miércoles, 30 de marzo de 2011

92. Todos eran mis hijos

El 27 de marzo se celebró el Día Mundial del Teatro. El año pasado pude disfrutar de una de las múltiples representaciones que se celebraron por toda España y fui testigo de la lectura del manifiesto de la mano de Paco Valladares. Fue un momento mágico el que se creó en el Teatro Castelar de Elda. Este 2011 no he tenido esa oportunidad, pero he leído que el nuevo texto aboga por la defensa del teatro como un arma de paz  frente  a la realidad bélica que estamos viviendo. En esta línea, me gustaría recordar el drama de Arthur Miller titulado Todos eran mis hijos, estrenado en Nueva York en 1947, poco después de la II Guerra Mundial, ante un público que todavía no había olvidado los horrores de la  contienda.
Miller presenta la historia de la familia Keller y los conflictos que atormentan a cada uno de sus miembros: Kate, la madre, que vive obsesionada por el regreso de su hijo Larry -desaparecido en la guerra- y no acepta bajo ningún concepto que su otro vástago, Chris, se haya enamorado de la que fuera novia del hijo ausente; el padre, Joe, que lleva sobre sus espaldas el peso del remordimiento de que su negocio vendiera unas piezas defectuosas para aviones que provocaron la muerte de 21 soldados americanos, si bien la culpa recayó sobre uno de sus empleados; completa la lista de personajes Chris, que siente la necesidad impetuosa de retomar las riendas de su vida y se siente orgulloso de haber participado en la defensa de su país.
Los jóvenes Chris y Ann deciden luchar  por su amor, mas poco a poco descubren los terribles motivos que explican los comportamientos de Joe y Kate, hecho que provoca el desmoronamiento de los principios que el chico admiraba de sus progenitores. Chris descubre que su familia vive un engaño por el miedo que tiene su padre a reconocer el fatal error que cometió en el pasado y del que ha conseguido eludir su condena para salvaguardar de alguna manera la unión familiar. Su padre no es la persona íntegra a la que admiraba; ante los ojos del joven es un pusilánime que no ha tenido la valentía del saldar su deuda con su país. Llegados a este punto, cobra total coherencia la expresión "todos eran mis hijos" puesta en boca de Joe cuando explica a Chris el porqué de su conducta. Esta revelación provoca el rechazo más absoluto de su hijo y, superado por la situación, Joe lleva a cabo un acto desesperado con el que intenta expiar su culpa y que supondrá el desmoronamiento definitivo de la familia.
Se suele afirmar que los dramas de Miller son universales y el que nos ocupa no viene sino a demostar esta idea, pues más allá de la crítica a las industrias armamentísticas y a la reflexión concreta sobre las consecuencias derivadas de la II Guerra Mundial, el dramaturgo es capaz de plantear al espectador temas atemporales como la capacidad de juzgar a los demás y el dilema interno que se puede generar en cualquier ser humano entre la culpa y el remordimiento. Pues, ¿qué hubiéramos hecho si fuésemos Joe Keller, reconocer nuestro error y pagar nuestra deuda con nuestro país o bien seguir adelante para mantener con vida lo que queda de una familia desmembrada? ¿Qué haríamos si fuésemos Chris y nuestro padre se hubiera visto implicado en tan turbio asunto? ¿Está por encima el amor a la patria o los lazos familiares? Éstos son algunos de los dilemas que se le plantean a los espectadores y son prueba de que más allá del marco temporal y espacial, Arthur Miller consigue romper barreras y conectar con cualquier público.
Por otra parte, la obra que nos ocupa no se representaba en España desde 1988 y desde el pasado septiembre tenemos la oportunidad de redescubrir este clásico de la mano de un elenco maravilloso de actores: Carlos Hipólito, esa voz que se cuela en nuestros hogares cada semana para relatar las peripecias de la familia Alcántara, demuestra unas dotes interpretativas impecables; Gloria Muñoz encarna perfectamente a una madre desesperada por la ausencia del hijo; Fran Perea, que protagoniza junto a Hipólito uno de los momentos más tensos del drama y que no desentona con respecto a la interpretación de su maestro y Manuela Velasco, que debuta en las tablas con esta representación y no desmerece a su apellido.
En definitiva, esta nueva puesta en escena de Todos eran mis hijos no dejará indiferente a nadie y nos brinda la oportunidad de disfrutar del buen hacer de estos actores. Y no importa que sea el Día Mundial del Teatro o no, cualquier momento es bueno para sumergirnos en el maravilloso mundo del teatro.

