domingo, 26 de septiembre de 2010

59. El naufragio de Labordeta

El pasado miércoles acudí a la Biblioteca Pública de Tarragona con la esperanza de releer algunos de los poemas de Antonio Labordeta porque, después de todo lo que se ha escrito esta semana sobre su vida y obras, he pensado que mejor sea él, con sus palabras, quien me oriente sobre cómo debo despedirlo yo también. Su muerte ha multiplicado la presencia de sus versos en Internet pero leerlos en una pantalla de ordenador es como emprender uno de aquellos viajes a los que nos tenía acostumbrados y contemplar los pueblos, sus parajes, sus gentes y su historia a través del cristal de un autobús que pasara por allí. Yo prefiero mezclarme con Labordeta en la autenticidad franca del papel, de tú a tú, que es como a él le gustaba tratar a las personas. Pero ocurre lo que siempre pasa en estos casos; que la biblioteca le ha preparado durante este mes un expositor con sus obras, y los lectores, unos por simple curiosidad, otros por verdadera estima, han desmantelado en pocas horas el epitafio bibliográfico. Por suerte, a nadie le llamó la atención su Diario de náufrago (1988), lo que es un gran despiste, ya que en esta obra de madurez se resumen los grandes temas de la poesía de Labordeta, dedicación eclipsada por su éxito como cantautor, por los libros de viajes o por la ya manida anécdota de su paso por la política. Y sin embargo, Labordeta concibió su creación poética como uno de los momentos más privados y, por ello, más apreciados de su vida, porque un libro “guarda las más bellas notas del sublime concierto de la vida. Lo abres, lo cierras y toda la plenitud de un hombre solitario te acompaña bajo los árboles dorados del otoño”. El tono de Diario de náufrago transmite una inevitable sensación de despedida anticipada, que estremece aún más si se lee con la también inevitable sugestión de su muerte tan reciente. Entre las principales preocupaciones del poeta en este libro, destacan: el paso del tiempo (“Los ayeres, los ayeres. Los venideros ayeres de todas las mañanas.”); la nostalgia de la infancia, cuyos días infinitos nunca vuelven; el recuerdo de los ausentes, como en aquellos poemas escritos el día de ánimas (“Nunca como hoy toda la voracidad del tiempo en las ausencias”) o la exaltación de la libertad, representada en aquella brújula que marca todos los puntos cardinales pero “nunca hacia ningún lado”. A veces, esa libertad se tiñe de símbolos políticos como aquel martillo que abre “en la pared, un hueco para mirar el final de la intemperie” o la solidaridad con “el Chile lejano y torturado” de Pinochet.  Por supuesto, aparecen temas sociales (“¡Ay del horror a la última soledad de los abandonados!”) y el amor a su tierra aragonesa “curtida por ásperos paisajes desolados”. También tienen cabida algunos versos más socarrones, próximos a la greguería, como los que dedica al clavo ardiendo. Pero los verdaderamente sobrecogedores son los que hablan de su propia muerte. La vejez es para Labordeta como otoños interminables: “En el ocaso, mi cuerpo se cubrirá de mansas latitudes” y la muerte esconde su misterio insondable. Instalado en un desesperanzado escepticismo religioso, como se aprecia en el poema “Navidad”, sólo queda la certidumbre de que “nunca sabremos la soledad de nuestra propia ausencia. Es un consuelo magnífico y terrible”. El penúltimo poema reza: “Un día de estos ocultaré la puerta de mi casa a los vecinos y huiré, definitivamente, con los míos hacia la tierra prometida donde los hombres, liberados del tedio de ser hombres, plantan campos de miel sobre sus ojos. Un día de estos, si es que llega”. Y ya llegó. Ya llegó, Antonio Labordeta.

