domingo, 16 de septiembre de 2012

174. Baza de copas

El último libro de Ramón García Mateos se titula Baza de copas (Castalia/Edhasa) y ha sido recientemente galardonado con el Premio Tiflos de Cuento convocado por la ONCE.

Lo primero que urge destacar, feliz urgencia que no puede esperar por lo insólito en el campo de la prosa, es que se trata de un libro llamado a perdurar. Y esto no es decir poca cosa si pensamos en esa tendencia impuesta por la llamada literatura de entretenimiento que convierte al libro en un producto de consumo fugaz, material fungible que caduca una vez aquél ha cumplido con su cometido estrictamente lúdico. El libro de García Mateos no compartirá espacio en el anaquel de las cáscaras. He leído la obra 3 veces y cada una de las lecturas ha reportado al espíritu el mismo placer estético y esa atmósfera inconfundible que preludia el ingreso en el espacio sagrado de la verdadera literatura, tras cuyo umbral permanecemos ya para siempre.

Uno de los factores que contribuyen a la inmortalidad de Baza de copas es que la obra se alimenta de la propia literatura y bebe de su elixir, que es siempre garante de eternidad. Recoge el libro estampas líricas de algunos de los escritores fetiches de nuestro autor, escritas con un amor delicado, nostálgico, en ocasiones desgarrado; otras veces se reformula el mito clásico, como en el delicioso capítulo de Ariadna o aquel otro donde El maestro y Margarita, de Bulgákov, adquiere bajo la luz lírica de Ramón una tornasolada y mágica irrealidad; hay momentos donde literatura y vida -¿acaso no son lo mismo?-, se confunden para buscar a Plinio en Tomelloso, charlar con la estatua de Cunqueiro en Mondoñedo o con la de Torrente Ballester en el Novelty, aunque esta vez no cuajara el sortilegio de la madrugada; finalmente, hay capítulos donde se reflexiona sobre el propio quehacer creativo.

 Otro procedimiento muy inteligente contra lo caduco es la vaguedad de algunas de sus historias, recuerdos propios o heredados. Esta manera de creación parte, no sé si consciente o inconscientemente, del modelo de los romances, tan caros a García Mateos, cuya veta popularista conocemos en parte de su obra poética. Personajes difuminados, historias enteladas, finales inacabados que renacen luego en otro capítulo para perpetuar su incerteza, sitúan al lector en unas coordenadas donde espacio y tiempo se extravían entre la prosa y cuya misma naturaleza casi etérea las convierte en rincones míticos y perennes de la memoria como la melodía de la mazurca del ciego Gaudiencio.

Baza de copas es también la legitimación literaria de los ángeles caídos, personajes sórdidos, sin horizonte, redimidos por la palabra poética, y, a su vez, la condenación de otros, (“ajuste de cuentas”, reza el subtítulo de la obra), porque la literatura salva a los desahuciados pero también castiga inveteradamente a los injustos. Hay mucho en el libro de compromiso social, salpicado a veces de sarcasmo y humor, y otras de sincera e indignada repulsa.

La primera incursión de García Mateos en la prosa, no esconde su oficio poético, del que se hace algún guiño mediante la inserción de varios versos furtivos procedentes de algunos de sus poemas, y se hace evidente en la naturaleza lírica de su escritura. Algunos capítulos son verdaderos poemas en prosa, sobre todo aquellos relacionados con el paso del tiempo y la muerte.

Baza de copas es un libro casi perfecto, redondo. Merece el paladeo descansado del lector sin prisas. Hallaremos al escritor en su obra y al hombre y al amigo en el bar de Miguel. Y hallarlo en ambos lugares será siempre una muy buena noticia.

Ramón García Mateos presentará su Baza de copas. Ajuste de cuentas el próximo viernes 21 de septiembre en la Biblioteca Municipal de Cambrils a las 19h.

Presentación de Baza de copas en Cambrils
 Léase también: "Ramón García Mateos", el artículo con el que anunciábamos Rumor de agua redonda

domingo, 9 de septiembre de 2012

173. La poesía de la Heráldica


Existen disciplinas cuya jerga es tanto o más apasionante que el objeto mismo al que dedican su estudio. Este es el caso de la ciencia heráldica. Si los diseños de los blasones son ya de por sí auténticas obras de arte, la descripción técnica que los acompaña es un deleite para quien sabe degustar la belleza de las palabras. Cuánto ha tenido que disfrutar don Faustino Menéndez Pidal, nuestro más acreditado heraldista, premio Príncipe Viana de la Cultura en 2011, desentrañando durante tantos años los símbolos que definen los distintos linajes. Y con cuánto respeto habrá estudiado esas genealogías, él que conoce la importancia de la suya misma, sobrino nieto del gran don Ramón Menéndez Pidal.

