miércoles, 23 de septiembre de 2009

16. Buscando a Polifemo

Un profesor de literatura debe explicar a sus alumnos de Bachillerato el Polifemo de Góngora. El profesor repasa en su casa el poema en cuestión y paseando por las octavas reales del genial cordobés se detiene en un pasaje oscuro, controvertido, de difícil interpretación. Acuciado por las dudas, decide acudir a los especialistas en la materia; pero entre los libros que colman sus estanterías no dispone de ningún estudio ni de ninguna buena edición del Polifemo. Es un poco tarde para ir a la biblioteca pública de su ciudad porque cierran a las ocho; las librerías también cierran a esa hora. Dispone tan sólo de veinte minutos para coger el coche y plantarse en la capital. Y ahí tenemos a nuestro profesor, como otro Ulises que dirigiera su cóncava nave hacia las costas de los Campos Flegreos en busca de la isla ciclópea. La ciudad le recibe engalanada porque celebra su fiesta mayor y, aunque el paseo es tentador, Ulises tiene un objetivo y sabe bien que debe evitar el canto de las sirenas. Por fin llega a una de las principales librerías de la ciudad. "Busco el Polifemo, de Góngora", dice el profesor entre jadeos. "¿El qué?", responde el librero. "El Po-li-fe-mo", silabea el profesor. Está pensando en silabear también el nombre de Góngora pero aparta de su mente esa idea más por respeto a Góngora que al librero. El vendedor de hojas encuadernadas con tapas bonitas, que eso es en lo que ahora se ha convertido el librero para nuestro Ulises, busca en su ordenador y dice no tener nada. El profesor está seguro de haber visto en el catálogo de la página web de la librería la disponibilidad de un ejemplar de Jose María Micó. El vendedor de hojas encuadernadas con tapas bonitas le da la razón pero dice que está descatalogado por ser muy antiguo. La edición de Península es del 2001. Al profesor ya no se le ocurre preguntar por la edición de Dámaso Alonso, ese crítico de la Generación del 27, trasnochado, que sólo dedicó unos cuarenta años de su vida al estudio del autor de las Soledades. Es curioso. Desde que sus padres le regalaron un bono para gastarlo en libros en esta librería aún no ha logrado comprar nada. Se dirige nuestro héroe ahora a la biblioteca pública. Allí existe una edición de Dámaso Alonso pero está en el depósito, una especie de cuartucho con material excedente. Acuérdese el lector que Dámaso Alonso apenas es importante y, por ende, no necesita estar colocado en las estanterías de acceso público. "Lo siento, señor, pero vamos a cerrar y para pedir los libros del depósito se debe rellenar este formulario con veinte minutos de antelación antes del cierre de la biblioteca". El profesor conoce las normas y el dichoso formulario porque es asiduo y porque es experto en rescatar libros del depósito. Pide, no obstante, que se haga una excepción esta vez, ya que al día siguiente la biblioteca estará cerrada porque es el día de la patrona. "Es imposible", replica la bibliotecaria. "Pero yo he estado aquí otras veces y no tarda usted ni cinco minutos en buscarme el libro. ¿Qué le cuesta?" "No puede ser", responde la señora encargada de ordenar libros en las estanterías, que en eso es en lo que se ha convertido ahora la bibliotecaria para nuestro profesor. Abandona la biblioteca ya sin esperanza y con la ira reflejada en su rostro. Busca la otra librería de la ciudad y, cuando llega, el empleado se afana en cerrar la persiana, ansioso porque se pierde ya el desfile de cabezudos. La Facultad de Letras no es una opción. El profesor es ya un antiguo estudiante, pagó religiosamente sus matrículas durante siete años. Ya no tiene derecho ni a carné de antiguo estudiante. Si le pide el favor a algún amigo que aún estudia, seguro que se encuentra con la frustración de no poder sacar el libro porque es sólo de consulta. Nadie se ha preocupado de adquirir una copia más.

Este es el panorama. En Tarragona los libreros ya no entienden de libros. No todo el mundo tiene la obligación de conocer el Polifemo y hasta ni siquiera de conocer a Góngora, aunque esto último es deseable. Pero quizá un librero sí debiera conocerlo. ¿Dónde está al viejo librero que recomienda y asesora? ¿Dónde el librero que lee libros? ¿Dónde, sobre todo, el librero que los ama? ¿Hay algo más paradójico y absurdo que una bibliotecaria que no accede a prestar un libro? Es negar la esencia misma de su oficio. ¡Qué más da el maldito formulario! Una persona te está pidiendo un libro. ¿Hará lo mismo cuando, en lugar del profesor, sea el joven adolescente quien lo pida? ¿Ese es el modelo, la actitud, la facilidad para dar acceso a las personas a la cultura? ¿Se concibe que un comercio pueda cerrar a las ocho? ¿O que una universidad desprecie a sus antiguos alumnos como lo hace la de Tarragona? ¿Es posible que una de las figuras señeras de la Generación del 27 esté congelada en el depósito de cadáveres bibliográficos? ¿Es de recibo que un libro del 2001 se considere antiguo y descatalogado? ¿Que una librería casi nunca tenga lo que se le reclama?

