miércoles, 31 de octubre de 2012

179. El apagón


 
La llegada del otoño nos brinda a los adictos al teatro la posibilidad de volver a soñar con las historias que se representan sobre las tablas. Pese a que el estío es una de mis estaciones favoritas, esta nueva etapa del año se me hace más llevadera cuando hojeo y ojeo la nueva programación de El Principal. Es una costumbre que roza lo sagrado, leer y releer bien toda la oferta cultural que se nos ofrece a los alicantinos para no equivocarme en mi elección. ¡Ay, y cuánta razón tenía el gran Quevedo al hablar del “poderoso caballero” llamado don dinero! La pecunia nos obliga a los enamorados del teatro a afinar bien en nuestra selección. No puede faltar un clásico, por supuesto, ni obras con actores consagrados, pero tampoco está de más elegir alguna comedia de entretenimiento, sencilla, pero con poder catártico, pues… ¿a quién no le gusta evadirse durante unas horas de la rutina, de esa monotonía que se impone, lenta y silenciosa, a lo largo de la semana?
Pude disfrutar de esta catarsis en forma de carcajada continuada con El apagón, adaptación de Black comedy de Peter Shaffer, que ya fue representada en España en 1968. Ahora, vuelve a pisar las tablas con fuerza de la mano de un elenco de actores encabezado por Gabino Diego. Éste interpreta a Brindsley, un joven escultor sin éxito al que visitará un importante coleccionista de arte para conocer su obra. Parece que, por fin, vivirá una gran noche. A esta emoción se suma el nerviosismo por conocer al padre de su prometida, un militar retirado que no ve con buenos ojos que su pequeña esté enamorada de un artista sin futuro. Para intentar impresionar a ambos invitados, la pareja toma prestadas algunas piezas de decoración y de mobiliario de Harold, el vecino anticuario de Brindsley que estará ausente ese fin de semana. Mas un inesperado imprevisto en forma de apagón, torcerá los planes de los protagonistas.
El apagón se presenta como una convención teatral que el público debe aceptar para disfrutar de la esencia de la representación. Cuando el escenario está a oscuras, el público no ve, pero los personajes sí. En cambio, cuando las luces iluminan el escenario, los personajes no ven nada, lo cual condiciona la interpretación de los actores. Éstos han de caminar a tientas por la casa, con los consiguientes tropezones, y se hablan sin mirarse, por lo que los intérpretes no cuentan con la réplica del compañero. Es decir, las condiciones de la representación son más complicadas para ellos, pues deben actuar como si estuvieran a oscuras.
El enredo se complica aún más con la llegada de miss Furnival, una vecina miedosa, interpretada magníficamente por Aurora Sánchez; con el regreso del vecino anticuario y con la aparición inesperada de la verdadera novia del joven escultor. Todos los personajes y sus acciones entretejen un cúmulo de situaciones hilarantes y disparatadas. Quizás el desenlace se resuelva con cierta celeridad y simpleza, pero es que lo importante aquí es el nudo de la historia, el enredo de sus situaciones, válidas por sí mismas, que complican cada vez más la acción y aumentan la carcajada del espectador.
En definitiva, El apagón se presenta como un espectáculo altamente recomendable para aquellas personas que deseen reírse sin más, no buscar ninguna explicación o enseñanza más allá de la sesión de risoterapia que nos ofrecen estos actores. Es una buena oportunidad para disfrutar de  un rayo de ilusión en medio de este cielo enmarañado de nubes negras, oscuridades e incertidumbres, para hallar algo de luz en medio de este gran apagón, cuya avería se alarga ya demasiado tiempo y que no parece que vaya a solucionarla compañía eléctrica alguna. Y así, estando a dos velas como estamos, el teatro luce su palmatoria y nos ilumina el corazón entre las penumbras.

domingo, 28 de octubre de 2012

178. El temblor del héroe




Una de las razones por las que no me había acercado todavía a la literatura de Álvaro Pombo es que había oído hablar a Álvaro Pombo. Cuando se escucha razonar al autor santanderino, uno siente la peligrosa necesidad de cogerle por los hombros y cimbrear su cuerpo para que se arranque de una vez por todas a decir alguna cosa. La elocuencia oral de Pombo sería hoy un modelo clásico si Cicerón hubiera incluido en sus tratados de oratoria el carraspeo perpetuo y la repetición desesperante de la primera palabra de una frase. La última vez que lo escuché fue en Las noches blancas, el programa que presenta Sánchez Dragó en Telemadrid. Pombo fue invitado para hablar de su último libro, El temblor del héroe, y Dragó tuvo que reconducir en varias ocasiones el diálogo con el escritor para darle a la conversación un cauce razonable que se perdía ya por vericuetos de pensamientos deslavazados, divagaciones etéreas y frases inconclusas. La decepción fue notoria. Debía estar yo sugestionado por el apellido de don Álvaro y esperaba quizás un remedo de la famosa y mítica tertulia de Ramón Gómez de la Serna en el madrileño Café de Pombo.

