No se puede juzgar lo que se
desconoce. Y yo no conozco lo que se cuece en esos talleres de escritura que,
de un tiempo a esta parte, proliferan por doquier. Pero como el hombre
imperfecto que soy, tengo mis prejuicios (infundados o no) sobre las supuestas
bondades de su pedagogía. Albergo, eso sí, mucho interés en participar alguna
vez como alumno en alguno de ellos porque mi natural optimista en materia
cultural (optimista o ingenuo) siempre me impele a pensar que en algo podré enriquecerme.
Algunos de los cursos de los que tengo noticia me merecen el mayor de los
respetos, sobre todo por la presencia en ellos de escritores a los que admiro.
Pero, aun así, me cuesta verles la utilidad. Lo que es seguro es que yo nunca
impartiré un taller de escritura. Primero, porque no ostento la relevancia
literaria suficiente como para que alguna institución o persona se interese por
mis servicios; pero, sobre todo, porque no tendría ni la más remota idea de qué
decirles a todos esos escritores o aspirantes a escritores que han depositado
sus esperanzas en la palabra oracular del experto. El talento se tiene o no se
tiene, pero, desde luego, no se aprende. Sí, uno puede familiarizarse con
algunas técnicas. Puede, por ejemplo, resolver problemas habituales como
decidir cuál es la mejor voz narrativa; el uso del espacio y del tiempo; trucos
más o menos conocidos sobre los inicios y los remates de los capítulos;
consejos para evitar las rimas internas, las cacofonías o los lugares comunes;
cuestiones de estilo; las posibilidades del género que se cultive; los juegos
estructurales y decenas de cosas más. Pero el talento, la chispa de la
genialidad y, sin ir tan lejos, las capacidades individuales e intransferibles
(por lo inexplicables) del buen escritor no se pueden colocar negro sobre
blanco en un corpus teórico. Por no hablar del riesgo de la estandarización a
la que se ha referido recientemente y con enorme tino, el escritor Carlos
Zanón; esa uniformidad que hace indistinguibles a los miembros de una generación
de escritores educados en la idea de gustar a toda costa a miles de lectores y
que adoptan sin atisbo de personalidad las tretas de la mercadotecnia. Y en
todo caso, dominar toda la teoría de la creación literaria no te hace mejor
escritor, igual que a un cantante no lo hace superior sólo el dominio de la voz
o de la respiración. Bonnie Tyler no es una gran cantante por su técnica vocal,
sino porque es, en esencia, Bonnie Tyler. Los triunfitos educados en la
Academia, sin embargo, cantan todos igual. Es lo mismo que le ocurre a esos
pintores que dominan su arte hasta la perfección, pero cuyos lienzos no nos
transmiten nada más allá de reconocerles el purismo irreprochable de su
ejecución. El genio creador –y permítanme la ascendencia romántica del término–
es un misterio insondable y está bien que permanezca así. Y pueden ustedes
colocar pósits de diferentes colores en un gigantesco panel de corcho o
esturrear por el suelo de su cubículo de escritor láminas con los retratos
robot de los personajes de su novela en ciernes, preñados de diagramas y
esquemas y flechas, que si no irrumpe el pellizco genial de la idea ante su
propio asombro, va usted a escribir una cosa muy normalita. La mejor escuela de
escritura es la lectura. Ay, rima interna. La mejor escuela de escritura es
leer. Y leer mucho. Hoy todo el mundo quiere escribir bien por la vía rápida y
sin haber leído un puto libro. Pues, lo siento, pero no hay atajos para
escribir algo grande Empaparse del magisterio de autores excelsos, aquellos que
han conseguido permanecer en el tiempo porque sus propuestas no estaban
diseñadas por la estrategia sino por la autenticidad. Las escuelas de escritura
están en las bibliotecas. Sus maestros, alineados en los anaqueles. Y son
gratis.
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