(El Festival de Teatro Clásico de Almagro presentó el pasado fin de semana su programación para el próximo festival de estío, haciéndolo coincidir así con los variados eventos que se prepararon para celebrar el Día Mundial del Teatro. Si están interesados en acudir, sean raudos y veloces para conseguir las entradas pues es mucha la demanda. Merece la pena).

domingo, 27 de marzo de 2011

91. Don Carnal y Doña Cuaresma


Que vida y literatura están íntimamente imbricadas, lo demuestra el hecho de que para cualquier experiencia vital, se pueden hallar otras tantas referencias literarias. De modo que, al igual que el creyente busca el consuelo en los textos sagrados para aliviar y encontrar respuestas a las vicisitudes de su vida, el amante del arte literario halla aliento y compañía al saberse representado en esa otra biblia laica que le coloca en el mundo y le explica. Pero no es mi intención ponerme trascendente. Sólo quiero traer, a colación de lo dicho y aprovechando que estamos en plena Cuaresma, el famoso capítulo que el Arcipreste de Hita incluye en su Libro de Buen Amor. Y anuncio que me reservo para otro momento una de esas coincidencias entre vida y literatura mucho más jugosa que la que hoy ofrezco que, a buen seguro juzgarás, exigente lector, tan facilona y recurrente. Apelo a tu natural indulgente en tiempos de penitencia.

Pocas personalidades tan genuinas como la de Juan Ruiz, que fue Arcipreste de Hita (Guadalajara) en el siglo XIV. Su Libro de Buen Amor rebosa vigor y luminosidad en una Edad Media que lentamente agonizaba, dejando atrás el oscurantismo teocéntrico que convertía al mundo en un “valle de lágrimas”, mero tránsito para la otra vida. Los versos del Arcipreste brotan torrenciales de su creatividad desbordante para ofrecernos un lienzo vivísimo de aquella España que se asomaba prematuramente a los albores del Renacimiento, a falta aún de dos centurias. Bajo el velo moralizante, se encuentra en realidad, un ser humano de carne y hueso que, como decía Salvatore Battaglia, “fracasa a veces en su propósito de definir la vida como debe ser, pero acierta siempre cuando pinta la vida como es”.

En el capítulo que nos ocupa, don Carnal y doña Cuaresma mantienen una batalla alegórica muy lejos de la gravedad de los grandes tratados doctrinales. Al contrario, la comicidad del pasaje hace desfilar a los versos de la cuaderna vía con un desparpajo inusitado para el molde métrico de la clerecía. Parodia de las batallas épicas y caballerescas, Doña Cuaresma envía unas cartas a don Carnal presentándole la futura lid: “De mí, Doña Quaresma, justiçia de la mar,/alguaçil de las almas que se han de salvar,/a ti, Carnal goloso, que te non cuidas fartar,/envíote el Ayuno por mí desafiar” (cuaderna 1075, Cátedra). Don Carnal reúne su ejército formado de gallinas, perdices, conejos, capones, patos, cerdos, vacas y demás animales de carne. Resultan divertidas las descripciones que parodian las acostumbradas solemnidades del desfile militar, como aquella en la que los pavos reales vienen con sus pendones enhiestos, en referencia a sus colas: "Trayá buena mesnada rica de infançones:/muchos buenos faisanes, los loçanos pavones,/venian muy bien guarnidos, enfiestos los pendones,/trayán armas estrañas e fuertes guarniçiones" (cuaderna 1087, Cátedra). El día de la batalla y tras una noche de excesos en el campamento de Don Carnal donde “hablaba mucho el vino, de todos alguacil”, las huestes marinas de Doña Cuaresma se presentan por sorpresa y empieza el combate. A la manera épica, se describen los duelos individuales como aquel en el que el pulpo vence a los pavos, faisanes, cabritos y gamos porque “como tiene muchas manos, con muchos puede lidiar”. Derrotado Don Carnal, cumple su obligada penitencia pero la vulnera el domingo de Ramos cuando huye de la iglesia donde cumplía los rezos prescriptivos. Tras recomponer sus huestes, se dispone a entrar en la ciudad donde residía Doña Cuaresma que, asustada, huye antes de la entrada de aquél. El pueblo recibe a Don Carnal victorioso el lunes de Pascua de manera apoteósica, digna de degustarla en la lectura, y todos se disputan darle alojamiento, clérigos incluidos, lo que le sirve al Arcipreste para trazar una radiografía social de la época y, de paso, poner en evidencia a sectores de la clerecía que se desviven por ser ellos los anfitriones de tan pecaminoso huésped.

