sábado, 30 de marzo de 2013

199. Los otros sobres




 
 Escribo estas líneas poco después de haber concluido el segundo trimestre académico. Hace unas horas, todavía en el instituto, alguien ha dejado en mi casillero un fajo de folios. Son los boletines de notas de mis tutorandos. He pedido unos sobres en secretaría. Después, he recogido los informes y me los he llevado a la gran mesa común de la sala de profesores. Apoyados sobre ella, algunos compañeros se afanan en sus correcciones, mientras otros conversan con acaloramiento sobre las vicisitudes de la profesión. Yo me centro en los boletines. Uno a uno los reviso, repasando las calificaciones. Durante esta tarea, seguramente se dibuja en mi rostro un signo comedido de satisfacción, que inevitablemente alterna, conforme paso al siguiente boletín, con algún otro mohín sombrío. Después firmo el boletín, doblo el papel en varios pliegos y, cuidadosamente, lo introduzco en su sobre correspondiente, en uno de cuyos dorsos, he escrito el nombre del alumno con esa vieja caligrafía escolar que sólo utilizo ante mis estudiantes.
Hoy, que tanto hablamos de sobres infames y vergonzantes, pienso en estos otros sobres donde se cifra el futuro de tantas cosas y en cuyo interior se guarda la esperanza de nuestra sociedad. Y creo que si invirtiéramos nuestros esfuerzos comunes en cuidar y mejorar nuestro sistema educativo, en buscar la excelencia académica y ciudadana de nuestros alumnos, quizás los sobres de todos los bárcenas de nuestro país estarían vacíos como sus conciencias.
Porque para sobres, yo me quedo con el que manda Lázaro de Tormes a aquel “Vuestra Merced” para contarle todos sus infortunios y adversidades, que esos son los únicos pícaros que necesitamos, los literarios. Hoy, una concepción errónea de la picaresca española aplaude con condescendencia la sinvergonzonería, como si se hallaran meritorias todas las pequeñas triquiñuelas con que se vulnera la norma, mientras las conductas rectas e irreprochables pasan desapercibidas porque deben de resultar muy aburridas. Otros sobres tienen que ser los nuestros, como los que se mandaban los eternos amantes Abelardo y Eloísa (entonces serían pliegos) con sus frases encendidas de fervor y lealtad y no los que contienen el dinero de la exclusiva del último montaje amoroso de la prensa rosa. Queremos abrir los sobres de Vargas y Meneses en su lucha por liberar a Cornelia de las cárceles de la Santa Inquisición, en Cornelia Bororquia,  con su censura del autoritarismo y la injusticia, y no los sobres  con la resolución judicial que condena con la cárcel el hurto de una madre desesperada; los sobres de Gazel, Ben-Beley y Nuño de las Cartas marruecas, con su visión crítica, constructiva y tolerante, y no los sobres que guardan el discurso parlamentario del “y tú más”; vengan los sobres de don Luis en Pepita Jiménez, que encierran la hondura de un alma sensible y profundamente humana, y quémense los que esconden los contratos de la última bazofia televisiva donde el mayor mérito es ver tirarse desde una piscina a Falete; abramos los sobres que se envían Mákar y Varenka, en Pobres gentes, cuya relación epistolar es el único asidero para soportar la penuria económica de sus vidas desgraciadas, y despachemos los sobres que esconden el acta del último desahucio; que las mujeres le quiten el lacre a los sobres que contienen las Cartas literarias a una mujer, de Bécquer y, en cambio, denuncien la lacra del último sobre con las amenazas de un cobarde; abramos las epístolas y hagamos fundir las pistolas; pongamos de una vez, con Gabriel Celaya, Las cartas boca arriba para refundar el mundo y ponerlo boca abajo.
La mañana siguiente amanece lluviosa. En el aula, mis alumnos abren el sobre con sus notas. Y hay, en ese acto simple y trivial, una alborada nueva que se impone a la monotonía de la lluvia sobre los cristales.

A mis alumnos del IES Ramon Barbat, en quienes cifro mi esperanza.

sábado, 16 de marzo de 2013

198. Apócopes.


 
 
Vale que escribamos más rápido si utilizamos un boli que si utilizamos un bolígrafo. Concedamos que cuesta menos ir al cine que ir al cinematógrafo. Aceptemos que llegamos antes si montamos en moto o en bici que si lo hacemos en bicicleta o motocicleta. Que se hace antes una foto que una fotografía. Que se oye antes una radio que un radiorreceptor. No lo digo yo. Lo dicen los gramáticos de la RAE. Le llaman apócope o acortamiento y ahora se puede decir sin temor a errar que lo enseñan (o lo enseñaban) en el cole, vocablo recogido ya en el próximo diccionario. A esto se le llamaba antes “ley del mínimo esfuerzo” y luego el lingüista André Martinet difundió la más eufemística acuñación de “principio de economía lingüística”, que es una manera fina de legitimar la holgazanería verbal.

La cosa tiene su miga, no se crean. El experto fonetista Philip Lieberman concluyó que un hablante inglés que pronuncia la [u] de la palabra two, abocina los labios 100 milisegundos antes de empezar a pronunciar la vocal. Según Belinchón, Rivière e Igoa, se sabe que la articulación del habla oral implica la movilización y coordinación de cerca de 100 músculos distintos. Como consecuencia de tamaño esfuerzo, el hablante tiende a una indolencia instintiva basada en la mayor productividad con el menor coste posible, algo así como la reforma laboral de Rajoy pero aplicada a la lengua.

