lunes, 5 de febrero de 2024

638. Francisco Silvera: el último epígono

 


Abro uno de los libros de Francisco Silvera y ya en el epígrafe hallo una declaración de intenciones de clara filiación esteticista: el autor recoge diversas citas de Gabriel Miró, Valle-Inclán, Baudelaire y Schnitzler. Dime con quién andas… Empiezo a leer los primeros párrafos, espoleado por los insignes teloneros de marras (permítaseme la atrevida metáfora pero es que Paco tiene su propia banda de rock) y, efectivamente, la expectativa queda enseguida corroborada.

Nadie escribe ya en España como Francisco Silvera y si hubiere algún escritor que se acogiese aún a esta prosa exquisita en peligro de extinción, habría que rastrear sus huellas en la periferia de las pequeñas editoriales, donde la literatura, tal y como un día la concebimos, resiste la mediocridad homogeneizadora a la que desde hace décadas se prestan los grandes sellos. El libro que leo y que me conduce a los otros del autor se titula La tristeza del mundo y la publica una editorial de Huelva llamada Alud Editorial. Pronto descubro los ecos mironianos pero también resabios de Rafael Azuar, con quien la prosa de Silvera emparenta sorprendentemente (ni siquiera sé si Silvera conoce el fraseo preciosista del autor ilicitano). Supongo que es una escuela que no necesita de camarillas para que sus miembros se sientan emparentados.

La novela, si es que podemos hablar de novela en este libro de Silvera, se estructura a través de una trama apenas accesoria: la aparición del cadáver de un gitano en el solar de un barrio del extrarradio de una ciudad innominada. Al odioso gitano lo sabemos vivo durante las primeras páginas: el autor nos lo ha presentado con un realismo sucio y sin ambages, descripciones que entroncan con el costumbrismo de la literatura tremendista. A partir de esa muerte misteriosa, el argumento prácticamente desaparece. Silvera, a través de estampas breves, evocadoras, sugestivas, de potente lirismo, va haciendo desfilar a una serie de tipos humanos de diferente catadura y extracción social que tienen en común ser testigos de la presencia del muerto en el solar y su indiferencia o su palmaria dejación del deber de auxilio. Así, el cadáver permanecerá a la intemperie mientras dure la novela, a merced del sol, de las alimañas o de los orines de los perros. Aunque detestable, el cadáver en su soledad mueve a compasión, sentimiento que contrasta con la deshumanización de muchos de los personajes que descubren el cuerpo. Esta fenómeno tiene ya su preludio en las primeras páginas del libro, ejemplo como pocos de primor literario, donde se invierte el tópico del locus amoenus para presentarnos una Naturaleza desnaturalizada, si se me permite el poliptoton: la arboleda, «de verde enfermo», está «ordenada, técnicamente podada»; los estambres del azahar se mezclan en el asfalto con la grasa del cemento; los gorriones se ceban con los desechos de la comida basura de un bar. Los habitantes de la ciudad no parecen sino contagiarse de ese extrañamiento de lo natural, de ese destierro de sí mismos, y la sensación de esas espléndidas primeras páginas recuerdan a la desazón de los poemas de Lorca en Poeta en Nueva York. Fruto de esa inercia, algunos personajes parecen desnortados y sin horizontes que deja un poso de amargura en el lector.

La tristeza del mundo demuestra la ineficacia de los argumentos trepidantes y de los lances vertiginosos cuando la literatura, en todo su esplendor, se justifica a sí misma. El placer estético sustituye a la curiosidad del evento narrativo. Hay libros, como este, donde no pasa nada y, sin embargo, sucede todo. Y hay, en autores como Silvera, la épica del epígono, que sabe muy bien dónde está y para qué ha sido convocado por la Literatura.

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