En definitiva, un texto simpático para estos días que nos debiera hacer recordar que hay ayunos que no son tolerables: como el de la lectura de nuestros clásicos.

domingo, 20 de marzo de 2011

90. Antoni Coll

Entre las muchas prendas que visten la personalidad de Antoni Coll hay una muy reconfortante en los tiempos que corren que es la de su humildad intelectual. Cuando se mantiene una conversación con él de las que podríamos llamar “culturales”, a uno se le antoja que Antoni se reserva mucho más de lo que dice, quizás huyendo del exhibicionismo petulante. Rara virtud ésta en un mundo donde la gran mayoría habla demasiado y con vanidad de lo poco que conoce para compensar lo que calla por lo mucho que ignora. En la “Plumilla” del día siguiente a la presentación de su último libro, Antoni daba las gracias a los asistentes al evento pero se guardaba muy bien de presentar su agradecimiento como un pretexto para publicitar su libro. De tal modo que Antoni Coll, notable paradoja, casi nos estaba pidiendo disculpas por dar las gracias, lo que da buena cuenta de su prudencia.

Pero que Antoni sabe, y que sabe mucho, no nos pasa desapercibido a los que tenemos la suerte de atesorar su amistad, por más discreción que le acompañe. Recuerdo uno de los últimos encuentros que tuve con él en una cafetería próxima al Diari de Tarragona. Yo iba cargado con un montón de libros que tenía pensado devolver esa tarde a la biblioteca. Antoni se interesó por los títulos y, entre ellos, le llamó la atención uno de José Orlandis, La vida en España en tiempo de los godos. De repente, Antoni comenzó a hablar de Orlandis, a quien había conocido personalmente y a contar anécdotas muy curiosas sobre la figura del historiador. Así que, aquel libro que yo había manejado como un instrumento puramente funcional, cobraba, al calor de las palabras de Antoni, un nuevo cariz, un alma en letras de molde donde la sangre de su autor circulaba en tinta negra, que a mí me pareció enlutada cuando el mismo Antoni me informó aquella misma tarde que Orlandis acababa de fallecer. Recuerdo que cuando dejé el libro en el mostrador de devoluciones de la biblioteca, acaricié levemente el lomo en esa carantoña que se le hace a los libros con alma. Y es que éste ya lo era merced a Antoni.

Sirva lo dicho para hacerse una idea de lo que el lector puede encontrar cuando lea Mis seis diarios. Memoria de cuarenta años de periodismo, editada por Milenio y prologada por Carles Sentís. El libro narra las vicisitudes de los seis periódicos en los que trabajó Antoni Coll, una suerte de aquella intrahistoria acuñada por Unamuno donde, al lado de los grandes acontecimientos históricos, se cuentan también las experiencias individuales, paralelismo que en el trabajo periodístico cobra una mayor significación por el vínculo evidente que se establece entre ambas realidades. La amenidad del libro viene auspiciada por las sabrosísimas anécdotas, que no conviene desvelar para no frustrar el factor sorpresa, y por la estructura dialógica, heredada del ensayismo del siglo XVIII, como no podía ser de otra manera, siendo el autor un ilustrado de nuestro tiempo. Pero el libro rebosa, ante todo, humanidad. Antoni Coll evoca con delicadeza y ternura la extensa nómina de personas que se cruzaron en su camino e, incluso aquellos de los que no guarda un buen recuerdo, son tratados con elegante condescendencia. Existen algunas escenas costumbristas muy de época que hacen esbozar una sonrisa nostálgica, incluso para los que no las vivimos. La fina ironía con la que se tratan algunos pasajes contribuye también a esa sonrisa cómplice que ayuda a dibujar la especial atmósfera confidencial que se crea con el lector. Coherente por la firmeza de sus convicciones, el libro es una atalaya desde la que el autor, con la seguridad que dan los años, otea el mundo pasándolo por el tamiz de sus propias ideas, sin el yugo de querer agradar a todos. Porque Antoni es quien es por su honestidad limpia. Por eso, se encontró una sala repleta en la presentación del libro y esta vez no fue necesario esperar a pie de máquinas a que la agencia enviara los aplausos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

89. La maestra Josefina

Al conocer la muerte de Josefina Aldecoa, la primera de sus obras que me ha venido a la cabeza ha sido Historia de una maestra. Al principio me he reprochado a mí mismo esta simplificación de la producción narrativa de la escritora leonesa. Primero, porque seguramente no es el mejor de sus libros (en ocasiones cae en el sentimentalismo fácil de las evocaciones idealizadas). En segundo lugar, porque no deseaba caer en el tópico de citar su obra más conocida (a veces, de forma inmerecida, la única de la autora que se puede encontrar en los anaqueles de las librerías). Pero la memoria es siempre selectiva por algún motivo. Y es que la vida de Josefina Aldecoa es la historia de una maestra. Su vocación pedagógica, heredada del krausismo y de la venerable Institución Libre de Enseñanza, es un ejemplo de dedicación entusiasta a la docencia en un momento en que el profesorado no disponía de los recursos que hoy se le facilitan y cuya utilidad se antoja totalmente sobredimensionada si partimos de las experiencias pedagógicas que en ese libro se recogen. La figura del maestro, que sólo disponía de su palabra y entrega, se erige majestuosa ante los nuevos gurús de las pizarras y libros digitales.

