domingo, 29 de enero de 2012

138. La tiranía de las efemérides

Nadie duda de la utilidad de las efemérides literarias. Pretextando un aniversario cualquiera podemos rescatar del olvido a un autor, organizar congresos donde se revisen aspectos de sus obras o se planteen nuevas vías de profundización y, finalmente, reunir en torno al tótem venerado a esa vieja tribu de amigos, ya con algún neófito unido a la causa, para compartir fraternalmente su pasión incondicional.
Pero las efemérides tienen también su lado oscuro. Son campo abonado para los oportunistas, esas sombras que se deslizan sutilmente por el parasitismo literario sin más vocación que su propia medra. Algunos sacan discos, otros venden libros, el de más allá recibe alguna subvención sospechosamente gestionada, el de más acá, en un ejercicio de narcisismo, se intitula a sí propio bajo formas grandilocuentes como “comisario” de un centenario…
Y luego están las efemérides selectivas. Éstas criban las conmemoraciones en función de 3 posibles criterios: la efemérides como única vía de promoción cultural, el estupidismo numérico y el localismo excluyente. A continuación explicaré un suceso reciente que da buena cuenta de las majaderías que en virtud de esa fórmula se están produciendo. El pasado 15 de mayo de 2011 apareció en el Diari de Tarragona un artículo mío donde explicaba la visita que Pedro Salinas realizó en 1927 a la ciudad de Tarragona y la grata impresión que le causó la contemplación de la famosa muñeca de marfil, hoy expuesta en el MNAT, y por aquel entonces acabada de descubrir en la Necrópolis. A la muñeca, Salinas le dedicó un bello texto que testimonia los afectos que suscitó la pieza en su sensibilidad de poeta. A raíz de ese artículo, me pareció que podía resultar una bonita iniciativa conseguir que, junto a la vitrina donde se expone la muñeca, apareciera el texto de Salinas. El proyecto, promovido desde Facebook y desde mi blog personal, recibió una buena acogida y notables adhesiones. Conocedor como soy de la tiranía de las efemérides, le planteé la idea al director del MNAT, el Sr. Tarrats, aprovechando (ingenua estrategia) que en este 2012 se cumplen 85 años de la visita del poeta a la ciudad. Al parecer, al Sr. Tarrats, esa cifra de 85 años no le pareció lo suficientemente “redonda” porque a nuestro director lo que le pone, cual orgasmo pitagórico, son los múltiplos de 25. De modo que me instó a volver a hablar del tema dentro de 15 años, cuando se cumpliese el centenario de la visita. No me digan que no suena a broma.
Es realmente penosa esa servidumbre al número. El amor a la cultura está por encima de cifras y fechas. Es como si una pareja de novios sólo pudiera declarse su amor recíproco el 14 de febrero o el día de su aniversario. Al curioso que visite el museo le va a interesar la anécdota de Salinas siempre, no sólo el año de un centenario. Privar de esa información al visitante que acuda al museo cualquier otro año es absurdo.
Por otro lado, sobre la negativa del Sr.Tarrats se cierne la sospecha de que si el autor propuesto hubiera sido otro o en otra lengua, la iniciativa habría sido, si no aceptada, probablemente considerada de otra manera. De esta sospecha, claro está, doy la presunción de inocencia al Sr. Tarrats, de quien no conozco su ideología a este respecto, pero actúan sobre mí los prejuicios derivados de la constante obstaculización institucional a la que se enfrenta cualquier intento de promoción cultural, especialmente literaria, en lengua castellana.
En fin, esperaremos mejor suerte en el año 2027. Para entonces el Sr. Tarrats tendrá 76 años y un servidor, 48. ¡Qué lástima! Por muy poquito ni el Sr. Tarrats ni yo podremos celebrar nuestro encuentro auspiciados por una bonita y redonda edad, múltiple de 25.