En realidad, detrás de mi frustración al oír a Pombo se halla todavía la ingenuidad del lector romántico que percibe al escritor como a una especie de pequeño dios y que espera de sus palabras aquella frase luminosa que cambie el mundo y mueva algo dentro del que las escucha, como si de una revelación oracular se tratase. Pero hay que saber distinguir al autor del narrador, lo dicen todos los manuales de Literatura.  Hay quien no se siente cómodo en las entrevistas o en las presentaciones de libros o en los actos institucionales y, sin embargo, en la privacidad de su actividad creadora, las palabras fluyen brillantes.

Prueba de ello es el ya mencionado último libro de Pombo, El temblor del héroe (Destino), Premio Nadal 2012. Con una prosa plástica y personalísima (detalle éste muy importante en un panorama narrativo donde sobra el hacinamiento y faltan voces propias), Pombo nos plantea una compleja trama de relaciones personales ancladas mediante vínculos nada triviales. Aunque Pombo rechaza el marbete de novela filosófica, lo cierto es que el lector sólo puede hacer el pacto de ficción con el narrador si acepta primero el tono ensayístico del libro, aupado por los resortes literarios. De hecho, el planteamiento se hace pensando en la complicidad del lector, a quien se le pide que participe del experimento. Es una novela al modo naturalista, donde el narrador coloca a sus personajes en determinadas situaciones para observar sus comportamientos. La diferencia está en que Pombo no esconde su propósito sino que, incluso, propone sus propias hipótesis sin ningún pudor. El tono literario de muchos pasajes, con esa lírica urbana tan desazonadora que la ciudad de Madrid ha inspirado a tantos escritores, atenúa el ensayo y matiza las fronteras entre éste y la novela. Tras el experimento, de final demoledor, hay una dolorosa crítica a la insolidaridad, a la vanidad del individuo, al ascendiente perjudicial que algunas personas ejercen sobre otras que se encuentran en relación de desigualdad y a la banalización del mal, resultado de pasar por el mundo sin prestar atención al dolor ajeno, como la figura despreciable de Bernardo, patinador consumado que resbala por las calles como resbala por el mundo, sin compromiso ni ataduras morales y que tanto daño produce en la novela. Al cerrar el libro, el lector, esta vez sí, encuentra la elocuencia de Pombo. Y es ésta de una diafanidad radical e hiriente para desgracia del mundo real en el que Pombo se inspira. A Pombo aquí no le tembló la voz. A nosotros, en cambio, nos dejó dolorosamente mudos.

domingo, 21 de octubre de 2012

177. La berlina de Prim


Aunque siempre he sentido un gran respeto por Ian Gibson, también es verdad que me causa cierta reserva ese extraordinario don suyo de la oportunidad. No hay efemérides, recordatorio u homenaje en el que el historiador irlandés no saque tajada mediante la publicación del algún trabajo muy a propósito. Y no sólo eso, sino que, además, parece formar parte de esos estudiosos omnímodos que pretenden arrogarse el monopolio de ciertos autores o temas, como si, lejos de su escritorio, tales asuntos estuvieran condenados a vagar por el yermo páramo intelectual de los usurpadores. Sin ir más lejos, aquí en Tarragona, hay algún ejemplo de “holding” literario, a propósito de Federico García Lorca. 
Por otro lado, tampoco parece legítimo reprocharle a Gibson que se gane la vida con su trabajo, sobre todo cuando nos regala deliciosos divertimentos como La berlina de Prim (Planeta), Premio de Novela Fernando Lara 2012, “casual” hallazgo que se publica justo en el año de la exhumación en Reus del cadáver del general Prim para la determinación de las causas de su muerte. El libro, ambientado en 1873, con la Primera República agonizando, narra la investigación del periodista irlandés, Patrick Boyd, hijo ficticio de aquel Robert Boyd que luchara al lado de Torrijos contra la tiranía de Fernando VII y cuya tumba se halla en Málaga. Las pesquisas del joven Patrick tratarán de dilucidar la autoría del asesinato de Prim, misterio todavía hoy sin resolver.

La investigación es verdaderamente apasionante, llena de medias verdades y de una maraña de intereses enfrentados que colocan en el punto de mira a grandes personalidades de la política de aquel tiempo, cuya ambición desmedida los convierten en serios sospechosos del magnicidio, léase el duque de Montpensier o el general regente Serrano, a los que el nombramiento de Amadeo de Saboya como rey propuesto por Prim, limitaba seriamente sus aspiraciones de poder.