El peculiar vocabulario que la Heráldica utiliza para las fichas de los blasones no hace sino redundar en la artesanía de esta ciencia. El uso del lenguaje que asiste a cualquier rama del saber define su naturaleza y hasta la engrandece. Así, si la Medicina, por ejemplo, sostiene sus tecnicismos sobre la base de la cultura greco-latina, tan presente en la prefijación o en la parasíntesis de sus términos, y con ello se prestigia partiendo del mismo Hipócrates, la Heráldica recibe el sustento de la Poesía, que es el lambrequín que la rodea.

En Literatura, los blasones han dejado alguna anécdota curiosa. La más famosa es aquella relacionada con Lope de Vega. El padre de éste era bordador. Durante los Siglos de Oro se debatió si este oficio pertenecía o no a las artes liberales, propias de hidalgos y nobles, o si, por el contrario, era un arte mecánico, perteneciente al pueblo llano. Lope siempre reivindicó la nobleza de su linaje. Por eso, en la primera edición de su  Arcadia (1598), usó el supuesto escudo nobiliario del apellido Carpio, con 19 torres. Góngora se burló de las pretenciosas aspiraciones de Lope con aquella famosa letrilla:

“Por tu vida, Lopillo, que me borres 
 las diez y nueve torres del escudo, 
 porque, aunque todas son de viento, dudo
que tengas tanto viento para tantas torres”.

Los escudos heráldicos hablan por la boca y, orgullosos, se miran el ombligo; se jactan de ser jefes y tener puntos de honor; su corazón es un abismo; dan gritos de guerra, visten forros de armiño; el tiempo cuartela su pecho o lo hace jirones; visten buen calzado y lucen capa de azur, de gules, de sinople, de oro o de plata; atan su casco con burulete, se adornan presumidos con lambrequín. En su origen medieval, rescatan palabras de antaño que quizás habrían sido ya olvidadas y las salva así del tiempo, petrificadas en el blasón como el blasón mismo en tantas casonas de pueblos de España.

Y como la Heráldica está en deuda con la palabra poética, nosotros proponemos aquí, en nombre de aquélla, el blasón de la Poesía, pidiendo disculpas de antemano por los errores y torpezas que, profanos en la materia, cometeremos a buen seguro en nuestra descripción:

Escudo cuartelado con escusón y boca de plata;  1º, en campo de azur, una lira de oro; 4º, en campo de azur, un legajo de oro atado con balduque de gules; 2º, en campo de oro, un cerro en sinople encumbrado por una fontana de plata; 3º, en campo de oro, un peregrino en sable, con la cabeza ligeramente levantada hacia el cuartel 2º. Al timbre, una corona de ovación de laurel, sujetada por dos cariátides tenantes desnudas que flanquean el escudo. De la corona parte un lambrequín que cubre parte de ambas cariátides. En el abismo del escusón aparece una O.  En la base del escudo hay una divisa en caracteres griegos con los nombres de las musas Erato y Euterpe.

Acuarela de nuestro "Escudo heráldico de la Poesía", pintado por José Antonio Gil, villenero de pro, artista en ciernes y amigo consumado. Pueden verse los detalles haciendo "clic" sobre el cuadro.

[Un breve glosario y la interpretación del escudo, pueden verse en el apartado de comentarios]

Véase también:
La poesía del té
La poesía del vino

domingo, 2 de septiembre de 2012

172. El lector de Julio Verne


Cuando se habla de las dos Españas en el marco de nuestra Guerra Civil, muchas veces se olvida, quizás por su misma obviedad o por su rala llaneza, tan parca en situaciones hazañosas, una circunstancia muy común, seguramente la más común de todas, que afectó a la mayoría de los españoles que vivieron aquellos terribles años. Esta circunstancia está desprovista, tal vez, del heroísmo o de la épica que han contribuido a alimentar la mitología de la contienda; no hay en ella gentes que luchan por una causa o por la otra; ni altos ideales; ni palabras grandilocuentes. Simplemente olvidamos que muchos españoles combatieron del lado de los unos o del lado de los otros por la sencilla razón, deslucida de todo ornato romántico, de que la guerra les cogió en una u otra parte. Sin más.

Algo de esto hay en la última novela de Almudena Grandes, El lector de Julio Verne. Nino, el niño protagonista, es hijo de un guardia civil. Pero la escritora, lejos de demonizar al guardia mediante los atributos acostumbrados con los que se han ensañado otras novelas y, más especialmente, el cine, lo caracteriza como un padre de familia atento sólo al bienestar de los suyos y como una víctima más de la posguerra que debe cumplir con las obligaciones del cuerpo al que pertenece con el mismo miedo a las represalias que cualquier otro ciudadano. Incluso se llega a aludir a la ley 12 de 1940 que trataba de depurar a los miembros de las Fuerzas Armadas que hubieran mostrado, antes de la guerra, simpatía e incluso neutralidad hacia la República, ley que podría afectar a la familia de Nino. Se consigue de este modo evitar el tratamiento maniqueo de los personajes que, por cierto, había lastrado la primera novela de esta serie, Inés y la alegría. 