Mientras la situación sea la que es, Tarragona nunca dejará de quitarse el lastre de ser la periferia acomplejada de Barcelona. Si Tarragona quiere competir en servicios culturales con los de su vecina rica debe empezar a cuidar primero estos detalles. Entretanto, en la foto, Polifemo espera al profesor, como si esperara a la mismísima Galatea.

domingo, 6 de septiembre de 2009

15. La amigdalitis de Tarzán


En 1999 Alfredo Bryce Echenique dio vida a un Tarzán remozado, algo diferente al de Edgar Rice Burroughs pues es una Tarzán llamada Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes cuya andadura vital se desarrolla en una jungla, pero de asfalto. Como el genuino, Fernanda es una mujer que ha sabido sobrevivir a todo tipo de adversidades -personales y sociales- por lo que es fuerte y astuta mas, en ocasiones, sufre de amigdalitis y se queda "sin grito ni voz". Por tanto, a finales del siglo XX renació una nueva Tarzán que, si bien no es tan conocida como el de 1914, merece ser tenida en cuenta.
Con un título tan sugerente como La amigdalitis de Tarzán, el autor limeño presenta al lector una entrañable historia de amor entre Juan Manuel del Carpio y Fernanda María que sigue viva gracias al intercambio epistolar que ambos mantienen. Se trata de personajes marcados por su movilidad espacial y su consiguiente separación física; de hecho, son muy escasas las ocasiones en las que logran estar juntos desde que se separan por primera vez en París a causa de lo que Bryce Echenique denomina Estimated time of arrival (ETA), causante de que los enamorados se caractericen por "nunca haber sabido estar en el lugar apropiado ni mucho menos en el momento debido". Son las misivas que se han escrito a lo largo de los años las que han dado forma a una historia de amor plagada de saltos en el tiempo. Fernanda y Juan Manuel bien podrían ser los nuevos protagonistas de una tragedia griega a la limeña pues nunca dejan de amarse a pesar de estar marcados por el ETA que dificulta sus encuentros, por un destino caprichoso que los une y los separa constantemente haciendo de ellos juguetes del destino.
Ahora bien, el cariz trágico de la historia está aderezado con el humor del autor. Así, aparece en la novela un humor anecdótico que ayuda a reflejar la realidad de la vida cotidiana, una realidad en la que conviven los momentos más dramáticos con otros distendidos y humorísticos. Gracias a esta combinación, Bryce Echenique deja en el lector un sabor agridulce pues éste se enfrenta a la lectura de una historia hasta cierto punto trágica en la que los toques de humor restan dramatismo al relato.
Por otra parte, la acción se enmarca en un contexto político y social efervescente que condiciona también la unión y/o separación de los protagonistas. De modo que de la mano de este limeño el lector pasea por el París en el que vivieron los escritores del llamado Boom latinoamericano y conoce la situación política vivida en Chile y San Salvador a partir de los años 70. Y es que, como suele ser habitual en las novelas latinoamericanas, Bryce Echenique encuadra el argumento de su obra en un contexto político adverso y difícil que condiciona la vida de los personajes. En este caso es Fernanda quien habrá de exiliarse en varias ocasiones. Representa, por tanto, al prototipo de ciudadano latinoamericano que ha visto cómo su vida quedaba marcada por el fantasma del exilio a causa de fanatismos absurdos y dictadores sin escrúpulos. De este modo, el lector puede conocer la Historia de estos países a través de la intrahistoria personal de Fernanda y Juan Manuel.
Quizás, esta novela no sea la mejor del autor limeño mas me atrevo a afirmar que Bryce Echenique ha logrado hilvanar una historia cautivadora que hace que el lector se identifique con los personajes y los avatares que viven a lo largo de los años. En los tiempos que corren en los que priman la caducidad y el pragmatismo, es agradable leer una historia de amor duradero más allá del espacio y del tiempo. Fernanda y Juan Manuel se erigen en modelos del amor de antaño, de ése que se mantenía vivo mediante cartas que eran cuidadas como pequeños tesoros concebidos como caricias en forma de letra manuscrita. En definitiva, esta novela bien pudiera ser la versión extendida de una conocida canción que decía "hay gente a la que no consigues olvidar, no importa el tiempo que eso dure" para la que Alfredo Bryce Echenique parece haber creado a dos personajes a los que podemos conocer mediante la lectura de su peculiar historia de amor marcada por la distancia y el desencuentro.

martes, 18 de agosto de 2009

14. Larra y Mérida

Cuando, en 1835, Larra visita Mérida, el panorama que describe de la otrora segunda ciudad del Imperio romano no puede ser más desolador:
La caída del Imperio, las irrupciones de los vándalos y de los godos, la dominación de árabes, han pasado como un trillo sobre la frente de Mérida, y no han sido bastantes a allanar y nivelar su suelo, incrustado de colosales bellezas romanas. Las habitaciones han desaparecido carcomidas por el tiempo; pero las altas ruinas al desplomarse han desigualado la llanura, y han formado, reducidas a polvo, un segundo suelo artificial y enteramente humano sobre el suelo primitivo de la naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en Mérida que no haya formado parte de una habitación romana; nada más común que ver en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento de mármol o de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes hemos visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales, y un labrador, creyendo pisar la tierra, huella todos los días con su rústica suela el «aquí yace» de un procónsul, o la advocación de un dios. Trozos de jaspe de un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo que una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir del arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en su camino con los manes de un héroe, y es común allí el hallazgo de una urna cineraria, o de un tesoro numismático, coetáneo de los emperadores. Lo que es más asombroso, gran número de cosecheros se sirven aún en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en sus suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía el tiempo por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas mismas que se construyen en el país tienen una forma elegante, y participan de un carácter respetable de antigüedad que difícilmente puede ocultarse a la perspicacia de un arqueólogo.
Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor» de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el «aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.

