domingo, 27 de enero de 2013

191. El centenario olvidado de Sabine Sicaud.


Sabine Sicaud (1913-1928)

 
Yasmín Bonjoch
Esta semana cedemos una habitación de esta casa nuestra a mi alumna Yasmín Bonjoch. Yasmín cursa 2º de Bachillerato y está realizando el trabajo de investigación prescriptivo en Cataluña para ese curso, que yo mismo le estoy tutorizando. El trabajo trata de recuperar la figura de la poeta Sabine Sicaud, niña prodigio de las letras francesas que vio truncada su prometedora carrera debido a su muerte prematura. Yasmín Bonjoch ha traducido toda su obra al español y ha trazado exhaustivamente todos los pormenores sobre su biografía y sobre sus poemas, con amoroso afán. Incluso ha realizado un trabajo de campo en la misma Villenueve-sur Lot, la localidad donde nació y murió Sabine Sicaud. Como colofón a su trabajo, le hemos cedido nuestro espacio en nuestra columna dominical del Diari de Tarragona, donde ha podido dar a conocer la figura de una poeta prácticamente desconocida pero muy cara para Yasmín y para todos aquellos que se han acercado alguna vez a su obra. Alumnas como Yasmín Bonjoch demuestran que no todo está perdido en este país.  A continuación reproducimos su artículo.
 
EL CENTENARIO OLVIDADO DE SABINE SICAUD
 
Por Yasmín Bonjoch
 
 
El próximo mes de febrero se cumplirán 100 años del nacimiento de la poeta Sabine Sicaud y nadie hablará de ello. Supongo que es normal. Su obra se publicó en ediciones de escasa tirada, los poemas nunca han sido traducidos al español y, sobre todo, su muerte temprana, en 1928, cuando contaba tan sólo con 15 años de edad, la convirtió en una efímera anécdota literaria. ¿Quién puede acordarse de ella?
 
 L’enfant poète, la niña prodigio.
 
Sin embargo, Sabine Sicaud es un caso único en la historia de la literatura francesa. Nació el 23 de febrero de 1913 en un pueblo del suroeste de Francia llamado Villenueve-sur-Lot. De familia erudita, fue educada junto a su hermano Claude, en su mansión “La Solitude”. Allí, en mitad de la naturaleza, Sabine comenzó a escribir poesía a los 6 años, alimentando sus versos de todo aquello que su excepcional capacidad de observación le ofrecía: hablaba de los árboles del jardín de su finca, de las flores que veía desde su ventana y de los animales que encontraba, creando una simbiosis íntima, casi de un panteísmo místico, y con una perfección formal y una hondura impropias de una niña de 10 años, edad en la que ya había leído a Dante, Cervantes o Shakespeare. Da cuenta de su tremenda precocidad, su triunfo a los 12 años en los Juegos Florales de Francia con un poema que había escrito ¡a los 9 años! Pensemos que Víctor Hugo, por poner sólo un ejemplo, ganó esos mismos Juegos en 1819 a la edad de 17 años. En el jurado que premió a Sabine, estaba la célebre Anna de Noailles, que no dudó en catalogar el texto premiado como una obra maestra. El entusiasmo por el descubrimiento de esta nueva promesa literaria, llevó a Anna de Noailles a escribir el prefacio del primer libro que Sabine publicó, Poèmes d’Enfant, a la edad de 13 años. Es la etapa denominada de sus “Primeros poemas”, basada en la preocupación por los seres pequeños y vulnerables de la Naturaleza y su complicidad con ella. Le siguió la etapa de “Caminos”, que bebe del exotismo de Valéry Larbaud y utiliza la figura del camino como metáfora de la búsqueda de la sabiduría y del autoconocimiento, y la huida hacia lugares lejanos en el espacio y en el tiempo, adoptando la idea de la reencarnación. Subyace en esta etapa la idea del camino como fin en sí mismo, sin importar el destino.  
 
Dolor, te odio.
 
Todo parecía apuntar a un futuro lleno de laureles para la niña prodigio de la literatura francesa, pero a los 14 años, en el verano de 1927, cuando Sabine se bañaba en el río Lot, se hirió en un pie. Pocos días después, empezó a quejarse de un extraño e insoportable dolor en la pierna que acabó por trasladarse al resto del cuerpo. Los doctores no pudieron encontrar la anomalía que la torturaba, quedando Sabine finalmente postrada en la cama de su habitación, con la ventana siempre abierta como único contacto con la naturaleza que tanto amaba. Actualmente se sabe que “la diminuta bestia con pequeños dientes” que la aquejaba era una osteomielitis, afección que ataca a la médula ósea, destruyéndola. Es la época de su última etapa literaria, la llamada “Dolor, te odio”, y “Últimas páginas”, compuesta por sus mejores poemas, escritos en los cortos momentos de remisión que le concedía el sufrimiento. Son poemas que alternan la crudeza de la enfermedad con la esperanza. La Naturaleza, otrora su cómplice, es ahora insuficiente. En “Días de fiebre”, ante la extremada sed de la poeta, menciona el agua del rocío, de la nieve, de los ríos y mares. Pero ya no la pueden ayudar. Porque en el mundo de los cuentos que amaba leer, la enfermedad se habría curado con alguna planta milagrosa.  Pero no en la vida real. Lo que sí tiene cura es el olvido. En ello estamos.
 