domingo, 19 de septiembre de 2010

58. El centenario olvidado de Luis Rosales

El pasado mes de junio, el profesor Javier Angosto escribía en el Diario de Teruel un enjundioso artículo titulado “Temarios cojos”. En él se quejaba de la criba que, a lo largo de los años se ha ido estableciendo en los planes de estudios de literatura. Un filtro cuyo criterio estaba más bien sujeto a consideraciones políticas que estéticas. Este fenómeno ha ido apartando de las aulas a determinados escritores, cuya presencia en las mismas resultaba, cuanto menos, inoportuna. Así, la Generación del 27 durante la dictadura o, en la actualidad, los escritores vinculados a la derecha. Por eso, todo el mundo sabe que este año es el centenario del nacimiento de Miguel Hernández y pocos se acuerdan de que también lo es el de Luis Rosales. Este poeta granadino no tiene un Serrat que le cante, ni un congreso internacional donde se discuta sobre su vida y obras, ni recibe apenas homenajes, salvando algún caso muy local, ni se le han hecho multitud de ediciones conmemorativas. Los medios de comunicación apenas  han dado difusión a la efemérides. Y, sin embargo, Luis Rosales es uno de los mejores poetas españoles del siglo XX. Su adscripción a la Falange durante la Guerra Civil le ha condenado al ostracismo. De poco parece haberle servido arriesgar su vida dando cobijo a Federico García Lorca en su propia casa o enfrentarse en el Gobierno Civil de Granada con el infame Ruiz Alonso al enterarse de la detención de Lorca durante su ausencia. Es más, como bien dice Javier Angosto en el mismo artículo, si La calumnia, obra que exculpa a Rosales de cualquier responsabilidad en la muerte de Lorca, la hubiera escrito alguien de derechas, en lugar de Félix Grande, todavía el lastre de la sospecha estaría amarrado a la figura de nuestro poeta. Luis Rosales representa, como hicieron otros, el proceso de rehumanización poética cuando las tesis de Ortega y la poesía pura de Juan Ramón Jiménez entraron en crisis. La vía que adopta Rosales para esta rehumanización es la religiosa, lejos, eso sí, de la pomposa retórica del nacional-catolicismo franquista. Así, el íntimo fervor de Abril (1935) y Retablo de Navidad (1940) o el panteísmo de algunos poemas de Segundo Abril (1972), como aquella hermosísima “Égloga de la soledad”, de raigambre garcilasista. La fase más esencial de su poesía la encontramos en La casa encendida (1949), Rimas (1951) y El contenido del corazón (1969). En ellas, Rosales raya en lo surrealista, introduce elementos cotidianos y busca la esperanza y la identidad en la recuperación de su pasado. También hallamos contenido social, como aquel “Tú sí los llamarás” de Rimas, donde el poeta se solidariza con los “muertos que enferman de los vivos / los muertos naturales” y poesía amorosa como en “El deshielo”, también de Rimas, que evoca el temor del poeta ante la posibilidad del final de una relación: “cuando despunte el sol, se hará el deshielo/que desate mi cuerpo sobre el agua”. En Diario de una resurrección (1979), Rosales experimenta la plenitud y renovación del vivir antes de convencerse en La carta entera (1984) del desamparo del hombre actual, incapaz de alcanzar la libertad total. En la sucinta semblanza que acabo de hacer de la obra de Luis Rosales, no caben todos los méritos y matices de este escritor cuya expresión poética alcanza complejidades que darían muchas páginas de análisis. Bástenos con recuperar su figura en este año de su centenario olvidado. Rosales, que nunca mostró gran afición hacia la política, sólo cometió el error de tener que elegir en una España donde obligatoriamente había que posicionarse. Esa fue la gran tragedia de muchos. Quizás cuando escribió “La voz de los muertos”, donde lloraba la desgracia de las dos Españas, ya presentía que también su voz acabaría siendo la de uno de ellos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

57. Lope de Vega en el cine

Lope de Vega ha pasado de las tablas del siglo XVII a la gran pantalla del siglo XXI. Con ello se culmina la vieja aspiración del dramaturgo de convertirse en protagonista de sí mismo, como lo demuestran las múltiples composiciones donde Lope habla de su propia vida, literaturizando no pocas veces su figura y, por lo mismo, haciendo confusa para sus biógrafos la frontera entre la realidad y la ficción. La película, narra los años de juventud de Lope de Vega, incluyendo sus dos primeros amores conocidos, Elena Osorio e Isabel de Urbina, las Filis y Belisa de sus poemas, respectivamente, aunque en el caso de la primera también la hallamos bajo el nombre de Zaida o Celindaja. El director, Andrucha Waddington, ha querido ofrecernos una imagen más benévola del Fénix de los Ingenios, castigada muchas veces por la lógica intransigencia de quienes han visto en su desbordante vida amorosa, una indisculpalbe inmoralidad. Así, durante su relación con Elena Osorio, Lope no conoce la existencia del marido, el cómico Cristóbal Calderón, y cuando aparece en escena Perrenot (sobrino del cardenal Granvela) con el que el padre de Elena quiere casarla, Lope no soporta la humillación. Sin embargo, sabemos que Lope era consciente del adulterio y que, incluso, aceptó de la dama ayudas económicas procedentes de los regalos de Perrenot. Sí es verdad que más adelante compondría sus poemas difamatorios contra toda la familia de Elena, aunque seguramente, éstos circularían por Madrid como pliegos sueltos; la escena de la película en la que Lope lee las diatribas es improbable y exagerada y sólo se justifica si lo que se pretende es demostrar la complicidad y amparo de su público, que lo adoraba. Respecto a Isabel de Urbina, no conocemos que fuera pretendida por el marqués de las Navas, de quien Lope era secretario. Los versos que Lope le escribe para hacerlos pasar por obra del marqués deben ser un recuerdo de los que escribió, con el mismo fin, para el duque de Sessa, al que conoció mucho más tarde.

