sábado, 25 de mayo de 2013

208. Ni por todo el oro del mundo


 
 
Si en nuestro tiempo la Literatura debe tener, entre sus otras muchas vocaciones, la de entretener y, a la vez, la de ser el altavoz de las injusticias sociales, entonces Ni por todo el oro del mundo, de Álex Saldaña Redondo, se ha ganado por derecho propio la consideración de los lectores y también la del crítico capaz de distanciarse con justicia y sin menoscabo de su arbitrio, de aquello que se ha dado en llamar “la gran literatura”.

Efectivamente, el libro de Saldaña no se antologizará en los manuales pero habrá cumplido con sobrada dignidad su paso por el parnaso literario.

Con una atención casi exclusiva por la trama, el ritmo de la novela es ágil y fluido, sin apenas injerencias o digresiones. Dos historias paralelas que acaban entrecruzándose, la del joven periodista Mario, trasunto del propio autor, y la de Tomás Agustín, niño venezolano que, junto a sus compañeros, sufre la explotación en los lavaderos de oro de la Amazonia, conforman la estructura básica del libro. La novela es una apología de la amistad, sobre todo cuando ésta surge en medio de la barbarie y de las situaciones más extremas. Una denuncia cruda contra el caciquismo, la explotación infantil o la pobreza, y contra las autoridades que  contemplan estas lacras con la aquiescencia de quien lo asume como algo natural. En mitad de todo ello, un friso vivísimo, prácticamente costumbrista, sobre todo de Caracas, y en menor grado de otras ciudades, con una muy bien templada contención por parte del autor que se aprecia, por ejemplo, en la inteligente dosificación de los americanismos lingüísticos y en su huida del tópico folclorista. La novela no esconde su afán informativo, casi pedagógico (aquí es donde aflora el Saldaña cronista) pero ello no lastra el desarrollo argumental de la obra porque apenas se notan las soldaduras de su didactismo.

Especialmente interesante es la intervención, ya bien avanzado el libro, de Ingrid, la encargada de una ONG, y su diatriba contra las injusticias sufridas por los indígenas panare. La vehemencia apasionada de sus palabras, casi desbocadas, pellizcan al lector, que hasta entonces se había acomodado en el muelle almohadón del género aventurero.

El libro no está exento de algunas posibles podas. En el plano estilístico hay algún abuso de las oraciones subordinadas, sobre todo en las primeras páginas, así como de expresiones peligrosamente asidas al ripio, como aquel “dar buena cuenta” de las comidas o entregarse “a los brazos de Morfeo”.

Respecto a la caracterización de los personajes, éstos resultan algo planos y estereotipados, quizás fagocitados por el alto ritmo narrativo de la acción, que no da tregua para una mejor construcción y profundidad psicológica. Tampoco, imagino, era el objetivo principal del autor. Asimismo, resulta ambiguo y poco perfilado el donjuanismo no muy  convincente de Mario. Y es absolutamente prescindible el pasaje donde se descubre la homosexualidad de uno de los protagonistas, tal vez pensado con la intención humorística que, a ratos, sazona sabrosamente el libro, pero que aquí es incomprensible. El autor ni siquiera retoma el asunto en ningún otro punto de la novela.

Álex Saldaña, subdirector del Diari de Tarragona, logra con esta obra, fruto de su labor periodística por varios países de Sudamérica, la difícil tarea de fundir lo lúdico con el trallazo que zarandea nuestras conciencias dormidas. Aquellos niños de infancias rotas ya tienen su libro y Saldaña ha exorcizado en él la deuda que contrajo consigo mismo: la de darles asilo en el sagrado y benefactor templo de la Literatura.
 
Álex Saldaña con su libro, editado por Silva Editorial.
 

sábado, 18 de mayo de 2013

207. La novela erótica

 


El sonido de las pulseras y el de los tacones sobre el pasillo enmoquetado del tren ya anunciaban su epifanía, como las baquetas y los crótalos de los coribantes frigios invocando a una nueva Cibeles. Sin embargo, no volví la mirada hacia ella, por si me convertía en estatua de sal. Esperé paciente que superara mi asiento y, al pasar a mi lado, oreó el rancio ambiente del tren con una delicada fragancia, afrutada, casi infantil, como de bosque que nace o pulpa mordida. Arrastraba una maleta demasiado pesada que sus delgados brazos vacilantes, completamente extendidos hacia arriba, trataron de colocar sobre el portaequipajes superior. Bella halterofilia que obligó a su blusa a levantarse más arriba del vientre, descubriendo el “piercing” de su ombligo y el lacito de la goma de sus bragas, que el pensamiento quiere deshacer para revelar el contenido que esconde, inframundo de dóciles cancerberos. Después, una vez colocada la maleta con muchas dificultades (nadie en el tren quiso ser caballero esta vez), la chica, de puntillas, manipuló algo dentro de ella. En su operación, la blusa ciñóse al pecho, dibujando unos senos pequeños, algo más grandes que una mandarina, y unos pezones demasiado evidentes para concluir que llevara sujetador. De la maleta extrajo un libro y, seguidamente, se acomodó en su asiento, situado frente al mío. Pude comprobar con desencanto, que el título del libro era Cincuenta  sombras de Grey. Al sentarse, cruzó las piernas, vestidas con una medias negras, cuya liga aparecía tras la falda anticipando un muslo blanco. Seguidamente, se enfrascó en la lectura. A ratos, el flequillo le caía sobre los ojos, cubriéndolos como celosía que ocultara el secreto de su lectura. Luego, se recolocaba el cabello parsimoniosamente por detrás de las orejas. A veces, mientras leía, mordía levemente su labio inferior o suspendía la lectura para fijar su vista durante largos segundos en un punto inconcreto del suelo. Después suspiraba y retomaba de nuevo el libro. En su ingenuo descuido, separaba las piernas mientras los labios bisbiseaban las palabras para deleite de quien, como yo, podía escrutar, dentro de su boca, las eles de nuestro bendito alfabeto.

