Aguardaba con altas
expectativas el regreso a las tablas de Elektra,
a cargo de la siempre sorprendente compañía Atalaya. Casi tan veterana como la
propia compañía es esta adaptación del clásico griego, que ya asombrara al
público de hace unas décadas por su vanguardista puesta en escena, y que ahora
vuelve con la misma vocación innovadora de antaño pero con las revisiones que
su dilatada experiencia sugiere a la nueva dirección de la obra. El resultado
es –como no podía ser de otro modo– memorable, aunque con cierto margen de
mejora.
Afirmar, como reza la ficha
técnica, que Elektra.25 está basada
en los textos de Sófocles y Eurípides es una mera formalidad que solo pretende
recordar los referentes clásicos, pues el texto de la pieza recuerda poco al de
los dos dramaturgos griegos. Los originales sirven, si acaso, para trazar una
débil armazón argumental que pronto se supedita a la potente coreografía. Y he
aquí el punto más llamativo del montaje: su bellísima, sugestiva y poderosa
escenografía, que alcanza altísimas cotas de plasticidad. Los juegos de luces,
agua y fuego; las espléndidas danzas arcanas; la atmósfera étnica; y, sobre
todo, la utilización de las ya míticas bañeras que, en palabras del crítico
Javier Paisano «supusieron uno de los mejores logros escenográficos de la
historia del teatro andaluz», conforman un banquete para los sentidos del que
resulta difícil sustraerse una vez que se abandona el patio de butacas. Las
bañeras, tan simbólicas por acaecer allí, según la tradición clásica, el
asesinato de Agamenón, lo mismo sirven para recrear las cóncavas naves que
vuelven de la guerra de Troya, como para constituirse en nichos o placentas
donde se mezclan vida y muerte, o sirven de instrumentos de percusión en
algunos clímax de la obra. Mención aparte merece la coreografía. Los bailes de
los componentes del coro y los de Electra misma parecen conectar con una suerte
de raíz telúrica que convierte a los personajes, más que en seres de carne y
hueso, en alegorías del odio, de la ira, del sufrimiento o de la venganza. Muy
significativo es el papel del coro, muchas veces desplazado en las versiones
modernas quizás por su morosidad, pero que aquí cobra un protagonismo esencial,
como lo era ciertamente en la tragedia griega, y cuyos parlamentos de
solemnidad oracular, bien ensamblados, acrecientan aún más el ambiente casi
esotérico del conjunto.
En el debe del montaje hallo
ciertos problemas con el timbre de voz de las actrices. Efectivamente,
concentrados los esfuerzos en la parte plástica de la obra, no parece haberse
cuidado ese aspecto. Los parlamentos del coro, al tener que alcanzar la
solemnidad que requieren, obligan a las actrices a impostar la voz hasta imitar
cierto timbre viril, que le va muy mal al aparato ceremonial. En ocasiones,
creía estar escuchando a una actriz de zarzuela actuando en una tragedia
griega. También encuentro cierto déficit interpretativo en el personaje de
Clitemnestra que, un tanto apocada, adolece de falta de presencia y de
magnetismo en el escenario. Y me parece un desacierto imperdonable el final de
la obra, con esa escena de una Electra triunfante. Si algo nos transmite el
ciclo temático de la Orestíada, es
que nadie gana en una historia de filicidios, marticidios y parricidios, y la
veta temática del remordimiento y la culpa, representada en las Erinias, se
antoja insuficiente. Quizás en el deseo de darle al montaje un cierre completo,
se ignora la coda de Eurípides con los designios de Cástor y Pólux. Es razonable
esa poda, pero el triunfo de Electra nunca es –no puede serlo,– feliz.
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