A Isabel la rapta (con el consentimiento de la dama) después de conocer la sentencia del destierro y no antes. Se casa con ella 5 meses después, en Valencia. Su estancia en Lisboa para alistarse en la Armada Invencible es anterior a la boda y con él no está Isabel, a quien parece que le fue infiel en la capital lusa. Por lo demás, la película recuerda aspectos conocidos de la vida de Lope, como su esfuerzo por reivindicar para sí un puesto en la nobleza; se trata de la escena en la que se cubre el féretro de la madre con el escudo nobiliario de las 19 torres, acto que realizó en realidad imprimiéndolo sobre la portada de su Arcadia (1598) y que fue motivo de aquellos mordaces versos de Góngora: “Por tu vida, Lopillo, que me borres / las diez y nueve torres del escudo , / porque, aunque todas son de viento, dudo / que tengas viento para tantas torres”. Sus ideas revolucionarias sobre la comedia están bien representadas, aunque se exageran las puestas en escena, cuya aparatosidad no llega hasta Calderón.

Por lo demás, la fotografía es bellísima, y crea escenas de claroscuro que representan el arte pictórico barroco como ya se hiciera en Alatriste. Existen pasajes muy emotivos como cuando Lope entra por primera vez en el corral de comedias de Velázquez y experimenta la llamada del teatro o las escenas donde se describe la intimidad de su escritura voraz. También cuando le ofrece a Isabel una de las piezas de su escribanía como anillo de compromiso, como un símbolo que vinculase obra y vida. La imagen final, galopando camino del destierro es también muy simbólica. Como un nuevo Cid de la literatura, Lope volvería a la corte, engrandecida ya su figura para toda la eternidad.

domingo, 5 de septiembre de 2010

56. Miguel Hernández y el fútbol

Vuelve la Liga. Y para algunas mentes bienintencionadas la vuelta del fútbol tras el Mundial, debe ser una especie de suplicio que hay que llevar con resignación. A ellos, nada les reprocho y hasta, aficionado al fútbol como soy, les puedo llegar a entender. Pero existe otra clase de mentes, intelectualoides del tres al cuarto, cuya cruzada contra el deporte rey estriba más en una afirmación de su aristocratismo cultural que en otra cosa. Y su desprecio altivo sólo es el pretexto postizo para instalarse en esa minoría selecta y sobreinterpretada, y para, además, dejarle claro a la galería que se pertenece a ella. A este grupo de sensibilidades refinadas, tan en las antípodas de las burdas aficiones del pueblo, les vendría bien leer alguna vez al Poeta del Pueblo. Precisamente. Y quizás entonces entenderían que la volea de Zidane en aquella final europea o la galopada de Messi contra el Getafe, tienen más plástica y más lírica que la literatura nepalí, por decir algo. Porque sí, a Miguel Hernández le gustaba el fútbol. Y es que se puede ser uno de los mejores poetas que han dado nuestras letras y ser aficionado al balompié y hasta practicarlo. Cuenta José Luis Ferris, biógrafo del poeta, que éste formaba parte de un equipo local llamado “La Repartiora”, nombre surgido probablemente por la camaradería entre los jugadores del equipo, que cargados cada cual de comida y bebida, la repartían tras los partidos. A Miguel Hernández lo apodaban “el Barbacha”, porque parece que era algo lento, en alusión a los caracoles llamados barbachos en la zona de Orihuela y Murcia. En el campo de Los Andenes, en Orihuela, se enfrentaba “La Repartiora” con otros equipos locales. Miguel Hernández llegó incluso a inventar un himno para el equipo, remedando la melodía de “Por la calle de Alcalá”, de Las Leandras. Ya en su obra, Miguel Hernández dejó también patente su afición por este deporte. En 1931 escribe su “Elegía al guardameta”, dedicada a “Lolo” (Manuel Soler), portero del Orihuela C.F. El poema, que se inicia con la dedicatoria “A Lolo, sampedro joven en la portería del cielo de Orihuela”, se centra en la estirada que “Lolo” realiza para salvar un gol a la salida de un córner, con tan mala fortuna que golpea su cabeza con el poste de la portería. En el poema, “Lolo” fallece como consecuencia del lance, aunque en la realidad parece que todo fue un susto subsanado por unos cuantos puntos de sutura. El poeta se inspira en una supuesta fotografía en la que el portero es captado justo en el momento de la estirada y segundos antes de su muerte: “Y te quedaste en la fotografía, / a un metro del alpiste,/ con tu vida mejor en vilo, en vía / ya de tu muerte triste, / sin coger el balón que ya cogiste”; y nos deja imágenes tan bellas como ésta: “Inflamado en amor por los balones, /sin mano que lo imante,/ no implicarás su viento a tus riñones/, como un seno ambulante / escapado a los senos de tu amante”.La elegía engarza con otros poemas del estilo, como el que Alberti dedicó a Platko, el guardameta húngaro del Barcelona de los años 20.