 La novela erótica es, después de la poesía, el género literario más difícil de cultivar. Requiere elegancia y lirismo para evitar la pornografía; debe sugerir, superando la tentación de los pasajes explícitos o dosificándolos con estudiada precisión. Necesita cantarle al cuerpo pero también a los sentidos, al espíritu, y, especialmente, a la mente, imbricándose en la psicología del sexo, mucho más que en el “genitalismo”. Y sirve al Arte porque le canta al hombre y, especialmente, a la mujer.

Recuerdo, cuando adolescente, lo difícil que resultaba acceder a las novelas eróticas. En la biblioteca, la sección estaba casi oculta, en los últimos pasillos, con sus anaqueles preñados de tapas rosas que impedían cualquier posibilidad de hacer uso del préstamo, sólo por el pudor que causaba entregarle a la bibliotecaria el libro con su inconfundible color delator. Así que había que leerlos allí mismo, de manera clandestina, y si pasaba alguien estabas perdido porque de nada servía dejarlo sobre la estantería y hacer como que uno se interesaba por los volúmenes sobre “Valdemorillo y su actividad cerámica” de los anaqueles contiguos. Hoy la cosa ha cambiado y una chiquilla de 19 años lee en el tren, ante los demás pasajeros, sin vergüenza alguna, Cincuenta sombras de Grey. Se agradece esta superación de prejuicios, pero sería deseable que este nuevo renacer de la novela erótica tuviera otros adalides más apropiados para un género que merece ser respetado y dignificado. Porque, pese a las lubricidades que provocaba el libro en la chica del tren, qué quieren que les diga, Cincuenta sombras de Grey no es, ni de lejos, una novela erótica. Ni siquiera creo que sea una novela.
 
ALGUNAS LECTURAS IMPRESCINDIBLES DE NOVELA Y RELATO ERÓTICOS.
 
(Dedicadas fundamentalmente a los lectores que están perdiendo el tiempo con la trilogía de Cincuenta sombras de Grey)
 

ANÓNIMO: Grushenka

ANÓNIMO: Autobiografía de una pulga

ANÓNIMO: Mi vida secreta

ARAGON, Louis: El coño de Irene

ARSAN, Emmanuellle: Emmanuelle

BATAILLE, Georges:

 El azul del cielo

 Historia del ojo

Madame Edwarda

Mi madre

CLELAND, John: Fanny Hill

 LOÿS, Pierre:

Diálogos de cortesanas

Manual de urbanidad para jovencitas 

Las tres hijas de su madre

MILLER, Henry:

Opus Pistorum

Trópicos

MUSSET, Alfred: Gamiani

REYES Alina, El carnicero

ROSSETTI, Ana: Alevosías

 


 