Eclipsada por los escritores con los que compartió generación, entre ellos su propio marido, Ignacio Aldecoa, del que tomó incluso el apellido, a Josefina Rodríguez creo que le hubiera gustado que se la recordara principalmente por su verdadera pasión. Y si nadie puede discutir su calidad como la escritora Josefina, estoy seguro de que a ella no le importaría que en su epitafio rezara el noble marbete de “la maestra Josefina”.

[En la foto, Josefina Aldecoa en una representación de las misiones pedagógicas. Fuente: El País]

domingo, 13 de marzo de 2011

88. El teatro de verdad

Hay veces en las que un teatro cualquiera puede convertirse en un corral de comedias. Y si reparamos en nuestra indumentaria, es posible que, sin saber cómo ni cómo no, nos veamos ataviados con herreruelo, greguescos, calzas, y borceguíes, acompañando a nuestra dama, que en esto de ir a la moda cortesana no le va a la zaga, y que luce con gracia la saboyana y los chapines. No hace falta esperar al Carnaval. Para que surta el sortilegio sólo es necesario acudir al teatro y que sobre sus tablas actúen los componentes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC). Así que acomódense, pidan al alojero ese brebaje de agua, miel y canela, y aguanten con estoicismo los empujones del sufrido “apretador” que comprime al público en el patio para que todos quepamos. Aunque, a tenor de nuestros trajes, a buen seguro evitaremos tales incomodidades y gozaremos de la función detrás de las celosías de los aposentos superiores. ¡Y a disfrutar!

25 años de teatro sin inventos
Cuando en 1986, Adolfo Marsillach fundaba la CNTC con el estreno de El médico de su honra, de Calderón de la Barca, sin saberlo estaba construyendo el bastión desde el que defender nuestro teatro áureo de las acometidas vanguardistas de algunos directores que, bajo el pretexto de modernizar las obras y adaptarlas a los nuevos tiempos, nos castigan con sus excentricidades. Los directores que desean dar una vuelta de tuerca más a una obra clásica, aspiran a erigirse en baluartes de una modernidad mal entendida. El esnobismo vanguardista es una patraña. Así, de las vanguardias literarias que florecieron a principios del siglo XX, sólo han sobrevivido con dignidad en los manuales de Historia de la Literatura, aquellas que supieron conjugar modernidad y tradición y que respetaron el espíritu de lo clásico, reformulándolo con gusto. El resto no ha dejado más huella que la de efímeras anécdotas. Algunos estamos hartos ya de que un calcetín colgado en la puerta de un armario vacío represente la soledad del ser humano (léase ARCO y otras mandangas).

Cimentada en la palabra
Uno de los puntos que la CNTC incluye en el decálogo de su página web (en realidad son 9 puntos) es el de estar “cimentada en la palabra y en la belleza del español”. Y ese es el fundamento mayor. Los proyectos artísticos de la Compañía no requieren de más artificio que aquel genial construido por los grandes dramaturgos del siglo XVII a través del lenguaje. La palabra se enseñorea con tal protagonismo, que se permite prescindir de la imagen, ese asidero al que se agarran los que buscan ocultar la torpeza de su arte, aprovechando con desleal oportunismo el auge de las nuevas tecnologías. En muchas de las obras de la CNTC no hay apenas decorados ni gran aparato escenográfico, como no lo había en los corrales de comedias de los Siglos de Oro. La razón es que no hace falta. Porque la palabra, que evoca, que embellece, que comunica (¡cómo olvidamos en estos tiempos que la palabra debe comunicar!), la palabra, que es dueña y señora única del arte literario, suple cualquier atrezo. Y para que la palabra quede sublimada se necesita, además, alguien que la sienta y la viva con vocación. Esas virtudes la ostentan sin discusión alguna los actores de la CNTC, cuyo mérito nunca será lo suficientemente ponderado. Sin el caché mediático de los actores televisivos, son, sin embargo, la esencia de la profesión: dicción impecable, interpretación portentosa, prodigiosa memoria, amor y pasión, entrega.