Los pedantes a los que me refería al principio de este artículo, argumentarían que si Miguel Hernández aún viviera, probablemente sería alguien muy crítico con el fútbol de hoy en día, especialmente con la inmoralidad que supone manejar las cantidades desorbitadas de dinero que se mueven en ese mundo. Y seguro que tendrán razón. Pero, probablemente también, Andrés Iniesta tendría ya la oda que lo haría eterno.

En la fotografía, el equipo de "La Repartiora". Miguel Hernández está en cuclillas, el segundo empezando por la derecha

domingo, 18 de julio de 2010

55. Ucronía hernandiana

El joven periodista no necesita llamar a la puerta de la casa. Está abierta y asoma la cabeza tímidamente tras el umbral. 
“¿Don Miguel?” A su reclamo aparece un hombre delgado, algo apocado y de gesto nervioso que estrecha sin vigor la mano del periodista: es Manuel Miguel, el hijo del poeta, que le invita a pasar. Siguiendo sus pasos y observando su exigua figura, a nuestro periodista se le antoja que Manuel Miguel sigue amamantándose con sangre de cebolla. El itinerario doméstico le conduce hasta el huerto de la casa; allí, sentados a la sombra fresca de una frondosa higuera, embebidos en el arrullo de los pájaros y en el diálogo del viento con las hojas, sienten pasar la vida Josefina Manresa y Miguel Hernández. La irrupción del periodista interrumpe el ensimismamiento de la pareja. Miguel Hernández alza la vista del suelo y sus grandes ojos azules se clavan en el muchacho. Éste lleva colgada del hombro una mochila, mientras sujeta con ambas manos una forma redonda, cubierta con papel de tahona, que deposita cuidadosamente sobre una pequeña mesita próxima a la higuera. Al retirar el papel, se descubre una tarta sobre la que se han colocado tres velas que representan el número 100. “La he comprado en la panadería de Fenoll y cuando ha sabido que era para usted, no ha querido cobrarme”, puntualiza el periodista. Miguel Hernández esboza una sonrisa franca y agradecida. Desea levantarse para saludar al reportero pero éste se adelanta: “No se levante, don Miguel. Gracias por recibirme, es un honor”. Al darle la mano, mucho más firme que la del hijo, el periodista detiene unos segundos su vista en el reloj de oro que el poeta luce en la muñeca y piensa que no le cuadra aquella ostentación en ese hombre. Pese al disimulo del muchacho, don Miguel se ha dado cuenta. “¿Te gusta? Me lo regaló Vicente Aleixandre hace ya muchos años. Salvo el cristal de la esfera, todo él es original”. “Pero lo tiene usted parado, don Miguel”. “Sí, exactamente desde el 28 de marzo de 1942 a las cinco y media de la mañana. Cuando huí a Portugal, quise empeñarlo para poder sobrevivir y comoquiera que el comprador, al verme con aquellas ropas tan ajadas, pensase que lo había robado, me denunció a la policía portuguesa. Menos mal que Aleixandre mandó el justificante de compra a tiempo y pude evitar males mayores. Pero no conseguí evitar que me mandasen de vuelta a España. Cuando estuve detenido en Rosal de la Frontera, tuve la suerte de coincidir con mi amigo y compadre Salinas, que estaba destinado allí como guardia civil. Conté con su complicidad y le entregué el reloj para que me lo devolviera cuando todo hubiera pasado. Luego vino mi ruta turística por las cárceles de media España”. Miguel Hernández deja de sonreír y, en un largo silencio, escruta quién sabe qué horribles imágenes en su pensamiento. Josefina le observa entristecida. El periodista se siente incómodo, no quiere estropear el cumpleaños del poeta; enciende con un mechero las velas y le pide a don Miguel que sople mientras extrae de la mochila su cámara de fotos. “Después de todo tuve suerte”, continúa don Miguel fijando sus pupilas en las tres llamitas flameantes. “Tuve grandes amigos que me ayudaron. Alberti y su mujer me incluyeron en el viaje que les sacaba de Madrid hacia Elda y gracias a ellos pude estar con mi mujer y mi hijo durante un tiempo”. Josefina y Miguel se dan la mano. “Luego me arrestaron en Orihuela y tuve la suerte de ser trasladado al penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia, que se encontraba junto a un hospital antituberculoso. Gracias a ello pude curarme de mi enfermedad. Después, Luis Almarcha, el vicario general de mi pueblo, que tenía grandes influencias y que luego fue obispo de León, logró que me indultaran, pese a tener ideas políticas diferentes: priorizó nuestra amistad de antaño y respetó mis ideales…” Por sorpresa, ha entrado Ramón Sijé en el huerto por los altos andamios de las flores y reprende burlonamente a su compañero esa concesión de su pensamiento al pasado. Miguel Hernández sonríe de nuevo y sopla al fin las velas de la tarta. El baile sinuoso de las llamas cesa su movimiento, como las manecillas del reloj de oro de Miguel.

FIN


  • Ucronía: Reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder.