Hay que advertir al lector que este libro puede leerse como una novela pero no lo es realmente. Gibson activa los resortes básicos del género novelesco pero pronto se impone la figura del historiador hasta el punto de abrumarnos con profusión de datos, algunos de ellos extraídos literalmente de las hemerotecas. La novela, entendida como artefacto artístico y literario, encalla entonces al someterse a la servidumbre de los datos. Pero ocurre lo que acontece con muchos episodios de la Historia de España; que la realidad  histórica es tan tremendamente atractiva, tan trufada de capítulos que parecen ellos mismos pasajes novelescos, que Gibson sólo debe tener la habilidad de saber ordenarlos con amenidad, algo que ocurre en la mayor parte del libro, aunque no siempre. En esto era un maestro el gran Menéndez Pidal; por eso, sus libros de Historia eran novelas sin serlo. En este sentido, el libro de Gibson es, muchas veces, un refrito de otras obras suyas, de las que se abastece cuando hace falta.

Para el amante de la Literatura, este libro será también motivo de regocijo cuando vea desfilar por sus páginas a los abuelos y padres de Antonio Machado; a Eugenio Hartzenbusch, el autor de Los amantes de Teruel, que en la novela ejerce como director de la Biblioteca Nacional; o a Benito Pérez Galdós, hablando de política en un café frente al Teatro Real.

Quizás el libro adolece de cierto maniqueísmo aunque, en descarga del escritor, hay que decir que ni Fernando VII ni Isabel II hicieron muchos méritos para resultar con ellos muy condescendientes. Sí es más discutible, desde ese punto de vista, el personaje de Patrick Boyd como trasunto del propio Gibson, sobre todo en sus diatribas nacidas del resentimiento irlandés hacia Inglaterra.

Por lo demás, La berlina de Prim es un homenaje a los grandes hombres de nuestra Historia, sepultados sistemáticamente por esa epidemia tan española llamada envidia y por la ambición sin escrúpulos. El libro rezuma, además, un profundo y doloroso amor hacia España, algo que siempre se ha percibido en los libros de Gibson y que hay que agradecerle. En eso quizás merezca la pena, esta vez sí,  pecar de oportunista. Aunque a otros importune.

domingo, 14 de octubre de 2012

176. Blancanieves o la felicidad.


El cartel promocional de la película es obra de Jordi Rins, natural de Reus
Antes de salir de la sala del cine, con los créditos todavía derramándose sobre la pantalla, temo que ahí fuera me van a irritar los colores vivos de los neones, el vocerío impenitente de la muchedumbre, los olores penetrantes de las cocinas, los cláxones irreverentes de los coches, el relente de la noche. Es un mundo hostil el de ahí fuera. Pero no. Lentamente, ajeno a todo, sombra silenciosa, atravieso narcotizado la distancia que separa el complejo comercial de los aparcamientos donde espera mi coche. Una vez dentro del vehículo, el sonido seco de la portezuela al cerrarse levanta una frontera de profundo silencio. Fue entonces cuando sucedió. No hubo ni un mínimo temblor, ni un sólo espasmo, ninguna mueca desencajada. Sólo un llanto dulce y sereno. Un llanto feliz. Y la ternura de las estrellas en lo alto, colgadas de un cielo en  blanco y negro.

Escribo estas líneas apenas unas horas después de haber abandonado la sala 1 de los cines de Les Gavarres, en Tarragona, donde se proyectaba Blancanieves, la película de Pablo Berger.

Las escribo ahora, con el tizne púrpura de las lágrimas todavía cubriendo las ojeras. Las escribo ahora, antes de que amanezca y la luz traiga la vulgaridad del día, sus urgencias, su pragmatismo; antes de arrepentirme de escribir esto que escribo porque no se pueden escribir críticas cinematográficas como éstas en un periódico. Antes de que el corazón se vista las galas de lo académico y se ponga birrete y se cubra con la toga del crítico, ése que esperan los lectores, con su palabrería técnica, sus análisis metódico, su valoración argumentada.

Hace ahora cuatro meses, escribí en estas mismas páginas la crítica de la película Blancanieves.La leyenda del cazador. Defendía yo entonces la legitimidad de las versiones que respetan el espíritu del original y que no son más que la evolución natural de la tradición. Aquel artículo hubiera servido para esta ocasión también. Pero hay dos diferencias. La primera es que, esta vez, Berger ha sublimado el original; y la segunda, que el Arte se ha enseñoreado de tal manera en cada resquicio de mi alma tras ver la película, que me niego, por puro respeto, a manchar su altar con la bajeza de las palabras. Hay que dejar hablar a las emociones. Porque aquel llanto en la soledad de mi coche no brotó de la melancólica tristeza de la película, que la tiene, sino de la alegría del encuentro total con el Arte, del misticismo de su hallazgo inesperado, de la revelación concreta de su credo, de la aparición mesiánica que nos demuestra que el Arte, en su más alta expresión, existe en nuestro mundo de sinsabores y nos eleva y nos redime y nos salva. La película de Berger es de una delicadeza, de una sensibilidad, de una perfección formal como no he visto nunca. Todo lo demás, su supuesto homenaje al cine mudo, la versión sobre el cuento de los hermanos Grimm, su maravillosa y emocionante españolidad, todo queda en segundo plano ante la evidencia del Arte que se impone.