Pero el mayor acierto de la novela es la recreación de una atmósfera sutilmente velada donde todo se sabe sin tener que hacerse explícito. De esta manera, el lector se identifica con los habitantes de Fuensanta, atenazado el uno por la gasa que envuelve la información que la autora dosifica con maestría, reprimidos los otros por el miedo, pero ambos conscientes de la verdad que se esconde tras el monte preñado de guerrilleros, tras los embarazos de esposas sin maridos, tras los paños negros colgados en las ventanas cada vez que muere un maqui, tras los dedos de Nino manchados de tinta de imprenta, tras la ambigua figura de Pepe el Portugués. Los maquis de la sierra adquieren un protagonismo latente, se convierten casi en una entelequia, en una abstracción, sólo concretada en las consecuencias de sus actos en el pueblo o en episodios igualmente intuidos en el claroscuro narrativo como aquel en el que Nino espía en la buhardilla de doña Elena la escena de amor entre Filo y Elías, uno de los maquis, apenas vislumbrado entre las sombras. Esa paradójica presencia “en ausencia” vertebra todo el libro y le da unidad.

Es también interesante la visión de los hechos a través de la óptica de un niño. Supone el triunfo de la mirada limpia, sin adulteraciones, pese a los intentos propagandísticos del maestro de escuela, y entronca con la idea de la justicia natural, que es, a su vez, una justicia universal. La figura de Nino representa la superación de las ideologías y de las pequeñas miserias y ambiciones de los hombres para sentar cátedra, desde el púlpito inmaculado de la inocencia, de la bondad y del sentido de la justicia.

Finalmente, el libro es un homenaje a la literatura. A Nino la literatura le redime, le forja el espíritu, le hace crecer y ser audaz e intrépido y le ofrece su compañía incondicional allá donde sólo encuentra incomprensión. Cuando Nino lee a Julio Verne o a Stevenson o a Galdós, nosotros, lectores de Nino que lee, cerramos el círculo mágico y en su linde fracasan la barbarie y el terror.

domingo, 19 de agosto de 2012

171. Viajes literarios: Segura de la Sierra



A las dos de la madrugada en Segura de la Sierra, sólo una luz rompe la oscura homogeneidad de los caseríos. Es la vivienda de Alonso Messía de Leyva. Allí, reconfortado ante la lumbre del hogar y alumbrado por la danza sinuosa de una vela, Messía se afana ante su escribanía, en los manuscritos de los Sueños de su amigo Quevedo. De vez en cuando, al leer, lanza una carcajada súbitamente interrumpida por la explosión de algún leño que, en su estertor, quiebra el dulce crepitar de las negras astillas. Entonces Messía dirige su vista al fuego que se enseñorea sobre la queja de sus mártires de madera, y torna a su semblante ceñudo y reconcentrado para tachar aquí, recomponer allá, suavizar más acá, hasta burlar a su amigo del Santo Oficio. Inmerso en su labor, Messía no ha escuchado el sonido del carruaje que se ha detenido más abajo, en la Plaza de la Encomienda. Tampoco oye los pasos cojitrancos, (“tartamudo de zancas y achacoso de portante”), que avanzan hacia su puerta. El visitante golpea con los nudillos la ventana de Messía, opaca por la helada, y éste se vuelve sobresaltado. Messía se acerca  y limpia con el puño el vaho del cristal. Una epifanía de quevedos emerge desde el marco escarchado del vidrio, como invocados por su propia obra.

Don Francisco de Quevedo y Alonso Messía se abrazan. Quevedo se queja del viaje desde su “aldea” de la Torre de Juan Abad hacia este “corcovo del mundo” y del frío de la sierra: “Los vecinos de este pueblo / viven todo el año junto; / y un mes batido con otro, /gozan a diciembre en junio”. Luego le discute a Messía las correcciones que está haciendo de sus Sueños, aunque finalmente transige a la sensatez de su amigo. Al día siguiente, don Francisco se levanta con la amanecida y descubre recortado en el horizonte el monte del Yelmo de Segura y, desde su estancia, dedica una bella silva a ese “peñasco atrevido” que lleva “a las estrellas frente osada, / de ceño y de carámbanos armada”.

Años más tarde, Quevedo recuerda esta visita a Segura desde el Convento de San Marcos en León, donde está preso y enfermo.  Alonso Messía ya hacía tiempo que había muerto en Villacarrillo. Dicen que en su agonía, Messía había visto jugar al ajedrez a Mudarra y al rey moro de Segura de la Sierra en la Torre del Agua del castillo y que Mudarra estrellaba el tablero sobre la cabeza del monarca. Y que Mudarra llevaba quevedos. Al año siguiente, Messía de Leyva no estaba ya allí para enmendarle a don Francisco el Memorial contra el Conde-Duque de Olivares, aparecido bajo la servilleta del Rey. En 1645, tras 4 años de un encierro fatal para su salud, Quevedo muere en Villanueva de los Infantes.