martes, 14 de mayo de 2013

206. Nuestra Señora de París



Se cumplen 850 años desde que comenzara a construirse Notre Dame, una de las catedrales más importantes y conocidas del mundo. Con motivo de esta celebración, la ciudad del Sena ha preparado diversos actos conmemorativos hasta noviembre de 2013 y algunas mejoras como la renovación del órgano o la incorporación de nuevas campanas. Desde el ámbito literario se puede contribuir a este homenaje releyendo la archiconocida novela de Victor Hugo Nuestra Señora de París, obra escrita por el francés a petición de un editor que quería publicar una novela histórica al estilo de las que tanto éxito estaban cosechando en Inglaterra las de Walter Scott.
La trama se desarrolla en torno a tres personajes principales: Claude Frollo, el archidiácono de la catedral que, marcado por un difícil pasado familiar, ha consagrado su vida al estudio de todas las ciencias y que ve tambalearse sus principios cuando empieza a sentirse atraído por Esmeralda. Ésta es una joven gitana que con sus bailes callejeros  hace las delicias de los parisinos. Cierra esta tríada Quasimodo,  tuerto, jorobado, patizambo y sordo que fue abandonado en el altar de niños expósitos que había en Notre Dame y que fue adoptado por Frollo, quien lo cuidó como a un hijo y le ofreció como hogar la iglesia,  en la que se sentiría protegido del desprecio de una sociedad que no aceptaba su horrendo aspecto. Mas un terrible conflicto se gestará en el interior del campanero Quasimodo cuando descubra el amor en la figura de Esmeralda, la cual rechazará a ambos pretendientes a favor del capitán de arqueros Febo de Chateaupers, un joven engreído que jugará con las ilusiones de la gitana. Por tanto, el amor no correspondido y el sufrimiento que conlleva es el hilo conductor que teje los avatares de estos personajes. El argumento queda completado por otras historias secundarias como las de Gringoire, un literato y filósofo; Paquette la Chantefleurie, una mujer que desempeñará un papel fundamental al final de la obra; y Jehan Frollo, el díscolo hermano del sacerdote, entre otros.
Puede afirmarse que en Nuestra Señora de París Hugo realiza una magnífica radiografía de la capital francesa del siglo XV, pues hay constantes alusiones a acontecimientos históricos relevantes y descripciones minuciosas y detalladas al milímetro de la ciudad que configuran un bello retrato pintado con palabras, si bien su excesiva extensión rompe el hilo narrativo. Otras digresiones, no menos interesantes como la reflexión sobre la destrucción de la arquitectura con la aparición de la imprenta, aparecen intercaladas en la narración. En este caso, se defiende que "la arquitectura ha sido el gran libro de la humanidad" puesto que "no ha existido pensamiento importante que no se haya escrito en piedra". Ahora, la imprenta será la que dé testimonio del pensamiento  humano por lo que la arquitectura se irá desluciendo. No obstante,  la intensidad de las peripecias de los personajes  es tal que la atención y el interés del lector no se ven mermados por estas interrupciones narrativas. Asimismo, son constantes las intervenciones del propio autor dirigiéndose al lector, comentando los hechos narrados o disculpándose por la longitud de estas digresiones tan hugonianas.
Mención aparte merece el capítulo dedicado exclusivamente a Notre Dame en el que el escritor describe  la iglesia señalando los elementos arquitectónicos que existían en el siglo XV, perdidos en el XIX, y reflexiona sobre los tres agentes que influyen en la transformación de los grandes monumentos: el tiempo, las revoluciones políticas y religiosas y las modas.
Entre toda esta delicia literaria destaca el desenlace, trágico a la par que bello, con reminiscencias al famoso soneto quevediano “Amor constante más allá de la muerte”, que difiere totalmente del final inventado por Disney para su versión animada de la novela.
Oigo las campanas de la iglesia de mi barrio. Cierro los ojos y me imagino en la Plaza del Parvis frente a Notre Dame, contemplando esas torres en las que Quasimodo fue feliz, esas jaulas “cuyos pájaros, criados por él, sólo para él cantaban”. Quizás ya no estén ni Marie, su predilecta, ni Jacqueline,  mas las nuevas “jóvenes ruidosas” sonarán con fuerza recordando en cada repiqueteo al campanero que más amó a la reina de las catedrales francesas. Entre tanto, las gárgolas esbozan su sonrisa pétrea y eterna.


A David Jiménez, para que los cimientos de nuestra amistad sean tan duraderos como los de esta eterna catedral. 


sábado, 11 de mayo de 2013

205. Anónimos


 
Marcas de cantero del muro del Castillo de Monterrey, Orense.
 
Manuel Martín es mi amigo de toda la vida y tiene nombre y apellidos. Manolo trabaja en una de esas empresas informáticas donde cada día, cual autómata bien programado, debe desempeñar las mismas tareas anodinas al servicio del dios tirano de la productividad. La imaginación, la creatividad, la impronta personal, son sólo viejas aspiraciones a las que hace tiempo renunció cuando sometió la inicial ilusión del debutante a los protocolos, las cadenas de programación y las eternas y monótonas subidas de proyectos. Sin embargo, cuando compramos un producto con la tarjeta de crédito y nos devuelven el papelito con el justificante de compra, Manolo está presente. Los números de nuestra tarjeta que aparecen en el papel “encriptados” para proteger la confidencialidad de nuestros datos, son cosa suya. Entonces Manolo se permite el lujo de dejar su prueba de su paso por el mundo, al igual que los canteros de las viejas catedrales. Y decide que las figuras que ocultan los números de nuestras tarjetas serán este mes aspas, asteriscos o puntos, según su estado de ánimo. O si deja visibles los cuatro primeros números o los cuatro últimos.

Si mi amigo Manolo, desbordante de ideas,  sufre con resignación este anonimato lacerante ¿qué debió de sentir entonces el autor del Lazarillo de Tormes cuando vio estampada su obra sin su nombre? Se considera a don Juan Manuel, el autor de El conde Lucanor (1335), el primer escritor con conciencia propia de su labor creativa. Prueba de ello es el enorme celo con que mandó guardar sus obras en el monasterio de San Pablo de Peñafiel, en Valladolid, para evitar la labor distorsionadora de los copistas. Antes de él, los escritores concebían su quehacer como una contribución más al saber y, mucho se extrañarían si supieran que su nombre iría unido por siempre al de sus obras. Pero la legítima vanidad del que crea se impuso pronto a ese altruismo intelectual que caracterizó a la literatura del medievo. Y sólo el peligro inquisitorial pudo sacrificar el orgullo del creador. Algunos, sin embargo, no pudieron resistirse a burlar la inquina del olvido y pusieron su fe en las mentes avezadas que pudieran en el futuro destapar su identidad y ganar con ello la eternidad.  Tal es el caso de Fernando de Rojas, que ocultó su nombre tras los versos acrósticos del prólogo a La Celestina (siempre la censura tuvo tanto de intransigencia como de cortedad intelectual). El autor del Quijote apócrifo, editado en Tarragona, debió de sentirse, en cambio, muy mermado ante la gigantesca figura de Cervantes y ocultó su nombre tras ese misterioso y también falso Alonso Fernández de Avellaneda, del que, a estas alturas, poco sabemos todavía. Existen, en cambio, maravillosos anonimatos, como los que conforman nuestros cantares de gesta y el increíble milagro del Romancero. Aquel “autor-legión” que acuñara Menéndez Pidal es la expresión más hermosa del anonimato porque nos incluye a todos en el patrimonio común de los versos transmitidos y conservados de generación en generación.  A otros, en cambio, perseguidores de la lisonja y el aplauso público, bien les hubiera valido dejar sus obras anónimas, o mejor aún, no haberlas publicado nunca, más que por ellos, por los sufridos lectores que los soportaron.