No sé qué veredicto darían los llamados mosqueteros del siglo XVII, aquellos que ocupaban de pie el patio de los corrales de comedias y de cuya opinión bullanguera dependía el éxito de la función. Pero no hay debate entre los mosqueteros del siglo XXI: en el vocerío y la bulla de éstos últimos imperan los bravos y el fervoroso, emocionado aplauso. Enhorabuena.

domingo, 27 de febrero de 2011

87. Tan cerca del aire

Tan cerca del aire cuenta la historia de Jonás, el cartero de un pequeño pueblo que tras la muerte de su padre descubre los secretos de su vida familiar gracias  a las charlas que mantiene con doña Paula, una amable señora que cada vez que recibe el correo invita al joven a escuchar un nuevo recitado de la misteriosa historia de amor que vivieron sus progenitores. Aparecen, por tanto, dos narradores en la novela con la peculiaridad de que doña Paula no se limita a relatar al chico los acontecimientos de los que fue testigo sino una parte de su propia existencia, pues ella vivió intensamente la relación entre su padre -del que estaba enamorada- y su madre Gabriela, una extraña mujer muda cuyo origen era desconocido y que pronto despertó la curiosidad de los aldeanos: "Me parecía que había algo en ella que no era enteramente humano, algo que compartía con la lluvia, las olas y el viento, que el calor de su cuerpo joven y de sus labios era el calor de los animales en sus oscuras guaridas".
Parece que Gustavo Martín Garzo bebe de la fuente del llamado Realismo mágico hispanoamericano, pues presenta al lector una entrañable y dolorosa historia de amor entre el padre de Jonás y Gabriela, una garza que consigue ser mujer las noches de luna llena tras desprenderse de su vestido de plumas. Su enamorado no logra concebir la vida sin ella, por ello decide arrebatarle su verdadera identidad y la condena a vivir como humana con él. La mujer-garza intentará adaptarse al mundo de los humanos puesto que ama a su esposo pero será una dolorosa experiencia ya que siempre seguirá latente su corazón de ave. En esa adaptación, tendrá un papel muy importante doña Paula -ejemplo de amor desinteresado y limpio- que aprende a querer a la persona que le ha arrebatado al hombre al que ama. Se convertirá, por tanto, en una espectadora de la felicidad y de las penurias de aquella pareja, sufriendo su amor en silencio. El último eslabón que la puede seguir manteniendo unida al amor de su vida es Jonás, por ello decide que el chico debe conocer la verdad, su origen, puesto que sólo así podrá aprender a entenderse y encauzar su vida: "Se había pasado la vida esperando un amor que nunca había llegado, con el sentimiento de estar excluida del mundo centelleante y alegre de la felicidad. Y aquel chico era su último vínculo con ese mundo".
Se crea, por tanto, una atmósfera mágica en torno al hogar de doña Paula y sus relatos, en los que se entremezclan el mundo humano y animal, en una perfecta y dolorosa armonía que facilitan a Jonás el entendimiento de su propia identidad. Por fin tendrá sentido su extraña necesidad de estar en contacto con la naturaleza, por fin comprenderá su admiración por las garzas y su embelesamiento al contemplar su vuelo majestuoso. Su parte animal acabará imponiéndose sobre su propia voluntad y verá  en el vuelo de las aves  una válvula de escape para huir del mundo de los humanos, "lleno de dolor, de proyectos incumplidos, donde todos mentían". Sin embargo, de nuevo el amor de los hombres se cruzará en su vuelo y, cual una Gabriela renovada, tendrá que elegir entre el mundo de la libertad -de la naturaleza en estado puro- y el mundo hosco y engañoso de los seres humanos. 
En definitiva, Martín Garzo - que con este libro ha recibido el IX Premio de Novela Ciudad de Torrevieja- nos regala un cuento en el que el amor es el hilo invisible que teje las vicisitudes vitales de los personajes. Todos actúan movidos por esa fuerza suprema - el padre de Jonás que arrebata su identidad de ave a Graciela, Paula que prefiere vivir como espectadora la historia de la que le hubiera gustado ser protagonista y el propio Jonás, que acaba encontrando una mujer que entiende y respeta su otra mitad- un poder cósmico que consigue romper las barreras entre dos mundos que parecen estar condenados a la separación y que, sin embargo, "nos lleva a lugares extraños donde todo es posible".

domingo, 20 de febrero de 2011

86. El arte no tiene prisas

Hace unos días acudí al cine para ver el último trabajo de Clint Eastwood, Más allá de la vida. Desde el primer minuto comprendí que estaba ante una película de gran factura, de aquellas películas de verdad, que infunden en el espectador el respeto y hasta la pizca de veneración de las grandes obras de arte. Evidentemente, esto es sólo una opinión. Y prueba de ello es que, al finalizar la película, cuando se encendieron las tenues luces de la sala y, entre la penumbra, se inició el desfile de sombras hacia la salida, comencé a escuchar, todavía desde mi butaca, comentarios que desaprobaban mi impresión: “Vaya tostón”; “una película para echarse una buena siesta el domingo”; “lo mejor fue la escena del tsunami”; “aquí no hay muertos vivientes ni ”, “qué película más lenta”, todo esto entre bufidos varios y nutrida exposición de campanillas, auspiciada por la generosa espadaña del bostezo. Quise pensar que no era yo alguien tan raro como para que nadie coincidiera conmigo en los indiscutibles méritos de la película. Y creo que logré detectar algún que otro correligionario, disperso aquí y allá, todavía sentado, como yo, en la butaca. Porque esa fue mi manera de localizarlos: comprobar que seguían sentados, observando aún la pantalla, como si la retahíla de créditos que descendían ya hacía rato por ese paño virgen de los sueños, los tuviera todavía narcotizados, como si quisieran retener durante unos segundos más el sedimento de ese poso agridulce del argumento.