  • Manuel Miguel, el hijo de Miguel Hernández a quien el poeta dedica sus famosas Nanas de la cebolla, murió el 23 de mayo de 1984 a los 45 años de edad en Elche, como consecuencia de una afección pulmonar. Fue enterrado junto a su padre. 3 años más tarde, el 18 de febrero moría Josefina Manresa como consecuencia de un cáncer de mama, completando el panteón familiar.

  • Efectivamente, Vicente Aleixandre regaló un reloj de oro a Miguel Hernández. El destino quiso que el único obsequio que recibió Miguel de uno de los miembros de aquella generación del 27 supusiera la captura del poeta en Portugal. Nunca recuperó el reloj. El tal Salinas, natural de Callosa de Segura, delató a Miguel Hernández poniendo en antecedentes a sus compañeros de la guardia civil sobre las ideas antifascistas del poeta.

  • Muchas personas del entorno de Miguel Hernández abandonaron a su suerte al poeta. Alberti y su esposa no contaron con él para ese viaje a Elda, que quizás hubiera servido a Miguel para eludir la represión. Luis Almarcha puso precio a las gestiones que le pidió Miguel: debía renunciar a sus ideas antifascistas y arrepentirse de sus actos anteriores. Al negarse Miguel, Luis Almarcha se olvidó de su, otrora, discípulo.

  • Entre los muchos traslados que Miguel sufrió de cárcel en cárcel, hubo uno que pudo haberle salvado la vida. Las gestiones para recabar en la prisión de Alicante, como Miguel quería, sufrieron un revés, asignándosele al poeta la prisión de San Miguel de los Reyes, en Valencia, que estaba próxima al hospital para tuberculosos de Porta-Coeli. Empeñado Hernández en su intención de llegar a Alicante, intensificó, a través de Germán Vergara Donoso, diplomático chileno, y del poeta Rodríguez Spiteri las gestiones correspondientes, consiguiendo su propósito. Más tarde, Miguel enfermaría de tuberculosis, convirtiendo el traslado al hospital de Porta-Coeli en un sueño inalcanzable. Miguel Hernández muere el 28 de marzo de 1942 a las 5.30h de la mañana.

  • Ramón Sijé (José Marín), el amigo de Miguel a quien el poeta ofreció su magnífica Elegía, nada pudo saber de todo ello. Murió el 24 de diciembre de 1935.

  • En la foto, el patio de la casa de Miguel Hernández, en la Calle de Arriba de Orihuela, donde el poeta vivía con sus padres.

lunes, 12 de julio de 2010

54. Mil soles espléndidos

Una de las múltiples funciones que puede tener la literatura es la del compromiso social. Si repasamos la Historia de la Literatura veremos que son muchos los escritores que han empleado la fuerza de su pluma para denunciar situaciones injustas relacionadas con su patria. Este fenómeno se produce también en los escritores que, por unos motivos u otros, han tenido que vivir en el exilio. Tal es el caso del afgano Khaled Hosseini, médico y escritor afincado en Estados Unidos desde la década de los 80 a raíz de la invasión soviética que sufrió su país en esa época. Ya en su primera novela, Cometas en el cielo, dibujaba un espeluznante retrato de Afganistán, un país marcado por el sino de la guerra, la muerte y el dolor. Ahora, con su segunda novela, remarca con más intensidad esa línea de denuncia iniciada anteriormente.

El autor se centra en el mundo femenino, en la mujer afgana y en su forma de vida. Con un trasfondo político marcado por la invasión del ejército ruso, las guerras internas entre los diferentes grupos étnicos, la llegada al poder de los talibanes y la incursión estadounidense, el lector es testigo de la historia de Mariam, una harami, hija ilegítima de un importante comerciante que, tras el fallecimiento de su madre, decide acordar su matrimonio con Rashid, quien es 30 años mayor que ella. A partir de este momento comienza el calvario de la joven, pues ha de marcharse a Kabul a vivir con un completo extraño que acaba despreciándola por su imposibilidad de concebir hijos. Paralelamente, se nos presenta la historia de Laila, una adolescente que pierde trágicamente a su familia y ha de aceptar el ofrecimiento de Rashid de ser su segunda esposa. Entre las dos mujeres se establece un invisible lazo de unión que forja una relación que va más allá de la amistad. Ambas comparten su sufrimiento, su miedo y sus ansias de libertad, de acabar con una vida marcada por el horror y por unas leyes que impiden su propia realización como seres humanos. Las descripciones de situaciones de la vida cotidiana son realmente aterradoras y no dejan indiferente a nadie: A lo largo de los años, Mariam había aprendido a insensibilizarse cuando su marido la despreciaba, le hacía reproches, la ridiculizaba y la reprendía. Sin embargo, no había conseguido dominar el miedo que le inspiraba. Después de tanto tiempo, seguía echándose a temblar cuando Rashid iba a por ella con esa expresión de sorna, apretando el cinturón en torno al puño, haciendo crujir el cuero, y con los ojos brillantes e inyectados en sangre. Era el miedo de la cabra a la que meten en la jaula de un tigre, cuando el tigre alza la cabeza y empieza a gruñir. El único consuelo que les queda a ambas es el cariño que se profesan, cual madre e hija. Las dos unirán sus fuerzas para librarse del yugo de su opresor. En este sentido, el papel de Mariam es clave, ejemplo a seguir de generosidad desbordante y de amor desinteresado.