Yasmín Bonjoch es estudiante en el Ins Ramon Barbat de Vila-Seca (Tarragona) y autora de Sabine Sicaud, l'enfant poète.



 

domingo, 13 de enero de 2013

190. Yerma





Yerma, estrenada en el Teatro Español de Madrid hace casi ochenta años, está de gira por toda España de la mano del director Miguel Narros. Como es sabido, se trata de la segunda parte de la trilogía dramática de la tierra española que Federico García Lorca no pudo completar y que había iniciado con Bodas de sangre. Al componer esta pieza, el propio Lorca señaló su intención de recuperar la tragedia clásica, a la manera griega, y así no faltan la heroína- una joven casada con un hombre al que no ama-,  el destino aciago contra el que lucha desesperadamente -su infertilidad- y el inevitable final trágico; un esquema que se completa con la presencia del coro -las lavanderas- que como ocurría en la tragedia clásica, tiene la función de ir dando cuenta del cariz que van tomando los acontecimientos.

Parafraseando las palabras de Lorca, en Yerma no hay un argumento sino más bien el desarrollo de un carácter. Los espectadores asistimos a la transformación de la protagonista, una mujer que tras dos años y veinte días de matrimonio no consigue concebir un hijo, hecho que va minando su moral y que la conduce a un proceso de enajenación a medida que pasa el tiempo. Su optimismo inicial se transforma en una desesperación absoluta que la conduce a aceptar remedios de curanderas y romerías en la que se funden los elementos paganos y cristianos.

En esta ocasión es la actriz Silvia Marsó quien da vida a la nueva Yerma. Su interpretación comienza siendo algo fría, carente de intensidad en algunos momentos, mas a medida que avanza la tragedia aparece el espíritu de la verdadera Yerma, de la mujer que encarna uno de los más terribles dramas femeninos: la imposibilidad de concebir hijos en un marco social en el que se espera de la mujer dicha función. A esta tragedia se suma la frustración erótica de la protagonista, leit motiv constante en el teatro lorquiano. Recordemos que el matrimonio de Yerma no está sustentado en el amor, un elemento que la joven considera fundamental para engendrar una nueva vida. Se siente, por tanto, una mujer incompleta y prueba de ello es su pérdida de feminidad a lo largo de la obra. Este sentimiento de asfixia vital que experimenta la protagonista es interpretado magníficamente por la actriz barcelonesa. Preciosos son los monólogos en los que se evidencia su desesperación, una enajenación que la conduce a envidiar, incluso, a la mismísima naturaleza que constantemente le da muestras de su desbordante fecundidad. Por otra parte, destaca el empleo simbólico del agua como elemento fundamental de la escenografía. Son muchos los momentos en que los actores mojan sus pies en ella, un agua que puede ser símbolo de fecundidad y de libertad pero también de muerte cuando está estancada. Asimismo, luce bastante la escena de las lavanderas, unas muchachas que, además de lavar la ropa airean los trapos sucios de la pobre Yerma. Gracias a sus conversaciones, que sustituyen pasajes omitidos de la trama, los espectadores conocemos el avanzado estado de desesperación que sufre la protagonista. Aunque flojea la interpretación de alguna de estas actrices corales, en conjunto, presentan una escena muy aceptable.

 El momento final en el que Yerma acaba estrangulando con sus propias manos a su esposo Juan, es un trallazo sobrecogedor que no podrá borrarse ya de nuestro imaginario teatral.

En definitiva, Lorca renace con fuerza con este nuevo espectáculo con el que se nos brinda la oportunidad de disfrutar de la magia poética de su palabra y de empatizar con la tragedia humana de la frustración vital. Que cunda el ejemplo y desfilen por las tablas españolas las Adelas, Yermas, Marianas y tantas otras para mayor gloria de nuestro inolvidable Federico.

 