Mañana habrá pasado todo. Me sentiré más lúcido. Diré a mis amigos que es la mejor película que jamás he visto y pensarán que exagero y pensaré yo mismo que exagero también. Con la emoción ya atenuada releeré en el periódico éste, mi artículo, y sentiré cierto pudor. Pero da igual. Porque estas líneas son para este momento. Este artículo es para mí, para recordarme que fui capaz de sentir esto que siento ahora. Porque, antes de que amanezca, quiero anotar en mi cartera, que yo fui, por un instante, realmente feliz en una sala de cine. Que yo estuve allí, viendo Blancanieves, de Pablo Berger.
 

domingo, 30 de septiembre de 2012

175. ʻCárceles imaginariasʼ, de Luis Leante

Soy un gran admirador de la novela realista decimonónica. Pero puedo comprender que al lector de hoy día le resulte tedioso leer un volumen de 600 páginas donde el verdadero desarrollo de los acontecimientos comience en la página 400. El lector de nuestro tiempo, inoculado por el virus de la prisa, necesita que los libros le cuenten algo pronto; su paciencia es limitada y si la acción no acaba nunca de arrancar, perdida ésta entre largas genealogías y pacientes construcciones de la caracterización de los personajes, abandonará la historia sin haberla siquiera iniciado.
Sin embargo, el buen novelista sabe que no puede renunciar a la concienzuda modelación de sus personajes si no quiere que éstos desfilen por su obra como entes sin alma que nada dicen al lector más allá de lo que su pobre demiurgo titiritero se proponga hacer con los hilos que los sujetan. Se exceptúa aquí la vaguedad premeditada con que algunos escritores configuran a sus protagonistas, persiguiendo un efectista halo misterioso.
Luis Leante, en su último libro Cárceles imaginarias (Alfaguara, 2012) está a punto de resolver este conflicto metaliterario. Para ello, nos atrapa desde las primeras páginas con un argumento que nos explota en la cara de lleno. Sitúa el inicio del relato en la Barcelona de 1896, en el marco del atentado anarquista del 7 de junio, al paso de la procesión del Corpus en la Calle de Canvis Nous, que luego trajo los famosos “procesos de Montjuïc”, cuya feroz represión tuvo eco en la prensa internacional. El protagonista, Ezequiel Deulofeu, señorito que se mueve en una especie de ambigüedad ideológica, entre el burgués apático y el revolucionario, se ve involucrado en los atentados, lo que le obligará a abandonar Barcelona en un viaje que le llevará primero a Manila y luego a Valparaíso. Después, Leante nos traslada al año 1988, para conocer al atormentado Matías Ferré, encargado, casi sin querer, de completar la investigación que Victoria, su pareja, había dejado inconclusa tras morir en un accidente de tráfico. Durante su labor, Ferré se topa con aquel Ezequiel Deulofeu y ese nombre se vinculará a su vida por sorprendentes caminos, demostrando la importancia de no olvidar a los que nos precedieron. A partir de ese momento, ambos espacios temporales se irán alternando.
Acierta Leante con esta fórmula porque el lector ya no puede desasirse de la propuesta argumental del libro. Obtenida la atención, es ahora cuando Leante puede detenerse en construir a sus personajes, remontarse a su pasado, hacerlos creíbles e insuflarles alma. El lector aceptará estas treguas en la acción porque tiene la promesa del inicio y sabe que volverá a ella, esta vez con el valor añadido del conocimiento íntimo de los personajes.
Sin embargo, Leante acaba naufragando. El argumento va dando bandazos sin una meta clara, la construcción de los personajes no acaba de perfilarse del todo y termina convirtiéndose en pequeñas crónicas individuales, desvaídas, sin interés, que poco dicen sobre sus almas. La obsesión de Farré por la investigación no se sustenta, no parece verosímil, se deja arrastrar por una especie de inercia desprovista de verdad humana. La primera huida de Deulofeu, que tanto juego podría haber dado, enseguida se convierte en un argumento anodino de idas y venidas sin solución de continuidad.
Y así, Leante, por el que, dicho sea de paso, siento un enorme respeto como narrador, consigue seducirnos desde el principio sin saber el lector que ha quedado preso en una cárcel imaginaria de reducidas dimensiones, de las de catre y jofainas oxidadas, con un enrejado que promete soles que no llegan, de la que sólo saldrá, entre el alivio y la frustración, cuando le libere el carcelero de la última página del libro.

domingo, 16 de septiembre de 2012

174. Baza de copas

El último libro de Ramón García Mateos se titula Baza de copas (Castalia/Edhasa) y ha sido recientemente galardonado con el Premio Tiflos de Cuento convocado por la ONCE.

