre la identidad de un personaje que jamás aparece como con
el Godot de la obra de Beckett. Otros personajes de esta índole son Sauron, de El señor de los anillos o la arlesiana
de Daudet en La chica de Arlés, que
incluso ha dado en francés la expresión «la Arléssienne» para referirse a
alguien de la que se habla todo el tiempo pero que nunca aparece.
En la página ¡332! de la
edición de Ivanhoe que manejo, el
héroe está a punto de reaparecer. No es que lo hayamos echado mucho de menos,
pero al pobre le han dicho que tiene que justificar el título de la novela con
un último lance decisivo. Venga, Ivanhoe, a ganarse el sueldo. O la gloria literaria.
Como en todo, algunos medran a base de jeta.
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