lunes, 7 de enero de 2013

189. La Colección Austral



El año que acabamos de despedir ha dejado una de las efemérides más entrañables de la cultura editorial hispánica: los 75 años de la Colección Austral, de Espasa-Calpe. Heredera de la alemana Albatross (1931) y de la inglesa Penguin (1935), la española Espasa-Calpe siguió la estela de estas editoriales, pioneras en la edición de libros de bolsillo, y fundó en 1937 la Colección Austral en Argentina donde, aprovechando el auge económico del país y el gran número de intelectuales españoles allí exiliados, había instalado una filial en 1928, dirigida por Gonzalo Losada. La colección se inauguró, como digo, en 1937, con una edición de La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, a la que siguieron 30 libros más aquel mismo año. Para la selección de aquellos primeros títulos, Losada recibió el asesoramiento del poeta y crítico Guillermo de Torre, a la sazón cuñado de Jorge Luis Borges. El inconfundible diseño de la colección corrió a cargo de Attilio Rossi, un milanés afincado entonces en Buenos Aires desde 1935, que ideó una cubierta de fondo blanco sobre la que iba impreso el texto de color marrón, y una sobrecubierta con el familiar fondo tramado, cuyo color identificaba el género literario correspondiente. Se da la curiosa circunstancia de que este Attilio Rossi, responsable de inocular en el imaginario sentimental de varias generaciones de lectores el diseño de marras, ha permanecido en el anonimato hasta hace casi 4 años, cuando la revista Insula, en un maravilloso monográfico dedicado a la Colección Austral desveló su identidad. El diseño se completó con el reconocidísimo logotipo de la constelación de Capricornio, aunque parece que en un primer momento Rossi había optado por la imagen de un oso polar, poco después descartada por recomendación del propio Borges, tras observar que este animal no habitaba la Antártida. Tanto el logotipo como el nombre de la colección dan buena cuenta de su cuna argentina.

Para aquellos lectores que, como yo, nacieron en los albores de los 80 y que, por lo tanto, sitúan el inicio de su madurez lectora bien entrada la década de los 90, la Colección Austral no puede tener el mismo significado que para las generaciones que nos precedieron. Los treintañeros hemos crecido en medio de una gran diversificación editorial que ya no convertía en imprescindibles las viejas ediciones de Austral. En cambio, para nuestros padres y abuelos, esta colección, surgida en tiempos de carestía y difícil acceso a la cultura, debió suponer un maravilloso salvoconducto para llegar a la literatura con mayúsculas, la de los grandes clásicos hispánicos y universales. Unos precios asequibles y una magnífica selección hicieron el resto. Es fácil comprender, pues, el agradecimiento y el sentimiento de deuda que todos aquellos lectores profesan a la colección. Y aunque a los de mi quinta, Austral, la vieja Austral, nos quede algo lejos, sentimos hacia ella el respeto que se siente por las cosas venerables. Uno nace y Austral ya estaba ahí, como algo necesario, incuestionable. Cuando llega alguna feria del libro antiguo o se acude a una librería de viejo, los tomos de Austral siguen recordándonos su épica historia de supervivencia. Sus portadas ya agujereadas y su papel quebradizo, dan cuenta de un tiempo de dificultades donde la cultura supo, una vez más, erigirse sobre las penurias cotidianas. Casi siempre, las cosas grandes se hallan en las cosas más humildes. Y así, como dice Andrés Trapiello, refiriéndose a la Colección Austral, vemos “en su papel pajizo y sus fatigadas y confusas tipografías el misterio más hondo de la literatura y la poesía, puesto que podía nacer fulgurante de un lugar tan modesto”.

Edición facsimilar del primer título editado por Austral en 1937.

domingo, 30 de diciembre de 2012

188. El décimo de Galdós


Estos días estoy acabando de leer Fortunata y Jacinta, del gran Benito Pérez Galdós. Por Galdós siento una devoción y una fidelidad como por ningún otro escritor. Cuando no sé qué leer o estoy hastiado de mala literatura, siempre vuelvo a don Benito y, durante el tiempo que dura la lectura de cualquiera de sus libros, me reconcilio con el arte de escribir y con la belleza de nuestro idioma. Creo haberlo escrito alguna vez: cuando leo a Galdós, vuelvo sobre seguro, como si volviera a casa. Pues bien, hace unas semanas, durante uno de mis frecuentes viajes a Alicante, leía yo en el tren Fortunata y Jacinta. Los viajes en tren de hoy día sin la compañía de los libros serían sencillamente soporíferos. Y hete aquí que llego a aquel pasaje del libro donde Galdós describe el viaje de novios de Jacinta y Juanito Santacruz, concretamente la ruta en tren que los recién casados emprenden desde Barcelona hasta Valencia. Justamente mi tren atravesaba entonces la huerta valenciana y ya no supe si el libro era ventana o la ventana, libro, porque el cinerama del paisaje tras el cristal y la descripción galdosiana de la novela eran todo uno. ¡Qué coincidencias tan mágicas ofrece la literatura! Por un momento, don Benito estaba allí, en el asiento de enfrente, como en los trenes de antaño, conversando conmigo sobre la belleza de la tierra levantina; y hasta me indicó cómplice, con un gesto de su cabeza dirigido a unos asientos cercanos, la situación de los tortolitos con sus tontos arrumacos, todavía lejanos los días de amargura que ese señor de elegante bigote y ojillos vivarachos sentado frente a mí, les tenía reservados.

Lo de las coincidencias literarias no es infrecuente. Hace un tiempo, mi amigo Javier Angosto escribía en el Diario de Teruel, un estupendo artículo titulado “Lecturas interactivas”, donde aparte de otras jugosas anécdotas, contaba que una vez, en un café de la Plaza Prim de Reus, leía La voluntad, de Azorín, y que justo en un pasaje donde el de Monóvar describía, en una de sus frecuentes estampas rurales, el vuelo de una abeja, se posó sobre el libro el tal insecto, con la consiguiente sorpresa de mi amigo, agrandada por la circunstancia antes referida de que éste se hallaba en pleno centro urbano de Reus. Y quién se resiste a ponerle fe e imaginación y a pensar que aquella abeja mandóla Azorín a uno de sus lectores más incondicionales, desde quién sabe qué esferas de la inmortalidad como un guiño de su amistad.