lunes, 23 de enero de 2012

137. Los habitantes de la casa deshabitada

Un proyectil en forma de bomba de risa llegó el pasado fin de semana al Teatro Principal de Alicante. Se trata de la representación de Los habitantes de la casa deshabitada, obra que su autor, Enrique Jardiel Poncela, bautizó junto a Madre (el drama padre) y Es peligroso asomarse al exterior como “Tres proyectiles del 42”, por ser estrenadas en el Teatro de la Comedia de Madrid en ese año tan bélico y por ser concebidas como disparos contra el teatro tradicional que defendía buena parte de la crítica, ese teatro ñoño e insulso que tanto disgustaba a nuestro dramaturgo.
El nombre de Jardiel Poncela aparece indisociablemente unido al teatro del absurdo. De hecho, fue un revolucionario dentro del teatro humorístico,  pues en sus obras planteaba  nuevas posibilidades cómicas que no eran entendidas por todos o que, incluso, podían dañar las sensibilidades más refinadas. Hastiado del teatro “asqueroso”, como él lo llamaba, se erige como defensor de lo novedoso, de un teatro que represente conflictos diferentes de los que los espectadores pudieran tener cuando regresan a sus casas y a la cotidianeidad de su vidas, y acuña el término “teatro antiasqueroso” para referirse a su producción, un teatro cuya valía artística es superior a la del teatro convencional: “¿Pues no estaría más de acuerdo con la propia esencia del Teatro que lo que en el escenario sucediese no fuera lo vulgar y lo que les ha ocurrido a todos, sino lo extraordinario, lo imposible, lo que a ninguno le ha ocurrido ni podrá ocurrirle nunca?”
Esta intención de presentar al público lo imposible aparece en Los habitantes de la casa deshabitada, obra en la que asistimos a las aventuras que viven en una extraña mansión Raimundo y su chófer Gregorio tras estropearse el coche en el que viajaban. Los personajes acuden con la intención de desentrañar el misterio que rodea a esta casa en la que se encienden las luces misteriosamente, se escucha música de piano y se oyen gritos. Allí descubren que la mansión no está tan deshabitada como parecía, pues por ella desfilan fantasmas, esqueletos, hombres sin cabeza y otros seres extraños. La trama se complica con dos secuestros y una banda de falsificadores.
La elección de los actores que interpretan a estos personajes ha sido muy acertada, pues no hay ninguno que desentone. Destacan las actuaciones de Pepe Viyuela, espléndido chófer miedoso, y Paloma Paso Jardiel, que encarna a Rodriga, una chica un tanto cortita que aparece casi al final de la obra para complicar aún más la acción, pues se presenta como espectadora de lo que ella considera un juego teatral. En este sentido, se puede hablar del teatro dentro del teatro, pues se da un ingenioso juego de superposiciones. Así, hay personajes que fingen ser otros, como Melanio y Jacinto (por tanto, interpretan a la vez su propio papel y el de otros); Rodriga, como hemos apuntado, cree que todos están representando una farsa; y, finalmente el público real completa esta especie de "Matrioska teatral" típicamente jardialesca. Merece ser mencionado también el decorado. La ambientación de la casa está muy lograda, al igual que el coche en el que viajan los protagonistas de esta disparatada historia, que es un ejemplo de esa introducción, tan del gusto de Jardiel, de incorporar a la escena elementos propios de la modernidad (pensemos que hablamos del año 1942).
Esta obra pertenece a las denominadas “comedias sin corazón” que se caracterizan por estar “construidas bajo disciplinas artísticas exasperadamente cómicas [...] [en cuyas] entrañas no fluye ninguna corriente sentimental que fertilice su estructura, ni se hallan apoyadas en ningún cimiento psicológico, pasional, metafísico o filosófico que las preste su solidez y justificación vitales”. Jardiel Poncela señala esta característica como el único defecto de su obra, mas defiende a capa y espada que su mayor virtud es la inverosimilitud fantástica que rezuma en ella. Una fórmula que debió gustar, y mucho, al público de su época a tenor de las más de 400 representaciones que tuvo en su primer año de vida –según el autor-. En Alicante parece que pervive el público jardielista, así lo corroboraron los aplausos que sonaron con fuerza al finalizar el espectáculo y el hecho de que Jardiel repita en el Teatro Principal en menos de dos años.. Y es que nada tiene de malo buscar la distracción simple y pura en el teatro, la carcajada que nos haga olvidar estos otros momentos “bélicos” que estamos viviendo. Como afirmaba Jardiel Poncela: “La Humanidad ronca. Pero el artista está en la obligación de hacerla soñar. O no es artista”. Soñemos, pues, con el teatro para despertar con fuerza de la realidad que, ésta sí, roza ya lo inverosímil.

*Las citas han sido extraidas del prólogo de esta comedia que el mismo Jardiel Poncela escribió. 