Hoy, el viajero que se acerca a Segura de la Sierra recuerda estas historias al pie de la estatua de Jorge Manrique, segureño también, a quien ofrece su ofrenda de Tiempo, mientras pierde su mirada, con él, en la lontananza de los olivares, “contemplando / cómo se pasa la vida, / como se llega  la muerte / tan callando”. Y aunque las hermosas coplas de Manrique sobrecogen de angustia al espíritu ante la finitud de todas las cosas, lo cierto es que en la fachada de su casa, cinco hojas de higuera sobre campo de oro y una Cruz de Santiago, siguen desafiando al tiempo en el escudo heráldico; que su padre sigue vivo en las Coplas y se ha hecho piedra altiva en la torre de la encomienda que hay más abajo, en Siles, donde don Rodrigo fue maestre de la Orden de Santiago. Y que la eternidad es también este momento, al pie de la estatua de Jorge Manrique, mientras el sol se oculta tras los campos de olivos y reverencia la majestad de Segura de la Sierra, señora de las cumbres y del Tiempo.

ÁLBUM DEL VIAJE

El monte del Yelmo de Segura de la Sierra, al que Quevedo dedica su silva
Iglesia de Villacarrillo. En este pueblo de Jaén murió Alonso Messía de Leyva.

Píramo y Tisbe con Jorge Manrique
Grupo de filólogos friquis con Jorge Manrique
Píramo y Tisbe en la casa de Jorge Manrique
Detalle del escudo heráldico de los Figueroa-Manrique
El Cubo, una de las torres de la Casa de la Encomienda donde vivió Rodrigo Manrique, el padre de Jorge Manrique. Se encuentra en Siles (Jaén), a pocos quilómetros de Segura de la Sierra.

domingo, 12 de agosto de 2012

170. La delicadeza

Los escritores deberían prestar más atención a los inicios de sus novelas. Una frase desafortunada; un estilo demasiado pretencioso; una familiaridad excesiva con el lector, como si éste fuera el amigote con quien el autor soliese tomar unas cañas en el bar; una introducción innecesariamente prolija o con la que el lector es incapaz de ponerse de una vez en situación; el protagonismo desmedido del autor, por encima, incluso, de la historia que quiere contarnos y que raya en el exhibicionismo; una presentación atrevida, camuflada de falso vanguardismo; o, simplemente, un error gramatical en las primeras líneas. Todo eso puede acabar con la paciencia del lector y dar al traste con el libro antes de tiempo. Ante el enorme caudal literario que abruma al lector de nuestros días, éste se ve obligado a ser selectivo y exige que su tiempo de lectura le sea amable y fructífero porque, de lo contrario, hay otro libro esperando en el estante. El ritual de la lectura es sagrado y no damos margen a los profanadores.
Algo así me sucedió a mí con La delicadeza, de David Foenkinos. Un inicio infinitamente apastelado irritó mi amor propio de lector y cerré el libro en la quinta página. Luego vi la película porque el libro traía en el interior una entrada de la adaptación cinematográfica, una de esas raras iniciativas de las que se debiera tomar nota. La película me gustó e intuí, por esa máxima que es ya una aceptación tácita, que el libro estaría mejor. Y así fue como la película, en un ejercicio sin precedentes en mi bagaje lector, le dio la oportunidad al libro. Retomé la novela y la acabé del tirón en una sola noche.
El título del libro hace honor a la prosa de su autor. Cada frase es una caricia sincera, llena de autenticidad, y lo que es más importante, de honestidad literaria. La novela, que es un homenaje a los invisibles en el amor y una apología de la sencillez, hilvana la historia de un amor imposible con un inusual sentido de la mesura sentimental, sabiendo acercarse al lector con el tacto y el equilibrio adecuados para evitar resultar frío o excesivamente empalagoso. Con el mismo equilibrio, Foenkinos salpica de un humor fino su relato, sólo cuando es necesario. Llaman la atención las interrupciones de la narración a través de unos brevísimos capítulos que sirven de sutil anticipación a los acontecimientos o como meras treguas, simpáticos anticlímax, que esbozan una sonrisa en el lector. En el “debe” de la novela quizá se halle la situación equívoca a través de la cual Nathalie conoce a Markus. Aunque la acción irracional de Nathalie podría justificarse mediante argumentos psicológicos, es obvio que el autor no se ha esforzado lo suficiente para idear una situación que, a fin de cuentas, es clave para la novela. Da la sensación de que ha tenido prisa en empezar el nudo de su historia y no ha cuidado el origen de la misma. Para algunos podría resultar, incluso, inverosímil.
Respecto a la adaptación cinematográfica, resulta satisfactoria, aunque siendo Foenkinos el codirector de la misma, parece extraño que no haya incorporado a la película algunas escenas de la novela, perfectamente acoplables al molde fílmico. A su vez, la película incorpora escenas nuevas que no aparecen en el libro, algunas de las cuales tratan de hacer hincapié en el rechazo social que genera la relación entre Nathalie y Markus. De la película destacan las transiciones escénicas, al más puro estilo teatral, algo que no puede extrañarnos dada la vinculación de Foenkinos con el arte dramático.
En definitiva, La delicadeza es una lectura agradable, optimista, de aquellas que dejan buen sabor de boca, y que demuestra que la vida está llena de oportunidades y de casualidades. Sin estas últimas yo no habría leído el libro y hoy éste dormiría olvidado con un pliegue en su página 5, en la anodina vida de los estantes de los libros malos. Pero Nathalie se atrevió a besar a Markus.