Hoy he ido a la librería a comprar una versión revisada del Lazarillo de Tormes, a quien los editores todavía no se atreven a colocarle el nombre de Diego Hurtado de Mendoza, como defiende la investigadora Mercedes Agulló. Al pagar con mi tarjeta de crédito, la dependienta me ofrece el resguardo de la compra. Los números “encriptados” de mi tarjeta se esconden hoy tras un asterisco. Yo sonrío. Mi amigo Manolo ha tenido hoy un buen día.

sábado, 27 de abril de 2013

204. Póstumos

 


La editorial Cátedra nos sorprendía hace unas semanas con la publicación de las poesías inéditas de Pedro Salinas a cargo de la profesora Montserrat Escartín. La noticia, obviamente, hay que recibirla con satisfacción, pero, a la vez, reabre el viejo debate sobre la conveniencia de hacer públicas las obras ocultas de un escritor. Es evidente que si Pedro Salinas hubiera deseado publicar esos poemas, lo habría hecho sin ninguna dificultad. Lo mismo ocurre con Carmen Martín Gaite, cuyas novelas inéditas está rescatando su hermana de los cajones. Y últimamente también les ha sucedido a Roberto Bolaño o a Félix Romeo, por citar sólo algunos ejemplos recientes.

El debate se sostiene sobre dos pilares: el literario y el moral, que muchas veces se entrecruzan y al final vienen a ser casi lo mismo. El motivo más frecuente que lleva a un escritor a no publicar sus obras es su insatisfacción ante el resultado final, ya sea porque el conjunto le parezca insuficiente o porque estime que necesita unas correcciones o retoques. En esos casos, ofrecer la obra póstumamente se antoja desleal con los dos aspectos antes mencionados, el literario y el moral: primero, porque se entrega a la comunidad literaria una obra cuya calidad el autor no aprobó en vida; y, segundo, porque se traiciona la voluntad del propio autor, que seguramente no se habría sentido identificado con el libro. Todo aquel que haya probado alguna vez el arte de la escritura, sabrá que no hay nada más sonrojante que dar a la luz un texto propio que nos parece malo o no todo lo bueno que quisiéramos. Nadie acepta una fotografía en la que uno sale desfavorecido y prefiere pedirle al fotógrafo otra tanda. Imaginemos el caso radical de Juan Ramón Jiménez, cuyo proceso de depuración poética le llevó a modificar sus versos hasta la obsesión. Imaginemos cómo se sentiría el moguereño si se publicaran los esbozos o los tanteos de un poema que había de ser, con el tiempo, otro muy distinto.

Claro está que, en este asunto, cabe matizar mucho. Dejando de lado el posible oportunismo de las familias y de las editoriales que buscan con la publicación de estas obras póstumas un rédito económico, también existen otros objetivos más nobles. Por ejemplo, para la crítica especializada, estas obras pueden resultar muy interesantes para trazar los entresijos de los procesos creativos de un escritor, extrayendo conclusiones estéticas sobre su quehacer literario al tomar como referencia los descartes del autor o las diferentes variantes previas a la ejecución definitiva del texto. Es decir, que pueden concebirse no como obras literarias en sí mismas sino como estudios críticos. Otras veces, la muerte ha truncado un proyecto de publicación y entonces se hace justicia, sobre todo si las posibles correcciones se advierten irrelevantes. Y, finalmente, hay ocasiones en las que está bien ser traidores forzosos. Franz Kafka dejó inconclusa su obra El proceso y, de haberla terminado tampoco hubiera accedido a publicarla. Sin embargo, nunca podremos estar lo suficientemente agradecidos a su amigo Max Brod por no hacerle caso. Y aunque las circunstancias son totalmente diferentes y no pueden compararse, qué habría sido de nuestra literatura si Juan Boscán no llega a recopilar las obras de Garcilaso de la Vega, el más clásico de nuestros poetas.

La palabra “póstumo” procede del latín “postumus, post-humus”, literalmente, “después de la tierra”, es decir, después de enterrado, después de muerto. Soplemos sobre esa tierra que cubre los grandes secretos literarios pero seamos honestos siempre. A veces, merece la pena soplar. Otras, en cambio, compensa cubrir amorosamente con las manos el secreto hallado y, marcharnos, con el único tesoro del tizne de esa tierra sobre nuestras palmas.