Pues eso, que no es pereza, que es economía verbal y energética, no vaya ser que nos herniemos. Ahora bien, tampoco nos pasemos. Porque hoy día vamos al cole a aprender con los profes las Mates, las Socis, las Natus y el Caste y luego vamos al insti donde nos las enseñan de verdad, y después quizás vayamos a la uni pero allí nos hacemos rastas y en lugar de estudiar nos vamos a la mani para protestar ¡contra los recortes!, muy progres, excepto las niñas bien que se emperifollan (y otras cosas con aféresis) y van a la pelu con sus amigas la Mari, la Tere, la Trini y la Fulgen y se ponen minis para echarse un cari que la suba en su moto y así poder presumir delante de las compis. Y alguna sueña con ser actriz y salir en la tele pero la engañan porque el casting era para una peli porno y entonces se frustra y le entra la depre y toma pastis que la dejan grogui. Las amigas la animan y se la llevan de vacas a Barna (esto sería una síncopa) y bailan en las discos de moda y del calor le da un yuyu, se la llevan al hospi, le hacen un electro, todo perfect, y cuando abre los ojos, ahí está la ilu de su vida, con su bata blanca. Amor a primera vista. Se casan, tienen hijos, éstos crecen y primero van a la guarde y luego al cole y después al insti donde el profe de Caste enseña tonterías como las apócopes.

No se trata de fomentar el apocalíptico panorama que algunos vaticinan para la lengua, debido a su evidente empobrecimiento. Las lenguas siempre han resistido los usos incorrectos de los hablantes y el apócope, como otros mecanismos morfológicos que van contra la norma, no va a afectar a la estructura esencial del idioma. Entre otras cosas, porque el hablante es consciente de que el mecanismo del que se vale no es normativo y sabe corregirlo cuando el contexto se lo exige. Pero sí resulta sintomático comprobar cómo las tendencias lingüísticas de los hablantes, descuidadas y perezosas, son un reflejo de la cada vez más acuciante desidia por todo aquello que suponga un esfuerzo añadido. El otro día, en el tren, un viajero hablaba por teléfono a voces y repetía continuamente: “¡Qué malro!” Cuando descubrí que quería decir “qué mal rollo”, tuve que girarme para observarle la cara, como intentando escrutar, al modo de aquellos frenólogos del siglo XIX, la tara fisonómica causante de tal desafuero lingüístico. Aproveché para reprocharle el volumen de la voz. Seguidamente, bajó el tono y escuché que le decía a su interlocutor telefónico: “Nada, que me ha mandado callar un carca”.

domingo, 10 de marzo de 2013

197. La marca del meridiano


Si damos por bueno aquel criterio cervantino que salvaba de la hoguera los libros donde los caballeros comen, duermen en sus camas y hacen testamento antes de morir, entonces La marca del meridiano, de Lorenzo Silva, superaría la criba del famoso escrutinio del cura y el barbero. La cita quijotesca no es gratuita como ya habrán adivinado los atentos y avezados lectores que hayan terminado el libro, en cuyo tramo final, el brigada Bevilacqua siente su descalabro vital en la playa de Barcelona como también lo hiciera Alonso Quijano.

Efectivamente, nada hay de ostentoso en las acciones del protagonista principal. A Bevilacqua no le asiste ningún don especial más allá de su experiencia, la constancia en el trabajo y un equipo bien coordinado. No es un héroe de leyenda, porque bastante tiene con las heroicidades que las vicisitudes cotidianas le exigen. Ni siquiera la resolución del nuevo caso es del todo suya ni se adorna con la contemplación de la última explosión, la cara sudorosa y rasguñada, el brazo sujetando el talle de la chica, mientras la cámara se aleja lentamente para su épico plano general entre el éxtasis musical de violines y percusiones. No. Nada de eso hallará el lector en la novela. Podrá decirse que esto no supone ningún descubrimiento y que otros insignes detectives novelescos ya antes que Bevilacqua habían adoptado ese realismo desgarbado. Pero pienso que también ha habido cierto exhibicionismo en la configuración del policía solitario, alcohólico y existencialmente frustrado que no percibo en Bevilacqua. Lorenzo Silva crea así un personaje en cuya radical normalidad se cifra precisamente su originalidad y la huida del tópico, sin renunciar, eso sí, a un cierto quijotismo utópico en el ideario de Bevilacqua, que la inquina de los años podría haber malogrado. Desde ese punto de vista, la vocación idealista de Rubén sigue siendo la misma que la que se destilaba en El alquimista impaciente

Bevilacqua, consumado lector y fan de Gino Paoli (lo que debiera suponerle directamente el ascenso a teniente general) alterna la narración de los avatares de su investigación, verosímiles hasta el necesario prosaísmo, con las sabrosas digresiones con las que interrumpe brevemente la trama argumental, procedimiento, por cierto, también muy cervantino. Estas digresiones crean una complicidad con el lector que remansa la acción sin hacerse enojosas. Al contrario, las reflexiones de Bevilacqua son tan importantes como la acción misma. Gracias a ellas, se abordan temas transversales como la crítica política y social, no sin cierto ácido humorismo, o inquietudes que atañen a los recovecos del alma. Entre los primeros, sorprende gratamente la autenticidad sin ambages ni medias tintas con la que se trata el problema entre Cataluña y el resto de España, ya que la investigación del guardia civil se lleva a cabo, sobre todo, en la provincia de Barcelona.