Escribe Larra estas palabras en uno de sus artículos de viajes, publicados en la Revista Mensajero. El gran analista de la sociedad matritense abandona la capital, que ya le ahoga (no quepo en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los empleos; todo está lleno; todo obstruido, refugiado, escondido, empotrado en un rincón de la Revista Española... J’étouffe. ¡Fuera, pues, de Madrid! ) y decide atravesar Castilla, esa infeliz mendiga [que] despliega a los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Una vez en Mérida se hace con un cicerone, una verdadera ruina, no tan bien conservada como las romanas. Éste le guía por entre los vestigios emeritenses y pronto se descubre su ignorancia hacia el patrimonio autóctono: confunde el anfiteatro con una plaza de toros, la naumaquia son unos baños árabes y asegura que antes de los romanos, ya habitaban Mérida los godos y los moros. Larra, con su habitual ironía, asiente con melancólica guasa a los absurdos de su peculiar guía y junto a él recorre el puente romano, el acueducto, el anfiteatro (que Larra llama "circo"), el circo (que Larra llama "hipódromo"), los restos del teatro (que Larra llama "anfiteatro"), las calzadas romanas, el arco de Trajano, la capilla de Santa Olalla, el templo de Diana y el conventual. Todo en las descripciones que Larra hace de lo que observa denota la honda tristeza que le produce testificar la desidia, la dejadez a la que han sido abandonados los tesoros arqueológicos de la ciudad extremeña. Cuenta Larra la anécdota de un labrador que, cavando en su corral, encuentra un precioso mosaico perteneciente a una antigua domus romana; y que notificado el hallazgo al Gobierno y demorándose tanto las diligencias (el famoso "vuelva usted mañana" de la burocracia española), ha quedado a la intemperie el pavimento descubierto hasta la presente [y] el polvo, el agua llovediza y el desmoronamiento de la tierra circunstante echan a perder diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de quebraduras y lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy pequeña para construir un cobertizo y comprar la choza, ya que no fuese para continuar la excavación.

Qué diferente esa Mérida anémica, consumida entre las ruinas de la que nos habla Larra, de la Mérida de nuestros días, tan entregada a su patrimonio, tan viva. Larra apenas reconocía el circo por la presencia de la meta; hoy se respeta su arena de 440 x 115 metros de planta y se ha recuperado la spina, las carceres, la porta pompae y parte del graderío. Del teatro Larra dice lacónicamente que está peor conservado. Hoy es, como dijo Menéndez Pidal, director de su reconstrucción desde 1964, príncipe entre los monumentos emeritenses. Larra, que no llegó a conocer la excavación del teatro, iniciada en 1910, quizás sólo pudiera contemplar las legendarias Siete Sillas, parte superior del graderío de un teatro soterrado durante siglos. Hoy está completamente habilitado y en ese magnífico marco presidido por Ceres, se organiza el famoso Festival de Teatro Clásico, que este verano cumple su 55 aniversario y por el que han pasado grandísimos artistas, desde el primer certamen en 1933 en que Margarita Xirgu interpretaba a Medea en la versión de Miguel de Unamuno. Los museos no son ya las cuadras de marras, sino edificios que albergan en su seno riquísimas muestras de su historia. Así, el Museo Nacional de Arte Romano y el Museo Visigodo. Y los cicerones no son unos hombres que viven entre sus ruinas tan ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las habitan, sino ciudadanos orgullosos de su ciudad, comprometidos con el legado del que son depositarios. Las oficinas de turismo se vuelcan en la promoción e información que el turista curioso necesita; las tiendas nos emborrachan con cráteras romanas y nos alumbran la imaginación con la luz de sus lucernas. Larra se deja en su descripción innumerables monumentos. No es este el lugar de repasarlos todos. Quien lo desee puede repetir el viaje de Larra pero, a buen seguro, ya no volverá a su casa, como él, lleno de aquella impresión sublime y melancólica que deja en el ánimo por largo espacio la contemplación filosófica de las grandezas humanas, y de la nada de que salieron, para volver a entrar en ella más tarde o más temprano.

sábado, 1 de agosto de 2009

13. Federico García Lorca y Granada

Granada, 18 de julio de 2009. Dos jóvenes viajeros se apresuran a salir de su hotel en busca de la parada del autobús que les conducirá a Fuente Vaqueros, un pequeño pueblo en el que nació el insigne poeta y dramaturgo Federico García Lorca. Consiguen llegar a tiempo y suben al vehículo no sin cierta ilusión dibujada en sus ojerosos rostros. A través de las ventanillas, ambos contemplan los paisajes de la vega granadina que tan presentes están en la producción literaria del escritor. Poco después, posan sus pies en la citada localidad y ya en la entrada del pueblo hallan la primera prueba del amor que sienten los lugareños por su más ilustre vecino: una estatua del poeta con el rostro apoyado en una de sus manos y las piernas cruzadas. Comienza su particular ruta lorquiana. Expectantes, los viajeros avanzan por el paseo principal de Fuente Vaqueros y encuentran el lugar en el que Federico abrió por primera vez sus ojos al mundo el 5 de junio de 1898. Se trata de una casa de dos plantas con paredes de color blanco inmaculado y con un pequeño balcón adornado con geranios de colores que contribuyen a reforzar la imagen de hogar andaluz por excelencia en el que se respira fragancia a cal y paz. Los visitantes se sonríen y no dudan en seguir al peculiar cicerone de la casa. Franquear el umbral de la puerta supone para ellos iniciar un viaje en el tiempo ambientado por la cálida melodía de la guitarra de Paco de Lucía. Ambos recorren silenciosos las estancias de la casa tratando así de impregnarse del espíritu lorquiano que allí se respira. Contemplan fotos familiares entre las que destaca una en la que un Lorca de no más de cinco años aparece rodeado de chiquillas en edad escolar. Les resulta entrañable poder ver imágenes del dramaturgo en su más tierna infancia e incluso imaginarlo, gracias al mobiliario que se conserva, llorando en la cama en la que nació; durmiendo al compás del dulce traqueteo de una pequeña cuna de barrotes blancos o dando sus primeros pasos en unas peculiares andaderas de madera ante las que los visitantes esbozan una sonrisa, pues son capaces de visualizar a ese niño chico de cara redonda que fue Federico deslizándose por las diferentes estancias de la casa en tan peculiar artilugio.