domingo, 5 de agosto de 2012

169. El día que murió Marilyn


Hoy se cumplen 50 años de la muerte de Marilyn Monroe. Cuando Terenci Moix escribió su novela El día que murió Marilyn, dedicó el libro a todos los que tenían 20 años aquella madrugada en que encontraron muerta en su casa de Brentwood (California) a Norma Jean. Esa dedicatoria otorga a la novela un claro cariz generacional. Entre los jóvenes que aquel 5 de agosto de 1962 aún tenían 20 años, se encontraba el propio Terenci Moix, que hoy tendría 70. Marilyn Monroe tendría 86. Y esta reunión de cifras enlutadas como el abismo a que nos abocan, es una danza fantasmal de números que fueron y ya no son y de números que pudieron ser y no serán ya nunca y de números que giran lánguidos y desorientados en el trance ancestral de su baile macabro alrededor del tótem inmisericorde del Tiempo.
Y es que El día que murió Marilyn es precisamente eso: la constatación del paso del tiempo por parte de dos generaciones, constatación que se hace particularmente amarga al evocar la memoria los días luminosos de la infancia y de la juventud. Merced a esa evocación, el libro se convierte en una crónica costumbrista de las décadas de los años 30, 40 y 50 del pasado siglo, donde tienen cabida el cine, la música, la literatura, los tebeos, las verbenas, los cromos, las fiestas señaladas y demás motivos, en el marco de la Barcelona de preguerra y posguerra, así como de la Sitges, a caballo aún, entre la pureza blanca de sus calles y el feroz turismo que había de profanarla. Hasta aquí nada especialmente nuevo que no pueda hallarse en otras novelas. Pero hemos mencionado más arriba el carácter generacional del libro. Y este carácter aglutinador no se cataliza sólo a través de la simple mirada nostálgica hacia el pasado, sino mediante la voz resentida y desconcertada de aquellos que tenían 20 años en 1962 y que empezaban a notar que el mundo que habían heredado de sus padres no era el mundo que ellos querían; que la educación y los valores recibidos no se ajustaban ya a la realidad de su estrenada conciencia y que, derrocados los referentes en que sustentaban sus vidas, se hallaban perdidos, sin un rumbo claro hacia donde conducir su existencia. A este rencor hacia el mundo heredado, se añade la circunstancia, de que, además, los protagonistas del libro pertenecen a una burguesía hipócrita de nuevos ricos que ellos mismos rechazan. Esos jóvenes que se sienten incómodos precisamente por pertenecer a una clase acomodada y cuyo cargo de conciencia por su vida descargada les lleva a lanzar proclamas de justicia social y a participar en las revueltas estudiantiles, corresponden al arquetipo de personajes creados ya por algunos miembros de la generación del 50, muchas veces trasuntos de ellos mismos, entre los cuales aparecen Juan Marsé, Gil de Biedma o Carles Barral, entre otros, y cuyas aspiraciones de cambiar el mundo y de cambiarse a sí mismos suelen fracasar por su misma condición de burgueses. En la novela que nos ocupa, Bruno afirma: “Soy un pequeño burgués de una ciudad eminentemente burguesa. Juego al marxismo, reparto panfletos en la universidad, no falto a ninguna huelga, y en el fondo […] se oculta el producto de mi ciudad burguesa. De la sociedad que me parió. Y me gusta”. Esa es su gran tragedia.
Así que, cuando en 1962 cae la gran nevada en Barcelona, esa que Bruno y Jordi soñaban de niños para hacer realidad su gran belén barcelonés, la mitología infantil de la nieve llega demasiado tarde para los dos amigos. El amor homosexual que Jordi intenta legitimar mediante la sublimación pura del sentimiento, acaba convirtiéndose en sexo sin más; las familias de ambos sólo buscan escalar económicamente mediante trampas; Amèlia, la madre de Bruno, por quien éste siempre ha sentido un amor casi edípìco, resulta ser, bajo su aureola de gran mujer, una adúltera. Y Marilyn ha muerto desnuda, tal vez suicidada, en su lujosa casa californiana.