 

sábado, 20 de abril de 2013

203. Por la equidad lingüística en las aulas catalanas



 
Si me aventuro en el espinoso asunto de la situación lingüística en Cataluña, no es para defender unos determinados colores políticos. Ni siquiera lo hago como usuario que soy de la lengua castellana. Lo que me anima a escribir es, sobre todo, la alarmante falta de discernimiento que una gran parte de los implicados en los dimes y diretes de estos días está demostrando. Que el tema de la lengua levante susceptibilidades y hiera sensibilidades es muy natural. La lengua es, quizás, el instrumento identitario de mayor calado. Pero ello no debe anular ni la capacidad objetiva de razonamiento ni el respeto en las argumentaciones.

 
Cooficialidad

Si el debate transcurriera estrictamente por los cauces de la más aséptica objetividad, del puro dato, la solución se antoja muy sencilla. Las lenguas catalana y castellana conviven en Cataluña en situación de cooficialidad. Yo no sé qué pasa con el término de “cooficialidad” que no parece entenderse. Significa que ambas lenguas comparten los mismos derechos de uso. Este derecho equitativo no se aplica fácticamente en las aulas catalanas desde la implantación en su sistema educativo del plan de inmersión lingüística. El objetivo de la inmersión catalana era, y es, muy noble y plausible. Se trataba de normalizar una lengua que venía siendo reprimida y reducida al ámbito privado durante los años de la dictadura. Ante esa deuda histórica y ante la presencia del gigante que es el idioma castellano, la inmersión catalana trató de paliar el agravio. El hecho es que, merced a esos esfuerzos, el catalán es hoy una lengua normalizada: tiene el práctico monopolio del sistema educativo, pues es su lengua vehicular en exclusividad, ostenta una gran presencia en los medios de comunicación de su Autonomía, cuenta con instituciones oficiales que velan por su promoción, cuidado y normativa y es la lengua habitual de la mitad de los ciudadanos catalanes, según el Institut d’Estadística de Catalunya. Aunque el catalán tiene todavía algunos retos pendientes, lo cierto es que su estatus satisface ya el concepto de lengua normalizada y está lejos de las previsiones catastrofistas de algunos, que usan la falacia de su futura desaparición como argumento recurrente para negar el castellano.

 La cuestión pedagógica

Sin embargo, esta empresa, loable como digo, tiene sus repercusiones sobre el castellano, la otra lengua, insistimos, cooficial. Los datos, repito, son objetivos: un alumno de Primaria trabaja 30 horas semanales de las cuales 27 lo hace en lengua catalana. Quedan sólo 3 horas donde se usa el castellano, reducidas a la asignatura que imparte dicha lengua, las mismas que una lengua extranjera. Esto es así más allá de ideologías. Son números. Se aduce muy frecuentemente que el uso del castellano en las escuelas catalanas es prescindible porque es un idioma que, dada su situación dominante, se puede aprender fuera. Pero el aprendizaje de todas las lenguas requiere un contexto formal y reglado que vele por su buen uso. No se aprende un idioma en la calle, o al menos, no se aprende su uso normativo. Y no basta con las 3 horas de la asignatura de Lengua Castellana porque el aprendizaje de una lengua no se basa sólo en el currículo de su área, sino en todos aquellos estímulos lingüísticos que el alumno recibe de los contextos reglados: los libros de texto o el modelo lingüístico del propio profesor, por ejemplo. No se trata de atentar contra el catalán, sino de rescatar al castellano del ostracismo al que se le arrincona en las aulas.

Finalmente, están los derechos de los ciudadanos. Si la realidad social es que la mitad de los ciudadanos catalanes habla castellano y la otra mitad lo hace en catalán; si la escuela, formadora de ciudadanos, debe ser un reflejo de esa sociedad plural, ¿por qué no aplicar al sistema educativo una equidad en el uso de las 2 lenguas oficiales para cubrir los derechos de ambas realidades e integrar a todo el mundo en un proyecto de convivencia común donde cada uno se sienta partícipe e identificado? ¿A alguien le puede parecer mal la equidad? La legislación catalana debe decidir si desea una Cataluña democrática y para todos, sin catalanes de primera y catalanes de segunda, o si desea instalarse en la imposición y la mirada única, imitando paradójicamente todo aquello que atentó en su día contra las libertades por las que tanto aboga.

martes, 16 de abril de 2013

202. ¡Sin paga, nadie paga!