No falta el patio, corazón del hogar acotado en un extremo por un pozo y por el otro, por una pequeña estatua de bronce del poeta. El antiguo granero se ha convertido en una sala de exposiciones que alberga documentos y fotografías importantes. Otra de las estancias, en la parte superior, está dedicada a la dramaturgia de Lorca. Preside dicho lugar un enorme cartel de la Barraca, el grupo universitario de teatro que codirigió el autor y que realizó la encomiable labor de acercar el teatro clásico a los lugares más recónditos de España. A los viajeros les resulta curioso ver cuartillas de papel manuscritas por Federico en las que hace anotaciones sobre las virtudes o defectos de los actores o aclaraciones sobre las representaciones. El broche final de la visita es poder ver imágenes de televisión en las que aparece Lorca inmerso en su actividad teatral. Son las únicas que se conservan, de ahí el valor documental de las mismas.

Los visitantes abandonan la casa con la impresión de que el poeta tuvo una infancia feliz en el seno de una familia acomodada y con inquietudes culturales que, sin duda, heredaría el primogéntio de la familia.

Es casi mediodía y hace un sol de justicia, mas estos peculiares peregrinos se dirigen a la Huerta de San Vicente, en Granada, una lujosa casa de campo que el padre de Federico regaló a su esposa, doña Vicenta. En ella pasó la familia los veranos desde 1926 hasta 1936 y no es de extrañar que dedicaran su tiempo de asueto a descansar en tan hermoso paraje -actualmente se ha construido un parque alrededor - rodeado de una rica vegetación. La clavera de la casa conduce a los visitantes por las diferentes estancias en las que todo es original. Les resulta, por ello, sencillo imaginar a la familia sentada en el sillón rojo del salón o en la cocina dispuestos a disfrutar de unas ricas viandas preparadas en un hornillo de los más modernos de la época. Las paredes están pobladas de dibujos. Destaca uno en el que aparece Lorca dialogando con Mariana Pineda, protagonista de su homónima obra. Los visitantes continúan pasando su curiosa mirada por las paredes pues no quieren perder ningún detalle. Ambos reparan en el título de Bachiller de Federico con la calificación de "aprobado", una nota que contrasta totalmente con el "sobresaliente" del certificado de su madre. Y es que Lorca como estudiante fue algo irregular, hecho que no le impidió adquirir y desarrollar unas inquietudes culturales de gran magnitud.
El recorrido les conduce a la sala del piano, instrumento que el poeta tocaba hábilmente, una aptitud heredada de sus abuelos. Es un majestuoso piano de cola en el que tan buenos momentos pasó Lorca y tan malos, puesto que debajo de él se escondía junto a su hermana y Angelina, la niñera, cuando la ciudad era bombardeada. En esos momentos no dudaba en verbalizar el miedo que inundaba todo su ser. Otra joya de la casa son los decorados que el dramaturgo y su hermana Isabel pintaron para una representación de títeres que organizaron en la Huerta y en la que contaron con el acompañamiento musical de Manuel de Falla al piano. Todo un lujo de actividad cuya estela se mantiene hoy viva ya que en este lugar se organizan variados eventos culturales.
La visita finaliza en el rincón más emblemático de la casa: la alcoba privada de Lorca. En ella se encuentran su cama y el escritorio en el que engendró el grueso de su producción literaria. Es una robusta mesa de madera con cajones en los laterales, elegante, en la que bien quisieran poder escribir unas líneas los visitantes para sentir, de algún modo, el genio creador del poeta. No sorprende que este mueble se halle en la Huerta, pues tal y como reconocía Lorca era en esta casa donde disfrutaba del sosiego necesario para escribir: "Luego todo el verano lo pasaremos juntos, pues tengo que trabajar mucho y es ahí, en mi Huerta de San Vicente, donde escribo mi teatro más tranquilo".
El peregrinaje lorquiano de los misteriosos viajeros está llegando a su ocaso. Pero aún queda una visita imprescindible: el barranco de Víznar, espacio en el que descansan los restos de Federico, junto a otras miles de personas, tras ser brutalmente asesinado en la madrugada del 17 al 18 de agosto de 1936. A priori bien pudiera parecer que los visitantes desean dar un apacible paseo por la sierra situada entre Alfacar y Víznar, mas el sendero de piedra que siguen les conduce al citado barranco, un lugar rodeado de enhiestos pinos en el que reina el silencio y la tranquilidad. Los nervios se adueñan del estómago de los jóvenes, pues saben que se adentran en un cementerio en el que hace años se imponían el grito y la agonía. Quizá ellos estén recorriendo el camino que muchísimas personas, entre ellas Federico, se vieron obligadas a hacer. Un último "paseo" cuyo fin era la muerte. Les impresiona ver el barranco, dominado por una gran cruz formada por piedras y flores que recuerdan a los asesinados. Al fondo, un monolito de piedra en el que se lee el famoso lema: "Lorca eran todos". Ciertamente así es, pues detrás de cada fusilado había una historia personal, una vida que se vio sesgada por fanatismos absurdos. Un absurdo que acabó con la vida del mejor dramaturgo del siglo XX a la voz de "café, mucho café" para Lorca. Los viajeros se miran silenciosos, no necesitan hablar para saber que, en su mente, ambos están rememorando el horror sufrido por el poeta y ello les produce congoja. Un nudo en la garganta se apodera de ellos, Píramo toma la mano de Tisbe y se alejan del lugar despacio, con paso lento y tranquilo mientras, en voz baja, unos versos se escapan de sus labios: "La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos. El niño la mira, mira. / El niño la está mirando."

