domingo, 30 de marzo de 2014

244. Suárez, Machado y Santa Teresa



Para los que mediamos la treintena, no es fácil hablar de Adolfo Suárez. Durante su primer gobierno de transición ni siquiera habíamos nacido; y su segunda etapa, ya elegido en las primeras elecciones generales tras la dictadura, coincidió también con la feliz inconsciencia de nuestra primera infancia. Si la democracia estaba en pañales, los de mi generación compartíamos sus balbuceos. A mí me cuesta hablar de Adolfo Suárez porque siento que no me corresponde. Su figura es lo que dicen mis mayores, lo que cuentan los libros de Historia, los periódicos, los reportajes televisivos. Uno prefiere callarse y esperar a que su grandiosa presencia se imponga sola en ese barbecho de la memoria que aguarda la germinación de los grandes descubrimientos. Y, sin embargo, hijos de la Constitución como somos (yo nací el mismo 1978), mi generación es la que, fundamentalmente ha recibido su legado (con el deterioro de los que no han sabido seguir su estela) y, por lo tanto, los que más debiéramos volcarnos en manifestar nuestro agradecimiento. A los de mi quinta la democracia nos ha venido de serie. Nacimos y la democracia ya estaba allí. Quizás por ello tendemos a veces a pensar que los derechos que disfrutamos son inmanentes al mero hecho de ser y estar en el mundo (idea que suscribo) pero no tanto a pensar que surgieron por el coraje de los que nos antecedieron. Al oír a alguien decir que no votará en las próximas elecciones porque “pasa del tema”, siento una enorme tristeza al recordar el rostro sufriente pero luego felizmente aliviado de Suárez, aquel 5 de julio de 1976 cuando las Cortes aprobaban el Proyecto de Ley de Asociaciones Políticas; o la valentía heroica del presidente al permanecer digno en su escaño, durante el asalto golpista del 23F; o la mirada siempre limpia y honesta, rebosante de ilusión y nobleza, cuya luz llenaba la pantalla toda del televisor. Por Suárez he sentido siempre una fascinación como pocas.

Es llamativo el proceso de beatificación que Suárez está recibiendo tras su muerte cuando en vida caminó tan solo. Muchos de los que ahora lo alaban, se le opusieron furibundamente, tanto desde la izquierda, como desde la derecha; tanto la Iglesia como los militares. Fue denostado por todos, incluso por su propio partido. El día que se supo que el Rey le nombraba presidente del Gobierno, el entonces prestigioso periodista Emilio Romero escribía en tono de chanza: “Santa Teresa ha hecho otro milagro”, en alusión al origen abulense de Suárez y al escepticismo que su nombramiento generaba. Otro insigne escritor, menos místico que Santa Teresa, vino también en su socorro. El 9 de junio de 1976, en su discurso sobre la Ley de Asociaciones, Suárez termina citando unos versos de Antonio Machado:

“Está el ayer alerto
 al mañana, mañana al infinito 
 hombres de España, ni el pasado ha muerto,
 ni está el mañana –ni el ayer-, escrito”. 

Pertenecen al poema “El dios ibero”, de Campos de Castilla. En él el poeta sevillano, se debate entre la rebeldía a un dios tirano y castigador y la sumisión resignada a la ventura que éste le depare, para concluir en el “hombre ibero de la recia mano” dueño de su libertad y de su destino. En nuestra España, el “hombre ibero de la recia mano” ha sido Adolfo Suárez. Él abrió con sus manos las besanas de nuestra tierra para que los españoles pudiéramos ararla, despojándola de “cardos, abrojos y bardanas”. Y en ello estamos aún. Emilio Romero se equivocaba. El milagro de Santa Teresa no fue que Suárez saliera presidente. El verdadero milagro es que en España aparezca un político que remotamente pudiera parecérsele.