El estilo de Lorenzo Silva es ágil, sin abusos líricos, y sabe medir los tempos para evitar la precipitación en las que suelen incurrir últimamente la novela y el cine. Quizás puedan mejorarse los diálogos, algo impostados en alguna ocasión. Y a mí también me chirría la inclusión del vocabulario tecnológico. Palabras como “facebook”, “e-book”, “i-pod” y otros siguen resultándome desagradables polizones que, con su insolente descaro de advenedizas, incomodan, profanan y afean el lenguaje literario. Pero esto, claro está, es un juicio que responde a un gusto personal, seguramente algo purista, y no es demérito del autor, que debe acudir a estos términos para cincelar con verosimilitud el friso realista que se propone.

La marca del meridiano, en fin, tendrá buen cobijo en las bibliotecas de los modernos donquijotes. Y, volviendo a la cita cervantina del inicio, intuyo que a Vila aún le falta algún caso más  para firmar su testamento. Para bien de curas y barberos. O para bien de Chamorro…

miércoles, 6 de marzo de 2013

196. No pasó nada




Se cumplen 40 años del comienzo de la dictadura del general Augusto Pinochet en Chile. Son muchos los escritores del país andino que han plasmado en sus obras la complicada situación que se vivió tras el derrocamiento de Salvador Allende, reacción natural si consideramos que una de las  funciones  de la literatura es servir como espejo de la realidad social.
No pasó nada, de Antonio Skármeta, se engloba dentro de las obras que durante los años 80 intentaron denunciar la tremenda situación que se vivía en este país, pero destaca por su planteamiento, pues los hechos son relatados por un joven de catorce años, Lucho, que ha tenido que refugiarse en Berlín con su familia, pues sus padres eran activistas de izquierdas en el momento en que Pinochet se hizo con el poder. Se plantea, por tanto, el tema del exilio pasado por el tamiz de los ojos inocentes de un niño que experimentará un proceso de transformación en adulto. Se trata, por consiguiente, de una novela de aprendizaje en la que el narrador-protagonista, a través de sus peripecias vitales, traza una radiografía de la difícil situación por la que pasaron miles de chilenos al verse obligados a emigrar de su país. En este sentido, el golpe de Estado es descrito por Lucho como la frustración de sus sueños, como un manotazo duro que obligó a sus padres a vivir refugiados en la melancolía del que se siente un intruso en un país extraño, frío, tan distinto a su amado Chile.
Así, Antonio Skármeta plantea la confrontación entre el mundo de la nostalgia en el que se atrincheran los progenitores de Lucho y los deseos de adaptarse a una nueva vida de los jóvenes que, sin olvidar sus raíces, desean sentirse aceptados por la nueva sociedad en la que vivirán el despertar de su conciencia adulta. Estos jóvenes son conscientes de que sus vidas han cambiado: “mi papi nos dijo que desde ahora en adelante se había acabado la niñez para nosotros”, pero, tras un lógico período de tristeza, se acomodan a su nueva realidad.
A través de la vida cotidiana de Lucho, somos testigos de los sinsabores que sufrieron los exiliados, como la dificultad para encontrar empleo, la complicación para aprender un nuevo idioma y la necesidad de recurrir a sus hijos como intérpretes,  la escasez económica, el hambre, la tristeza y la impotencia por estar alejados de los compañeros que seguían luchando por una causa justa, el racismo y la melancolía. Ahora bien, también se nos muestra el lado más activo de estos exiliados que no dudan en unirse para recaudar fondos para la Resistencia y en manifestarse y difundir en Berlín  la realidad de ese país “tan flaco” que muchos ni conocían. Los hijos de estos exiliados participan activamente en estos actos, pintando carteles para la marcha contra la Junta militar, recogiendo donativos y entonando consignas a favor de la libertad. Viven, por tanto, una realidad en la que Chile no desaparece de sus mentes pero que hacen cohabitar con su vida alemana. En este sentido, el lector es testigo del despertar sexual de Lucho, de su primera decepción amorosa tras la traición de Sophie, del hallazgo de la amistad verdadera, de la reivindicación de su propio yo tras la pelea que mantiene con Michael y del descubrimiento del amor verdadero en la figura de Edith.
Estos avatares existenciales se van intercalando con las críticas a la dictadura de Pinochet y con las alusiones a las consecuencias que trajo consigo: subida de precios, fusilamientos, despidos, jueces corruptos, hambre… Se podría, por tanto, considerar que es una novela que peca de maniqueísmo, mas consideramos que esta calificación queda atenuada al haber elegido Skármeta a un narrador adolescente, cuyos juicios en construcción, impiden una parcialidad, digamos, de tesis. Lucho relata lo que ha vivido y lo que sus padres le han contado, algo lógico dada su temprana edad. Se trata de un personaje entrañable, como es habitual en el universo skarmetiano, que se gana la complicidad del lector haciéndole partícipe de sus aventuras cotidianas y de su crecimiento como persona, de la búsqueda de su propia identidad sin olvidar sus orígenes, pero aprendiendo a pensar  por sí mismo.
En definitiva, Antonio Skármeta en No pasó nada renueva el tema del exilio al tomar como narrador al hijo de los adultos que lucharon contra Pinochet, a esa segunda generación que navegará entre torrentes de nuevas ilusiones que les ofrece el país de acogida y el afecto a  un país azotado por la tempestad política y social.  Todo ello envuelto por una aureola de cariño de quien ha sufrido el exilio en su propia persona, desde la experiencia vital de quien conoce de primera mano el dolor por el abandono de la patria, de quien sabe lo que es “militar en guetos de melancolía”.

