lunes, 27 de enero de 2025

676. ¿Y todo esto?


 

Siento por la poesía de José Luis Vidal una devoción que auspician la pureza de su sensibilidad honesta y una inteligencia al servicio de un corpus filosófico a cuyo molde se ajustan los poemas con admirable ensamblaje. Así, a la belleza del poema exento, se le une siempre el armazón teórico de un conjunto perfecto.

En su nuevo libro, El buen suelo, son reconocibles algunos de los temas recurrentes del poeta vitoriano, especialmente la atención al aquí y al ahora y a la conciencia asombrada del propio yo en comunión con el cosmos desde un concepción extática. En ese estado de subyugación comparecen la gratitud, la piedad y la propia fragilidad, que nunca se aterra ante la inevitable disolución: su asunción es más bien una punzada de nostalgia de trascendencia. En esa mirada atenta donde la belleza duele, el poeta descubre, no obstante, la indiferencia del absoluto, cuya belleza, «la que rebosa, la que se pierde, / ni la conmuevo ni se preocupa / de mis palabras». Ese filtro perceptivo que traspasa la materia y el suceder hacia su más entrañable esencia hace desmerecer el accidente que somos y su falacia, el rostro fortuito y el nombre arbitrario: «entro en la muchedumbre / incapaz de juzgar la novedad / de sus disfraces». Y más adelante: «ojos, manos, oídos / son sastres viles / que me cosen al borde / de otros afanes». Es el mismo argumento para definir el amor, donde el tú y el yo son una farsa, el alma, una licencia y una obviedad, el cuerpo: «mi corazón, tu corazón / crecen con él, / pero no es nuestro».

Existe también en el libro un buen número de poemas que hablan de la noche o del momento crepuscular, que redundan en la idea del desdibujamiento del mundo o de pausa abisal de la existencia, donde «el tiempo huye / como la liebre / libre del hombre». En la penumbra, el poeta «carec[e] de sentido / y apenas se lo [da] a nada / salvo a este súbito / apagarse la luz». A veces, ese desleírse es una adorada «divina apatía / olvidada de espigas, flores, hojas… / antes urgentes». En otro poema, una escena costumbrista termina con el atardecer, cuyo eclipse desaliñado, «–su negligencia– / nos puso en duda». La «tarde solemne» tiene, entonces la gloria «de lo que queda».

Muy emparentado con estos versos aparece el tema de la vida como sueño, como en aquel poema en el que el poeta, al contar un cuento a su hija, deviene, él con ella, en un cuento también.

 El recuerdo de la muerte aparece también matizado en el ejercicio contemplativo. Así, los ojos se abren «a los barrancos» y «en la espesura de la tiniebla / oigo una sorda crepitación / que me concierne»; el cigarro «es una breve brasa / como la mía», y se hermana con el poeta en la ceniza. El tiempo marca su ley inexorable y su evidencia palmaria se aprecia mejor en el contraste entre la vejez del poeta y la jubilosa juventud de la niña del hermosísimo poema que abre (y cierra) la cuarta sección del poemario.

Finalmente, pese al aislamiento espiritual que la contemplación impone, el poeta se siente también copartícipe de los otros en su desvalimiento y, entre la multitud enloquecida que lo desplaza, «quier[e] considerarlo: / que no esté solo, / y no estén solos». Este sentimiento gregario le empuja también a sentir piedad por la desolación de los demás, como el poema que cierra el libro, que tiene trazas a mitad de camino entre la poesía social y la metafísica.

El buen suelo recoge, entre otras muchas cosas, el asombro de estar vivo entre la majestad de las cosas y de la creación. El poeta recupera para el título de su segunda sección una frase de su abuelo, José Carreras, que se pregunta, perplejo y mirando a todos lados: «¿Y todo esto»? Y José Luis Vidal, ante las cosas que «suceden. Son. Se quedan», y a pesar de ser consciente la inaprehensibilidad de lo sustantivo, simplemente aspira a «decirlo».  Y sus versos son simiente para el buen suelo.


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