Clint Eastwood decide que quiere contarnos una historia y que lo quiere hacer sin prisas, midiendo admirablemente los tiempos de la película para que nada falte sin que nada sobre. Quiere presentarnos a unos personajes que tienen alma, con sus miedos, inquietudes, contradicciones y anhelos. Y ese trabajo requiere tiempo, no se puede despachar con la premura de una trama trepidante. Aquí importan los silencios, las miradas, el juego lírico de los planos, la música. Pero nuestro mundo está obsesionado por el reloj y el espectáculo de lo frenético: en las películas y las novelas importa la acción desbordante (conozco personas que, incluso, se saltan las partes descriptivas de las novelas); en los debates de la televisión no hay tiempo para el turno sosegado de palabras, todas se solapan y cuando una irrumpe no ha habido tiempo de reflexionar sobre la anterior (si es que alguna incitaba a la reflexión, cosa extraña por otro lado), en algunos telediarios se oye más la sintonía apocalíptica de los sumarios que al presentador que las resume; Internet está tiranizada por los enlaces, que le apremian a uno a pinchar en ellos antes incluso de haber terminado el párrafo que estamos leyendo, la mano siempre sobre el ratón, dedo avizor para el “clic” delirante.

Educados para la prisa. Por eso, muchos rehúyen las maravillosas estampas castellanas de Azorín; o el ritmo pausado y envolvente de las obras de Julio Llamazares; por eso casi nadie lee ya la prosa lírica de Gabriel Miró; o la introspección de algunos libros de José Luis Sampedro; por eso son rara avis los lectores de poesía. Porque la gente tiene prisa y ha perdido la capacidad del paladeo, de reconfortarse en el sonido de las palabras, en aquella frase evocadora, en la sugestión de una imagen. El arte no tiene prisas, los cuadros de los museos no son fotogramas por segundos.

Más allá del arte, el problema de fondo es mucho más dramático. Entre tanto ruido, el hombre ha olvidado la sustancia que le constituye y le trasciende: que él mismo es alma y belleza y ese vuelo de espíritu que nos diferencia de cualquier otro ser vivo. Que es mucho más hermosa una minúscula lágrima vertida en silencio, sal humana, que el abrumador tsunami que tanto gustó al espectador de la otra fila, sal sin más.