Como ya se ha señalado, esta novela constituye un documento de gran valor para dar a conocer al resto del mundo la situación de Afganistán, el drama que viven sus habitantes desde hace décadas y, en concreto, la situación extrema que padecen las mujeres. Y es que la palabra, en ocasiones, es la mejor manera de denuncia. No obstante, Khaled Hosseini no se conforma con emplear la literatura como dardo denunciador, sino que él mismo, a raíz de un viaje que hizo a su país en 2007, ha creado una fundación que lleva su nombre. Ya en 2006 fue nombrado representante de buena voluntad del ACNUR, las Naciones Unidas para los refugiados. Desde su plataforma se pretende proporcionar asistencia humanitaria en Afganistán así como educar a las mujeres y a los niños.

Se da, por tanto, la simbiosis de la palabra, con su capacidad catártica sobre los lectores y de la acción, de la generosidad del escritor y de personas anónimas que luchan para que en Afganistán vuelvan a ser posibles las palabras del poeta Saib-e-Tabrizi:

Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,

o los miles soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros.

miércoles, 30 de junio de 2010

53. La españolidad de Saramago

Con algunos escritores ocurre que, pese a pertenecer a otra nación, son incorporados de forma natural al patrimonio literario de otro país, como si, por una suerte de acuerdo tácito, nadie discutiera esa adopción. En España, este fenómeno se ha dado sobre todo con los autores sudamericanos gracias al elemento aglutinador de la lengua. Pero el hecho resulta más llamativo cuando el escritor no comparte en la ejecución de sus obras el idioma común. Ese es el caso de José Saramago. A nadie le ha importado pensar que la periodista sevillana Pilar del Río es la que traslada al castellano los originales portugueses de su marido. O quizás sea precisamente por ello por lo que la asunción de su españolidad resulte más fácil. José Saramago es heredero de aquellos otros portugueses que hoy se estudian en las aulas de Literatura como si fueran autores españoles, tales como Gil Vicente o Jorge de Montemayor pero estos últimos escribieron sus obras en castellano; José Saramago no y es tan español como aquellos. Desde 1991 residía con su mujer en Lanzarote y Lanzarote le ha visto morir. Parte de las cenizas del escritor se depositarán bajo un olivo del jardín de su casa de la isla canaria, lo cual no deja de ser significativo.

En Las intermitencias de la muerte Saramago nos pintaba un país donde la muerte no existía, en la línea de esas otras obras como Ensayo sobre la ceguera, donde se hipotetizaba sobre situaciones imposibles. Ya ha descubierto Saramago que él no podrá ser nunca un personaje de esa novela. Sin embargo, en que su muerte sea al menos intermitente en la lid con el olvido, tenemos sus lectores la última palabra.