domingo, 23 de marzo de 2014

243. El invitado amargo



Vicente Molina Foix y Luis Cremades han escrito al alimón este libro de memorias, donde se recoge la relación sentimental que ambos escritores mantuvieron entre 1981 y 1983, aunque el espacio cronológico se dilata en el libro más allá de la ruptura, hasta nuestros días. El primer reparo que se le impone al lector reside en la propia razón de ser del libro. ¿A quién pueden importarle de verdad los detalles íntimos de una historia de amor que nadie les ha pedido? Después de conocer los entresijos de esa relación, puedo entender que la obra atesore un valor catártico o redentor para ambos, contribuyendo a cerrar una brecha que reclamaba latente una sutura durante 30 años. Pero fuera de ese valor terapéutico restringido a sus autores, no entiendo por qué el lector debe participar como testigo, sobre todo porque ni Cremades ni Molina Foix son todavía Petrarca y Laura. Si la escritura es una forma de salvación, bastaba con escribir pero sobraba el exhibir. Tres posibles factores justificarían a mi entender esa decisión de publicar estas memorias, relacionados ambos con Cremades. El primero es su enfermedad, relatada en el libro con una nobleza que no cae en el patetismo ni la autocompasión, y que, dada su gravedad, explicaría la necesidad vital de darse en un libro. Jamás me atrevería a verter reproche alguno. El segundo factor, sin embargo, reviste menos dignidad y tiene que ver con el auxilio editorial de Molina Foix, de cuyo padrinazgo Cremades siempre ha querido legítimamente huir y del que, una vez más, no ha podido prescindir para la medra literaria. Finalmente, existe la tentación del juego literario: Molina Foix y Cremades han escrito alternativamente cada uno su parte, después de conocer la parte del otro; esa dependencia del coautor para la continuación argumental propia es ciertamente atractiva por lo que tiene de azaroso en el curso de la narración y por la curiosidad de verse ente de ficción en la memoria del otro. Como ejercicio literario es una experiencia muy novedosa.
El libro, además, cae en cierto exhibicionismo impúdico de la homosexualidad, con cierto tufillo panfletario, que a mí siempre me ha parecido tan contraproducente para el propio colectivo. Y resulta del todo reprobable y prescindible la crónica rosa en la que se desvelan aspectos privados, denigrantes, de escritores muy conocidos, algunos de ellos ya fallecidos. (Por cierto, que hay algún aludido que ya les ha respondido). El invitado amargo tiene retazos de gran libro sino fuera por sus pequeñeces.

Con todo, la obra ostenta también muchas virtudes, como la acertada utilización de los resortes narrativos que novelizan lo biográfico o el sabroso anecdotario literario de los 80 que ofrece un friso vivísimo de la efervescencia cultural de la época. Son también interesantes e inteligentes las reflexiones personales acerca de los procesos creativos o sobre el arte en general, aunque hay cierto narcisismo en algunos pasajes donde se citan e interpretan poemas propios. El libro es también un espléndido ejercicio de intertextualidad con sugestivas y edificantes listas de lecturas personales que encienden la atención del lector curioso. El paisaje alicantino de los 80 resulta asimismo evocador. Pero, ante todo, El invitado amargo es un análisis profundamente desmenuzado de las relaciones amorosas y sus intersticios. Especialmente tierna es la figura de Vicente Aleixandre, cuya faceta de gran gurú en la mediación amorosa es bien conocida. La casa de Velintonia, con ecos de Lorca en esa silla que ocupó Cremades en su visita al maestro, es en el libro un templo casi oracular. La figura de Aleixandre es catalizadora. Aleixandre está presente todo el tiempo incluso cuando no aparece. Mientras su presencia sigue latente en el libro, parece que hay promesa para el amor. Cuando muere, el lector ya sabe que no hay solución posible. Sólo la esperanza de perpetuar ese amor para siempre en las palabras. El amor entre Cremades y Molina Foix fue, en parte, una experiencia vital, pero también la construcción que cada uno ha hecho del otro en el territorio de la memoria y en el de la literatura. En ésta se hallan ambos mucho más verdaderos. En El invitado amargo, una vez más, la Literatura se erige como salvaguarda de lo que la vida no pudo o no supo retener.