domingo, 29 de julio de 2012

168. Intocables

Hace unas semanas escribía yo en este mismo espacio una reseña sobre un libro de Ana María Matute, titulado Luciérnagas. El contenido de aquella crítica no dejaba en buen lugar  la novela de la escritora catalana. El mismo día supe, por un amigo, que Matute se encontraba ingresada en un hospital de Barcelona y que, además, estaba grave. No debió de ser para tanto la cosa porque más tarde conocí que estaba participando en unas jornadas sobre novela negra recientemente celebradas en Gijón. Pero durante los días de estancia en el hospital, anduve en vilo por si se me moría la Matute y mi artículo se convertía en un inoportuno epitafio; de nada servía haber ensalzado antes su figura cuando le fue concedido el Premio Cervantes. Yo, que imaginaba a una Matute entubada y agonizante en el hospital, anuncié a mis alumnos la luctuosa noticia (entonces estábamos leyendo juntos, precisamente, sus Luciérnagas) y en un ejercicio de redención, tan sincero como ridículamente dramático y solemne, les dije que, dado que la escritora no podía ya hablar por ella misma, nosotros levantaríamos su voz mediante las nuestras, leyendo las palabras que ella escribió. Más adelante, cuando supimos de la Matute vivita y coleando en Gijón, bromeamos apuntándonos el mérito de su resurrección, conseguido mediante aquellas letanías, compartidas en voz alta en el espacio sagrado del aula, que fueron las lecturas de su obra.

Hay dos posibles cargos de conciencia para quien habla mal de un escritor. El primero surge en el caso de que éste haya muerto o, peor aún, que acabe de morir; entonces uno es un ser insensible, cobarde e irrespetuoso. El segundo nace cuando el escritor que no nos gusta es venerado por la crítica autorizada, en cuyo caso uno es un lerdo sin formación, incapaz de entender el indiscutible mérito de ese prócer de las letras. No obstante, creo haber conseguido cierta inmunidad ante estas acometidas de la conciencia. Y ello ha sido tras leer un magnífico artículo escrito el pasado mes de mayo por Antonio Muñoz Molina en El País, titulado “Las afinidades” y compuesto con motivo de la muerte del escritor mexicano Carlos Fuentes. Muñoz Molina confiesa haber leído muy poco de él e incluso no haber podido terminar algunas de sus obras; del mismo modo, reconoce que ya no le gusta Gabriel García Márquez, aunque no sé si ya conocía la demencia senil de “Gabo”. Y no pasa nada.

Desde mi punto de vista, hoy se lee a determinados escritores por un prurito elitista de clasismo lector. Otro tanto ocurre con los escritores tocados por una aureola de malditismo cuyas excentricidades vitales y literarias sirven de aval para granjearse la admiración de todos.

El lector debe ser sincero consigo mismo, aparte de cánones arbitrarios (que, por otro lado, pueden ser referentes útiles). No se trata de leer cualquier cosa, como defiende esa nueva pedagogía de la promoción lectora en la ESO, que antepone la mera lectura per se (que lean, lo que sea, pero que lean) a una inteligente criba de títulos; hay que ser ambicioso en la selección pero también, con la autoridad que confiere esa autoexigencia, ser capaces de decir, y decirlo sin miedo, que ese autor o esa obra de renombre que  nadie discute (quizás porque nadie se atreve), no nos gustan. Y no pasa nada.

domingo, 22 de julio de 2012

167. La batalla de los Arapiles



Tal día como hoy, hace 200 años, se libró en las inmediaciones de Salamanca la Batalla de los Arapiles que, a la postre, habría de resultar decisiva para la expulsión de los franceses de la Península en el marco de la Guerra de la Independencia Española. Constituye, además, el anticipo de la derrota francesa de Waterloo, que acabaría definitivamente con las aspiraciones napoleónicas en Europa.

Benito Pérez Galdós novelizó este acontecimiento en el último título de la primera serie de sus Episodios nacionales, La batalla de los Arapiles. En el contexto de la actual novelística, donde el tema histórico goza de gran predicamento, los Episodios nacionales de Galdós reconcilian al lector con el género, devolviéndole su sabor añejo y regalándonos una tregua ante tantas sábanas santas, enmarañados complots religiosos y el abrumador fenómeno del “guerracivilismo”, entre otros abusos, sólo mitigados por algún feliz hallazgo  que de vez en cuando airea la polilla imaginativa de la mayoría.
Con La batalla de los Arapiles, terminan las vicisitudes del soldado Gabriel Aracil, protagonista de 9 de los 10 Episodios de la primera serie. Aunque el libro resuelve algunos de los asuntos pendientes de las novelas anteriores, Galdós tiene la habilidad de conseguir que el lector pueda leer la narración como una obra independiente sin necesidad de seguir la serie. Los flecos sueltos que podrían descolocar al lector que no haya leído los Episodios precedentes, son resueltos mediante alusiones insertadas con naturalidad en la narración, que enseguida actualizan al lector sin necesidad de enojosas explicaciones o justificaciones que interrumpan el curso fluido del relato. Algunos de esos temas pendientes parten de Cádiz, el antepenúltimo Episodio de esta primera serie, altamente recomendable en estas fechas donde se conmemora la Constitución de 1812 y que constituye un friso muy evocador y didáctico del ambiente previo a la celebración de las Cortes gaditanas, en medio de la interesante ficción que Galdós enhebra entre los acontecimientos históricos.