Es también famosa aquella carta que una lectora de Gabriel García Márquez envió al escritor colombiano, contándole que su hijo había nacido con algo parecido a una colita de cerdo en la espalda, tras leer Cien años de soledad.

Pues bien, después de todo esto, ¿qué podía hacer yo cuando siguiendo la lectura de Fortunata y Jacinta, llego al capítulo en que a la familia Santacruz les toca el décimo de la lotería de Navidad? ¿Qué podía hacer yo cuando Galdós informa incluso del número que les toca en suerte? Pues, obviamente, ir a Madrid en Navidad, comprar el susodicho número y darle unas buenas friegas en la puerta de la supuesta casa de los Santacruz, en la Plaza de Pontejos. Algo parecido hice ya una vez con aquel décimo capicúa de sietes y cincos que le compra Max Estrella a la Marquesa del Tango en Luces de Bohemia, aunque entonces no hubo suerte.

Con el décimo de Galdós tampoco me he llevado el gato al agua, pero he cobrado los 20 euros del reintegro. Lo que demuestra que la literatura normalmente no nos hace millonarios, pero tampoco nos arrebata nada. Y que los millones, en literatura, no se cuentan por euros. Su moneda tiene curso legal en la gran banca del espíritu.
 
Tisbe en la Plaza de Pontejos, frente a la supuesta casa de los Santacruz
 
Píramo con el décimo de "Fortunata y Jacinta"
 
Tisbe con el décimo de "Fortunata y Jacinta"
 
Las friegas mágicas en la puerta de los Santacruz.

¡¡FELIZ Y LITERARIO 2013!!
 

domingo, 23 de diciembre de 2012

187. Leer en voz alta


 
El otro día, al llegar a casa, sorprendí a mi padre leyendo en voz alta. Al principio pensé que conversaba con alguien, de modo que irrumpí en el comedor para curiosear. Pero no; mi padre estaba solo y su único interlocutor era el libro que sostenía sobre sus manos. Tardó unos segundos en percatarse de mi presencia, lo que me permitió alargar durante unos instantes más, bajo el umbral de la puerta, la inusitada visión de mi padre ajustando con ahínco su voz a la voz silenciosa de las palabras que leía. Cuando por fin se dio cuenta de que estaba yo observándole, no pudo evitar cierto azoramiento, como cuando uno es descubierto haciendo algo que está mal. “¿Estás leyendo?”, le pregunté. “Sí, es que me gusta leer en voz alta”, contestó él con embarazo. “A mí también me gusta”, le respondí mientras me dirigía a mi habitación con la sonrisa en la boca. Mi respuesta, pronunciada de modo muy natural y como trivializando la situación, se sustentaba en dos ideas. La primera, la de la solidaridad: no hay nada que cause mayor rubor que verse de repente descubierto leyendo solo en voz alta. Ya puede uno disimular con un artificial arranque de tos o tarareando una canción cualquiera o conectando rápidamente la televisión para dar a entender que quien hablaba no eras tú. No, nada de eso sirve. Te han pillado leyendo en voz alta y hay que asumirlo. Así que, al decirle a mi padre que a mí también me gustaba leer de ese modo, intentaba sacarle del atolladero, ganándome su complicidad. La segunda idea es que, efectivamente, a mí me gusta leer en voz alta. Y parece que ya he descubierto de quién procede tal afición. Pero, bien mirado, aunque algo haya de herencia paterna en todo esto, pienso que la necesidad que nos impulsa a leer en voz alta viene de más lejos. La oralidad está instalada en nuestro código genético como un recuerdo ancestral de nuestra condición humana. Y la literatura, contradiciendo a su etimología (littera, letra), nació al amparo de los viejos rapsodas y juglares y también de las gentes sencillas que hallaron en la palabra dicha, en la palabra cantada, esa chispa poética que les elevaba y que les trascendía por encima de su finita naturaleza. Luego se impusieron los textos escritos y estos alcanzaron tal autoridad que, en el campo de la literatura, nada que no se atuviera a la escritura merecía contemplarse, lo que explica la tardía atención que la crítica literaria, ya en el siglo XIX, ha dedicado a la literatura oral. Hoy, el prestigio de los textos escritos sigue vigente y la palabra oral, cada vez más influida por la palabra escrita, ha olvidado su frescura y espontaneidad, y lo que es peor, entre el ruido que nos circunda, hemos perdido la capacidad de descubrir sus sutilezas, sus registros y hasta sus silencios. Leer en voz alta es darle la oportunidad a la palabra de corporeizarse para ofrecérsenos completa, con el atavío de los sonidos que la matizan. Nada más antinatural que leer un texto teatral o un poema en silencio. Y de hecho, la lectura silenciosa suele proyectar sobre nuestro cerebro los sonidos, ritmos y cadencias que no decimos. Lo que ocurre es que, a veces, necesitamos que esa proyección se materialice, igual que no nos basta la fotografía del ser querido cuando queremos abrazarlo. También ocurre con la novela. Es ya recurrente la cita de André Gide, que recomendaba a los lectores de Proust no realizar ningún juicio de valor sobre su obra sin haberla leído antes en voz alta. Finalmente, leer en voz alta es mezclarnos nosotros mismos con las palabras que leemos y lanzarnos al éter con las otras voces que también un día las pronunciaron, ecos que mutuamente se alimentan para juntar a los muertos y a los vivos en ese lugar donde no existen los límites del tiempo.