Serie Ghostpotters, del artista Roberto González Fernández.

domingo, 9 de marzo de 2014

242. El malentendido



En todas partes cuecen habas. Aquí, en España, nos quejamos mucho de la dejadez y desconsideración con que tratamos a nuestras eminentes figuras patrias. Uno visita Inglaterra y Dickens o Shakespeare son poco menos que héroes nacionales. Y París tiene un Panteón erigido ex profeso para acoger a las grandes figuras de su historia. En España, en cambio, ni siquiera sabemos en qué rincón del Convento de las Trinitarias anda perdido el esqueleto de Cervantes.
Pero, como decía, en todas partes cuecen habas. En un país tan chovinista como Francia, se ha montado un sainete vergonzante a propósito del centenario de Albert Camus que debía celebrarse el año pasado. Digo que debía haberse celebrado porque, al final ha quedado todo en un sucedáneo de chichinabo. Parece que a Camus no le han perdonado todavía cierta ambigüedad durante el conflicto de la independencia argelina. Ni la Biblioteca Nacional François Mitterrand ha recogido sus obras completas, como sí hiciera con Sartre, Leroux o Boris Vian; y ni el Centro Pompidou ni el Ministerio de Cultura han movido ficha. Camus es para Francia un centenario incómodo. Quizás porque eso de ser profeta en su tierra no iba con él, tan contrario a las altas e indiscutibles ideas, enemigo de todo lo categórico, patrioterismo y banderas incluidos.

En España, donde sí somos muy amigos de ponderar todo mérito extranjero como si ello nos redimiera de nuestro incomprensible y ya intolerable complejo de paletos, la figura de Camus sí ha sido reivindicada. Y entre los homenajes mejor cuidados está el reestreno de El malentendido, obra teatral del escritor francés, dirigida en esta nueva versión por el genial director Eduardo Vasco y protagonizada por Cayetana Guillén Cuervo, Julieta Serrano y Ernesto Arias. La obra es también un recuerdo de Cayetana Guillén Cuervo a su padre, Fernando Guillén, fallecido el año pasado, quien junto a su esposa Gemma Cuervo, protagonizó la primera versión de esta obra en España en 1969, cuando en Barcelona aún se podía ver alguna obra en castellano. El origen del título se halla en la misma trama: tras más de 20 años, Jan, que ha amasado una buena fortuna, vuelve a su casa familiar, que es ahora una hospedería. No desvela su identidad porque quiere pasar un par de días observando desde el anonimato el estilo de vida y las necesidades de los suyos. Por su parte la madre y la hermana, Marta, tienen la costumbre de asesinar a los huéspedes ricos para poder robarles el dinero. No hace falta aclarar dónde radicará “el malentendido”. La obra es, como todas las de Camus, terriblemente desazonadora. El nihilismo que lo inunda todo, símbolo de la falta de horizontes vitales y morales que resultó de la II Guerra Mundial, se enseñorea incluso en la parquedad del escenario. La cerrazón de Jan al no querer desvelar su identidad, lo que hubiera evitado su muerte, se antoja absurda e incomprensible, pero no es más que la lógica irracional de la propia existencia.  Cayetana Guillén Cuervo, en el papel de Marta, está absolutamente espléndida y desgarradora. El criado, medio sordo y mudo que aparece intermitentemente en escena, es alegoría de un dios que no atiende ya a sus criaturas. Por eso, cuando María, la esposa de Jan, acude en busca de su marido, descubriendo su muerte, y pide ayuda a Dios, el criado aparece de nuevo para constatar la imposibilidad de toda esperanza. Sólo un lunar al final de la obra. En el texto original, el criado aparece en escena, mira a una María desesperada que clama ayuda, y luego, sin decir nada, como en toda la obra, se vuelve y desaparece. En la versión de Vasco, el criado emite un “no” completamente prescindible. Hubiera sido mucho más elocuente y efectista el silencio. Detalle importante que contraviene, sólo parcialmente, el resultado de una obra, sobre cuya calidad, esta vez sí, no existe malentendido alguno.