Una de las sátiras sociales que circulan por los teatros españoles esta temporada es ¡Sin paga nadie paga!, del escritor italiano Dario Fo. Esta comedia fue estrenada en Milán en 1974 con gran éxito pues permaneció en cartel hasta el año 1980. Su aparición estuvo rodeada de polémica, puesto que  el autor fue acusado de hacer un teatro de “política-ficción”, de plantear una situación inverosímil que casi rozaba lo absurdo, pues ¿cómo se podía aceptar que dos mujeres decidieran llevarse la comida de un supermercado sin pagar y hacer cundir el ejemplo hasta convertirlo en un acto reivindicativo? Suele decirse que la realidad supera la ficción y en este caso así fue, ya que al poco tiempo tuvo lugar en dicha ciudad  esta situación. El escándalo fue tan sonado que Dario Fo fue acusado de instigar a la clase obrera a cometer el delito de apropiación indebida.
Casi cuarenta años después, el Nobel de Literatura ha reescrito el texto adaptándolo a la Italia de Berlusconi.  Se trata, por tanto, de un argumento que goza de una vigencia absoluta y que puede considerarse como un espejo de la delicada situación que se está viviendo en muchos países a raíz de esta crisis global que nos afecta. Sin ir más lejos, en España. Seguramente todos recordarán la “expropiación forzosa”  que protagonizaron el pasado mes de agosto unos sindicalistas del SAT, respaldados por el parlamentario Juan Manuel Sánchez Gordillo.
El director Gabriel Olivares nos presenta la versión española de esta pieza de la mano de Pablo Carbonell y otros cuatro actores que hacen una muy buena interpretación. A raíz del “robo” cometido por Antonia, del cual es cómplice su amiga Margarita, se suceden una serie de acontecimientos disparatados puesto que es fundamental que su esposo, Juan, tan escrupuloso con la ley, no descubra su delito. Este personaje es el más interesante, ya que a lo largo de la obra experimenta un gran cambio psicológico y sufre un proceso de desengaño que le lleva a renunciar a sus principios. Al comienzo de la obra se presenta como un hombre pobre, trabajador y honrado que defiende que las normas deben acatarse (“no se puede hacer lo que a uno le dé la gana, hay que atenerse a la ley”) y que confía en la justicia ("para remediar las injusticias hay métodos de lucha democráticos…”). Cuando se entera del delito cometido por las mujeres de su barrio, no duda en rechazar absolutamente dicho comportamiento: “…así no me extraña que por ahí digan que los obreros roban, que somos una chusma…”. A raíz del registro policial que se realiza en su edificio y del falso embarazo que fingen las mujeres para ocultar junto a su vientre la comida robada, los personajes ponen en evidencia algunos de los problemas más graves que azotan a la sociedad. Así, vemos cómo hay policías hastiados de tener que controlar situaciones que entienden: “Mire, personalmente esas mujeres merecen toda mi comprensión: ¡contra el abuso del comercio no hay más defensa que la expropiación!”; se alude a la falta de transparencia de los partidos políticos: “Primero roban, y luego para castigarse deciden autofinanciarse con nuevas leyes…”; se critican las malas condiciones de los hospitales públicos; se denuncia la explotación laboral que sufren los obreros y la indefensión legal que padecen: “…nunca os da por controlar que nos respeten los contratos, que no nos asfixien con el destajo, que cumplan la normativa de accidentes laborales…” ;  el despiadado aprovechamiento que hacen las empresas de la crisis, pues justifican el despido de sus empleados amparándose en pérdidas económicas que realmente no padecen: “¿Cierran la fábrica? ¿Y por qué? Nosotros no estamos en crisis. ¡Si tenemos pedidos lo menos para dos años!”; el abuso de los bancos: “Cogen unas acciones, las vacían de su valor vivo y te encasquetan la acción vacía…¡con muerto!” y los desahucios: “Hemos currado como bestias toda la vida para conseguir una casa nuestra, para vivir en ella y dejársela a nuestros hijos…y de pronto: ¡estamos hundidos! Ya no tenemos nada, ¡somos unos sin techo!”. El despido injusto de Juan y de sus compañeros y todas las situaciones anteriormente comentadas hacen que el personaje renuncie a sus principios y decida unirse a la revolución popular: “Llega un momento en que hasta los gilipollas espabilan”.
Estas críticas aparecen enmarcadas en situaciones disparatadas que garantizan la risa del espectador. Cuando parece que la trama no puede enredarse más, Fo nos sorprende con otra vuelta de tuerca ingeniosa. Esta mezcolanza de humor y crítica se presenta como una fórmula exitosa que garantiza la carcajada y la reflexión sobre la triste situación que estamos viviendo en un mundo en que se han perdido los valores más nobles, en una sociedad en la que la honradez y la honestidad son aplastadas por el egoísmo, la explotación y el engaño. En definitiva, Dario Fo presenta el desengaño del Cuarto Estado que se siente indefenso ante la podredumbre que impera en la sociedad. Por eso, en el texto original, el cuadro de Pelizza da Volpedo que cuelga de la pared, se difumina en un final simbólico.

El Cuarto Estado, de Pellizza da Volpedo

sábado, 13 de abril de 2013

201. Conversaciones con mamá



Quien no haya abrazado a su madre. Quien en mitad de la zozobra de la vida no se haya sentido cierto otra vez en ese abrazo. Quien no haya levantado su casa verdadera sobre los hermosos cimientos de los cuerpos entrelazados, los del hijo y su madre. Quien no se haya sentido felizmente, libremente, impudorosamente desnudo en el letargo balsámico de esa placenta recobrada después de en el mundo haber sido. ¿Haber sido quién? Haber sido un trabajo, haber sido una apariencia, un papel, haber sido, tal vez, una vanidad. Haber sido después de mi madre. Quien no se haya vuelto un niño grande en el sortilegio de las caricias sin tiempo. Quien, finalmente, en la separación, no haya notado cómo se quiebran los cauces de la sangre para verterse entre las grietas de ese abismo que es seguir siendo en el mundo, seguir no siendo, después de mi madre…

Amigo lector, tienes que perdonarme estas efusiones del alma, surgidas así, torpemente y a borbotones en medio de lo que pretendía ser una crónica teatral. Pero si tienes la desdicha de no reconocerte en el párrafo de marras, te conviene ir al teatro a ver Conversaciones con mamá. Y, claro está, también en el caso de sentirte reflejado.