domingo, 16 de diciembre de 2012

186. El sueño de Blanca Portillo



Cuando Blanca Portillo inició el famoso monólogo de Segismundo al final del segundo acto,  el teatro Pavón de Madrid quedó en suspenso. Cortáronse las respiraciones, creóse el silencio de los grandes sucesos y hasta las enojosas toses de la concurrencia, que son siempre tan inoportunas, hallaron balsámico alivio por mor de la palabra poética. Todo era concentrada expectación, pálpito contenido, emoción latente. En las butacas, un bisbiseo unánime de almas calladas acompañaba la recitación de Blanca, tantas veces aprendida, tantas veces repetida, como salmo antiguo que se entona por inercia en los espíritus cultivados por la belleza, como himno que nos explica, que nos identifica y nos une, que nos insufla la posibilidad de vivir y de ser en el Arte. Alargó Blanca Portillo su monólogo más de lo que las recitaciones escolares nos recordaban, y diríase que con esa dilación llena de pausas y silencios elocuentes, quisiera la actriz perpetuar el momento para eternizarse cobijada en el hueco de las palabras y para que todos cupiéramos con ella y para siempre en el instante sublime de la revelación poética. Al terminar su monólogo, quise aplaudir, era de justicia aplaudir a rabiar, pero me contuvo esa norma tácita e inhumana de no aplaudir en mitad de la trama teatral, ya que, aunque acababa el acto, no hubo telón. Agradezco infinitamente al incívico espectador anónimo cuya bendita espontaneidad venció la tiránica norma de la contención emocional, tan contraria a la esencia del teatro, porque su primera palmada fue fusta para desbocar el “hipogrifo violento” de los aplausos.
Nada hay de exagerado en todas las ponderaciones que la prensa ha ido encareciendo sobre la interpretación de Blanca Portillo como Segismundo en La vida es sueño. Y nada de lo que se lea podrá ser totalmente comprendido si no se acude a verla actuar. A nosotros nos bastará decir que su actuación es ya inolvidable, de aquellas que darán abono a los laureles de la historia interpretativa de nuestro teatro, y hasta nos atreveríamos a afirmar que Blanca Portillo está ante el papel de su vida. Las primeras dudas al conocerse que una mujer desempeñaría el papel de un personaje marcadamente masculino, se disipan y pierden relevancia al primer instante, demostrando con ello que los hombres y las mujeres de teatro son, ante todo, entes, sinergias al servicio de una interpretación y que es ésta la que prevalece por encima del continente que la sustenta. Los fieles seguidores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que cifran su lealtad en el escrupuloso respeto que la Compañía profesa para con las obras clásicas, sin inventos ni experimentos raros, pueden sentirse tranquilos porque Segismundo en Blanca Portillo es más Segismundo que nunca. La excelente diapasón con que modula la gravedad de la voz; el impecable lenguaje corporal que tan bien se acomoda a la condición híbrida del hombre fiera que es Segismundo; y el desgarramiento con que manifiesta el debate existencial del personaje, son muestras de una actriz de primera categoría.
Aparte de esto, la versión de Helena Pimenta, acierta con algunas licencias que en nada alteran el espíritu del original, sino que más bien lo completan. Es el caso del diálogo entre Clotaldo y el rey Basilio donde el primero narra el proceso de sedación de Segismundo para llevarlo engañado a palacio, mientras se escenifica simultáneamente esa narración con el magnifico recurso visual de la cuerda que sostiene al dormido Segismundo; o las primeras intervenciones de Segismundo en palacio, que se realizan a través de una cortina semitransparente que metaforiza el concepto clave de la dualidad sueño-realidad del protagonista. El resto lo pone el texto de Calderón, que es una de esas maravillas irrepetibles de nuestra literatura. Ante su lectura uno no puede sentir otra cosa que una entregada, agradecida y humilde veneración, que empequeñece y acompleja cualquier intento de escribir algo de mérito que lejanamente se le parezca.

domingo, 9 de diciembre de 2012

185. Contralecturas

 



El otro día una amiga me confesaba candorosamente y sin ningún sentido del pudor, que una de sus relecturas más repetidas era Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Hasta ahí bien. Lo que llenaba de candor a su confesión, sobre todo porque la declaró como quien dice algo muy natural, es que la frecuencia con la que releía la inmortal obra del escritor inglés, se debía a la esperanza de que en alguna de aquellas relecturas, Romeo no tomara el veneno ante el cuerpo sedado de Julieta. “Pero nada, -continuaba mi amiga- , no hay manera de que Romeo se entere de que Julieta no está muerta. Mira que yo le advierto cada vez que empiezo el libro, pero no hay nada que hacer; indefectiblemente, cuando Romeo descubre el cuerpo de su amada en la cripta, no puedo hacerle entrar en razón y… ¡zas!, veneno al gaznate. Volveré a intentarlo otro día”. Dice mi amiga que, ante la imposibilidad de vencer al hado literario, está por dejar el libro inacabado a la mitad.
 