En La batalla de los Arapiles, Aracil está al servicio del ejército de coalición formado por españoles, ingleses y portugueses, al mando de Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, al que conocemos de primera mano en la narración. La parte más interesante del libro es aquella en la que el duque encomienda a Aracil una misión de espionaje en Salamanca, en poder de los franceses, para conocer los detalles de su sistema defensivo. A partir de aquí, la obra se convierte en una entretenidísima novela de aventuras, registro que sorprenderá a aquellos lectores acostumbrados al Galdós más canónico. El ingenio de Aracil, sazonado con el humor de su carácter socarrón e irónico, permitirá solventar situaciones verdaderamente comprometidas durante su cometido. Conoceremos también a Miss Fly, la dama que acompaña al ejército inglés durante la campaña española y en cuyo perfil se reconoce a la típica figura del viajero extranjero que, movido por un espíritu romántico, desea conocer las esencias españolas de su historia épica y legendaria, aunque luego descubriremos la verdadera motivación de su viaje. Precisamente, el libro se debate en ocasiones entre un tono realista y otro romántico que pugnan sin una solución clara. Los pasajes de menor enjundia son aquellos en los que se detalla la batalla propiamente dicha, quizás interesantes sólo para los amantes de la estrategia militar. También le sobra al libro el exceso de almíbar de sus últimas páginas. Pero hasta estos defectos son un deleite cuando quien escribe es Galdós. Su uso del castellano es, probablemente junto a Cervantes, el más elegante de cuantos se han hecho de nuestro idioma. 


domingo, 15 de julio de 2012

166. ʻNanáʼ, de Émile Zola

Naná, según el pintor Manet

Este año se conmemora el 110 aniversario de la muerte del escritor francés Émile Zola. Confieso que de Zola he leído bien poco, salvo algunos fragmentos de sus novelas en los que primaba un afán más pedagógico que literario. A mis casi 34 años empiezo a sentir el cargo de conciencia de lo no leído, la angustia de lo que no tendré tiempo de leer y la lenta pero inexorable agonía de las palabras que no escribo.

La figura de Zola siempre se me había representado como la de un gigante literario, fundador del Naturalismo y cuya simple presencia en el prólogo de una novela ajena, bastaba para conferirle a ésta una autoridad fuera de duda. Ya se habrá adivinado que hablo, obviamente, de la carta-prólogo que Zola escribiera a La papallona, de Narcís Oller. Es esa costumbre tan española de valorar lo nuestro sólo cuando nos lo legitiman los extranjeros. Y, sin embargo, habría que hacer caso de aquel Tikkomiroff, cuando declaraba: “No comprendo cómo alguien se haya atrevido a decir que Oller sea discípulo de Zola, cuando para mí son el anverso y el reverso de la medalla. Dadle un hombre a Zola y no parará hasta encontrarle la bestia. Dadle una bestia a Oller y éste no parará hasta encontrarle el alma”. Y en esta opinión del misterioso escritor ruso ya se perfilan los rasgos del Naturalismo, ese movimiento literario que siempre se ha estudiado en los manuales como una especie de coda del Realismo canónico, y que explora los aspectos más sórdidos y desagradables de la realidad.

 Naná es una de las novelas más representativas del Naturalismo de Zola, junto a la serie de Los Rougon-Macquart o Germinal. En Naná el bisturí naturalista disecciona esta vez el lado más degradante de las obsesiones, en este caso de las obsesiones sexuales. El narrador apenas emite juicios de valor y deja que sean sus personajes los que den cuenta, mediante los actos y las palabras, de su catadura moral y psicológica. El lector es el testigo que observa tras el cristal la evolución de las cobayas. Naná, la pésima actriz del Teatro de Variedades parisino y, sin embargo, figura venerada por los hombres y envidiada por las mujeres, es uno de los personajes literarios más egoístas y narcisistas que ha dado la narrativa. El culto a sí misma, salvo en algunas extrañas renuncias explicables por la extremada volubilidad de su carácter, es patológico y repulsivo. Humilla a sus innúmeros y fervorosos amantes, con los que se acuesta a desgana sólo para conseguir el dinero que acreciente la vanidad de sus ilimitados caprichos, y luego elige a su antojo a otros hombres y mujeres para sus voluntarios escarceos sexuales, que rayan en la ninfomanía más descontrolada. De entre sus amantes, el conde Muffat es el personaje mejor construido. Éste se debate entre su fervor religioso y la desaforada atracción morbosa hacia Naná. Su obsesión irracional por ella le precipita a un lodazal de indignidad que causa vergüenza ajena en el lector. Pero no le van a la zaga otros amantes, que arruinan sus haciendas, sus matrimonios y su honor por los favores de Naná; ésta se enseñorea sobre todos ellos con una altivez que, lejos de causar enojo en los hombres, los esclaviza aún más en un refinado y tácito sadomasoquismo.

El libro flaquea durante las largas descripciones de las diferentes fiestas organizadas por los personajes aristocráticos de la novela,  aburridas crónicas de sociedad que, si bien sirven al lector para anotar la estupidez y degradación de aquéllos, encallan por su excesiva prolijidad.