domingo, 20 de junio de 2010

52. Oleza

El mundo de la poesía dirige su mirada este año hacia Orihuela. En esta ciudad alicantina, bañada por las aguas del Segura y flanqueada por el contraste de su exuberante huerta y sus riscos pelados, nació en 1910 Miguel Hernández. Para hacerse una idea de la Orihuela de aquel tiempo, nada mejor que acercarse a la obra de otro ilustre alicantino, el gran novelista Gabriel Miró (1879-1930) quien acuñó para la ciudad el nombre literario de Oleza, inmortalizándola en obras como Nuestro Padre San Daniel y, sobre todo, El obispo leproso. En estos libros, Gabriel Miró da buena cuenta del carácter eclesial de Orihuela, de la que se maneja el dato de ser una de las ciudades españolas con más iglesias por habitante. Por aquellas calles de olor a incienso y frufrú de sotanas, debió recorrer Miguel Hernández su itinerario habitual para pastorear las cabras de su padre o para vender la leche que éstas producían. Tal vez lo haría por la calle Mayor, donde vivía José Marín, el futuro Ramón Sijé de la magnífica elegía, aún desconocido para Miguel, o por la calle de la Verónica, “querencia de las sastrerías eclesiásticas, de las tiendas de ornamentos, de los obradores de cirios y chocolates”, al decir de Miró. Y obligatoriamente tendría que pasar por el colegio jesuita de Santo Domingo, una de cuyas puertas daba a la calle de Arriba, donde estaba situada la casa familiar del poeta. La importancia e influencia del colegio era tal en la ciudad, que Gabriel Miró llega a afirmar: “El colegio se infundía en toda la ciudad. La ciudad equivalía a un patio de Jesús, un patio sin clausura, y los padres y hermanos lo cruzaban como si no saliesen de casa”. Y ese tramo del camino debió ser especialmente doloroso para Miguel, quien había pasado allí los mejores años de su adolescencia antes de que su padre decidiera interrumpir los estudios del muchacho para que éste arrimase el hombro al negocio familiar o tal vez celoso de una posible influencia vocacional de los seminaristas sobre su hijo. Con los jesuitas, la avidez lectora de Miguel había adquirido una sistematización reglada que encauzaba aquella primera educación asilvestrada que el futuro poeta había recibido años antes de las Escuelas del Ave María, cuya pedagogía se basaba en el aprendizaje a través de la interacción con la propia naturaleza y el entorno inmediato. A la postre, la poesía de Miguel Hernández condensaría ambas vertientes y, junto a la formación humanística de los jesuitas, los versos de sus poemas contendrán el instinto rebosante de quien fue naturaleza en la naturaleza. Y, siguiendo con el recorrido habitual de nuestro pastor, seguro hallaría por aquellas calles el “olor tibio de tahona y de pastelerías. Dulces santificados, delicia del paladar y del beso; el dulce como rito prolongado de las fiestas de piedad”, pero ninguna como la tahona de su amigo Carlos Fenoll, el panadero poeta que le cede a Miguel su sección en el periódico El pueblo de Orihuela para publicar “La sonata pastoril”, el primer poema que vio la luz, uno de los tantos que escribiría en la soledad del monte, al arrullo de sus ovejas, en cualquier pedazo de papel de estraza o en aquel famoso cuaderno de cuentas: “en esta siesta de otoño/bajo este olmo colosal/que ya sus redondas hojas al viento comienzo a echar/te me das, tú, plenamente,/dulce y sola Soledad”. Y en algún momento levantaría los ojos del papel, fijaría la vista en el perfil recortado de su Orihuela, a lo lejos y pensaría “Si queréis el goce de visión tan grata / que la mente a creerlo terca se resista; / si queréis en una blonda catarata / de color y luces anegar la vista; / si queréis en ámbitos tan maravillosos / como en los que en sueños la alta mente yerra / revolar, en estos versos milagrosos, / contemplad mi pueblo, contemplad mi tierra”.

Y, sin embargo, Madrid esperaba…

En la foto de arriba, Miguel Hernández junto a sus compañeros de la escuela del Ave María (1921). En la de abajo, junto a sus compañeros de la escuela de Santo Domingo (1923). Hagan apuestas. ¿Quién es Miguel Hernández?

domingo, 13 de junio de 2010

51. Manifiesto elegíaco por el libro impreso

Hace rato que cayó la noche. Es hora ya de acostarse. Entro en mi habitación sorteando las pilas de libros que aquí y allá se disputan el espacio del suelo. En lo alto de cada pequeña atalaya, desde la portada del libro que corona la torre, vigila el retrato de Quevedo o el de Cervantes o el de Lorca y se me antojan centinelas atentos a la amenaza de las polillas o, peor aún, a la del olvido. Pienso entonces que debería comprar de una vez las estanterías que necesito o acabaré convirtiendo mi cuarto en aquel salón de los Briones que inmortalizara Jardiel Poncela. Al fondo, la cama tiene parte de la colcha deliberadamente abierta, dejando a la vista una porción de almohada, y parece con ello que me hiciera una graciosa reverencia convidándome a su cobijo. Acepto la invitación y me acomodo bajo la muelle caricia de las sábanas. Sustituyo la clara luz del techo por la mortecina que proyecta la lamparilla de mi mesita de noche. Es que voy a leer. Y necesito el silencio cómplice de una luz discreta. Abro el libro, y la página doblada por una de sus esquinas me recuerda que anoche estuve yo ahí mismo, en esa doblez que es el rastro de mis dedos sobre el papel, al igual que alguna otra página rebelde contendrá tal vez restos de mi saliva. A veces, el punto de libro es la carta que ella me dedicó al regalarme ese mismo volumen, o la flor, ya seca, que me la recuerda. Pronto el silencio invade la estancia y sólo se oye el arrullo del papel en su tránsito, que muere en el último renglón y nace en el primero de la página siguiente: esperma de tinta que preña la hoja y la sobrevive. De repente, un maravilloso pasaje, un verso que embelesa, una idea que subyuga; y cierro los ojos para mejor saborear su belleza, quizás para repetir las palabras musitándolas; y en el paroxismo del paladeo literario, me vence el sueño y el libro reposa sobre el pecho y se eleva a cada golpe de respiración y late con el pálpito de mi propio corazón. El alba me sorprenderá así, dulce guerrero vencido en la lid nocturna de la belleza vestido con el peto blasonado por la eterna heráldica del Libro.