domingo, 15 de enero de 2012

136. Ángel Guinda

Ángel Guinda nos visitó en Cambrils el pasado viernes en un Aula de Poesía a rebosar. Hubiéramos deseado que leyera un número algo más amplio de poemas pero suplió esta sed de versos del auditorio con su inagotable fuente de anécdotas, reflexiones y profunda humanidad.
El paso del tiempo y la muerte vertebran los grandes temas de la poesía de Ángel Guinda. La angustia resultante desfallece en versos nihilistas que nos recuerdan “que no somos más que briznas” ante la indiferencia del viento. La conciencia de la caducidad de la vida se hace más dolorosa en aquellos poemas en los que se comparan los años de la juventud, cuando el poeta “tenía la vida entre las manos”, y el inicio del ocaso con su “diario desencanto de vivir, / esa creciente desazón incómoda / de mantener amores con la muerte”. Otras veces, la decadencia se simboliza a través de la descripción de casas palaciegas en ruinas; mediante la devastación de un aguacero cuyo torrente se abre paso para anegarlo todo, porque “el agua, como el tiempo, busca siempre caminos donde huir”; o en estampas crepusculares o de soles vencidos por la lluvia. No obstante, hay ocasiones en las que el poeta se rebela y cree en su propia trascendencia y “ansia de infinito”; y, así, la cruda biología de los “virus patógenos” o la “cámara mortuoria de una sala de tanatorio donde tu ausencia eterna estará expuesta”, dejan paso a la “grandeza desde las constelaciones de tus pensamientos”. La vieja fórmula del “ubi sunt” se vuelve dinámica y esperanzadora: el “dónde están” se transforma en un “hacia dónde van”. La madurez consigue pequeñas victorias sobre la fogosa juventud porque “nadie puede avanzar / en medio de un bosque en llamas, / [pero] sí a través de un desierto”. E incluso, el nihilismo descorazonador que apuntábamos más arriba, puede tornarse en un refugio edénico contra el mundo. En Espectral (2011) esta tímida rebeldía adopta ya un tono de rotunda exaltación vitalista de tal intensidad que se nos antoja, precisamente por su desbordada energía, un dramático y desesperado afán de asirse a la existencia, convirtiendo el aparente optimismo de los versos en un “carpe diem” agónico.
Pero la verdadera fórmula de la inmortalidad la halla el poeta en la Poesía, una poesía que nos “contramuera”. El poeta es un visionario capaz de interpretar el mundo invisible. “¿Qué hay una palabra más allá?”, se pregunta en su búsqueda del gran arcano, sintiéndose depositario de todas las voces antiguas. Para ello, rechaza la luz, que simboliza en la poesía de Ángel Guinda todo aquello que ciega y aparta del camino. La poesía se halla en la sombra, que es la introspección: “¡Salgo del mundo para entrar en mí!”. Otros refugios o huidas ante la zozobra vital son el mar, el reencuentro con el origen ancestral (“a veces vuelvo donde nunca estuve”), y con el origen personal (el poema “Una vida tranquila” es de una sencillez deliciosa); también el amparo culturalista al que, con moderación, acuden diferentes poemas de Espectral, y los viajes, que son la búsqueda insaciable del nómada en pos de una verdad que le afirme, y cuyas descripciones son capaces de tamizar las esencias más genuinas de sus destinos, del mismo modo que hace con la Naturaleza en 3 hermosísimos poemas de La voz de la mirada (2000-01).
Notable importancia tiene el carácter social de su poesía, especialmente en Espectral, donde denuncia de manera muy sentida las guerras y la pobreza y aboga por la deconstrucción del orden establecido (“Todo lo que hay que hacer es deshacer”) y la libertad (la misma que defiende en el himno de Aragón, del que es coautor).
Poeta de gran hondura, alterna los trallazos de sus versos inflamados con la ternura de las cosas pequeñas. Grande, Ángel Guinda.

domingo, 8 de enero de 2012

135. Jane Eyre

Hasta hace escasos días la película Jane Eyre había ocupado un puesto humilde en nuestras carteleras. Nunca se proyectó en las mayores y mejores salas; a la semana ya había reducido su horario de forma considerable; y un día, sin que nadie notase su falta, su nombre se apagó de los paneles luminosos. Yo aún pude ofrecerle la extremaunción cuando ya languidecía en un vetusto cine a pie de calle, de aquellos de toda la vida, sentado en una vieja butaca que exhibía los muñones de unos brazos mutilados por la lepra del tiempo.
En esto, la película se ha comportado igual que el personaje que le da título. Jane Eyre recorre las páginas de la novela de Charlotte Brontë con la humildad abnegada de los grandes héroes. La enorme riqueza interior de la que nos dan cuenta los pensamientos de Jane a través de su narración en primera persona, contrasta con la absoluta indiferencia y desprecio con que es tratada durante la mayoría de etapas de su vida. Su familia adoptiva la acoge como una carga y como tal la humillan y denigran; en el internado de Lowood sufre la tiranía de algunas de las maestras; y, ya adulta, como institutriz, debe soportar las observaciones clasistas de las personas de mayor rango social que ella. Sin embargo, todo lo sobrelleva con la dignidad de los justos y la sólida convicción de su proceder sin tacha. La supervivencia de Jane, pues, se cifra en la fortaleza de su moral, en su sentido de la justicia y, sobre todo, en actuar siempre de acuerdo con su conciencia, hasta edificar una vida sin fisuras en lo ético donde nada puede reprocharse a sí misma. Este diálogo entre las circunstancias externas y el mundo interior de la protagonista, es uno de los grandes atractivos de la novela, que queda diluido en la película al ser narrada ésta desde fuera; ni siquiera aparece una “voz en off” que pudiera haber compensado esta carencia pero no es algo que tengamos que poner en el “debe” del director porque probablemente tampoco hubiera sido la solución más acertada.
Por lo demás, la película es perfecta tanto en la caracterización de los personajes como en la ambientación. El modelo narrativo del inicio, mediante saltos temporales que agilizan largos pasajes argumentales de la novela, es una fórmula correcta para ajustar la trama al molde de las casi 2 horas de duración de la cinta. Si acaso, hubiéramos preferido que el enamoramiento de Jane y el Sr. Rochester se hubiera madurado con más paciencia. Aspecto éste, el de las transiciones argumentales, que es mal endémico del cine actual. La película, además, interpreta erróneamente (o versiona libremente) algunos diálogos entre Jane y el Sr. Rochester, que en la novela desprenden un sabrosísimo aroma a batalla dialéctica, de tono ligero y deliciosamente impertinente, y que en la película se tiñen de una gravedad melodramática que la autora no deseó incorporar salvo en contadas ocasiones. Desaparece de la película cualquier atisbo del contenido religioso del libro. Éste llega en la novela hasta la mojigatería misma pero no para comulgar con ella, sino para poner en entredicho el seguimiento a ultranza del puritanismo victoriano y ponerle el límite allá donde las libertades individuales se resienten o donde se constriñen sentimientos altos como el amor entre un hombre y una mujer. Por ello, Jane rechaza acompañar como esposa misionera a St.John.
La novela es un relato edificante respecto a la entereza moral. Aplaudidos el incivismo y el comportamiento deshonesto en virtud de la simpatía que siempre nos ha producido el personaje pícaro, defendemos, con Jane Eyre, la rectitud ética, cuyos depositarios, esos sí,  son los verdaderos héroes de nuestro siglo. Porque son admirables. Y porque son raros.




