domingo, 12 de julio de 2009

12. El sexto sentido de Ramon Llull

Entre el complejo sistema filosófico que construyó Ramon Llull, destaca el affatus, incluido en su obra Liber de sexto sensu o Liber de affatu (1294). La versión en lengua vulgar se conoce como Lo sisèn seny lo qual apellam efatus. Como el propio título del libro indica, el affatus vendría a completar los cinco sentidos tradicionales del ser humano con un nuevo y sexto sentido, situado, según Llull, en la lengua y vinculado a la expresión lingüística, siguiendo esa peculiar tendencia fisiológica medieval de asociar ciertos órganos del cuerpo a los procesos mentales abstractos. El affatus representa el sentido que nomina a los objetos del mundo externo. El sujeto "escucha" al affatus, que le impone un signficante, aquél interpreta este significante surgido del mismo seno semántico de la Lengua y mediante la voz le da forma definitiva. La voz es el medio que vincula lo interior con lo exterior. En este proceso, que he simplificado aquí mucho, se percibe una necesidad eminentemente comunicativa. Como dice David Vidal Castell en su tesis titulada Alteritat i presència, el affatus es lanzar la voz al otro [...] es la voz en tanto que instinto de comunicabilidad que busca al otro (traducido del catalán). Esa alteridad, ese pensar en el otro, cobra primacía en Ramon Llull; no en vano, el affatus será la vía de comunicación para llegar al Otro, con mayúsculas (Dios). El éxito del acto comunicativo y el objeto de la comuniación (el otro) es lo importante para el mallorquín. Decía Enric Sòria, especialista en Ramon Llull, además de poeta y profesor en la Facultad de Comunicación de Blanquerna, que si por Ramon Llull fuera, todo el mundo debería hablar latín y todos así se entenderían.

Más de 700 años después, hemos pasado de los seis sentidos lulianos a los cinco que ya conocíamos pero atrofiados por el despotismo lingüístico de los nacionalismos. Éstos tienen poca vista, peor tacto, mal gusto, están completamente sordos y el olfato sólo les sirve para aspirar el olor de su propia podredumbre. Del affatus, por supuesto, ni rastro. Porque el nacionalismo lingüístico ha subordinado el acto comunicativo (el más intrínsecamente ligado al lenguaje) a la imposición política de su idioma. Eso ha dado lugar a infinidad de absurdos. Así, contemplamos incrédulos como TV3, la televisión autonómica catalana, es capaz durante una tertulia, a la que asiste como invitado un castellanohablante, de utilizar el catalán como lengua vehicular del debate, mientras al invitado se le traduce, a través del famoso pinganillo, todos los pormenores del mismo, incluso cuando él mismo es preguntado. ¿No sería más comunicativo utilizar el idioma que todos conocen (también la audiencia) para agilizar el programa? Los hombres del tiempo de TVE, dicen que lloverá en A Coruña y Girona, por tener una deferencia con las comunidades con lengua propia. Pero nunca dicen el tiempo que hará en London. El hombre del tiempo de TV3 será coherente, al menos, con su idioma y no se le pasará por alto decir Saragossa, Cadis, La Corunya o Xixó. Pero TVE tiene que ser más papista que el Papa. Con el agravante de que hay topónimos como Alicante, al que nunca llaman Alacant. A Barcelona tampoco la llaman nunca Bar/s/elona. Todo un despropósito de incoherencia lingüística. RENFE, al anunciar las paradas que se van sucediendo durante el viaje o cualquier otra cuestión, en Cataluña y la Comunidad Valenciana primero lo hacen en castellano y luego en catalán. ¿A quién le sirve ya la segunda información? Todo el mundo sabe cuál es la próxima parada desde la locución en castellano. El acto comunicativo no importa ahí, sólo, una vez más, la deferencia con el otro idioma. Sería más lógico si la primera locución fuera en catalán. Más absurdos. El Píramo que os escribe ha tenido que examinarse del Nivell mitjà de valenciano por si algún día acaba con sus huesos trabajando al lado de Tisbe. Pero Píramo ya tiene el Nivell C de catalán, que es el equivalente al Mitjà valenciano. Por no hablar de los 30 años (toda mi vida) que resido en Cataluña. ¡Hasta he sido maestro de Educación Primaria impartiendo las clases en catalán (como es preceptivo aquí)! Pero claro, al nacionalista valenciano de turno se le ocurre decir que el valenciano no es catalán. Claro, es como si el andaluz, por aspirar la "s" final, abrir más las vocales átonas o elidir la consonante en las formas de participio, fuera otro idioma, en lugar de un dialecto del castellano. ¿Acaso no me entendería perfectamente un valenciano hablándole yo en catalán? No importa. El nacionalismo no valora la comunicación. Y como no valora la comunicación, el catedrático universitario más eminente de la disciplina que sea, tendrá vetada su incorporación a las universidades catalanas, porque de su disciplina podrá ser el próximo premio Nobel pero ¡ah! no sabe catalán. El alumno perderá la ocasión de estar en contacto con un genio de su materia pero recibirá el enorme honor patriótico de escuchar a su profesor en catalán. La calidad de la clase, ¿qué importa eso? Artículo aparte (que llegará) merecería la nueva Ley de Educación de Cataluña (LEC) que arrinconará al castellano en las aulas, aunque esto ya se venía haciendo antes de la ley.

Ramon Llull hubiera deseado evitar la Torre de Babel con una única lengua, el latín. En ese deseo se destila una preocupación prioritaria por la comunicación sin barreras. No pido yo tanto, que todas las lenguas con sus particularidades son bellas. Pero sí recuperaría, con Ramon Llull, el affatus, aquel su sexto sentido. Y el sentido común.