miércoles, 16 de febrero de 2011

85. El alcalde de Zalamea

El pasado fin de semana pude disfrutar de nuevo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico con la representación de El alcalde de Zalamea, pieza que ya había sido puesta en escena por esta compañía en 1988 y 2000, pero que se renueva ahora para que el público pueda disfrutar de las andanzas de Pedro Crespo.
Su argumento es conocido universalmente. El labrador más rico de Zalamea, Pedro Crespo, se ve obligado acoger en su casa al capitán Álvaro de Ataide puesto que sus tropas se dirigen hacia Portugal. El villano decide que su hija Isabel aguarde escondida en una estancia de la casa para evitar que el soldado la vea. Mas el capitán descubre la existencia de la joven y no ceja en su intento hasta que la rapta y la fuerza. A partir de este momento, el honor de Pedro y su familia ha quedado manchado, están muertos ante los ojos de la sociedad pues en el siglo XVII no se concebía mayor agravio que éste. El villano hace gala de su cordura y espíritu conciliador y le ofrece al capitán la posibilidad de contraer matrimonio con su hija, pero éste declina la invitación puesto que Isabel no es más que una campesina. Ante la negativa, Pedro Crespo hace uso de los poderes que ha adquirido al haber sido nombrado alcalde y condena a Álvaro al garrote (de ahí el título originario con el que fue publicada la pieza: El garrote más bien dado).
La pieza es una de las más representativas de los llamados "dramas de abuso de poder" que tanto fueron cultivados por nuestros escritores áureos. Sin embargo, la novedad radica en que Calderón de la Barca lleva a cabo la defensa del honor horizontal, aquél que se pierde o se logra en relación a  las propias obras frente al honor vertical -que es inmanente, adquirido desde el nacimiento por el simple hecho de pertenecer a una determinada clase social-. Pedro Crespo representa el arquetipo de persona humilde que es sabedora de su valía, que se siente orgullosa de sus orígenes, no aspira a medrar en la sociedad pero que reconoce que su honor es tan importante como el del más noble. Por ello, no duda en vengar la ofensa que se ha cometido hacia su familia y no titubea al presentar ante el rey sus argumentos en defensa de la justicia que ha administrado al capitán. Se erige, por tanto, en casi un héroe para la sociedad del siglo XVII que tantas injusticias tenía que soportar en su vida cotidiana. Por fin un personaje que le planta cara a la nobleza y que, no lo olvidemos, recibe el beneplácito del rey Felipe II cuando aparece al final de la comedia.
El producto final es impecable.Los actores juegan con la ventaja de trabajar con un texto redondo y no desmerecen en absoluto la valía de Calderón de la Barca puesto que  elegancia, mesura y perfección definen sus interpretaciones. Con una dicción impecable que presenta el verso a los oídos del público con una fluidez nítida, los intérpretes trasladan al público de inmediato a la Zalamea de Calderón. Destaca también la sencillez de la puesta en escena, no hay un decorado recargado sino que son el decorado verbal y los movimientos y cambios de posición de los actores en el escenario los que sitúan al público. He aquí una muestra más de que un texto de estas características no necesita más que un buen elenco de actores y ello no falla con esta compañía. Incluso, los actores permanecen casi siempre en el escenario, sentados en hileras de sillas mientras se va desarrollando la acción. Por otra parte, uno de los momentos más brillantes fue el largo parlamento que Isabel dedica a su padre tras haber sido deshonrada por el capitán. La actriz Eva Rufo hizo una interpretación magistral, capaz de conmover al espectador más insensible que estuviera sentado en el patio de butacas. Y es que no hay ecuación teatral más perfecta que la suma de un texto impecable más unos actores entregados, que aman su trabajo y que son capaces de captar la atención del público desde el primer verso. Desde aquí, mi más sincera enhorabuena a estos actores que quizás no son conocidos para el gran público pero que son los que ennoblecen  una profesión que cada vez está más repleta de personas sin formación y sin aptitudes que únicamente buscan el éxito de alfombras rojas o verdes, pero que no son capaces de subirse a las tablas y crear la magia que derrocha la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Estoy segura de que Calderón, allá donde esté, disfrutará con el buen hacer de esta compañía, La Compañía.

(Agradezco enormemente a Píramo la entrada a esta representación que me regaló por motivo de mi cumpleaños. Disfruté muchísimo de la representación con tu compañía).

domingo, 13 de febrero de 2011

84. Pilar Blanco

Pilar Blanco con Píramo y sus alumnos en Cambrils
Todos hemos sentido alguna vez la decepción de conocer el rostro de nuestro locutor de radio favorito o el de una cantante, que eran sólo una maravillosa voz hasta que la imagen irrumpió sacrílegamente y rompió el hechizo (a mí me ha ocurrido recientemente con Marie Laforet). La voz de los poetas, en cambio, está en sus versos y también el lector se compone sus ingenuas fisonomías concordantes. Esto es un error porque la voz de los poetas nace del alma y a ver quién es el fisonomista consumado que le hace el retrato robot al alma. Sin embargo, hay una fotografía de Pilar Blanco que es su poesía misma. En ella, su mirada escruta el horizonte y alberga una brizna de plenitud, seguramente efímera, solamente un atisbo. En su media sonrisa esboza la serenidad resignada de quien ya sabe que no podrá conocer el arcano de las cosas. Si la esencia de la poesía pudiera transmutarse en un rostro, ya que el poema no puede (“porque cada palabra nace muerta cuando abrimos su urna/ y el poema recoge su cadáver/ sin alma/, su perfume perdido”), la poesía de Pilar Blanco se haría carne en el momento exacto de esa fotografía.