  • La foto que encabeza el artículo corresponde a una edición de Penguin Classics de Jane Eyre. El retrato que figura en la portada es de la propia autora Charlotte Brontë. Y es que Jane Eyre es un trasunto clarísimo de la biografía de Brontë. Para un resumen de las concomitancias entre el personaje y su autora, recomiendo la edición de Cátedra de María José Coperías, con una magnífica traducción de la novela a cargo de Elizabeth Power.
  • La foto que cierra el artículo es el cartel de la reciente versión cinematográfica.

lunes, 2 de enero de 2012

134. La imprenta en Tarragona (II). El Quijote de Avellaneda


En 1588 el rey Felipe II emitió una Real Cédula mediante la cual declaraba centro oficial universitario a la Universidad de Tarragona que, no obstante, ya había sido fundada, aunque todavía sin este privilegio, en 1572 por el Cardenal Cervantes de Gaeta e inaugurada en 1577 por el arzobispo Antonio Agustín, que fue su primer rector.  La Universidad, así consolidada, impartiría los estudios de Gramática, Artes y Santa Teología, amparada por los mismos derechos que el resto de universidades españolas. Esta importantísima concesión real aseguraba la supervivencia de la imprenta en Tarragona, imprescindible en este nuevo contexto de efervescencia humanística. El gran impresor de estos años será Felipe Roberto, a quien debemos, entre otros títulos, la estampación de la General Història del Cavaller Partinobles (1588), novela anónima de caballerías; La Celestina (1595); el Guzmán de Alfarache (1603) y, sobre todo, el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, compuesto por un tal Alonso Fernández de Avellaneda (1614).
No podemos hablar aquí sobre la identidad real parapetada tras ese seudónimo de Avellaneda. Baste decir que sigue siendo uno de los grandes misterios de nuestra historia literaria y que la crítica ha ido abonando el campo de investigación con una heterogénea nómina de candidatos, algunos de ellos justificados de forma tan peregrina que hasta se ha llegado a decir que fue el propio Cervantes el autor del Quijote apócrifo como reclamo para la segunda parte de la obra por llegar. Otros críticos, llevados por un afán algo chovinista, pretenden que la paternidad de la obra se asigne a escritores locales, como ocurre con la teoría de Juan Serra Vilaró, que sostiene que el autor del libro en cuestión es el tortosino Francisco Vicente García (1582-1623), más conocido como Rector de Vallfogona, con argumentaciones que declaran una portentosa imaginación y escaso juicio, y que ofenden a la honesta y durísima labor de los investigadores.
Es posible que el Quijote de Avellaneda se imprimiera en la Casa de Nazaret, contigua a la Iglesia de Nazaret situada en la Plaça del Rei. Esta casa estaba ocupada desde el siglo XIV por la Cofradía de la Purísima Sangre y parece ser que el espacio de la Sala de Juntas fue el que ocupó el impresor Felipe Roberto para la estampación del libro, algo que no debe resultarnos extraño si recordamos que Felipe Mey también había ocupado el palacio arzobispal hacía 37 años para sus trabajos tipográficos y que las dificultades económicas del taller de Felipe Roberto, bien documentadas, le obligarían a solicitar el amparo, una vez más en la historia de la imprenta tarraconense, de las autoridades eclesiásticas correspondientes, verdaderas mecenas en nuestra ciudad del arte y la cultura.
Algunos sectores del cervantismo han colocado un estigma sobre Tarragona por engendrar ésta la obra sobre la que abominó Cervantes. Así lo pensaron los miembros del Ateneo Tarraconense que desde 1872 y durante cerca de una década, si bien de forma espaciada, organizaron una serie de fiestas y certámenes literarios en honor a Cervantes para la reparación de la ofensa que la ciudad le había infligido por publicar el falso Quijote. No obstante, el Quijote apócrifo es obra de mérito literario y no sería descabellado pensar que, gracias a ella, hoy podemos leer el Quijote de Cervantes íntegro. Cuando el genial escritor supo de la publicación de Avellaneda, se apresuró a terminar su segunda parte para desmentir al otro. Cervantes publicó esta segunda parte en 1615. Y murió al año siguiente. Sin esa aceleración final a cuya carrera se entregó acicateado por el Quijote de Tarragona, quién sabe si hubiéramos quedado huérfanos de nuestro libro más universal.