miércoles, 1 de julio de 2009

11. El médico a palos, de Molière

El pasado viernes acudí a la representación de la conocida farsa de Molière El médico a palos en el Teatro Castelar de Elda. Como es sabido, la obra pone en escena las andanzas de un leñador, Sganarelle, caracterizado por su holgazanería. Su esposa, cansada de su comportamiento, le recrimina su escasa disposición para el trabajo a lo que él responde azotándola con una caña. Martina, indignada, urde un plan para vengarse de su esposo, quien constantemente alardea de saber latín. Casualmente, Martina se encuentra con un alguacil y un criado que andan por aquellos parajes en busca de un doctor. Ella no duda en recomendarles al mejor médico de toda la comarca que no es otro sino Sganarelle. Para que su venganza sea perfecta, Martina desvela a los desconocidos que dicho doctor es un hombre humilde, en apariencia ignorante, que únicamente confesará su sabiduría tras recibir golpes con un palo. La vendetta, por tanto, está en marcha. Seguidamente, los dos hombres encuentran a Sganarelle quien, tras propinarle una buena tunda de palos, accede a acudir a casa de un noble para sanar la extraña enfermedad de su hija: ha enmudecido repentinamente y no acierta más que a emitir gritos y sonidos guturales. Tras esta patología se esconde un motivo amoroso, pues la joven Lucinda finge su mudez para evitar el casamiento que su padre había concertado.
A partir de este momento, se sucede toda una serie de acontecimientos hilarantes que desembocan en un desenlace feliz en el que no falta la crítica social, pues se acaba descubriendo que todos los personajes-no sólo el médico- fingen en alguna medida. Así, el anciano padre de Lucinda finge desear el bien de su hija cuando en realidad se mueve por el interés económico, Jacqueline es una simple criada con conocimientos de algunos remedios caseros mas aparenta ser enfermera, la joven Lucinda simula su mudez, el alguacil presume de ser la mano derecha del rey de Francia cuando no es más que un simple recadero y Sganarelle que, si bien por miedo a ser apaleado, finge ser un médico que cura a base de latinajos con los que parece un brujo aficionado pronunciando su primer sortilegio, no duda y aprovecha la confusión para recaudar dinero.
En conclusión, el dramaturgo francés supo plasmar ya en el siglo XVII un mundo lleno de apariencia, caracterizado por la falsedad y la hipocresía. Un cuadro social este, que bien podría trasladarse a la actualidad. Aquí radica, sin duda, el rasgo esencial que convierte una obra de teatro en una pieza clásica pues gracias a la atemporalidad de su temática adquiere una vigencia universal. ¿Acaso no vemos constantemente a personas sin escrúpulos que fingen ser médicos y que trabajan en clínicas clandestinas sin temor a jugar con la vida de los enfermos, con traición y alevosía -éstos bien merecerían ser apaleados-; padres que conciertan los matrimonios de sus hijas en función del capital económico del pretendiente y eruditos a la violeta que pueblan los medios de comunicación?
Por otra parte, no dudo de que el público del Teatro Real de París de 1666 disfrutara con las repeticiones humorísticas de la obra que, quizás, para el respetable más purista del siglo XXI puedan resultar algo pesadas, pero lo cierto es que para un auditorio entregado y tan participativo como lo era el del siglo XVII supondrían un aliciente más que condujo a la farsa al éxito, pues en la corte de Luis XIV hubo cincuenta y dos representaciones. Imagino un teatro rebosante de un público jubiloso y bullicioso que ante la petición de vino por parte del médico no dudaría en responder al unísono: "Es por el polvo del camino". Este tipo de detalles que me permiten fabular cómo sería la representación son los que valoro en la puesta en escena de este tipo de piezas. Como ya comenté en otro artículo, en materia de teatro del Siglo de Oro soy clásica y por ello aplaudo también el vestuario que lucía el elenco de actores pues está inspirado en ilustraciones de la época. Como curiosidad destaco que el traje de médico es una réplica exacta del que lució el propio Molière en el estreno de la obra. A ello se unía un decorado acertado y una iluminación correcta.
En definiva, recomiendo a los aficionados y/o apasionados del teatro clásico acudir a esta representación pues considero que su director, Francisco Negro, ha logrado realizar una adaptación del original siendo fiel al espíritu de su creador. Ha conseguido equilibrar la balanza para ofrecer al espectador de nuestro siglo una pieza con un mensaje cargado de actualidad pues en tiempos como los que corren, es urgente reflexionar sobre la hipocresía y las falsas apariencias que reinan en nuestro mundo.

