Imaginen
un tranquilo pueblo, con una suave colina por la que serpentea un río, un
paisaje cubierto por dientes de león, esas delicadas flores capaces de crecer
entre la maleza. Imaginen a dos personas caminando por este paraje, conversando
y escuchando el lejano sonido de una campana. Esta estampa, a priori
idílica, es la que sirve de marco para la novela póstuma de Yasunari Kawabata, Dientes
de león, publicada recientemente en España, en la que el autor nipón indaga
sobre los límites de la cordura y la locura y sobre otros muchos misterios de
la vida. El lector pronto descubre que el paseo de esos dos personajes no
obedece a un acto recreativo sino que supone la dolorosa separación de ambos de
Ineko, una joven afectada por la “ceguera del cuerpo”, una extraña enfermedad
que le impide ver en determinados momentos a personas y objetos queridos. Su
madre y Kuno, su novio, han acompañado a Ineko al centro psiquiátrico donde se
someterá a una terapia. La madre y Kuno dialogan a su salida del hospital
mientras sus pasos los encaminan a una encrucijada de dudas, de ideas
enfrentadas, de remordimientos y de reproches, pero también de comprensión.
En la trama, que se desarrolla en un solo día,
sin capítulos, destaca el tema de la culpa. Kuno no perdona a la madre haber
internado a Ineko (“¿qué sabrán los médicos de los dolores del alma?”) y no
permitir, por tanto, su matrimonio, pues él confía en el poder salvífico del
amor. La madre, por su parte, culpa a Kuno de ser el desencadenante de la
enfermedad de su hija. La conversación va fluyendo entre reproches,
justificaciones y reflexiones que ahondan aun más en esa culpa que atenaza a
ambos personajes, pues se acaban autoinoculando una responsabilidad que
justifique la dolencia de Ineko, en un ejercicio de peligrosa introspección ya
que “rebuscar en el pasado el origen de su culpa es algo que no tiene fin”. Esta
búsqueda va ligada a la remembranza de hechos traumáticos en la vida de Ineko,
como lo fue presenciar la muerte de su padre, y de su vida en pareja con Kuno, la
cual permite a ambos personajes conocer mejor a quien es el centro de sus
desvelos. Esta rememoración plantea, además, interesantes reflexiones sobre la
actitud ante la muerte de un ser querido, el fatalismo, el destino, el amor, la
crianza de los hijos y, por supuesto, la locura (“todos vivimos conteniendo al
loco que llevamos dentro”) y el peso de nuestras decisiones sobre los demás. La
conversación adquiere también un efecto catártico en la madre y Kuno, pues
realizan un ejercicio de sinceridad y de desnudez sentimental mientras caminan
“con el destino de su hija sobre sus hombros”.
Kawabata
invita al lector a leer entre líneas y a trasladar los interrogantes que
plantean los personajes a su propia realidad. La novela, publicada
originariamente por entregas e inacabada, escrita con la característica
delicadeza del autor, deja un regusto amargo ante la incertidumbre de qué
sucederá con Ineko, que es, a la postre, la gran protagonista, a pesar de que
no aparece en la obra directamente. Recreada y perfilada por las palabras de
Kuno y de su madre, se hace presente mediante el tañido de la campana que hay
en el sanatorio, pues la toca mientras ellos se marchan. Su sonido se convierte
en símbolo de la visibilidad que los internos merecen, pues estos también
forman parte del pueblo y, por extensión, de la sociedad. Cada toque de campana
es un grito metálico para reivindicar que ellos están ahí, que no deben ser
recluidos y olvidados, “transmiten así su existencia” mediante “un eco que
viene de las profundidades de su corazón” para recordarnos que la frontera
entre la locura y la cordura es muy frágil, como un campo lleno de dientes de
león que, con un leve soplo de viento, se desintegran. No lo olvidemos.
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