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                                                                                             (2)

  • (1) Casa de Nazaret, contigua a la iglesia del mismo nombre (Plaza del Rey, Tarragona). Aquí, probablemente, se imprimió el Quijote de Avellaneda en 1614
  • (2) Detalle de la parte superior del pórtico.

martes, 27 de diciembre de 2011

133. La imprenta en Tarragona (I)

(1) Incunable del Manipulus curatorum, primer libro impreso en Tarragona ciudad (1484)
 

(2)
La gran epidemia de peste que azotó a la población de Barcelona en 1483 obligó a los impresores instalados en la ciudad condal a trasladar sus talleres a las localidades vecinas. Es así como Nicolás Spindeler llega a Tarragona e inaugura con su presencia el siglo de los incunables en nuestra ciudad, si bien es cierto que ya en 1477 el gran impresor alemán había dado a la estampa en Tortosa, las Rudimenta grammaticae (2),  de Nicolai Perotti, filólogo italiano y arzobispo de Siponto, autor de este  libro de didáctica gramatical, uno de los primeros impresos en Cataluña. 
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En 1484, Spindeler imprime el Manipulus curatorum (1), el primer libro impreso propiamente en la ciudad de Tarragona, una especie de guía espiritual y didáctica destinada a los sacerdotes. Ese mismo año aparece también el Llibre del Consolat de Mar (3), compendio de leyes de derecho marítimo que rigió durante siglos en el Mediterráneo. Y un año más tarde sale a la luz el Llibre de les dones (4), texto dirigido a las mujeres donde se las orienta sobre aspectos como la educación de los hijos, el matrimonio y las virtudes cristianas. A este libro se suele asociar la anécdota del Papa Adriano VI. Se cuenta que justamente el año de su nombramiento como Sumo Pontífice, en enero de 1522, el todavía Cardenal Adriano, Obispo de Tortosa, visitó en el mes de julio, camino de Roma, la ciudad de Tarragona, donde fue recibido con gran pompa y alojado en el Castillo del Pavorde; y que, habiéndole mostrado un secretario suyo, llamado Cisterel, el libro en cuestión, quedó tan admirado de su contenido, que el ejemplar le acompañó en su viaje hacia Roma, donde recibió la mitra papal un mes después.
Spindeler regresa a Barcelona tras esta última impresión. La historia de la literatura aún le tenía reservadas mayores glorias: en 1490 imprime en Valencia el Tirant lo Blanc.


 Sin embargo, otro nuevo brote de peste bubónica, que se recrudece especialmente entre 1497 y 1498, y el riguroso celo con que la Inquisición vigila los talleres de imprenta barceloneses contribuyen a una nueva inmigración tipográfica a Tarragona, esta vez a través de otro impresor alemán de reconocida fama, Juan Rosenbach, que imprimió un Misal (5) para la Catedral de Tarragona en 1499. El Misal, que formó parte del magnífico fondo bibliográfico de la casa del Carrer Major, nº17,  residencia del bibliófilo y arcediano de Vila-Seca, Ramon Foguet (1725-1794) fue donado tras su muerte a la entonces Biblioteca Provincial de la ciudad. Del Misal ha dicho el profesor Luis del Arco Muñoz que “se trata de una de las más hermosas estampaciones del siglo XV” y “la obra más bella y más acabada que salió de las prensas del famoso clérigo-tipógrafo dentro del siglo de los incunables”.

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Tras la marcha de Rosenbach a Perpiñán, Tarragona vive 80 años sin actividad tipográfica y sin más manifestación cultural reseñable que la presencia del canónigo Juan de Sessé, autor, entre otras obras, de una hagiografía sobre San Magí y del primer libro sobre la historia de Tarragona, que luego aprovecharía Pons d’Icart. Es el Cardenal Cervantes de Gaeta quien, bajo su pontificado (1568-1575), impulsará la actividad cultural y, por ende, la necesidad de la imprenta. Con esta base y ya bajo el arzobispado de Antonio Agustín (1576-1586), el impresor Felipe Mey instala su taller en el mismo palacio arzobispal e imprime las Metamorfosis (6), de Ovidio, y el Diálogo de medallas (7), el primer libro serio de numismática de Europa, obra del propio arzobispo. Pero a Tarragona el destino le guardaba aún un hueco destacado en la historia de la literatura universal: en 1614 daría a la luz su propio Quijote. Pero de ello hablaremos en el próximo artículo.