domingo, 2 de marzo de 2014

241. El guía de Saint Paul



Cuando a la religión le asisten los presupuestos de la razón, dejamos de ser el hombre de la caverna que adora al tótem. Cuando entre ella y la diversidad, media la empatía, la religión abandona el dogmatismo intransigente. Cuando su misterio se avala en el testimonio de garantes que no son sospechosos de la extravagancia gratuita, la religión se humaniza. Cuando su discurso críptico se ilustra en la plácida amenidad de quien domina el arte de contar llanamente los más altos conceptos, la teología se hace calle. Cuando la fe se mezcla con la cultura y la Historia -¿acaso no son la misma cosa?-, entendemos el mundo y entendemos también a esa criatura que en él habita, llena de certidumbre en su incertidumbre, a quien llamamos hombre.
De todo eso hallará el lector que se acerque a El guía de Saint Paul, de Antoni Coll Gilabert. A través de un guía jubilado que acompaña a los turistas en su visita a la catedral anglicana de Londres, Antoni Coll esculpe un entretenidísimo friso de la historia de Inglaterra. Las ilustres personalidades que se hallan enterradas en el interior del celebérrimo templo londinense, le sirven al escritor de Ivars para hilvanar ese recorrido sabrosísimo de anécdotas y de vidas irrepetibles. Así, desfilan por el libro el presidente Churchill, Christopher Wren (arquitecto de Saint Paul), el almirante Nelson o el poeta John Donne, entre otros. Pero la nómina se agranda ampliamente cuando los entresijos de la Historia así lo requieren, salvando cronologías y etapas estancas para ofrecernos una visión poliédrica y miscelánea de la misma, aunque siempre con un hilo conductor bien definido. La lista de personajes ilustres es tal, (aunque algunos aparezcan sólo tangencialmente), que echo de menos un índice onomástico al final del libro, pese a que éste no cuenta con más de 110 páginas; tal es la labor de síntesis del autor cuyo ejercicio de dosificación convierte a la obra en un delicioso menú degustación, con la erudición justa para no abrumar al lector y el valor de una amenidad que no olvida el rigor.

Pero la figura en la que más se detiene Antoni Coll es la de William Holman Hunt, pintor prerrafaelita también enterrado en Saint Paul, que pasó ciego los últimos años de su vida leyendo, con ayuda de su mujer, el Quijote. Y, concretamente, se centra en uno de sus cuadros, expuesto en la propia catedral: The Light of the World (1853). La riqueza alegórica de este cuadro, donde se representa a Cristo llamando a una puerta, le sirve al autor para abordar profundos pilares de la fe cristiana: la doble corona de Jesús, la de espinas y la de su majestad; el candil que sujeta, símbolo de la fe; la maleza que crece en la puerta a la que llama; la propia puerta, sin manecilla exterior porque sólo se abre desde dentro; la túnica sin costuras; las tinieblas del segundo plano del cuadro… El lector podrá realizar un estudio iconográfico que hará las delicias de los amantes del arte pictórico, además de reflexionar sobre aspectos muy relevantes del fenómeno religioso. Por eso es importante que el lector, sobre todo el no creyente, acuda al libro sin esos tontos prejuicios que rechazan la lectura de una obra cuando ésta aborda asuntos de la fe, por temor al tono doctrinal. Es parecido a esa moda igual de absurda de no acudir al cine si la película es española. Es cierto que Antoni Coll, sobre todo en el último tercio del libro, dedicado a las grandes y sonadas conversiones, no renuncia a la convicción de sus ideas (entre otras cosas, porque no tiene por qué hacerlo) pero junto a su legítimo proselitismo, existe una verdadera e impagable vocación por la divulgación cultural. Con su prosa, siempre serena y elegante, cómplice en su dialéctica cercana, la lectura de El guía de Saint Paul nos regala un pasatiempo no exento de profundidad, apto para espíritus abiertos y exigentes.