sábado, 2 de marzo de 2013

195. Colaboradores



Decía Antonio Muñoz Molina que, “a veces, en los periódicos, uno manda un artículo y nadie responde: como si se mandara lo escrito a una máquina y la máquina se encargara de publicarlo”. Y hay algo de verdad en ello. El colaborador periodístico es ese correo electrónico con archivo adjunto que llega puntual a la bandeja de entrada del encargado de contenidos y que se deja en barbecho hasta mejor ocasión. Acuciados los periodistas por la frenética urgencia de la mesa de redacción, los correos del colaborador son unos pequeños nudillos golpeando tímidamente, como si molestaran, la puerta del despacho del jefe de redacción, que dice: “luego, luego…”. Si, además, el columnista es externo, no forma parte de la plantilla, nadie en el periódico lo ha visto en su vida, no se llama Antonio Muñoz Molina, publica una vez por semana y, encima, se atreve a escribir sobre libros y reflexiones literarias, entonces hay que asumir pacientemente el barbecho con la austera disposición de la tierra de labrantío que espera su semilla. Sin embargo, siempre, indefectiblemente, acaba uno viéndose el careto en la página treinta y tantas de la sección cultural.

Ya pasó el tiempo en que reenviaba el artículo a todo quisque en el periódico por si no había llegado y reclamaba, preocupado, el acuse de recibo. Uno, que es profano en esto de las tripas del mundo periodístico, acaba acostumbrándose a la mecánica.

Se dice que la calidad de un periódico está en la calidad de sus colaboradores. No diría yo tanto o, al menos, no lo diría en términos tan categóricos. Pero es cierto que hay lectores que compran un determinado periódico por el gusto de leer a un determinado columnista, incluso aunque el credo ideológico del lector y el del diario sean diametralmente opuestos. Esto siempre que la línea editorial del periódico no censure a sus colaboradores, que casos los ha habido, lo cual es un gran error porque la pluralidad de los columnistas enriquece el ágora del periódico, genera debate y no proscribe al diario a un sectarismo de cortas miras.

Por lo general, el colaborador cultural, si no es una firma prestigiosa, no cobra por sus artículos. Su contribución es, pues, generosa y sus mejores honorarios son la divulgación de la cultura, que siente como un apostolado necesario. La tonta vanidad de verse la foto presidiendo su columna les aseguro que dura un par de semanas. Luego, la vocación divulgativa se impone. Yo no pondría foto si no fuera porque me lo piden. Además, no tengo porte interesante para la foto. No sostengo un bolígrafo o unas gafas ni me acodo sujetándome la barbilla con la mano ni esas cosas que dan cierto aire intelectual al asunto. Mi foto son mis textos.

El pasado 21 de febrero, el “Cura y el barbero”, mi columna semanal del Diari de Tarragona, cumplió 3 años. Luchando tenazmente contra la tiranía de los 3500 caracteres, que tanto encorseta las necesarias creatividad y voluntad de estilo del colaborador, sigo creyendo que la prensa debe ser el altavoz de la cultura. Y, aunque uno se siente un poco solo en esto, resulta que un día M.Victòria Bertran te dice que te lee siempre y que hoy te has superado; Xavier Fernández bromea sobre las misas del cura y los trasquilones del barbero; Núria Pérez y Mar Cirera responden solícitas y amables a tus alarmas de erratas; Antoni Coll te felicita por aquel artículo de Galdós. También los hay que un día se despiden, como Isaac Albesa, y su nombre, que el “Gmail” te completaba en la barra de destinatarios como una costumbre que parecía inamovible, te recuerda lo mudable que es la vida. Y luego están los lectores, cuya fidelidad acicatea el ánimo. Y, al fin, resulta que el triste y solitario colaborador recibe su acuse de recibo. Muchas gracias a todos.
Mi primer artículo en el Diari de Tarragona, el 21 de febrero de 2010, dedicado a Tranvía a la Malvarrosa, de Manuel Vicent. Entonces disponía sólo de unos 500 caracteres. Hoy disfruto de algo más de 3500 (una media plana). Y nuestro blog. Siempre nuestro blog.