 

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Otros datos de interés
  • El primer libro impreso en España fue el Sinodal de Aguilafuente (Segovia, 1472)
  • Hasta hace poco, ese privilegio lo ostentaban las Obres o trobes en llaors de la Verge Maria (Valencia, 1474) que, sin embargo, aún mantiene el honor de ser el primer libro impreso en lengua catalana. No obstante, puede considerarse el primer libro de carácter literario imprimido en España.
  • El primer libro impreso en Cataluña es una Ethica. Politica. Oeconomica, de Aristóteles (Barcelona, 1473, es decir, sólo 4 años antes del incunable tortosino de Perotti, citado en el artículo).
 [Todas las imágenes son ampliables pinchando sobre ellas]



 Píramo y Tisbe desean a todos los seguidores de "Cesó todo y dejéme" unas felices y literarias fiestas.

domingo, 18 de diciembre de 2011

132. Un dios salvaje

Si quisiéramos elaborar una reseña perspectivista en lo artístico de Un dios salvaje, lo ideal sería leer el libreto de Yasmina Reza, traducido al español por Jordi Galcerán para Alba Editorial (con algunos errores ortográficos y gramaticales, dicho sea de paso); acudir a ver la obra de teatro, que en su versión española protagonizan Aitana Sánchez Gijón, Maribel Verdú, Pere Ponce y Antonio Molero; y, finalmente, para completar este ejercicio “multidisciplinar”, que dirían los nuevos castizos de las memeces léxicas, habría que ir al cine para ver la adaptación cinematográfica de Roman Polanski, fidelísima a la obra, si no es por algún elemento accesorio y con las magníficas interpretaciones de Kate Winslet, Jodie Foster, Cristoph Waltz y Johan C. Reilly. Pero como creer que Tarragona pueda algún día acoger una obra de teatro medianamente decente es pensar en lo excusado, aquí deberemos conformarnos, de momento, con las dos opciones restantes, aunque la naturaleza del género dramático ni pida ser leída ni tampoco ser visionada a través de una pantalla.
La alusión a las “memeces léxicas” con la que nos hemos despachado más arriba con obscena delectación (justo es reconocerlo) no está colocada allí por casualidad. Un dios salvaje es la picota donde se exponen para el escarnio público las sesudas cabezas de las mentes “políticamente correctas”; las de la charlatanería insulsa y vacía de los psicopedagogos, las de la pedantería esnobista en relación al arte y la cultura; las de la sensiblería ñoña e imbécil de los ecologistas y su cruzada para salvar al urogallo pirenaico y a la mariposa isabelina mientras millones de personas mueren de hambre en el planeta; las de los solidarios con el tercer mundo que escriben artículos y tesis doctorales desde su cómodo escritorio de ébano africano. Las cabezas de los abanderados de los valores democráticos, eso sí, filtrados aquéllos por el tamiz de sus  propios intereses e impuestos como dogmas incuestionables bajo pena de convertirse el que osare dudar de ellos en poco menos que un apestado social sin conciencia ciudadana o en un fascista: grave paradoja ésta, la de una democracia que se impone desde una sola voz. Las cabezas de aquellos a los que se les llena la boca con las grandes palabras, civismo, convivencia, y que se amparan en la luz de la civilización occidental para hacernos creer que el ejemplo del Viejo Mundo es el único y verdadero modo de entender la vida. En definitiva, todo lo que, semana tras semana, con tan buen ojo clínico, denuncia Pérez Reverte en su “Patente de corso” o lo que resume Luis Alberto de Cuenca en aquel poema titulado “Political Incorrectness”.
Todo esto hallará quien se acerque con espíritu atento a esta obra. Dos matrimonios intentan solucionar civilizadamente un altercado entre sus hijos, en el que uno de ellos ha sido agredido por el otro perdiendo el primero en la trifulca dos dientes. Pero las situaciones, comentarios e irónicas sutilezas con las que se viste la reunión, acaban por exasperar los ánimos y poner a prueba la supuesta actitud cívica con la que empieza la obra. Yasmina Reza sabe contemporizar con gran destreza el crescendo degenerativo de sus personajes, salpicando con algunos clímax y restauraciones del orden la evolución del argumento. La dramaturga coloca en el límite las convicciones cívicas de los personajes aceptadas por pura convención social y, precisamente por ello, artificiales. Cuando queda desnuda la armazón raquítica y endeble de los cimientos en los que se sustentan estos valores, aparece solo, desamparado y asustado, el ser humano, libre de las ataduras y de los roles, asistido solamente por el primitivismo de su ser esencial y, por ello, también auténtico y aliviado.