Lo primero que urge destacar, feliz urgencia que no puede esperar por lo insólito en el campo de la prosa, es que se trata de un libro llamado a perdurar. Y esto no es decir poca cosa si pensamos en esa tendencia impuesta por la llamada literatura de entretenimiento que convierte al libro en un producto de consumo fugaz, material fungible que caduca una vez aquél ha cumplido con su cometido estrictamente lúdico. El libro de García Mateos no compartirá espacio en el anaquel de las cáscaras. He leído la obra 3 veces y cada una de las lecturas ha reportado al espíritu el mismo placer estético y esa atmósfera inconfundible que preludia el ingreso en el espacio sagrado de la verdadera literatura, tras cuyo umbral permanecemos ya para siempre.

Uno de los factores que contribuyen a la inmortalidad de Baza de copas es que la obra se alimenta de la propia literatura y bebe de su elixir, que es siempre garante de eternidad. Recoge el libro estampas líricas de algunos de los escritores fetiches de nuestro autor, escritas con un amor delicado, nostálgico, en ocasiones desgarrado; otras veces se reformula el mito clásico, como en el delicioso capítulo de Ariadna o aquel otro donde El maestro y Margarita, de Bulgákov, adquiere bajo la luz lírica de Ramón una tornasolada y mágica irrealidad; hay momentos donde literatura y vida -¿acaso no son lo mismo?-, se confunden para buscar a Plinio en Tomelloso, charlar con la estatua de Cunqueiro en Mondoñedo o con la de Torrente Ballester en el Novelty, aunque esta vez no cuajara el sortilegio de la madrugada; finalmente, hay capítulos donde se reflexiona sobre el propio quehacer creativo.

 Otro procedimiento muy inteligente contra lo caduco es la vaguedad de algunas de sus historias, recuerdos propios o heredados. Esta manera de creación parte, no sé si consciente o inconscientemente, del modelo de los romances, tan caros a García Mateos, cuya veta popularista conocemos en parte de su obra poética. Personajes difuminados, historias enteladas, finales inacabados que renacen luego en otro capítulo para perpetuar su incerteza, sitúan al lector en unas coordenadas donde espacio y tiempo se extravían entre la prosa y cuya misma naturaleza casi etérea las convierte en rincones míticos y perennes de la memoria como la melodía de la mazurca del ciego Gaudiencio.

Baza de copas es también la legitimación literaria de los ángeles caídos, personajes sórdidos, sin horizonte, redimidos por la palabra poética, y, a su vez, la condenación de otros, (“ajuste de cuentas”, reza el subtítulo de la obra), porque la literatura salva a los desahuciados pero también castiga inveteradamente a los injustos. Hay mucho en el libro de compromiso social, salpicado a veces de sarcasmo y humor, y otras de sincera e indignada repulsa.

La primera incursión de García Mateos en la prosa, no esconde su oficio poético, del que se hace algún guiño mediante la inserción de varios versos furtivos procedentes de algunos de sus poemas, y se hace evidente en la naturaleza lírica de su escritura. Algunos capítulos son verdaderos poemas en prosa, sobre todo aquellos relacionados con el paso del tiempo y la muerte.

Baza de copas es un libro casi perfecto, redondo. Merece el paladeo descansado del lector sin prisas. Hallaremos al escritor en su obra y al hombre y al amigo en el bar de Miguel. Y hallarlo en ambos lugares será siempre una muy buena noticia.

Ramón García Mateos presentará su Baza de copas. Ajuste de cuentas el próximo viernes 21 de septiembre en la Biblioteca Municipal de Cambrils a las 19h.

Presentación de Baza de copas en Cambrils
 Léase también: "Ramón García Mateos", el artículo con el que anunciábamos Rumor de agua redonda

domingo, 9 de septiembre de 2012

173. La poesía de la Heráldica


Existen disciplinas cuya jerga es tanto o más apasionante que el objeto mismo al que dedican su estudio. Este es el caso de la ciencia heráldica. Si los diseños de los blasones son ya de por sí auténticas obras de arte, la descripción técnica que los acompaña es un deleite para quien sabe degustar la belleza de las palabras. Cuánto ha tenido que disfrutar don Faustino Menéndez Pidal, nuestro más acreditado heraldista, premio Príncipe Viana de la Cultura en 2011, desentrañando durante tantos años los símbolos que definen los distintos linajes. Y con cuánto respeto habrá estudiado esas genealogías, él que conoce la importancia de la suya misma, sobrino nieto del gran don Ramón Menéndez Pidal.

El peculiar vocabulario que la Heráldica utiliza para las fichas de los blasones no hace sino redundar en la artesanía de esta ciencia. El uso del lenguaje que asiste a cualquier rama del saber define su naturaleza y hasta la engrandece. Así, si la Medicina, por ejemplo, sostiene sus tecnicismos sobre la base de la cultura greco-latina, tan presente en la prefijación o en la parasíntesis de sus términos, y con ello se prestigia partiendo del mismo Hipócrates, la Heráldica recibe el sustento de la Poesía, que es el lambrequín que la rodea.