domingo, 24 de febrero de 2013

194. Caballos de labor



Antonio Castellote ha ganado el Premio de Novela Corta Maestrazgo 2012 con su obra Caballos de labor, un precioso homenaje al mundo rural turolense. He estado a punto de añadir como introducción a la presente reseña que Caballos de labor, como suele ocurrir casi siempre con las buenas historias, trasciende el necesario y voluntario localismo geográfico para convertirse en una suerte de evocación universal de lo rural. Esto habría sonado muy bien, entre otras cosas porque encierra algo de verdad, y porque habría legitimado la lectura del libro a cualquier persona que no tuviera que sentirse necesariamente vinculada a las tierras de Teruel, que es otra verdad a medias. Sin embargo, tras leer el libro, noto que no me encaja el concepto de “evocación”. Para mí, Caballos de labor no es una evocación, sino una constatación. Una constatación muy viva, tangible y sólida de una tierra muy concreta. Y ése es el gran acierto de la novela: el rechazo del bucolismo que idealiza el mundo del campo hasta desvirtuarlo, haciendo de él un mero artificio literario donde el agreste aliento de la tierra se ha perdido entre las chirimías líricas. Aquí el campo es de verdad, con su rudeza y su lirismo. Esto se aprecia muy bien en la recuperación del vocabulario rural que transita por toda la novela, que no es un simple catálogo exhibicionista metido con calzador para demostrar el ruralismo del libro, sino una integración natural y bien dosificada de las palabras que nutren, sin ánimo de exótica comparsa campestre, la vida de las gentes del Maestrazgo. Algo de ese rechazo al tópico hay en el episodio del libro donde un grupo folk pretende rodar un vídeo en el pueblo de los protagonistas.
Este proceso de desmitificación se aprecia en los versos de José Antonio Labordeta, cuyo eco,  como una lejana letanía, resuenan apagados durante todo el libro y lo vertebran. Pero es difícil ver en Martín, el protagonista de la novela, al hombre aragonés que cantase Labordeta. Y, sin embargo, ello no le resta a Martín ni un ápice de su autóctona autenticidad. No creo que Castellote pretenda desdecir los versos de Labordeta, que en el libro laten hímnicos desde el recuerdo del mítico concierto de Jorcas en 1975, pero sí superar prejuicios y lugares comunes. En este sentido, parece sintomático que el libro empiece con la noticia de la muerte de Labordeta, que a la vez, da juego al resto del proceso argumental: el misterioso tronco de sabina que Martín iba a tallar para fabricar la rueda de una zanfona, justo después del famoso concierto, y que, después de 35 años se ha quedado sin terminar. El instrumento inacabado se asocia a otro proyecto inconcluso de la misma época: el de los amores juveniles de Martín y Azucena, las razones de cuya ruptura las irá descubriendo el narrador, un geólogo en paro, hermano de Martín, que ha vuelto al pueblo después de mucho tiempo.
Por lo demás, Caballos de labor es una lectura para degustar, salpicada de un lirismo rural siempre oportuno y bien entendido, como aquel felicísimo pasaje donde el protagonista narrador, tumbado en el carro tirado al trote por Severino, el caballo de labor que aún convive con las nuevas técnicas agrícolas, observa las estrellas mientras su cuerpo se hunde en la alfalfa que transportan y las cañas de pipirigallo le envuelven “como un colchón de lana”. Y la certeza dignificante del campo como refugio ante la cada vez más acuciante incerteza del hombre moderno, desgajado de la madre Naturaleza, igual que aquel tronco de sabina podrido por el tiempo que Martín abandonó. La certeza, sí, porque si, entre tanto ruido, uno aguza el oído y se detiene a escuchar, quizás pueda distinguir en lontananza la recia tonalidad, doliente y poética, de la zanfona. Y su llamada es olifante para los derrotados.

Recomendaciones

-Recomiendo la estupenda reseña, como todas las que hace,  que Marcelino Cortés ha escrito sobre el mismo libro en su blog, "Me sé cosicas", gracias a la cual descubrí la novela de Castellote.
-Recomiendo también el blog literario "Bernardinas", del propio Antonio Castellote,  donde el lector hallará rigor y lucidez.

domingo, 10 de febrero de 2013

193. El Barrio de las Letras



 
Es una madrugada fría en la madrileña Plaza de Santa Ana. La estatua de Federico García Lorca mira de frente la fachada del Teatro Español, en cuyo friso, jalonados por coronas de laurel, se inscriben los nombres de los grandes dramaturgos de nuestra escena. Algunos de ellos, como Lope, Calderón o Tirso, llegaron a representar sus obras tras esas puertas, en aquella época en que los teatros se llamaban corrales. Éste, sin ir más lejos fue (es) el Corral del Príncipe. Lorca contempla cómo el tiempo cincela su abismo en la epigrafía de esos nombres y sostiene entre sus manos ahuecadas una avecilla dispuesta al vuelo. El viajero, cuyos ojos miran todavía desde el engañoso anverso de la vida, fija su atención en este pajarillo que parece “prestidigitado”, como sus versos, de la mano demiúrgica del poeta granadino y, ante su asombro, entre gozoso alborozo de alas, el ave emprende el vuelo y conquista el azul. La piedra palpita eternidades en el Barrio de las Letras.

Sobrevuela nuestro pajarillo la próxima Plaza del Ángel donde viviera y muriera Rojas Zorrilla. Una placa en la pared lo recuerda, quizás la misma pared donde el engrudo fijaba los carteles en almagre de las obras teatrales de Tirso de Molina, propaganda que tanto disgustaba a Lope de Vega. Cerca, en la Calle Atocha, la Iglesia de San Sebastián es registro de bautizos, bodas y defunciones de tantos literatos. En el antiguo cementerio anejo a la iglesia fue enterrado Lope pero sus restos debieron perderse durante las mondas de los nichos. Hoy una tienda de flores ocupa el lugar del cementerio, que Galdós cita en Misericordia. Nuestro alado guía encuentra solaz entre los árboles y, acomplejado ante las cenizas del Fénix, retoma su vuelo hacia la Calle Huertas, donde se halla la casa que habitó Cervantes. En sus bajos está ahora Casa Alberto, la taberna más antigua de Madrid, en cuyo interior aún se conservan las antiguas taquillas donde se vendían las entradas para la clá del Teatro Español. A mitad de la calle, se abre la Plaza Matute, donde tuvo su sede el periódico La Ilustración, dirigido por Gustavo Adolfo Bécquer. En esta plaza vivió también José Zorrilla. En la intersección entre la Calle Huertas y la transversal Calle de León, a mano derecha según se baja, se encuentra la Real Academia de la Historia, fundada por el gran Menéndez Pelayo. Y si, siguiendo el vuelo azaroso del pajarito lorquiano, tomamos la Calle León hacia la izquierda, nos toparemos con el mentidero de representantes, donde los cotilleos sobre los actores eran la comidilla habitual. De la Calle León parte la Calle Lope de Vega, donde se encuentra el Convento de las Trinitarias. Allí está enterrado Cervantes por petición expresa del escritor, en agradecimiento a los monjes trinitarios que le liberaron de su presidio en Argel. Los monjes trinitarios tenían sede en la actual Plaza Jacinto Benavente, donde hoy se erige el Teatro Calderón. Los restos de Cervantes no han sido localizados. El destino ha querido que la calle donde descansa lleve el nombre de su máximo rival literario y que el convento sea el mismo donde ingresara Marcela, una de las hijas de Lope. Una de las calles que atraviesan la Calle Lope de Vega es la Calle Quevedo, donde está situada la casa de Góngora a quien Quevedo desahució. En esta calle vivió también Echegaray. En la cercana Calle Cervantes se halla la casa donde vivió y murió el autor del Quijote y, más adelante, en la misma calle, nueva paradoja, se encuentra la de Lope de Vega, fantásticamente conservada.