El intento de mi amiga no es el primero ni será el último. Más de 200 años después de que Tirso de Molina condenara a las llamas del infierno a su Burlador, José Zorrilla salvó el alma de don Juan Tenorio por el amor de doña Inés. Aquí don Juan tuvo una segunda oportunidad. Ha habido, incluso, personajes que se han rebelado contra su autor, como aquel Augusto que creara Unamuno en su libro Niebla, donde el protagonista llegó a negar dramáticamente su condición de ente de ficción. Como el pobre Augusto, otros muchos personajes de nuestra historia literaria mantienen encerrado su sino entre las dos cubiertas de un libro y, a buen seguro, desearían que las infinitas resurrecciones que les insufla el poder demiúrgico de los lectores, cambiaran su suerte; que cada vez que se abriera el libro donde llevan epigrafiado su destino, las letras volaran como aquellos vientos que escaparon del odre de Ulises y en el éter de los sueños formaran palabras nuevas para una vida también nueva. Que Calisto no resbalara en el muro de Melibea (aunque seguramente se lo tuviera bien merecido) y la gozara desatado; que Lázaro no tuviera que pasear su cornamenta por toda Toledo; que don Quijote derrotara al impertinente bachiller Carrasco disfrazado de Caballero de la Blanca Luna, para instaurar en el mundo la locura quijotesca que tanto necesitamos; que Fortunata no hubiera conocido nunca a Juanito Santacruz; que Ana Ozores hubiera encontrado marido joven y fogoso; que Max Estrella diera un golpe de Estado; que Andrés Hurtado se hubiera agarrado al árbol de la vida; que Yerma y la tía Tula tuvieran un ejército de hijos; que Machado hubiera encontrado “otro milagro de la primavera”; que ningún padre hubiera tenido que cantarle a su hijo una nana con sabor a cebolla;  que, en lugar de su caballo, hubiera traspasado el atrio de la iglesia el mismo Paco el del Molino, y su figura hubiera matado del susto a Mosén Millán y todos los Cástulos, Gumersindos y Valerianos del mundo; que la vida no hubiera ido tan en serio para Gil de Biedma.
 
Sin embargo, qué habría sido de todos esos personajes sin su final trágico. No hay grandeza sin tragedia. Y tampoco hay eternidad, Aquiles ya lo sabía. La fatalidad de sus destinos fue, a la vez, el asidero de la inmortalidad. Hoy no  los recordaríamos si no fuera por su heroico sacrificio. Y hay que recordar una cosa más: que los vientos que escaparon del odre de Ulises impidieron durante un tiempo el regreso a Ítaca. Pero que un día, Ítaca se perfiló en el horizonte y el héroe llegó a casa. Porque así estaba previsto por los dioses.
 
 A Carmen García, pintora de imposibles

domingo, 2 de diciembre de 2012

184. ¿A qué huelen los libros?