William Holman Hunt: The Light of the World (1853)

domingo, 23 de febrero de 2014

240. La belleza de lo sencillo (El baile)




Es ya recurrente la mención a La culta latiniparla de Quevedo como ejemplo de parodia del estilo alambicado y culterano de la “jerigonza” gongorina. En uno de sus numerosos poemas satíricos, Quevedo censura la oscuridad retórica y reivindica la vuelta al equilibro y sencillez renacentistas, cuyo máximo exponente es Garcilaso. Así, cuando Quevedo compra la casa de Góngora, escribe que ésta continúa 

“[...]hediendo a Polifemos estatíos,  
coturnos tenebrosos y sombríos, 
y con tufo tan vil de Soledades, 
que para perfumarla 
y desengongorarla
de vapores tan crasos, 
quemó como pastillas Garcilasos: 
pues era con tu vaho el aposento 
sombra del sol y tósigo del viento”. 

El hermetismo del que se queja Quevedo bien pudiera aplicarse no sólo al estilo literario sino también, en el caso de la narrativa, a la propia trama. Argumentos rebuscados que abren mil frentes abrumando al lector, abundan entre la novelística. Y existe, además, el prurito del novelista de mostrarse poliédrico en la maquinación de la intriga argumental, como jactándose del reto intelectual que propone. Pero a estas alturas yo ya sólo le perdono el exceso de enredo a Lope o a Calderón.

Abro mi artículo de esta semana con este largo preámbulo porque hace pocos días he leído El baile, obra teatral de Édgar Neville, que tuve también la ocasión de ver representada en la versión de Bernardo Sánchez. La obra está de gira por España bajo la dirección de Luis Olmos. Antes de acudir al teatro, leí el libro en una humildísima edición de la Colección de Teatro de la editorial Alfil, del año 1953. El librito me costó 5 euros en una librería anticuaria y todo en él es modesto: el tamaño (apenas 6 centímetros de largo por 4 de ancho); la calidad del papel, enmohecido y delicado; y pocas cosas menos llamativas que su portada, donde sólo figura el titulo y el autor sobre un melancólico fondo rosa; en el reverso sale escrito su precio: 8 pesetas. Esta sencillez externa, casi púdica, pareciera metáfora de lo que luego hallé dentro. Nunca un argumento tan sencillo había llegado a conmoverme tanto como el de El baile. No lo atribuyo a mi lectura desprevenida. Para qué restarle méritos al autor. Digámoslo de una vez: el texto de Neville, con toda su ingenuidad, es una verdadera delicia. La obra de Neville, a quien la historia literaria no ha tratado con justicia, se estrenó en 1952 en el Teatro de la Comedia de Madrid, y obtuvo el Premio Nacional de Teatro a la mejor obra de aquella temporada. El reparto entonces estaba compuesto por Conchita Montes, como gran estrella, junto a Rafael Alonso y Pedro Porcel. En la versión actual, actúan Susana Hernández, Carles Moreu y un espléndido Pepe Viyuela a quien el papel de Julián le viene pintiparado. Julián está enamorado de Adela, la mujer de su mejor amigo, Pedro. Éste consiente las efusividades de Julián con su esposa e incluso le permite convivir en casa porque sabe que Julián jamás se la jugará. Adela piensa lo mismo. Adela tiene, pues, dos maridos: el oficial y Julián. El triángulo es absolutamente entrañable. Cuando Adela muere prematuramente, su recuerdo reforzará aún más la ya de por sí inquebrantable amistad de Pedro y Julián. Cuando aparece Adelita, la nieta, una Adela rediviva, el círculo se cierra: Adelita tiene ahora dos abuelos, como Adela tuvo dos maridos. Nada en el argumento busca sorpresas ni giros inesperados. Es manso como arroyo en un recodo. Pero cala como lluvia fina hasta empapar. Puro en el sentimiento sin llegar a lo ñoño; humor inteligente y elegante sin llegar a la carcajada, que muchas veces es sonrisa amarga; trágico sin llegar al melodrama. Sólo un lunar en la representación: la escena final en la que aparece Adelita vestida con el traje de su abuela requiere más solemnidad. Y una intuición: probablemente el texto de Neville, pensado para el teatro, jamás debiera representarse. Los actores no consiguen llegar al tono. Nada se les puede reprochar. El baile es de los pocos textos teatrales que ganan en la lectura y no sobre las tablas. Es bello y emocionante porque es primorosamente sencillo. No requiere más aditivos, ni siquiera el de ser representado.