Amanece en este Madrid onírico de pájaros imposibles. Seguimos, narcotizados, su vuelo, de nuevo hacia la Plaza de Santa Ana. Hemos perdido su rumbo. Nos acercamos de nuevo a la estatua de Lorca. El pajarito reposa pétreo sobre las manos ahuecadas del poeta. A los pies del pedestal, el viento juega con unas plumas blancas. Federico esboza una sonrisa pícara.

A mi Tisbe en el día de su cumpleaños. Que cumplas muchos más viajando conmigo por la literatura y por la vida. ¿Acaso no son lo mismo?

ITINERARIO
 

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ÁLBUM DEL VIAJE


Con Federico en la Plaza de Santa Ana
El Teatro Español
Contemplando con Lorca "cómo el tiempo cincela su abismo"
Iglesia de San Sebastián
Antiguo cementerio anejo a la Iglesia de San Sebastián. Hoy, una floristería.
Bajos de la casa donde vivió Cervantes. Hoy, la taberna más antigua de Madrid, en cuyo interior se conservan las taquillas para la "clá" del Teatro Español
Plaza Matute, sede de La Ilustración, periódico dirigido por Bécquer. Aquí vivió también José Zorrilla.
Real Academia de la Historia, fundada por Menéndez Pelayo
Convento de las Trinitarias, donde se hallan los restos de Cervantes
Plaza Jacinto Benavente, con el Teatro Calderón al fondo.
Casa de Góngora, luego de Quevedo. A la derecha, el convento de las Trinitarias.
Casa donde vivió y murió Cervantes
Casa de Lope de Vega
Otra imagen de la casa de Lope
 

domingo, 3 de febrero de 2013

192. IV Aniversario: "Blogueros"

 
 
 
Nuestro blog cumple 4 años. Para celebrarlo, rendimos homenaje a la figura del bloguero, coincidiendo con la inclusión en el DRAE del término. Que dure la aventura. Gracias a los que nos siguen.
 
BLOGUEROS
 
La Real Academia incorporará en su próximo diccionario, allá por el otoño del año que viene, el término “bloguero”. De momento, ya se puede consultar su significado en el avance de la vigésima tercera edición que la institución ofrece en la red a los sufridos usuarios. Sufridos, digo, porque quienes se preocupan por el uso normativo de la lengua, suelen aguardar con justificada zozobra el nuevo truco que los prestidigitadores académicos se sacarán de sus académicas chisteras. Como cuando, ¡alehop!, hicieron desaparecer por arte de encantamiento la tilde de “guión” y del adverbio “sólo”. Estoy casi seguro de que la idea debió de originarse en el sillón “ye” de la Academia.
 
Insumiso como he sido ante tales inventos, me parece, en cambio, que con “bloguero” han acertado. Desde luego, el nuevo vocablo tendrá mucha más fortuna que aquel “cederrón” (CD-ROM) que se incluyó en la presente edición. Reacia como ha sido siempre la Academia a incluir en el diccionario términos excesivamente modernos, no se entiende la precipitación con la que decidieron dar entrada a “cederrón”, sobre todo cuando es fácil adivinar que la vertiginosa velocidad con la que avanza nuestro mundo tecnológico dejará obsoletas muchas palabras en cuestión de pocos años. La figura del bloguero, en cambio, se antoja mucho más duradera porque la esencia de su quehacer, basado en la transmisión escrita de las ideas, siempre dispondrá de un formato tecnológico que lo cobije. Y, en última instancia, en el supuesto caso  de un cataclismo mundial, siempre le quedarán las tabillas de arcilla.
 