En Literatura, los blasones han dejado alguna anécdota curiosa. La más famosa es aquella relacionada con Lope de Vega. El padre de éste era bordador. Durante los Siglos de Oro se debatió si este oficio pertenecía o no a las artes liberales, propias de hidalgos y nobles, o si, por el contrario, era un arte mecánico, perteneciente al pueblo llano. Lope siempre reivindicó la nobleza de su linaje. Por eso, en la primera edición de su  Arcadia (1598), usó el supuesto escudo nobiliario del apellido Carpio, con 19 torres. Góngora se burló de las pretenciosas aspiraciones de Lope con aquella famosa letrilla:

“Por tu vida, Lopillo, que me borres 
 las diez y nueve torres del escudo, 
 porque, aunque todas son de viento, dudo
que tengas tanto viento para tantas torres”.

Los escudos heráldicos hablan por la boca y, orgullosos, se miran el ombligo; se jactan de ser jefes y tener puntos de honor; su corazón es un abismo; dan gritos de guerra, visten forros de armiño; el tiempo cuartela su pecho o lo hace jirones; visten buen calzado y lucen capa de azur, de gules, de sinople, de oro o de plata; atan su casco con burulete, se adornan presumidos con lambrequín. En su origen medieval, rescatan palabras de antaño que quizás habrían sido ya olvidadas y las salva así del tiempo, petrificadas en el blasón como el blasón mismo en tantas casonas de pueblos de España.

Y como la Heráldica está en deuda con la palabra poética, nosotros proponemos aquí, en nombre de aquélla, el blasón de la Poesía, pidiendo disculpas de antemano por los errores y torpezas que, profanos en la materia, cometeremos a buen seguro en nuestra descripción:

Escudo cuartelado con escusón y boca de plata;  1º, en campo de azur, una lira de oro; 4º, en campo de azur, un legajo de oro atado con balduque de gules; 2º, en campo de oro, un cerro en sinople encumbrado por una fontana de plata; 3º, en campo de oro, un peregrino en sable, con la cabeza ligeramente levantada hacia el cuartel 2º. Al timbre, una corona de ovación de laurel, sujetada por dos cariátides tenantes desnudas que flanquean el escudo. De la corona parte un lambrequín que cubre parte de ambas cariátides. En el abismo del escusón aparece una O.  En la base del escudo hay una divisa en caracteres griegos con los nombres de las musas Erato y Euterpe.

Acuarela de nuestro "Escudo heráldico de la Poesía", pintado por José Antonio Gil, villenero de pro, artista en ciernes y amigo consumado. Pueden verse los detalles haciendo "clic" sobre el cuadro.

[Un breve glosario y la interpretación del escudo, pueden verse en el apartado de comentarios]

Véase también:
La poesía del té
La poesía del vino

domingo, 2 de septiembre de 2012

172. El lector de Julio Verne


Cuando se habla de las dos Españas en el marco de nuestra Guerra Civil, muchas veces se olvida, quizás por su misma obviedad o por su rala llaneza, tan parca en situaciones hazañosas, una circunstancia muy común, seguramente la más común de todas, que afectó a la mayoría de los españoles que vivieron aquellos terribles años. Esta circunstancia está desprovista, tal vez, del heroísmo o de la épica que han contribuido a alimentar la mitología de la contienda; no hay en ella gentes que luchan por una causa o por la otra; ni altos ideales; ni palabras grandilocuentes. Simplemente olvidamos que muchos españoles combatieron del lado de los unos o del lado de los otros por la sencilla razón, deslucida de todo ornato romántico, de que la guerra les cogió en una u otra parte. Sin más.

Algo de esto hay en la última novela de Almudena Grandes, El lector de Julio Verne. Nino, el niño protagonista, es hijo de un guardia civil. Pero la escritora, lejos de demonizar al guardia mediante los atributos acostumbrados con los que se han ensañado otras novelas y, más especialmente, el cine, lo caracteriza como un padre de familia atento sólo al bienestar de los suyos y como una víctima más de la posguerra que debe cumplir con las obligaciones del cuerpo al que pertenece con el mismo miedo a las represalias que cualquier otro ciudadano. Incluso se llega a aludir a la ley 12 de 1940 que trataba de depurar a los miembros de las Fuerzas Armadas que hubieran mostrado, antes de la guerra, simpatía e incluso neutralidad hacia la República, ley que podría afectar a la familia de Nino. Se consigue de este modo evitar el tratamiento maniqueo de los personajes que, por cierto, había lastrado la primera novela de esta serie, Inés y la alegría. 

Pero el mayor acierto de la novela es la recreación de una atmósfera sutilmente velada donde todo se sabe sin tener que hacerse explícito. De esta manera, el lector se identifica con los habitantes de Fuensanta, atenazado el uno por la gasa que envuelve la información que la autora dosifica con maestría, reprimidos los otros por el miedo, pero ambos conscientes de la verdad que se esconde tras el monte preñado de guerrilleros, tras los embarazos de esposas sin maridos, tras los paños negros colgados en las ventanas cada vez que muere un maqui, tras los dedos de Nino manchados de tinta de imprenta, tras la ambigua figura de Pepe el Portugués. Los maquis de la sierra adquieren un protagonismo latente, se convierten casi en una entelequia, en una abstracción, sólo concretada en las consecuencias de sus actos en el pueblo o en episodios igualmente intuidos en el claroscuro narrativo como aquel en el que Nino espía en la buhardilla de doña Elena la escena de amor entre Filo y Elías, uno de los maquis, apenas vislumbrado entre las sombras. Esa paradójica presencia “en ausencia” vertebra todo el libro y le da unidad.