Al día siguiente, me visita un buen amigo. Viene a buscarme para dar un paseo. Le invito a entrar antes en casa. Observa irónico la pila de libros en el suelo y me encarece que debo modernizarme. Con el “iPad” podría ahorrarme tamaño desorden. Caben en el aparatito miles de libros, se ahorra uno estanterías, su iluminación permite prescindir de la lamparilla, él mismo te recuerda en qué parte de la lectura te has quedado sin necesidad de doblar las hojas, ni utilizar esas cartas o flores como puntos de libro. Pero, ¿aún escribes cartas en la era del e-mail? Con el “iPad”, el libro siempre está nuevo, desaparecen las marcas del uso continuado, se pasan las páginas con un simple “clic” o deslizando los dedos de derecha a izquierda sobre la pantalla. Incluso, para los nostálgicos del libro impreso, el “iPad” imita el sonido de las hojas al pasar. No huele a rancio con el paso del tiempo, se acabó el concepto de libro de segunda mano: ya no hallarás anotaciones a lápiz escritas por algún desaprensivo que quiso apuntar al margen algún pensamiento que le sugirió la lectura. Yo concedo. Yo asiento con la cabeza y contesto: “ya, sí, pero no sé…”. Nunca un “no sé” estuvo tan lleno de convicción. Mi amigo me da unas palmaditas en las espaldas como compadeciéndose. Al salir de mi cuarto para dirigirnos a la calle, mi amigo tropieza sin querer con una de las pilas de libros que, cayendo sin estrépito, quedan desparramados como despojos en el suelo de la habitación.

miércoles, 2 de junio de 2010

50. El pisito

En los tiempos que corren en los que comprar una casa supone una verdadera odisea, adquiere una absoluta vigencia El pisito, espectáculo teatral que actualmente está de gira por los escenarios españoles. Como es sabido, originariamente El pisito era una novela (1957) de Rafael Azcona, basada en hechos reales que tuvieron lugar en Barcelona. A partir de la novela surgió la versión cinematográfica en 1959 de la mano de Marco Ferreri, quien contó con actores de la talla de Mary Carrillo, Concha López Silva y José Luis López Vázquez -fallecido en noviembre de 2009, a quien no se le puede negar el lugar tan destacado que ocupa en el mundo del cine español-. El propio Azcona revisó su texto varias veces para depurar los tijeretazos de la censura. Así, en 2005 apareció la versión definitiva de la novela y antes, en 2002, recibió la propuesta de adaptar su obra para las tablas. De modo que la versión teatral que nos ocupa, dirigida por Pedro Olea, cuenta con el visto bueno del autor quien aconsejó a Juanjo Seoane y a Bernardo Sánchez sobre cuestiones varias.
El pisito presenta la historia de Rodolfo y Petrita, novios desde hace doce años que no consiguen comprar un piso en Madrid debido a las dificultades económicas que sufren. Desesperados, ven la solución a sus problemas en doña Martina, una anciana de 85 años en cuya casa tiene subalquilada una habitación Rodolfo. Éste, instigado por Petrita, le pide matrimonio a la señora para poder heredar el contrato de alquiler de ésta y poder formar una familia. Lo que había comenzado como una broma se convierte en realidad cuando doña Martina acepta la proposición a cambio de que, tras su muerte, su gato sea cuidado por los nuevos inquilinos. La trama está salpicada de toques de humor que no eclipsan el drama que vive esta pareja que supera los 40. Piensen, por ejemplo, en el tema de la castidad que soportan los personajes, pues en la España de los años 50 era una deshonra mantener relaciones antes del matrimonio y en la urgencia por formar una familia ante el apremio del reloj biológico que va restando horas de fertilidad a Petrita. A todo ello se le suma la entrañable relación que se forja entre doña Martina y Rodolfo, pues ésta le colma de detalles y cuidados como una verdadera esposa ejemplar. Por todo ello, el sabor de la representación es, desde mi punto de vista, agridulce al igual que lo es la vida real.
Por otra parte, la puesta en escena es impecable. Los decorados están muy cuidados y son un homenaje a las portadas de la revista humorística La Codorniz, en la que Azcona participó. Lo mismo sucede con el vestuario de los actores y con la selección de éstos: Pepe Viyuela, Teté Delgado y Asunción Balaguer, la cual arrancó el aplauso espontáneo del público cuando apareció en escena en el Principal de Alicante.
En definitiva, esta versión nos ofrece la posibilidad de disfrutar de una de las obras maestras de uno de los genios del cine español. Así lo demuestran los numerosísimos galardones que recibió Azcona, como el Premio Nacional de Cinematografía en 1982, el Goya de Honor en 1998 o la Medalla de Oro de las Bellas Artes en 1994. Asimismo, se plantea un conflicto que al público no le es ajeno ya que en la actualidad los Rodolfos y las Petritas nos tenemos que casar con las entidades bancarias de por vida para conseguir nuestro hogar. Ahora bien, por un módico precio podremos sentirnos propietarios de este "pisito", el cual no defrauda y no tiene desperfectos sino que puede ser un idóneo broche de oro para poner fin a esta temporada teatral.