El bloguero ha conseguido, por fin, desprenderse de ese estigma que habitualmente acompaña a cualquier actividad informática y que suele asociarse a lo friki (término que, por cierto, también ha sido aceptado por la Academia, aunque con una definición algo reduccionista). Lejos quedan los días en que el bloguero aparecía a ojos de los profanos como un personaje entre siniestro y extravagante unas veces, cursi y depresivo otras, que, parapetado tras un seudónimo sonoro y llamativo, ofrecía con nocturnidad y alevosía sus pensamientos al insondable universo de la red. Hoy el bloguero es un  referente de primer orden en la contribución cultural e informativa. Con espíritu independiente y  criterio propio, el bloguero se aleja de los corsés que imponen las líneas editoriales de los periódicos y que constriñen la libertad de muchos columnistas, sospechosamente defenestrados cuando el artículo no se ajusta al credo ideológico de la dirección.  Por supuesto, no todos los blogs ostentan la misma calidad, pero Internet está preñado de auténticas joyas. Si se sabe buscar, hallaremos bitácoras con criterio, rigor y lucidez en las ideas, aderezadas con un exquisito cuidado en el uso del lenguaje. En algunas, esa elegancia expresiva vale tanto o más que los contenidos que se exponen. El bloguero es, además, el contrapunto a esas ideas inmutables e indiscutidas, inoculadas en las sociedad por los grandes medios, porque limita su poder y agrieta la superficie de su cómoda y lucrativa homogeneidad.
 
Con todo, el bloguero tiene aún que zafarse de los complejos inherentes a las publicaciones en la red. El papel impreso sigue siendo el formato de las cosas serias y donde éstas hallan el arrimo que las legitima y las criba. En cambio, la red es todavía un lugar etéreo y abrumador donde todo vale y donde todos caben. Por ello es cada vez mayor el número de blogueros que antologizan las entradas de sus blogs en el formato tradicional del libro. Sin embargo, el poder del blog radica precisamente en su naturaleza digital y en su ilimitada capacidad de expansión. A la postre, lo importante aquí es que las buenas ideas vayan y vengan. Y el bloguero es el nuevo Hermes.
 
 
 
ÁLBUM DE LA CELEBRACIÓN
La tartablog (I)
La tartablog (II)
 
Tisbe cumplebloguera.
Píramo cumplebloguero
Píramo y Tisbe cumpleblogueros


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Tisbe devorada. Hay que decir que la de carne y hueso está más buena.

 

domingo, 27 de enero de 2013

191. El centenario olvidado de Sabine Sicaud.


Sabine Sicaud (1913-1928)

 
Yasmín Bonjoch
Esta semana cedemos una habitación de esta casa nuestra a mi alumna Yasmín Bonjoch. Yasmín cursa 2º de Bachillerato y está realizando el trabajo de investigación prescriptivo en Cataluña para ese curso, que yo mismo le estoy tutorizando. El trabajo trata de recuperar la figura de la poeta Sabine Sicaud, niña prodigio de las letras francesas que vio truncada su prometedora carrera debido a su muerte prematura. Yasmín Bonjoch ha traducido toda su obra al español y ha trazado exhaustivamente todos los pormenores sobre su biografía y sobre sus poemas, con amoroso afán. Incluso ha realizado un trabajo de campo en la misma Villenueve-sur Lot, la localidad donde nació y murió Sabine Sicaud. Como colofón a su trabajo, le hemos cedido nuestro espacio en nuestra columna dominical del Diari de Tarragona, donde ha podido dar a conocer la figura de una poeta prácticamente desconocida pero muy cara para Yasmín y para todos aquellos que se han acercado alguna vez a su obra. Alumnas como Yasmín Bonjoch demuestran que no todo está perdido en este país.  A continuación reproducimos su artículo.
 
EL CENTENARIO OLVIDADO DE SABINE SICAUD
 
Por Yasmín Bonjoch
 
 
El próximo mes de febrero se cumplirán 100 años del nacimiento de la poeta Sabine Sicaud y nadie hablará de ello. Supongo que es normal. Su obra se publicó en ediciones de escasa tirada, los poemas nunca han sido traducidos al español y, sobre todo, su muerte temprana, en 1928, cuando contaba tan sólo con 15 años de edad, la convirtió en una efímera anécdota literaria. ¿Quién puede acordarse de ella?
 
 L’enfant poète, la niña prodigio.
 
Sin embargo, Sabine Sicaud es un caso único en la historia de la literatura francesa. Nació el 23 de febrero de 1913 en un pueblo del suroeste de Francia llamado Villenueve-sur-Lot. De familia erudita, fue educada junto a su hermano Claude, en su mansión “La Solitude”. Allí, en mitad de la naturaleza, Sabine comenzó a escribir poesía a los 6 años, alimentando sus versos de todo aquello que su excepcional capacidad de observación le ofrecía: hablaba de los árboles del jardín de su finca, de las flores que veía desde su ventana y de los animales que encontraba, creando una simbiosis íntima, casi de un panteísmo místico, y con una perfección formal y una hondura impropias de una niña de 10 años, edad en la que ya había leído a Dante, Cervantes o Shakespeare. Da cuenta de su tremenda precocidad, su triunfo a los 12 años en los Juegos Florales de Francia con un poema que había escrito ¡a los 9 años! Pensemos que Víctor Hugo, por poner sólo un ejemplo, ganó esos mismos Juegos en 1819 a la edad de 17 años. En el jurado que premió a Sabine, estaba la célebre Anna de Noailles, que no dudó en catalogar el texto premiado como una obra maestra. El entusiasmo por el descubrimiento de esta nueva promesa literaria, llevó a Anna de Noailles a escribir el prefacio del primer libro que Sabine publicó, Poèmes d’Enfant, a la edad de 13 años. Es la etapa denominada de sus “Primeros poemas”, basada en la preocupación por los seres pequeños y vulnerables de la Naturaleza y su complicidad con ella. Le siguió la etapa de “Caminos”, que bebe del exotismo de Valéry Larbaud y utiliza la figura del camino como metáfora de la búsqueda de la sabiduría y del autoconocimiento, y la huida hacia lugares lejanos en el espacio y en el tiempo, adoptando la idea de la reencarnación. Subyace en esta etapa la idea del camino como fin en sí mismo, sin importar el destino.  
 