No; no se trata de hacer aquí un remedo bibliofílico de aquel popular anuncio de compresas. La única compresa que va a necesitar el lector es la que deberá aplicarse sobre la cabeza con algún cataplasma sacado del laboratorio de Fierabrás, para paliar la cefalalgia que a buen seguro le producirá lo que a continuación voy a contarles. Como la pregunta “¿a qué huelen las nubes?” ya fue resuelta por quién sabe qué misteriosos recovecos del instinto menstrual en el anuncio de marras, ahora a unos científicos eslovenos y británicos les ha dado envidia y han conseguido identificar hasta 15 moléculas volátiles responsables del olor de los libros, lo cual tiene menos mérito que averiguar el olor de las nubes en plena visita del nuncio pero que supone una nueva contribución a la ciencia odorífica y hasta complementa a la anterior, pues de todos es conocida la relación entre los libros y las nubes. Pues bien, según la revista Analytical Chemistry, donde se publica este estudio, el papel de los libros, particularmente el de los libros viejos, está compuesto, entre otros elementos, por la lignina, el polímero orgánico más abundante en el mundo vegetal y pariente de la vainilla, de ahí su olor dulzón. La oxidación de la lignina es la que hace amarillear las páginas de los libros, algo que ya casi no ocurre con los libros nuevos porque éstos están fabricados con papel libre de ácidos, casi sin lignina. Ahora viene el dolor de cabeza. La lignina está altamente polimerizada y está formada por monómeros de fenilpropanoides, parecidas al fenilpropano, pero (¡ojo!) no iguales (matiz altamente interesante), concretamente alcoholes fenilpropílicos, como el cumarílico, el coniferílico y el sinapílico.
No, no, no y cien veces no. Todo esto podrá resultar muy útil para la ciencia; de hecho, los procesos diagnósticos de degradación (la degradómica) a través del olor, pueden ofrecer datos sobre el nivel de deterioro de los libros y ponerle freno a tiempo. Muy útil para la ciencia, digo, pero maldita la falta que nos hacía a los amantes de los libros el dichoso descubrimiento. Esto es como cuando nos dicen que el inconmensurable amor que sentimos por nuestra pareja se reduce a unas reacciones químicas producidas por nuestro organismo y que los escasos accesos de felicidad de nuestras vidas son, en realidad, un subidón de unas cosas llamadas endorfinas. Pues me rebelo y me rebelo. Y desde estas páginas del periódico (ay, el olor de los periódicos…) llamo a la insumisión a todos los enfermos de luna, a todos los estornudadores de lignina en viejas bibliotecas, a todos los que duermen con un libro abierto en el regazo, a todos los que se hallaron en las páginas de un libro. A todos, ejército parapetado tras la indestructible adarga de los libros, blandiendo vuestros marcapáginas de cartón, yo os convoco y os arengo para que contestemos a los eslovenos del chemistrynoséqué y les digamos con grito unánime, como lección bien aprendida, que los libros huelen al trigo castellano de Antonio Machado; que huelen a la higuera de Miguel Hernández, al salitre del mar de Alberti, al incienso de las ciudades levíticas de Gabriel Miró, a la ambrosía de los dioses homéricos, al tabaco y al vino de Gil de Biedma, al azahar de los naranjos de Blasco Ibáñez, a los harapos del exilio de tantos, a hojarasca de los pueblos perdidos de Julio Llamazares, al perfume embriagador y subyugantemente femenino de Ana Ozores o de Emma Bovary. Que los libros huelen, sobre todo, a nuestros dedos, a las lágrimas que reblandecieron el papel. Y que quizás también, algún libro que me prestaste, huela a ti, amor mío, y al volver la página, tal vez levante polímeros de tu piel y, en tu ausencia, seas, de repente, epifanía de aroma dulce para mi añoranza. 

domingo, 25 de noviembre de 2012

183. El azogue del espejo


Al entrar en Barcelona, don Quijote y Sancho observan extasiados el mar. Nunca antes lo habían visto y es tan inmenso… Mucho más que sus domesticadas lagunas de Ruidera, allá en Castilla. Después avanzan entre el bullicio vivificante del puerto, enclave multicolor de comerciantes, babel de lenguas, encrucijada de culturas. Don Antonio Moreno, su anfitrión, les recibe con jovial hospitalidad e inofensiva chanza, “porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño de tercero”. Al día siguiente, don Quijote pasea por las calles de la ciudad y descubre, admirado, una imprenta. La actividad editorial en Barcelona es frenética. El cosmopolitismo de la urbe se deja ver en las traducciones que allí se imprimen. Cuando días más tarde, don Quijote sea vencido por el Caballero de la Blanca Luna“en las playas de Barcino, frente al mar”, el caballero volverá triste a su casa en donde hallará, si todavía tuviera ánimos y faltase a su palabra, el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, uno de los pocos libros que el cura y el barbero han salvado de la quema.

El 23 de marzo de 1930, una gran masa de barceloneses se agolpa sobre el Apeadero de Gracia y en la calle Claris. Un tren expreso procedente de Madrid se detiene entre los vítores de la gente. Han llegado los intelectuales castellanos a los que Barcelona rinde homenaje por su apoyo a la lengua y cultura catalanas durante la dictadura de Primo de Rivera. La muchedumbre acompaña a la comitiva hasta su hotel. En el banquete del Hotel Ritz, celebrado esa misma noche, Menéndez Pidal se sienta al lado de Pompeu Fabra.

Es septiembre del año 1935 y Tarragona celebra sus fiestas patronales de Santa Tecla. Federico García Lorca, se mezcla con la colla de grallers en el Café de la Unió, de la Rambla Vella, con los que departe alegremente. Más tarde, al son de esas mismas dulzainas, l’enxaneta que ha coronado el castell, levanta su mano al cielo y desde su atalaya sonríe a los aplausos de la multitud y divisa ahí abajo una sonrisa lunar de brillantina. Es Federico, haciendo piña.

A finales de mayo de 1938, en plena guerra civil, Antonio Machado, cansado y enfermo, es acogido en la Torre Castanyer, al pie del Tibidabo. Allí, con el mar en el horizonte, relee a los clásicos catalanes (Maragall, Verdaguer, Ausias March, Ramon Llull) y se esfuerza por aprender el idioma y poder así leerlos en su lengua original. Algunas veces levanta la vista del libro y recuerda aquel lejano 1896, cuando participó en Madrid como actor en la representación de Terra Baixa, de Àngel Guimerà. Él era uno de los payeses que hacían de partiquinos y sujetaba a Manelic al final del segundo acto. ¿Cómo decía aquella Cecília de la obra? Sí, decía: “la ignorància és la font de tots els mals; el vostre fanatisme, la vostra misèria, tot és fill de la ignorància”. Colliure espera.