Porque la poesía de Pilar Blanco es una búsqueda dramática del absoluto, de la trascendencia, de la esencialidad de la vida, búsqueda infructuosa desde la finitud de nuestra naturaleza humana (“condición de ser piel, de no ser nunca ángeles”; “agonía de células”). Ante esa dificultad, la poeta halla consuelo en elementos de la Naturaleza que la aproximan a esa esfera de trascendencia, como el mar o las cumbres (“para que el alma medre”) y, en numerosas ocasiones, se confunde con ellos en una suerte de misticismo laico que no es más que una disolución hacia la nada. Esa tendencia nihilista basada en el paulatino despojamiento comienza en Mundos disueltos y alcanza su más alta expresión en Ceniza, cuyo título habla por sí mismo. En Pilar Blanco, la conciencia del alma y de sus aspiraciones pesa como un lastre (“tarántula horadando la carne en busca de la luz”) pero es también un refugio desde donde triunfa la voz hacia dentro, una identidad que la individualiza y le da su razón de ser. En el alma, encuentra la poeta el origen primigenio de una sustancia que nos trasciende y nos recuerda que “somos hombres/que fuimos más que hombres, que escondemos sus ecos”, como en una especie de anagnórisis que nos devolviera nuestra verdadera identidad. Ese vislumbre del origen la lleva, por inercia, a buscarse en el pasado, con especial protagonismo de la infancia y su pureza, pasado que, perpetuado por la memoria en el presente, la impide avanzar hacia el futuro. En la búsqueda del infinito cobra un simbolismo capital la luz, sobre todo en La luz herida y la poeta es un nuevo Ícaro de alas renovadas “con que acudir al sol y arder entera”. El vuelo se convierte entonces en el camino natural del alma para alcanzar la luz y desprenderse del lodo del mundo que la apresa, pero la poeta es siempre una “mujer-cometa” que vuela atada irremediablemente a la tierra. En su último libro, El jardín invisible, la poeta ha abandonado el dramatismo de la búsqueda y el tono del libro es mucho más sereno, resignado, contemplativo, sensación que se corrobora en sus poemas inéditos, como en “A la deriva”.

Otros temas vertebran con menor profusión la obra poética de la poeta berciana: así el amor, la soledad y la incomunicación en sus dos primeros libros (Voz primera y Vocabulario íntimo); la esperanza, que siempre aparece como débil contrapunto al tono grave de su poesía; el vacío existencial o la difícil lucha contra la cotidianeidad.

Pilar Blanco enternece por su indefensión en lides tan hondas como las que plantea pero “esa ventana símbolo/ que se encarama al mundo”, que es su poesía, nos hace sentir menos solos y sus poemas son, al fin, “pilar-fuente fundidos” para todos los sedientos.














El "retrato-poema" de Pilar Blanco

jueves, 10 de febrero de 2011

83. Prueba de amor

Dedicatoria de la poeta Pilar Blanco a Píramo y Tisbe.

Le conociste en Madrid, en unas oposiciones para ingresar en el cuerpo de profesores de Literatura. Te abordó por la calle y empezó a hablarte entusiasmado de su trabajo de interino en el instituto.Te fijaste en su llavero, del que colgaba una medalla maciza con la imagen de Cervantes en el anverso y de Don Quijote en el reverso. Entonces no recuerdo si se estilaba todavía el término "friqui" pero, de existir ya el vocablo, debió de pasársete por la cabeza. Con los años, le regalaste otro llavero pero, a lo sumo, añadió el tuyo al de Cervantes y todavía hoy lo conserva, aunque le pese mil demonios en el bolsillo. Él diría que es el peso de la cultura. Consiguió enamorarte (él aún se pregunta cómo), correspondiste a su amor y llegaron las previsibles consecuencias de tan temeraria decisión: cambió tu nombre y ya no te llamas Beatriz, sino Tisbe; pudo haberte conservado el nombre pero a él no le convencía el de Dante; cada noche, cuando habláis por teléfono, él te cuenta los libros que ha leído y los que quiere leer (con exhaustiva reseña incluida), sus proyectos e ideas literarias y demás ensoñaciones. Por  su cumpleaños o por Reyes te pide que le regales libros o almohadillas para el ratón del ordenador con la imagen de algún motivo literario impreso en ellas; o alguna pegatina, también literaria, para pegarla en el coche. Si os vais de viaje, organiza los itinerarios literarios que hay que seguir. Distribuye vuestras citas en función de sus compromisos con tal o cual velada literaria, charla poética o presentación de libros. En verano, acude a tu cama tras terminar sus relatos para el periódico y, si te halla dormida, lee algún libro antes de quedar él también endormiscado y acudir a tu abrazo. Y, he aquí, que cuando ya te estás convenciendo de que para él la Literatura es más importante que tú misma, resulta que un día asiste a una lectura de poemas de una escritora que admira mucho y de la que ha comprado la primera edición de una de sus obras. Disfruta de la velada mientras sostiene en las manos con cierto nerviosismo la preciada joya bibliográfica y, al finalizar  la lectura, se acerca a la poeta para que le firme su libro. Ella le pregunta por su nombre para hacerle la dedicatoria de rigor. Y entonces él le dice su nombre... y el tuyo.

La prueba de amor irrefutable que un extremado amante de la Literatura puede hacerte es incluir tu nombre en las dedicatorias de sus poetas. Porque para un amante de la Literatura, sus libros (y más si son dedicados) son para toda la vida.

Mi regalo, en el día de tu cumpleaños. Felicidades, Tisbe. No hay nada más importante que tú, ni siquiera la Literatura. Y si enloquezco como Don Quijote y la Literatura se conviritiera en lo más importante de mi vida, entonces tú serías El Poema.