Abro uno de los libros de
Francisco Silvera y ya en el epígrafe hallo una declaración de intenciones de
clara filiación esteticista: el autor recoge diversas citas de Gabriel Miró,
Valle-Inclán, Baudelaire y Schnitzler. Dime con quién andas… Empiezo a leer los
primeros párrafos, espoleado por los insignes teloneros de marras (permítaseme
la atrevida metáfora pero es que Paco tiene su propia banda de rock) y,
efectivamente, la expectativa queda enseguida corroborada.
Nadie escribe ya en España
como Francisco Silvera y si hubiere algún escritor que se acogiese aún a esta
prosa exquisita en peligro de extinción, habría que rastrear sus huellas en la
periferia de las pequeñas editoriales, donde la literatura, tal y como un día
la concebimos, resiste la mediocridad homogeneizadora a la que desde hace
décadas se prestan los grandes sellos. El libro que leo y que me conduce a los
otros del autor se titula La tristeza del
mundo y la publica una editorial de Huelva llamada Alud Editorial. Pronto
descubro los ecos mironianos pero también resabios de Rafael Azuar, con quien
la prosa de Silvera emparenta sorprendentemente (ni siquiera sé si Silvera
conoce el fraseo preciosista del autor ilicitano). Supongo que es una escuela
que no necesita de camarillas para que sus miembros se sientan emparentados.
La novela, si es que podemos
hablar de novela en este libro de Silvera, se estructura a través de una trama
apenas accesoria: la aparición del cadáver de un gitano en el solar de un
barrio del extrarradio de una ciudad innominada. Al odioso gitano lo sabemos
vivo durante las primeras páginas: el autor nos lo ha presentado con un
realismo sucio y sin ambages, descripciones que entroncan con el costumbrismo
de la literatura tremendista. A partir de esa muerte misteriosa, el argumento
prácticamente desaparece. Silvera, a través de estampas breves, evocadoras,
sugestivas, de potente lirismo, va haciendo desfilar a una serie de tipos
humanos de diferente catadura y extracción social que tienen en común ser
testigos de la presencia del muerto en el solar y su indiferencia o su palmaria
dejación del deber de auxilio. Así, el cadáver permanecerá a la intemperie
mientras dure la novela, a merced del sol, de las alimañas o de los orines de los
perros. Aunque detestable, el cadáver en su soledad mueve a compasión,
sentimiento que contrasta con la deshumanización de muchos de los personajes
que descubren el cuerpo. Esta fenómeno tiene ya su preludio en las primeras
páginas del libro, ejemplo como pocos de primor literario, donde se invierte el
tópico del locus amoenus para
presentarnos una Naturaleza desnaturalizada, si se me permite el poliptoton: la
arboleda, «de verde enfermo», está «ordenada, técnicamente podada»; los
estambres del azahar se mezclan en el asfalto con la grasa del cemento; los
gorriones se ceban con los desechos de la comida basura de un bar. Los
habitantes de la ciudad no parecen sino contagiarse de ese extrañamiento de lo
natural, de ese destierro de sí mismos, y la sensación de esas espléndidas
primeras páginas recuerdan a la desazón de los poemas de Lorca en Poeta en Nueva York. Fruto de esa
inercia, algunos personajes parecen desnortados y sin horizontes que deja un
poso de amargura en el lector.
La tristeza del mundo demuestra la ineficacia de los argumentos trepidantes
y de los lances vertiginosos cuando la literatura, en todo su esplendor, se
justifica a sí misma. El placer estético sustituye a la curiosidad del evento
narrativo. Hay libros, como este, donde no pasa nada y, sin embargo, sucede
todo. Y hay, en autores como Silvera, la épica del epígono, que sabe muy bien
dónde está y para qué ha sido convocado por la Literatura.
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