domingo, 16 de febrero de 2014

239. Vocación de resplandor




Hay unos versos de Hugo Mujica que dicen: “Que el horizonte nunca se alcance / es el don de la vida”. Ese horizonte que nunca se alcanza es lo que convierte la experiencia vital del ser humano en insatisfactoria porque el hombre siempre ha sentido que sus aspiraciones trascienden la finitud que le constriñe. Nota que ha sido excluido de algo más grande que él mismo y en la búsqueda de ese absoluto, llamémosle así, cifra una meta imposible.
 Alas los labios, de Pilar Blanco, es precisamente esa búsqueda necesariamente infructuosa, esa “vocación de resplandor” en el alambre de la existencia, lleno de “jirones de otras pieles y vidas” que también lo intentaron. Sin embargo, y volviendo a los versos de Mujica, ese es el valor de la vida: la propia búsqueda, aunque nada haya detrás; “saber de la caída y dar un paso / y aún otro más. Al filo: / llegar tampoco importa”; “vivir eternamente equivocado”, sí, pero “sembrar en el error rosas futuras”. Esa búsqueda es siempre hacia dentro porque “nada hay afuera que no sea yo misma” y porque si se excavan “subterráneos edenes” es “para llegar arriba”. Sin embargo, la poeta no es más que el “polvo que levantan [sus] manos al ahondar / en pos del imposible”. Aunque la búsqueda per se es un consuelo, es inevitable el nihilismo que la acompaña. Esa introspección es un “pozo sin brocal” abocado a la inexistencia y aunque pensemos en la eternidad, ésta “contra todos despiensa”. Cualquier intento de respuesta a los interrogantes de la vida, no son más que larvas que inician la “sucia metamorfosis de la nada”.
La desazón ante el vacío la combate la poeta a través de la ataraxia, del despojamiento de sí misma, incluidos los recuerdos. Se trata de hacer “propósitos de espuma”, “un eclipse del yo”. Participar de los instantes hermosos, aunque efímeros, del mundo, fundirse con ellos como“jinetes sobre el quiebro del relámpago” y alcanzar así un atisbo de eternidad. Y, por supuesto, la propia labor creativa, que redime a la poeta de los acuciantes anhelos. Escribir para inventar el mundo; escribir para cumplir el misterio, para saldar las cicatrices. Escribir porque “me atraviesa el lenguaje y me hace humana / de su dolor asida / del agua turbulenta de mi voz y sus células”.

Pocos poetas son capaces de conseguir la hondura de Pilar Blanco en sus versos. No esa hondura basada en una filosofía impostada llena de generalidades, sino la que penetra por los intersticios del alma, apurando en cada recoveco la esencialidad más depurada de nuestra naturaleza trascendente, que es, quizás la más dolorosa pero también la más radicalmente humana. Hay una “grieta en el muro” de nuestra existencia, algo indefinible que se nos escapa, un anhelo que impide la plenitud, una nostalgia de pertenecer a una totalidad de la que nos sentimos desterrados. Pilar Blanco nos devuelve con su poesía esa conciencia latente y permite recordar y vislumbrar nuestra verdad más allá de la carne. No soluciona el misterio de esa verdad sólo intuida pero nos la plantea pellizcando en el mismo tuétano de nuestra raíz sustantiva. Mientras resolvemos el arcano, que acaso será nunca, la poesía eleva nuestro infinito y lo acerca a ese estrato de la suprarrealidad en que somos luz y eternidad, ícaros abrasados de sol que gozan de su ser en el Ser.