Es también interesante la visión de los hechos a través de la óptica de un niño. Supone el triunfo de la mirada limpia, sin adulteraciones, pese a los intentos propagandísticos del maestro de escuela, y entronca con la idea de la justicia natural, que es, a su vez, una justicia universal. La figura de Nino representa la superación de las ideologías y de las pequeñas miserias y ambiciones de los hombres para sentar cátedra, desde el púlpito inmaculado de la inocencia, de la bondad y del sentido de la justicia.

Finalmente, el libro es un homenaje a la literatura. A Nino la literatura le redime, le forja el espíritu, le hace crecer y ser audaz e intrépido y le ofrece su compañía incondicional allá donde sólo encuentra incomprensión. Cuando Nino lee a Julio Verne o a Stevenson o a Galdós, nosotros, lectores de Nino que lee, cerramos el círculo mágico y en su linde fracasan la barbarie y el terror.

domingo, 19 de agosto de 2012

171. Viajes literarios: Segura de la Sierra



A las dos de la madrugada en Segura de la Sierra, sólo una luz rompe la oscura homogeneidad de los caseríos. Es la vivienda de Alonso Messía de Leyva. Allí, reconfortado ante la lumbre del hogar y alumbrado por la danza sinuosa de una vela, Messía se afana ante su escribanía, en los manuscritos de los Sueños de su amigo Quevedo. De vez en cuando, al leer, lanza una carcajada súbitamente interrumpida por la explosión de algún leño que, en su estertor, quiebra el dulce crepitar de las negras astillas. Entonces Messía dirige su vista al fuego que se enseñorea sobre la queja de sus mártires de madera, y torna a su semblante ceñudo y reconcentrado para tachar aquí, recomponer allá, suavizar más acá, hasta burlar a su amigo del Santo Oficio. Inmerso en su labor, Messía no ha escuchado el sonido del carruaje que se ha detenido más abajo, en la Plaza de la Encomienda. Tampoco oye los pasos cojitrancos, (“tartamudo de zancas y achacoso de portante”), que avanzan hacia su puerta. El visitante golpea con los nudillos la ventana de Messía, opaca por la helada, y éste se vuelve sobresaltado. Messía se acerca  y limpia con el puño el vaho del cristal. Una epifanía de quevedos emerge desde el marco escarchado del vidrio, como invocados por su propia obra.

Don Francisco de Quevedo y Alonso Messía se abrazan. Quevedo se queja del viaje desde su “aldea” de la Torre de Juan Abad hacia este “corcovo del mundo” y del frío de la sierra: “Los vecinos de este pueblo / viven todo el año junto; / y un mes batido con otro, /gozan a diciembre en junio”. Luego le discute a Messía las correcciones que está haciendo de sus Sueños, aunque finalmente transige a la sensatez de su amigo. Al día siguiente, don Francisco se levanta con la amanecida y descubre recortado en el horizonte el monte del Yelmo de Segura y, desde su estancia, dedica una bella silva a ese “peñasco atrevido” que lleva “a las estrellas frente osada, / de ceño y de carámbanos armada”.

Años más tarde, Quevedo recuerda esta visita a Segura desde el Convento de San Marcos en León, donde está preso y enfermo.  Alonso Messía ya hacía tiempo que había muerto en Villacarrillo. Dicen que en su agonía, Messía había visto jugar al ajedrez a Mudarra y al rey moro de Segura de la Sierra en la Torre del Agua del castillo y que Mudarra estrellaba el tablero sobre la cabeza del monarca. Y que Mudarra llevaba quevedos. Al año siguiente, Messía de Leyva no estaba ya allí para enmendarle a don Francisco el Memorial contra el Conde-Duque de Olivares, aparecido bajo la servilleta del Rey. En 1645, tras 4 años de un encierro fatal para su salud, Quevedo muere en Villanueva de los Infantes.

Hoy, el viajero que se acerca a Segura de la Sierra recuerda estas historias al pie de la estatua de Jorge Manrique, segureño también, a quien ofrece su ofrenda de Tiempo, mientras pierde su mirada, con él, en la lontananza de los olivares, “contemplando / cómo se pasa la vida, / como se llega  la muerte / tan callando”. Y aunque las hermosas coplas de Manrique sobrecogen de angustia al espíritu ante la finitud de todas las cosas, lo cierto es que en la fachada de su casa, cinco hojas de higuera sobre campo de oro y una Cruz de Santiago, siguen desafiando al tiempo en el escudo heráldico; que su padre sigue vivo en las Coplas y se ha hecho piedra altiva en la torre de la encomienda que hay más abajo, en Siles, donde don Rodrigo fue maestre de la Orden de Santiago. Y que la eternidad es también este momento, al pie de la estatua de Jorge Manrique, mientras el sol se oculta tras los campos de olivos y reverencia la majestad de Segura de la Sierra, señora de las cumbres y del Tiempo.