Un año antes de su muerte, Emili Teixidor observa emocionado en la televisión los 9 goyas que la Academia Española de Cine le otorga a Pa negre. Y es pan candeal esta jactancia española por el cine y la cultura catalanas.

Hoy las urnas son el espejo donde vamos a mirarnos. Que el azogue purulento de las palabras vertidas estos días por algunos, no distorsione nuestro reflejo. Que no nos pase como en el poema:

“Qué desconsuelo, oh Dios, y qué congoja 
despertarme mañana sin memoria
y no reconocerme en el espejo.
Y verme frente a mí como a un extraño,
anegado de dudas y de sombras”.

 Son versos de Gerard Vergés. Traducidos amorosamente por Ramón García Mateos, natural de la castellanísima Salamanca.

martes, 20 de noviembre de 2012

182. La loba




Nuria Espert es una mujer de teatro. Buena prueba de ello es que continúa de gira con su nueva aventura dramática: La loba, de Lillian Hellman. Esta pieza se presenta como una radiografía de los comerciantes americanos- los Hubbard- que, después de la Guerra de Secesión, exprimieron a sus trabajadores negros y se aprovecharon de la decadencia de la clase noble, que vio cómo estos nuevos ricos se  apoderaban de sus posesiones e, incluso, de sus ilusiones. La obsesión de los hermanos Hubbard por aumentar su riqueza les llevará a romper los lazos familiares que les unen. Sienten por el dinero una adoración tal que les conducirá a traicionarse los unos a los otros. Los Hubbard se presentan, por tanto, como modelo de la degeneración moral de esta clase social, como el germen incipiente del nacimiento del capitalismo y su feroz negación de los derechos de la clase obrera.
En esta carrera hacia la riqueza, destaca la hermana mayor, Regina Hiddens, una mujer sin escrúpulos que antepondrá su codicia y su deseo de seguir medrando en la escala social incluso al amor de su hija y a la vida de su esposo. Nada ni nadie podrán impedir que logre sus anhelos aunque para ello se condene a la más absoluta soledad. Podría verse en este personaje un gran drama, el de una mujer condenada a vivir en una pequeña ciudad con un marido al que no ama y rodeada de hermanos de los que no se puede fiar pues compiten con ella en codicia y ambición. Personalmente, considero que este personaje es bastante plano a lo largo de la obra. Desde el principio hasta el desenlace no experimenta cambio alguno, sigue siendo igual de malvada y, excepto un minúsculo atisbo de arrepentimiento cuando fallece su esposo, no hay en ella ningún dilema moral a la hora de llevar a cabo sus proyectos.
En mi opinión, el gran drama viene de la mano de los personajes secundarios como la criada, paradigma de la situación denigrante que viven las personas de color, y la cuñada de Regina, una mujer perteneciente a la nobleza arruinada que se casó con uno de los hermanos Hubbard pensando que era el amor lo que les unía, cuando el verdadero motivo eran las posesiones que tenía su familia y de las que se apoderaron los Hubbard. Es una mujer anulada por completo que se siente asfixiada en una jaula de oro, sin derecho para opinar pero con obligación de obedecer.
El elenco de actores está encabezado por Nuria Espert, quien, si se me permite la expresión, hace una interpretación algo achacosa. Recuerdo que en su anterior espectáculo, La violación de Lucrecia, su desenvoltura en las tablas fue sublime. Su actuación quedó grabada en mi alma como una de las mejores que he tenido oportunidad de presenciar. Por ello, a medida que iba avanzando la acción fui sintiendo una pequeña desazón, ¿qué le pasa a Nuria Espert?, ¿dónde está su fuerza interpretativa? En ocasiones le faltaba brío al hablar y se le notaba algo cansada al subir las escaleras. La elección de esta gran actriz como protagonista, obliga a elevar la edad del resto del reparto. Quizás este hecho reste algo de credibilidad a la acción, pues no es demasiado verosímil que una señora de una considerable edad tenga anhelos de marcharse a vivir a Chicago, cual jovencita obnubilada por el brillo de la gran ciudad. Tampoco en La violación de Lucrecia la edad del personaje estaba en consonancia con la de la intérprete, pero esto no suponía ningún impedimento para la verosimilitud porque por encima de todo relucía la brillante actuación de la actriz. Era la sublimación de la palabra en estado puro, el teatro en mayúsculas con el maravilloso texto de William Shakespeare.
No es mi intención minusvalorar el trabajo de estos actores. Sus actuaciones son correctas, por supuesto, pero me quedó ese sabor agridulce al ver a Nuria Espert, una loba con poca garra en esta ocasión. Esperemos que su aullido resurja con mucha fuerza en su próximo espectáculo y que renazca, cual Ave Fénix, esa magia interpretativa de la que hizo gala en La violación de Lucrecia, un maravilloso y ya inolvidable regalo para los amantes del teatro.