Algunas fotos de la velada que tuve el honor de presentar. Gracias a Pilar por este regalo inolvidable.








lunes, 3 de febrero de 2014

238. Píramo y Tisbe (V Aniversario del Blog)




Nuestro blog cumple ya 5 años. ¡Un lustro! El quinto aniversario coincide, además, con la consecución de un anhelo largamente deseado durante estos últimos 6 años: la unión física de los dos autores de este espacio, de Píramo y de Tisbe, que al fin lograron superar la distancia de 400 quilómetros que los separaba. Es por ello que el tema de la entrada de hoy, está dedicada a los eternos amantes que dieron nombre a nuestros seudónimos. Gracias por la lealtad de todos aquellos que nos seguís semana tras semana. 

EL MITO DE PÍRAMO Y TISBE

Es la casa del rico patricio romano Octavio Quartio, en Pompeya. En su jardín se halla un biclinio, usado para las comidas al aire libre. Ambos lechos están separados por una fuente, a modo de templete. En los costados destacan dos frescos: en uno se representa a Narciso y en el otro a Píramo y Tisbe. Las firma un tal Lucio. La ira del Vesubio apenas se ha ensañado con ambas pinturas, como si quisiera haber salvaguardado para lección de los hombres, la doble naturaleza del amor: Narciso es el amor propio, la vanidad, la autocomplacencia en uno mismo, el egocentrismo; Píramo y Tisbe, por el contrario, representan el altruismo, la entrega incondicional al otro, el sacrificio. Si el mundo se rigiera por este segundo concepto más elevado del amor, tal vez nos iría mejor. Aunque también es cierto que la Historia de la Humanidad se habría perdido a muchos de los grandes personajes que la jalonan; de algunos habríamos prescindido con gusto pero  otros nos habrían dejado huérfanos. A la postre, muchas de las maravillas del mundo son fruto de la vanidad de un alma genial.
Aunque siempre se mencionan las Metamorfosis de Ovidio como máximo referente para los mitos greco-latinos, la historia de Píramo y Tisbe se cita por primera vez en las Fábulas de Higino, nacido en el año 64 a.C. quizás en Valencia, si hacemos caso a Luis Vives. La leyenda es bien conocida. Al amor de Píramo y Tisbe se oponen sus respectivas familias; sólo pueden hablarse a través de una hendidura en la pared que separa ambas viviendas vecinales. Una noche deciden escapar clandestinamente y se citan en el monumento a Nino, fundador del imperio asirio, junto a un moral blanco. Tisbe llega primero pero aparece una leona con las fauces todavía manchadas de sangre por una presa reciente. Tisbe se oculta pero cae al suelo su velo que la leona mancha al acercar su hocico. Cuando Píramo acude más tarde, halla la leona y el velo tintado de sangre, de modo que cree que Tisbe ha sido devorada. Entonces se suicida clavándose un puñal. La sangre que le brota del pecho tiñe de rojo las moras blancas. Tisbe sale de su escondrijo y halla moribundo a Píramo. Cuando exhala su último aliento, ella se suicida también con el mismo puñal. Las moras desde entonces son rojas cuando maduran y los cuerpos de ambos amantes eternos descansan en una misma urna.
Ovidio menciona en sus Metamorfosis que el mito no es de origen popular y lo coloca en la Babilonia de Semíramis, reina legendaria de la antigua Asiria. Parece que pudo tratarse en su origen de un mito naturalístico basado en los amores de un dios fluvial de la Cilicia, al sur de la Península de Anatolia, y la ninfa Tisbe, cuyo nombre se halla documentado en Beocia. Algunos autores quieren hallar su origen en la tradición hitita. Otras versiones dicen que los amantes se transforman en agua tras su muerte o que Tisbe se suicida, en realidad, porque va a tener un hijo clandestino de Píramo y que, al morir, se convierte en arroyo. El caso es que el mito que trascendió fue el divulgado por Ovidio y que su historia tuvo un éxito impresionante durante toda la Edad Media. Lo retomaron los trovadores provenzales; Chaucer lo utilizó para su segunda historia de la Leyenda de las claras mujeres; Bocaccio lo adapta en su Fiammetta; vuelve a aparecer en Tasso; y todo el mundo piensa en el Romeo y Julieta de Shakesperare como su precedente más evidente. Por no hablar de la jocosa adaptación de Góngora. Las referencias serían infinitas.