El pasado 6 de abril asistimos al estreno nacional de esta obra de Santiago Carlos Oves en el Teatro Principal de Alicante, que presentó el lleno de las grandes ocasiones. Continuará su gira por toda España. Quizás contribuyera al éxito de público el perfil mediático de sus dos magníficos actores: Juan Echanove (también director de la obra) y María Galiana. Jaime es un padre de familia agobiado por la tiranía de su mujer y su suegra, quienes buscan mantener la ficción de unas vidas desahogadas que lo son sólo en apariencia. Como Jaime no puede satisfacer la tonta vanidad de su mujer al haber perdido su trabajo, acude a casa de su madre para pedirle que abandone el inmueble, a la sazón futura herencia, para poder venderlo y pagar así las deudas que le acucian. Pero la madre se niega rotundamente. Se siente a gusto allí y permanecerá mientras viva. Además, a sus 82 años se ha echado un novio, Gregorio, de 62. Porque no querría Jaime, -dice ella-, que se echase uno de 120 para guardar las formas… Esta visita interesada y desesperada que Jaime hace a su madre, a quien solamente suele llamar por teléfono para preguntarle lacónicamente cómo está, permitirá al protagonista recuperar su vínculo maternal, tan maltrecho por las “prioritarias” urgencias de la vida que, a la luz de las reflexiones derivadas de esta larga conversación con “mamá”, se antojan completamente baladíes. Con emotividad y un humorismo sabiamente dosificado, la obra es un canto a la sencillez, que impone su cálido imperio sobre esas supuestas preocupaciones que absurdamente ponderamos sin pensar en las cosas que realmente importan. Es inevitable comparar la obra con la laureada película argentina que da origen a esta historia, protagonizada por Eduardo Blanco y China Zorrilla. Quien se acerque a la película conocerá a la suegra, a la mujer y a los hijos de Jaime, además del famoso Gregorio, el indignado y anticapitalista “anarcojubilado”, como se hace llamar. En la obra de teatro, la omisión de estos personajes, configurados en la mente del espectador sólo por las alusiones que de ellos se hacen en los diálogos, resulta muy sugerente y evocadora. Eso sí, a María Galiana le falta un poco del simpático tronío aguardentoso de China Zorrilla y, cuando lo pretende, no es creíble. Quizás le lastre la imagen de la dulce abuela de la serie Cuéntame. Con todo, está muy bien en su papel.

Tras acudir a esta obra, a uno le dan ganas de abrazar largamente a su madre. Pero es deseable que para darse cuenta de eso, no tenga uno que ir al teatro.

 
 
 

sábado, 6 de abril de 2013

200. QWERTY


 
 
El próximo mes de mayo se cumplen 140 años desde que Remington empezara a comercializar el primer modelo industrial de máquina de escribir, tras haberle comprado la patente a Christopher Sholes, el inventor del teclado QWERTY, así llamado, como se sabe, por ser ésas las primeras 6 letras de la fila superior de sus teclas y que usamos todavía hoy.

Que el mundo tecnológico avanza vertiginosamente lo demuestra, entre otras cosas, que una persona joven como quien redacta estas líneas, pueda hablar de las máquinas de escribir como si remontara su memoria al Pleistoceno, por lo menos. Y no es así. Tengo sólo 34 años y, sin embargo, cuando les cuento a mis alumnos que yo trabajaba con máquinas de escribir, me siento el viejecillo decrépito de los romances que narra pretéritas historias imposibles entre el crepitar de la lumbre.

Yo aprendí a usar la máquina de escribir en mi barrio de Bonavista, en la ya desaparecida Academia Meca-Nova. Mi madre me apuntó siguiendo el consejo de mi maestra de EGB, que afirmaba que mis dedos eran torpes y que suspendía siempre la Plástica debido a mi antológica impericia manual. Así pues, nuestra motivación inicial era más terapéutica que propiamente mecanográfica. Por cierto que, los chavales de entonces no decíamos que íbamos “a mecanografía”, sino simplemente “a máquina”.  La sala de la academia la formaba un pasillo central flanqueado a ambos lados por numerosas hileras de largas mesas, preñadas de máquinas de escribir. La mayoría eran de la marca Olivetti Studio 46, con su inconfundible color azul, pero yo, si no estaba ocupada, me apropiaba de la Olivetti Linea 98 por su venerable y elegante porte y porque las varillas que golpeaban el papel no se solapaban de dos en dos ni se pegaban cuando uno escribía muy rápido. Una vez que se aprendía a utilizar cada dedo en sus teclas correspondientes, los ejercicios consistían en copiar sin errores unos modelos de textos administrativos en un tiempo fijado que la profesora controlaba desde su mesa con unos cronómetros. Si uno excedía el tiempo o cometía errores debía comenzar de nuevo. Y entonces allí era de ver la algarabía frenética de las varillas golpeando el papel, el alborozo de los timbres cuando el carro llegaba a su margen, cual cómitre que avisara al esforzado galeote de las letras para tirar de la palanca del carro y hacer girar el rodillo hasta la siguiente línea. Y, mientras, entre el frenesí de los dedos, a más de 300 pulsaciones por minuto, el olor mojado de la tinta fresca lo inundaba todo.