Dolor, te odio.
 
Todo parecía apuntar a un futuro lleno de laureles para la niña prodigio de la literatura francesa, pero a los 14 años, en el verano de 1927, cuando Sabine se bañaba en el río Lot, se hirió en un pie. Pocos días después, empezó a quejarse de un extraño e insoportable dolor en la pierna que acabó por trasladarse al resto del cuerpo. Los doctores no pudieron encontrar la anomalía que la torturaba, quedando Sabine finalmente postrada en la cama de su habitación, con la ventana siempre abierta como único contacto con la naturaleza que tanto amaba. Actualmente se sabe que “la diminuta bestia con pequeños dientes” que la aquejaba era una osteomielitis, afección que ataca a la médula ósea, destruyéndola. Es la época de su última etapa literaria, la llamada “Dolor, te odio”, y “Últimas páginas”, compuesta por sus mejores poemas, escritos en los cortos momentos de remisión que le concedía el sufrimiento. Son poemas que alternan la crudeza de la enfermedad con la esperanza. La Naturaleza, otrora su cómplice, es ahora insuficiente. En “Días de fiebre”, ante la extremada sed de la poeta, menciona el agua del rocío, de la nieve, de los ríos y mares. Pero ya no la pueden ayudar. Porque en el mundo de los cuentos que amaba leer, la enfermedad se habría curado con alguna planta milagrosa.  Pero no en la vida real. Lo que sí tiene cura es el olvido. En ello estamos.
 
Yasmín Bonjoch es estudiante en el Ins Ramon Barbat de Vila-Seca (Tarragona) y autora de Sabine Sicaud, l'enfant poète.



 

domingo, 13 de enero de 2013

190. Yerma





Yerma, estrenada en el Teatro Español de Madrid hace casi ochenta años, está de gira por toda España de la mano del director Miguel Narros. Como es sabido, se trata de la segunda parte de la trilogía dramática de la tierra española que Federico García Lorca no pudo completar y que había iniciado con Bodas de sangre. Al componer esta pieza, el propio Lorca señaló su intención de recuperar la tragedia clásica, a la manera griega, y así no faltan la heroína- una joven casada con un hombre al que no ama-,  el destino aciago contra el que lucha desesperadamente -su infertilidad- y el inevitable final trágico; un esquema que se completa con la presencia del coro -las lavanderas- que como ocurría en la tragedia clásica, tiene la función de ir dando cuenta del cariz que van tomando los acontecimientos.

Parafraseando las palabras de Lorca, en Yerma no hay un argumento sino más bien el desarrollo de un carácter. Los espectadores asistimos a la transformación de la protagonista, una mujer que tras dos años y veinte días de matrimonio no consigue concebir un hijo, hecho que va minando su moral y que la conduce a un proceso de enajenación a medida que pasa el tiempo. Su optimismo inicial se transforma en una desesperación absoluta que la conduce a aceptar remedios de curanderas y romerías en la que se funden los elementos paganos y cristianos.

En esta ocasión es la actriz Silvia Marsó quien da vida a la nueva Yerma. Su interpretación comienza siendo algo fría, carente de intensidad en algunos momentos, mas a medida que avanza la tragedia aparece el espíritu de la verdadera Yerma, de la mujer que encarna uno de los más terribles dramas femeninos: la imposibilidad de concebir hijos en un marco social en el que se espera de la mujer dicha función. A esta tragedia se suma la frustración erótica de la protagonista, leit motiv constante en el teatro lorquiano. Recordemos que el matrimonio de Yerma no está sustentado en el amor, un elemento que la joven considera fundamental para engendrar una nueva vida. Se siente, por tanto, una mujer incompleta y prueba de ello es su pérdida de feminidad a lo largo de la obra. Este sentimiento de asfixia vital que experimenta la protagonista es interpretado magníficamente por la actriz barcelonesa. Preciosos son los monólogos en los que se evidencia su desesperación, una enajenación que la conduce a envidiar, incluso, a la mismísima naturaleza que constantemente le da muestras de su desbordante fecundidad. Por otra parte, destaca el empleo simbólico del agua como elemento fundamental de la escenografía. Son muchos los momentos en que los actores mojan sus pies en ella, un agua que puede ser símbolo de fecundidad y de libertad pero también de muerte cuando está estancada. Asimismo, luce bastante la escena de las lavanderas, unas muchachas que, además de lavar la ropa airean los trapos sucios de la pobre Yerma. Gracias a sus conversaciones, que sustituyen pasajes omitidos de la trama, los espectadores conocemos el avanzado estado de desesperación que sufre la protagonista. Aunque flojea la interpretación de alguna de estas actrices corales, en conjunto, presentan una escena muy aceptable.

 El momento final en el que Yerma acaba estrangulando con sus propias manos a su esposo Juan, es un trallazo sobrecogedor que no podrá borrarse ya de nuestro imaginario teatral.

En definitiva, Lorca renace con fuerza con este nuevo espectáculo con el que se nos brinda la oportunidad de disfrutar de la magia poética de su palabra y de empatizar con la tragedia humana de la frustración vital. Que cunda el ejemplo y desfilen por las tablas españolas las Adelas, Yermas, Marianas y tantas otras para mayor gloria de nuestro inolvidable Federico.