domingo, 11 de diciembre de 2011

131. Ana Torrent no es Madame Bovary

La semana pasada se produjo en el Teatro Principal de Alicante el estreno nacional de Madame Bovary, la versión sobre las tablas basada en la novela homónima de Flaubert. Alguna vez hemos hablado en este mismo espacio de la actual tendencia a transmutar unos géneros artísticos en otros y del riesgo que ello supone. Quizás por eso mismo, en el cartel promocional de la obra se advierte de que se trata de “una versión libre para la escena”, como queriendo adelantarse a aquellos lectores del novelista francés que pudieran juzgar con escrupuloso celo la fidelidad al original. Sin embargo, la puesta en escena no resulta tan libre como quieren hacernos creer y esa supuesta libertad se nos antoja un pretexto poco convincente para legitimar los errores de la representación. Bien al contrario, la excesiva dependencia respecto a la novela produce situaciones forzadas que socavan la fluidez natural que debiera tener el conjunto. Un ejemplo de lo que venimos diciendo es la sustitución de elementos argumentales no representados en la escena a través de parlamentos narrativos de los propios personajes. De este modo, la representación puede realizar grandes saltos en el argumento y solucionar los vacíos con estos resúmenes narrativos a posteriori. Pero el espectador que acude a ver una obra de teatro no busca que nadie le cuente lo que puede leer en la novela, sino comprobar cómo esos personajes cobran vida con sus acciones sobre las tablas. Los saltos argumentales así suplidos nos impiden, por ejemplo, asistir al reencuentro entre Emma y León en el teatro de Ruán, tan importante desde el punto de vista dramático, y que ya se da por sentado con la narración de Emma. El público se encuentra así con situaciones ya solucionadas sin ofrecerle la delectación del proceso. También se obvian personajes simbólicos como el de Justino, cuyas apariciones tan bien medidas en la novela, son la siniestra anticipación de la muerte de Emma.
Pero el mayor error de la obra es que Ana Torrent no es Emma Bovary. No sabemos si la directora Magüi Mira ha querido ponderar el origen campesino de Emma pero, en cualquier caso, la voz brusca, autoritaria y, casi diríamos, tabernaria de la actriz en esta obra, nada tiene que ver con el anhelo de sofisticación, la sutileza y el erotismo de Emma Bovary. Del mismo modo, a Armando del Río como Rodolfo, le falta una mayor degradación moral, la del donjuán canalla, y Fernando Ramallo, como León, aunque está correcto interpretando la inseguridad y timidez de su personaje, nos parece sobreactuado. Salva los muebles Juan Fernández en el papel de Carlos Bovary, que es fiel al carácter amantísimo y abnegado del marido de Emma.
Por otro lado, la obra adolece de pausas interminables en la acción donde los personajes se recrean en escenas absolutamente triviales y prescindibles; la música de fondo es repetitiva y privaba a veces de escuchar con nitidez a los actores; y aquel desnudo gratuito de Rodolfo, junto a los inmuerables sobeteos que recibe Ana Torrent, seguramente querían incidir en el carácter erótico del libro, aunque Flaubert, con mejor gusto, apenas lo insinúa, porque el erotismo jamás está en lo explícito.
Más allá de la obra de teatro en cuestión, el personaje de Flaubert sigue generando controversia entre los que piensan que Emma es una mujer superficial y caprichosa que justifica el adulterio y su mera vocación sexual a través de su patológica insatisfacción vital; o aquellos que quieren reivindicar la figura de la mujer libre, que supera los prejuicios sociales y que se toman muy en serio el vacío existencial de Emma resumida en aquel pasaje de la novela: “¡Todo mentira! Cada sonrisa disimulaba un bostezo de aburrimiento, cada goce una maldición, todo placer su saciedad, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable anhelo de una voluptuosidad más alta”. Juzguen ustedes la Emma por la que toman partido pero, esta vez, háganlo mejor leyendo la novela.

domingo, 4 de diciembre de 2011

130. El "friqui" literario

Desde hace aproximadamente una década,  el anglicismo “freaky” ha sido importado al vocabulario de la lengua castellana o, mejor dicho, al de los usuarios de dicha lengua, para designar, con todos los matices que se quieran, a aquellas personas que llevan sus aficiones u otros aspectos de su personalidad hasta la extravagancia misma, aderezada, por lo demás, con un puntito de exhibicionismo.
Todavía no entiendo cómo la RAE se resiste a aceptar y a adaptar el vocablo, tan extendido ya, y, en cambio, no tuvo tantos miramientos al hacerlo con términos como “cederrón” (CD-ROM) o con otros que parece que también llegarán: “cedé” (CD), “deuvedé” (DVD) o “uesebé” (USB), verbigracia (nunca mejor dicho eso de “verbigracia”). Si en su lema la Academia se jacta de limpiar, fijar y dar esplendor al idioma, traiciona al menos una de esas tres intenciones. Porque parece difícil fijar palabras que claramente tienen fecha de caducidad a corto plazo, como todo aquello que está vinculado al vertiginoso mundo de la informática. En cambio la figura del “freaky” promete perpetuar su progenie mientras el hombre sea hombre. Por eso, proponemos desde estas páginas que la Academia incorpore al diccionario la entrada “friqui”, así, con nuestra “qu” y nuestra “i”, tan latina ella. Y para que el acto de investidura de nuestra flamante palabra se produzca con todos los honores y merecimientos, proponemos también que el garante de tal iniciativa sea el académico que ocupe el asiento “ye” de la ilustre institución.
De ese modo, los “friquis” de la Literatura Española, respirarán tranquilos al ver legitimada ortográficamente su condición y podrán también definir su catálogo de rarezas desde el nuevo marbete. Porque de éstos también los hay y son fácilmente reconocibles. He aquí algunas pistas.
El friqui literario ha desarrollado un alargamiento de cuello producido por su indisimulado e impudoroso interés por conocer los títulos de las lecturas ajenas; este ritual lo suelen realizar en el interior de autobuses o trenes. Proyectan sus viajes de placer de acuerdo a rutas literarias; en el bolsillo trasero del pantalón puede apreciarse cómo sobresale la cartilla de sellado del Camino del Cid o de la Ruta del Quijote, por ejemplo. Son fetichistas: las almohadillas para el ratón del ordenador, protectores de pantalla, llaveros, camisetas, adhesivos para el coche y demás, tendrán estampado algún motivo literario. Jamás pagarán con un euro que tenga la efigie de Cervantes en el reverso porque Cervantes no es moneda de cambio. Su música preferida es aquella que versiona a los grandes poetas pero los poetas cantan mejor que los cantantes. Llaman a sus hijos Alonso o Inés, porque son nombres que suenan muy literarios; los más friquis los extraen del catálogo de las églogas. Sus facturas de la luz suelen ser altas: duermen con el libro abierto sobre el pecho y la lamparilla encendida. Se reúnen en cenáculos que tienen algo de secta clandestina; a esto lo llaman tertulias o veladas. No se ofenden si les llamamos ratas porque son “ratas de biblioteca” y jamás encuentran la fórmula eficaz para ordenar con coherencia la suya doméstica; si no caben los libros en la habitación se plantean si la cama es prescindible. El libro es siempre mejor que la película. Suelen usar gafas, no desean operarse de la vista (jamás asumirían ese riesgo) y se lamentan de que ya no existan los quevedos. Un clásico jamás será un Madrid-Barça. La lectura es un ritual místico y el libro digital es una herejía. Desean escribir pero se apocan porque conocen la belleza con mayúscula. Finalmente, se marchitarían sin los libros porque, pensándolo bien, a ellos tanto se les da si la Academia introduce la palabra “friqui” o no en el diccionario: ellos prefieren llamarse “letraheridos”.