viernes, 19 de junio de 2009

10. El nuevo mester: el blog de Diego Catalán

Una habitación de paredes blancas listadas en su parte superior por una sobria cenefa de madera; en la pared del fondo, una puerta de dos jambas, cerrada a cal y canto y que debe dar acceso a un balcón; flanqueándola por la izquierda, una librería baja de tres cuerpos: en el central, móvil, rebosan los libros dispuestos sin orden aparente; los cuerpos superior e inferior esconden sus secretos tras sendas puertas a llave; quizás algunos legajos importantes que no puedan quedar a la vista de cualquiera, aunque esto es ponerse romántico. Coronando el mueble, más papeles y un cuadro que representa una figura masculina, de corte clásico, en disposición de leer. A la derecha del balcón, un archivador; a éste lo corona una imagen femenina que se antoja alguna donna angelicatta, pero, desde esta ventanita del tiempo, no lo puedo asegurar. Frente al balcón, una mesa de estudio, repleta de documentos y un flexo; sus patas salomónicas que, apurando la metáfora mobiliaria, podrían dar buena cuenta de su sabio dueño, descansan sobre el suelo de madera. Todo en la estancia invita al estudio y al recogimiento: la luz mate, la austeridad ornamental, enemiga de la distracción, la acogedora madera oscura. En el centro, el suelo está ya cubierto por una alfombra; sobre ella, una mesa más humilde que la anterior con una antigua máquina de escribir. Un niño de apenas dos años, rubio, de pelo lacio y arremolinado, se encarama a la misma desde la silla en que le han sentado. Le asiste en su empeño la eterna curiosidad infantil y un cojín dispuesto en la base del asiento. De pie, un hombre de traje y corbata, con barba venerable, promimente, incipientemente canosa, observa las operaciones mecanográficas del pequeño y hasta parece que le orienta sobre la posición que deben adoptar los dedos sobre el teclado: "el dedo meñique para la letra Q", parece decirle. En el rostro del hombre se percibe la ternura que transmiten las cosas sencillas. Este hombre es don Ramón Menéndez Pidal. Y estamos en su casa. El retoño es Diego Catalán, su nieto.
Bien se ve que el nieto seguirá los pasos del abuelo. Y así ha sido. El empeño de Menéndez Pidal por crear la compilación "definitiva" del Romancero, sus estudios inigualables sobre la historia de nuestro idioma o la atención a las crónicas medievales como fuente para desenterrar los cantares de gesta perdidos, han sido perpetuados por Diego Catalán mediante numerosos trabajos de campo o ediciones preciosas sobre la materia. Títulos significativos son el Romancero panhispánico, que él mismo coordinó, o la Historia de la lengua española, publicada en 2005 y que es la culminación de la labor de reconstrucción llevada a cabo durante décadas por su abuelo. Por no hablar de los cariñosísimos homenajes que ha dedicado a Don Ramón con cada cuidada reedición de sus obras, pienso ahora en La leyenda de los infantes de Lara, el primer libro del ilustre gallego.
Diego Catalán murió el 9 de abril de 2008 en Madrid, alejado del corsé academicista, individualizado como científico tras el parapeto de su propio método, asistido siempre por la mejor escuela que pudo tener como referente, la de su abuelo. Sin embargo, Diego Catalán parece seguir entre nosotros. Y no es éste el tópico al uso que se utiliza para hacer presente, a través de su obra, a un autor desaparecido. No, no. Es que Diego Catalán tiene un blog. El seguidor de un blog suele pasarse por la bitácora de vez en cuando para ver si hay algún artículo nuevo colgado. Porque detrás de un blog, siempre hay alguien que escribe. Y ahí está Diego Catalán, que con regularidad, desde marzo de 2009, nos va regalando un artículo sobre su última obra: La épica española. Nueva documentación y nueva evaluación, que aún no he leído pero que se antoja apasionante. Este libro, editado por el Instituto Universitario Menéndez Pidal, cuesta unos 72 €. Pero Diego Catalán quiso que estuviera al alcance de todos desde su blog, al igual que ha hecho con el Romancero de la Cuesta del Zarzal o el Arte poética del Romancero Oral. Resulta conmovedor pensar que alguien que pasó su vida queriendo darle al pueblo lo que era del pueblo, su patrimonio poético, el Romancero, ofrezca ahora su obra al mundo a través de esos otros juglares, también anónimos, ese grupo de ciudadanos partidarios de la cultura libre, sin canon, ni canonjías, ni derechos de autor, que trabajan sin ánimo de lucro, secundando este proyecto iniciado por Diego Catalán. Bello, bellísimo este nuevo mester.

viernes, 5 de junio de 2009

9. El manuscrito de piedra

Hace unos meses leí El manuscrito de piedra de Luis García Jambrina, profesor de Literatura Española en la Universidad de Salamanca.
Las primeras páginas de la novela plantean una trama que remite a la archiconocida obra de Umberto Eco, El nombre de la rosa, puesto que la acción gira en torno al misterioso asesinato de un catedrático de Teología. Se trata, por tanto, a priori, de una novela que viene a engrosar las interminables listas de obras de este tipo que con una ambientación histórica más o menos correcta versan sobre el esclarecimiento de algún enigma relacionado, normalmente, con asuntos eclesiásticos.
Ahora bien, el valor de esta novela reside en la maestría con que su autor ha sido capaz de imprimir personalidad a una temática tan manida en nuestros días.
El primer acierto es la elección del espacio, pues a lo largo de 300 páginas se nos ofrece una preciosa descripción de la ciudad de Salamanca. Así, el lector tiene el privilegio de recorrer de la mano de Jambrina algunos de los lugares más emblemáticos de la ciudad: el convento de San Esteban, la famosa Universidad, la Catedral, la Plaza Mayor, el Cielo de Salamanca, el Puente Romano que atraviesa el río Tormes, sin olvidarse de la famosa Cueva de Salamanca que tanta tradición literaria ha generado a su alrededor y un largo etcétera de rincones importantes que son descritos con una plasticidad digna del mejor pintor.
Por otra parte, se recrea perfectamente el ambiente estudiantil de la ciudad dorada que plasma a la perfección el dicho: quod natura non dat salmantica non praestat, en un momento de tanta agitación y cambios como fue el final del siglo XV. De hecho, el protagonista principal es un estudiante de Leyes conocido por todos: Fernando de Rojas. He aquí otro de los aspectos que confieren a la obra un valor añadido ya que aparece un personaje histórico real como personaje de ficción que se entremezclará, a su vez, con otros, como Celestina, a los que él mismo dio vida literaria. De modo que se plantea un curioso juego literario con respecto a los protagonistas que más peso tendrán en la trama descrita. Cualquier lector algo avezado sabrá captar los guiños y la intertextualidad que Jambrina nos lanza en diferentes momentos de la acción.
Asimismo, resulta interesante la plasmación que se hace de la vida relajada y nocturna que había en la ciudad. No olvidemos que Salamanca fue la primera urbe española en la que, de algún modo, se "legalizaron" los burdeles - bajo supervisión eclesiástica, por supuesto- por petición del infante don Juan a sus padres, los Reyes Católicos; y precisamente, de este lugar es originaria la archiconocida expresión: "irse de picos pardos", en alusión a la vestimenta que las meretrices habían de llevar en época de Semana Santa para ser reconocidas como tales.
Pues bien, García Jambrina logra armonizar el ambiente estudiantil, eclesiástico y prostibulario
mezclándolo con la situación de los judíos conversos, el Humanismo, la pasión... Consigue crear, pues, un todo unitario capaz de entretener al lector.
No obstante, más allá del argumento en sí guardo un grato recuerdo de esta novela por la cantidad de imágenes que se agolparon en mi cabeza durante su lectura. Considero que leerla puede resultar una experiencia gratificante para quien, como yo, admire esta ciudad que fue cuna de las letras y de la sabiduría y que actualmente sigue conservando esa magia especial e inexplicable que hace que quien pasee por sus calles caiga rendido a sus encantos.