ÁLBUM DEL VIAJE

El monte del Yelmo de Segura de la Sierra, al que Quevedo dedica su silva
Iglesia de Villacarrillo. En este pueblo de Jaén murió Alonso Messía de Leyva.

Píramo y Tisbe con Jorge Manrique
Grupo de filólogos friquis con Jorge Manrique
Píramo y Tisbe en la casa de Jorge Manrique
Detalle del escudo heráldico de los Figueroa-Manrique
El Cubo, una de las torres de la Casa de la Encomienda donde vivió Rodrigo Manrique, el padre de Jorge Manrique. Se encuentra en Siles (Jaén), a pocos quilómetros de Segura de la Sierra.

domingo, 12 de agosto de 2012

170. La delicadeza

Los escritores deberían prestar más atención a los inicios de sus novelas. Una frase desafortunada; un estilo demasiado pretencioso; una familiaridad excesiva con el lector, como si éste fuera el amigote con quien el autor soliese tomar unas cañas en el bar; una introducción innecesariamente prolija o con la que el lector es incapaz de ponerse de una vez en situación; el protagonismo desmedido del autor, por encima, incluso, de la historia que quiere contarnos y que raya en el exhibicionismo; una presentación atrevida, camuflada de falso vanguardismo; o, simplemente, un error gramatical en las primeras líneas. Todo eso puede acabar con la paciencia del lector y dar al traste con el libro antes de tiempo. Ante el enorme caudal literario que abruma al lector de nuestros días, éste se ve obligado a ser selectivo y exige que su tiempo de lectura le sea amable y fructífero porque, de lo contrario, hay otro libro esperando en el estante. El ritual de la lectura es sagrado y no damos margen a los profanadores.
Algo así me sucedió a mí con La delicadeza, de David Foenkinos. Un inicio infinitamente apastelado irritó mi amor propio de lector y cerré el libro en la quinta página. Luego vi la película porque el libro traía en el interior una entrada de la adaptación cinematográfica, una de esas raras iniciativas de las que se debiera tomar nota. La película me gustó e intuí, por esa máxima que es ya una aceptación tácita, que el libro estaría mejor. Y así fue como la película, en un ejercicio sin precedentes en mi bagaje lector, le dio la oportunidad al libro. Retomé la novela y la acabé del tirón en una sola noche.
El título del libro hace honor a la prosa de su autor. Cada frase es una caricia sincera, llena de autenticidad, y lo que es más importante, de honestidad literaria. La novela, que es un homenaje a los invisibles en el amor y una apología de la sencillez, hilvana la historia de un amor imposible con un inusual sentido de la mesura sentimental, sabiendo acercarse al lector con el tacto y el equilibrio adecuados para evitar resultar frío o excesivamente empalagoso. Con el mismo equilibrio, Foenkinos salpica de un humor fino su relato, sólo cuando es necesario. Llaman la atención las interrupciones de la narración a través de unos brevísimos capítulos que sirven de sutil anticipación a los acontecimientos o como meras treguas, simpáticos anticlímax, que esbozan una sonrisa en el lector. En el “debe” de la novela quizá se halle la situación equívoca a través de la cual Nathalie conoce a Markus. Aunque la acción irracional de Nathalie podría justificarse mediante argumentos psicológicos, es obvio que el autor no se ha esforzado lo suficiente para idear una situación que, a fin de cuentas, es clave para la novela. Da la sensación de que ha tenido prisa en empezar el nudo de su historia y no ha cuidado el origen de la misma. Para algunos podría resultar, incluso, inverosímil.
Respecto a la adaptación cinematográfica, resulta satisfactoria, aunque siendo Foenkinos el codirector de la misma, parece extraño que no haya incorporado a la película algunas escenas de la novela, perfectamente acoplables al molde fílmico. A su vez, la película incorpora escenas nuevas que no aparecen en el libro, algunas de las cuales tratan de hacer hincapié en el rechazo social que genera la relación entre Nathalie y Markus. De la película destacan las transiciones escénicas, al más puro estilo teatral, algo que no puede extrañarnos dada la vinculación de Foenkinos con el arte dramático.
En definitiva, La delicadeza es una lectura agradable, optimista, de aquellas que dejan buen sabor de boca, y que demuestra que la vida está llena de oportunidades y de casualidades. Sin estas últimas yo no habría leído el libro y hoy éste dormiría olvidado con un pliegue en su página 5, en la anodina vida de los estantes de los libros malos. Pero Nathalie se atrevió a besar a Markus.