Más tarde llegaron los ordenadores y los nuevos alumnos ocuparon una sala aneja a la nuestra. Poco a poco, las máquinas de escribir fueron quedándose solitarias. Con ese triste desamparo que se apropia de las cosas viejas, el viento del olvido parecía silbar entre las oquedades de sus pesados armazones de hierro. Los nuevos nos miraban a los epígonos con aire superior, como si fuéramos bichos raros. Pero nosotros siempre nos sentimos mejores que ellos, veteranos de dedos meñiques heridos de padrastros, que eran nuestros galones artesanos, cuando sin querer no atinaban en la tecla y se hundían entre los huecos. Y blandíamos nuestros folios en cuyo dorso se podían acariciar las cicatrices, todavía calientes, del papel en su batalla con las picas tipográficas. Y despreciábamos el silencio blanduzco y tibio de los nuevos teclados porque los nuestros eran, como decía Pedro Salinas, “destinos de trueno y rayo”, “fantasías de metal / valses duros / al dictado”.


sábado, 30 de marzo de 2013

199. Los otros sobres




 
 Escribo estas líneas poco después de haber concluido el segundo trimestre académico. Hace unas horas, todavía en el instituto, alguien ha dejado en mi casillero un fajo de folios. Son los boletines de notas de mis tutorandos. He pedido unos sobres en secretaría. Después, he recogido los informes y me los he llevado a la gran mesa común de la sala de profesores. Apoyados sobre ella, algunos compañeros se afanan en sus correcciones, mientras otros conversan con acaloramiento sobre las vicisitudes de la profesión. Yo me centro en los boletines. Uno a uno los reviso, repasando las calificaciones. Durante esta tarea, seguramente se dibuja en mi rostro un signo comedido de satisfacción, que inevitablemente alterna, conforme paso al siguiente boletín, con algún otro mohín sombrío. Después firmo el boletín, doblo el papel en varios pliegos y, cuidadosamente, lo introduzco en su sobre correspondiente, en uno de cuyos dorsos, he escrito el nombre del alumno con esa vieja caligrafía escolar que sólo utilizo ante mis estudiantes.
Hoy, que tanto hablamos de sobres infames y vergonzantes, pienso en estos otros sobres donde se cifra el futuro de tantas cosas y en cuyo interior se guarda la esperanza de nuestra sociedad. Y creo que si invirtiéramos nuestros esfuerzos comunes en cuidar y mejorar nuestro sistema educativo, en buscar la excelencia académica y ciudadana de nuestros alumnos, quizás los sobres de todos los bárcenas de nuestro país estarían vacíos como sus conciencias.
Porque para sobres, yo me quedo con el que manda Lázaro de Tormes a aquel “Vuestra Merced” para contarle todos sus infortunios y adversidades, que esos son los únicos pícaros que necesitamos, los literarios. Hoy, una concepción errónea de la picaresca española aplaude con condescendencia la sinvergonzonería, como si se hallaran meritorias todas las pequeñas triquiñuelas con que se vulnera la norma, mientras las conductas rectas e irreprochables pasan desapercibidas porque deben de resultar muy aburridas. Otros sobres tienen que ser los nuestros, como los que se mandaban los eternos amantes Abelardo y Eloísa (entonces serían pliegos) con sus frases encendidas de fervor y lealtad y no los que contienen el dinero de la exclusiva del último montaje amoroso de la prensa rosa. Queremos abrir los sobres de Vargas y Meneses en su lucha por liberar a Cornelia de las cárceles de la Santa Inquisición, en Cornelia Bororquia,  con su censura del autoritarismo y la injusticia, y no los sobres  con la resolución judicial que condena con la cárcel el hurto de una madre desesperada; los sobres de Gazel, Ben-Beley y Nuño de las Cartas marruecas, con su visión crítica, constructiva y tolerante, y no los sobres que guardan el discurso parlamentario del “y tú más”; vengan los sobres de don Luis en Pepita Jiménez, que encierran la hondura de un alma sensible y profundamente humana, y quémense los que esconden los contratos de la última bazofia televisiva donde el mayor mérito es ver tirarse desde una piscina a Falete; abramos los sobres que se envían Mákar y Varenka, en Pobres gentes, cuya relación epistolar es el único asidero para soportar la penuria económica de sus vidas desgraciadas, y despachemos los sobres que esconden el acta del último desahucio; que las mujeres le quiten el lacre a los sobres que contienen las Cartas literarias a una mujer, de Bécquer y, en cambio, denuncien la lacra del último sobre con las amenazas de un cobarde; abramos las epístolas y hagamos fundir las pistolas; pongamos de una vez, con Gabriel Celaya, Las cartas boca arriba para refundar el mundo y ponerlo boca abajo.
La mañana siguiente amanece lluviosa. En el aula, mis alumnos abren el sobre con sus notas. Y hay, en ese acto simple y trivial, una alborada nueva que se impone a la monotonía de la lluvia sobre los cristales.

A mis alumnos del IES Ramon Barbat, en quienes cifro mi esperanza.