lunes, 18 de mayo de 2009

8. Mario Benedetti

Cuando el mundo pierde a un poeta pierde al hombre pero gana al Poeta. El carácter mitificador de la muerte sustituye al hombre que escribe con su máquina de escribir o que lleva en su maleta unas cuartillas con versos; o que asiste a un certamen para hablar de literatura; sustituye las investiduras honoris causa y los premios literarios. Y en su lugar queda el Poeta asido a sus palabras, blincando su espíritu sobre los versos, esparcido el hombre en las páginas de sus libros. Si uno lee un texto de este poeta trascendido a Poeta, las palabras ya no son aquellas con olor todavía a tinta de este mundo cuyo sentido aún puedo conocer leyendo alguna entrevista en un periódico o, si tengo esa suerte, preguntándole directamente. Las palabras del Poeta son ya un arcano, elevadas a categoría de misterio sólo con el tránsito de su creador. Pero es que quien se nos ha ido hoy ha sido Benedetti. Y a Benedetti no le hubiera gustado elevarse hasta esas esferas tan lejanas. Hubiera preferido seguir estando entre las gentes, enseñándonos el amor, la amistad, la solidaridad y el goce de vivir como siempre hizo: con un lenguaje cercano, llano, cariñoso, de amistosa complicidad. Muy mortal. A Benedetti le hubiera gustado oírse recitar entre los oficinistas, las cajeras, los mecánicos de coches, los vendedores, los taquígrafos; entre el tarareo de una canción de Serrat en un concierto o de Daniel Viglietti desde un viejo transistor colocado en la ventana de cualquier modesta casa de Paso de los Toros. Lo otro quede para los exiliados. Benedetti es un "desexiliado" de la muerte. Prime, pues, su alegría:

Defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar,
y también de la alegría

lunes, 11 de mayo de 2009

7. Dos menos (y eran los únicos)

El pasado viernes 8 de mayo llegó al Teatro Principal de Alicante la obra Dos menos, dirigida por Óscar Martínez y protagonizada por José Sacristán y Héctor Alterio. En principio, la obra reunía todos los ingredientes para satisfacer al público alicantino. Por un lado, la historia dramática de dos enfermos terminales, compañeros en la habitación del hospital que, ante la noticia de su inminente fallecimiento, deciden fugarse para vivir intensamente los últimos días de vida, en una especie de viaje iniciático. Lo atractivo del motivo temático venía avalado por el éxito de taquilla de la película Ahora o nunca, con Jack Nicholson y Morgan Freeman de la que la obra de teatro puede considerarse su remake sobre las tablas. Por otro lado, la presencia de dos buenísimos actores como son Sacristán y Alterio para quienes el papel parecía pintiparado, completaban la promesa inicial. Sin embargo, el guión empequeñeció las expectativas. Ignoro si la representación se mantuvo fiel al texto original de Samuel Benchetrit o ha sido demérito de sus versionadores, Fernando Masllorens y Federico González Pino, pero lo cierto es que la obra desmereció bastante. Salvando el primer cuarto de hora, donde los protagonistas asumen la fatalidad de su destino con un fino sentido del humor, el resto del guión se desvanece entre la nebulosa de un pobrísimo argumento, inconsistente y muy poco elaborado, que en ningún momento dio la impresión de estar hilvanado y cuya meta nunca pareció clara. La fuga del hospital, de tanta importancia simbólica, se pierde en un anecdotario insulso, estirado como para llenar los minutos con algunos episodios que son meros parches. Qué lejos de aquella lista de “cosas que hay que hacer antes de morir” de la película de marras, tan llena de lirismo y cuyo contenido redunda en una introspección profunda de los personajes. También perdió la obra la oportunidad de crear ese contraste tan efectista que supone combinar el sentido del humor con el drama de los personajes. La sombra de la muerte casi nunca está presente en la obra, de modo que el espectador corre el riesgo de olvidarse de ella y, ni mucho menos, sentirá compasión por los protagonistas. La muerte misma de los personajes se limita a una despedida sin emoción hacia una luz de fondo proyectada sobre el escenario y se produce casi de golpe y porrazo sin transición alguna, hasta el punto de que el espectador duda sobre si ese es el final o no de la obra. Se porá reparar en el error que supone comparar la película con la obra de teatro, siendo ambas pertenecientes a géneros distintos, con sus propias pautas. Pero es inevitable pensar que por encima de los géneros está la categoría artística de quien se somete a sus leyes. De vuelta a Tarragona, como para recordar esa máxima, pusieron en el tren la película de Nicholson y Freeman. Si las comparaciones son odiosas, algún Hermes del Parnaso quiso que así fuera. Algún sentido tendrá si los dioses así lo disponen. No obstante, la obra de teatro salvó los muebles, como suele decirse, por la innegable calidad de la intepretación por parte de Sacristán y Alterio (a éste, no obstante, con problemas para oír su voz), lo que demuestra una vez más que, utilizando el símil futbolístico, son los jugadores quienes hacen bueno o malo al entrenador. En este caso, el aplauso se lo llevaron los actores, no el guión. En la novela, el fenómeno es más complejo. Los personajes que actúan en la novela dados a la vida por la propia minerva del autor, ¿pueden llegar a salvar al autor mismo? Unamuno ya trató este tema en Niebla. ¿Don Quijote salvó a Cervantes? ¿La Andrea de Nada, salvó a Carmen Laforet? ¿Podrá escribir algo más J.K. Rowling que no sea sobre Harry Potter? ¿Existen Sacristanes y Alterios que salven a sus creadores? Y si es así, ¿es metafísicamente posible que una criatura literaria pueda oscurecer incluso a quien la creó?