martes, 29 de noviembre de 2011

129. El arca de la isla

Una de las pequeñas tragedias del lector adulto es la de perder para siempre las sensaciones que los primeros libros imprimieron en nuestra cándida alma infantil. Podemos tratar de evocarlas al manosear los viejos volúmenes y observar sus portadas ajadas y descoloridas, igual que el aire parece traernos a veces esos aromas antiguos que, aspiramos con avidez (el boqueo de la eternidad inasible) y que se extinguen en un momento efímero. Pero no los abriremos más. El lector adulto, exigente y voraz, que ha educado el gusto para más altas empresas, se acercará a la gran literatura con el apremio del tiempo, que le amenaza con privarle de más momentos de belleza: es el drama atroz de poseer sólo una vida. Nuestro espíritu se embriagará entonces de la palabra sublimada pero nunca como en aquel primer albor, aquella revelación límpida y arcana de los iniciados.
Y he aquí que, cuando aquellas lecturas y su promesa de almidón se pierden en el verano azul y luminoso de todas las infancias, Miguel Aranguren nos regala El arca de la isla, con la ventaja de devolvernos la niñez sin necesidad de dejar de ser adultos y sin traicionar el celo grave, selectivo y censor de nuestro Pepito Grillo literario. Porque, para empezar, El arca de la isla es un libro bien escrito y esto es mucho decir en los tiempos que corren: existe una clara voluntad de estilo y un cuidado respetuoso por la palabra. Por otra parte, a través de sus páginas se homenajea a aquella literatura de aventuras de los Salgari, Stevenson, Dumas, Julio Verne y tantos otros que fascinaron a toda una generación de adolescentes y cuyo sedimento permanece todavía en el imaginario de todos ellos, independientemente del derrotero que hayan tomado en su posterior conformación como lectores. Así, viajaremos a innumerables lugares exóticos, constituyéndose algunos de estos viajes en una alegoría de la redención, de larga tradición literaria; nos pondremos en la piel de un adolescente desconcertado a cuyos padres han asesinado en una oscura historia sobre una herencia, y con ello nos acercaremos a la novela negra; odiaremos al malo malísimo encarnado en el militar ruso Pozdneev, en cuya base siberiana, oculta a los ojos del mundo, realiza toda una serie de atroces experimentos genéticos, voluntad premeditadamente maniquea que nunca puede ponerse en el “debe” del autor, si pensamos que el maniqueísmo está ligado al pacto de ficción que hacemos con las novelas de aventuras más genuinas; y  nos encontraremos con  monstruos sanguinarios creados por la mano del hombre, y entroncaremos así con el viejo debate sobre el hombre ejerciendo de pequeño dios (piénsese en Frankenstein).
A la novela de Aranguren se le podría aplicar aquel parlamento del bachiller Sansón Carrasco en la segunda parte del Quijote, cuando afirmaba, en referencia a la obra cervantina, que “los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran”. Efectivamente, en una lectura aséptica podemos buscar el mero entretenimiento. Pero si queremos ir más allá, aparece el debate ético-religioso sobre la manipulación genética y el autor, valiente, se posiciona sin tapujos (“cuando los hombres rechazamos el garante divino, nos disfrazamos de pequeños diosecillos”, declara Aranguren) o el abuso de los regímenes comunistas que, eclipsados por la ominosa sinrazón del fascismo, particularmente el hitleriano, no han sido lo bastante denunciados en su justa y exacta medida.  
La estructura del libro es también un acierto y el autor sabe medir los tiempos para cerrar los frentes que va abriendo y cuyas piezas, al principio dispersas, el lector va encajando. Al terminar el libro, descubrimos el contenido del arca de la isla: el tesoro de nuestra infancia engastado en el seguro broquel del pensamiento adulto.