La vertiente naturalista enfocada aquí a la sordidez de los instintos sexuales y al materialismo exacerbado, encuentra su correspondencia física en el trallazo final de la novela: la glamurosa y bella Naná de su ostentoso palacete, muerta en una anónima habitación de hotel facilitada por la caridad de una enemiga, casi olvidada en su lecho por la urgencia de un nuevo presente,  horrorosamente deformada por la viruela.

Émile Zola (1840-1902)

domingo, 8 de julio de 2012

165. Edgar Allan Poe en el cine: "El enigma del cuervo"


Quien desee acudir al cine a ver la película El enigma del cuervo, deberá haber leído antes los siguientes cuentos de Edgar Allan Poe: “El pozo y el péndulo”; “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”;  “El corazón delator”; “El tonel de amontillado”; “La máscara de la Muerte Roja”; “El entierro prematuro”; “Los crímenes de la calle Morgue”; “El misterio de Marie Rogêt; y, finalmente, de representación más tangencial en la película, “Un descenso al Maelström”. También debe añadir el poema narrativo “El cuervo”. Aparte del poema, la enumeración de marras no sigue la cronología de la película, que al escribir estas líneas no recuerdo ya con exactitud, sino el orden en que aparecen en la estupenda traducción que de los cuentos de Poe hizo Julio Cortázar. También es posible ir a ver la película sin haber leído los relatos pero el espectador perderá el placer del reconocimiento, eso que en literatura llamamos “intertextualidad” y en cuyo diálogo la literatura se retroalimenta para reformularse siempre igual y siempre distinta, y dar cabida a los que están y a los que se fueron. En el caso del cine, hablaríamos más bien de un fenómeno interdisciplinar y esa comunicación entre las artes, debería, a priori, sumar, aunque no siempre lo que se suma acaba en el “haber” del producto final.

El enigma del cuervo

El enigma del cuervo sigue el modelo bien conocido del asesino que adopta patrones literarios para la realización de sus crímenes. Un correcto John Cusack, en el papel de Poe, debe ayudar a la policía a resolver los asesinatos, basados en sus propios relatos. El problema de este planteamiento es que el director que se aventure en esta empresa tendrá que esmerarse en agradar y hasta mimar a los exigentes lectores de Poe. Y no valdrá aquí la socorrida excusa de la versión o de la licencia cinematográfica, puesto que el núcleo argumental se basa en artefactos literarios predefinidos e inalterables, como son los propios cuentos de Poe. Y es ahí donde la película encuentra su punto débil. Así, en el primer crimen, la policía está desconcertada porque no se explica por dónde ha podido huir el asesino y tampoco le cuadran las desproporcionadas heridas de las víctimas. En la película, el asesino es un hombre pero el lector de Poe que ha leído “Los crímenes de la calle Morgue” sabe que se trata de un orangután de la especie de Borneo. Si el asesino de la película ha querido imitar el crimen de ese relato, nunca habría podido huir como lo hace el orangután en el cuento ni encajonar él solo a una de las víctimas en la mitad del conducto de la chimenea. Sin embargo, la película no da más explicación. En este primer crimen casi queremos percibir a Dupin en el policía encargado del caso, pero pronto la tentativa se queda en agua de borrajas. Del mismo modo, el episodio correspondiente a “El pozo y el péndulo”, que Poe narra con un admirable dominio del suspense, alargando la angustia del lector hasta el límite, se resuelve en la película con una rápida escena al más puro estilo “gore”.

También hubiéramos querido ver a un John Cusack más atormentado ante la escenificación real de sus propios cuentos, que asume con demasiada prontitud. Aun así, Cusack está muy correcto en el papel del Poe irascible, vanidoso y fluctuante. Falta alguna alusión más enjundiosa a su fatalidad familiar (sobre todo en referencia a su padrastro) y a otros aspectos de su biografía que aparecen de puntillas, en pequeños guiños insertados con calzador, como si el director no quisiera renunciar al biopic en medio de un argumento que asfixia al género. Así, la profesión teatral de su madre biológica, la expulsión de la universidad o su alistamiento en West Point son puntadas biográficas donde se nota demasiado la costura. Tampoco se incide lo suficiente en el alcoholismo o en la afición al opio de Poe.

Acierta la película en la atmósfera gótica de las escenas y en la aparición repetida del cuervo de su magnífico poema, como premonición de la muerte. No obstante, si la película trataba de dar una solución a los misteriosos últimos días de la vida de Poe, como parece deducirse del inicio de la película, el resultado no es satisfactorio. Creo que se podría haber eliminado ese anticipo porque luego no resulta importante en el conjunto de la película, más allá de la resolución de los crímenes.

Con todo, la cinta se deja ver y, detrás de la superficie más comercial de su planteamiento, sí resulta sugerente el enfrentamiento de Poe con sus demonios interiores, esos que exorcizaba en sus relatos y que en el filme alcanza su imagen más lírica en la escena de la persecución a caballo entre la niebla. La eterna niebla de Edgar Allan Poe.