Resulta asombrosa la longevidad de algunos temas literarios. Cuando Octavio Quartio hizo pintar al tal Lucio el fresco de los eternos amantes en su casa de Pompeya, la leyenda hacía ya casi un siglo que estaba documentada y quién sabe cuántos años más habría que prolongar su antigüedad. La pequeña brecha de la pared vecinal a través de la que los amantes susurraban sus cuitas sentimentales, ha horadado ya el muro del tiempo en nombre de lo único que debe ser eterno y verdadero: el amor. 

domingo, 26 de enero de 2014

237. Sonidos que nunca oiré




La voz dulce de una hermosa lavandera mozárabe entonando una jarcha entre el rumor saltarín del Darro. 

El tañido de una vihuela en cualquier plazuela castellana acompañando el canto harapiento, desdentado y aguardentoso de un juglar. 

Las sandalias de Berceo hendiendo la tierra de los viñedos de San Millán. 

El murmullo políglota en el interior de una estancia de la Escuela de Traductores de Toledo. 

El jovial susurro del Arcipreste de Hita tras una celosía tomando confesión a alguna feliz víctima del loco amor.

El llanto sereno de Jorge Manrique a los pies de la cama de su padre, “en la su villa de Ocaña”. 

El cuchicheo de una vieja celestina acuciando a una doncella en cualquier esquina de una calle de la Puebla de Montalbán. 

Las coplas de un ciego y la voz pedigüeña de su lazarillo.

El primer soneto italiano que le recitaron a Garcilaso. 

El susurro místico de San Juan de la Cruz descubriendo el misterio en su celda. 

El silencio expectante de un aula de Salamanca, los pasos cansados de Fray Luis sobre la madera de su cátedra después de dos años; un carraspeo tímido y, luego, firme ya la voz: “como decíamos ayer…” interrumpido por las sonrisas cómplices y los aplausos de los estudiantes. 

El eco nocturno de unos pasos cojitrancos sobre una angosta calle de Madrid resonando también, jocosos, en la conciencia de Felipe IV tras hallar unos versos envenenados bajo su servilleta. 

La elegante pulla con acento andaluz de Góngora, mientras chasquean los naipes entre sus dedos en una taberna. 

La pluma de Cervantes rasgando el papel y la eternidad ante el crepitar de una vela. 

El alegre bullicio de los mosqueteros en un corral de comedias, aclamando a Lope, Calderón o Tirso.

Las consejas supersticiosas de una vieja que ya no oye la ilustrada sordera de Feijoo.

Los cien cañones por banda que imaginó Espronceda. 

Los pasos solitarios de Bécquer por un oscuro callejón de Toledo y el volteo de su capa contra el relente de la madrugada lunar. 

El sonido seco de un disparo en el tercer piso del número 3 de la madrileña Calle de Santa Clara. El terrible silencio posterior. 

La recitación del panegírico de Zorrilla ante el nicho de Larra. 

Las campanas de Bastabales que hacían llorar a Rosalía. 

La voz tímida y apocada de Galdós al leer su discurso de ingreso a la Academia. 

La voz enérgica, contundente y maternal de Pardo Bazán. 

Una lección de francés de Antonio Machado en Soria mientras repiquetea la monotonía de lluvia tras los cristales; el aspirar pausado de su cigarro. 

La incansable máquina de escribir de Azorín. 

Las encendidas tertulias literarias del Café de Levante presididas por Valle-Inclán. 

La voz de Federico García Lorca; ¿qué dirá en ese vídeo mudo que nos lo presenta caminando ufano junto a otros miembros de La Barraca? Y en la grabación del concierto de la Argentinita, qué sensación tan extraña la de saber que es él quien toca el piano que acompaña el cante de la artista, percibir su presencia latente, casi palpable, transmutada en percusión musical y, sin embargo, no conocer nunca el timbre de su voz.


Sonidos literarios que nunca oiré; que fueron y se apagaron, que sólo vibran ya si son transportados por el sugestivo aire de la evocación. Entre el ruido de este mundo nuestro, lleno de babeles polifónicos, solapados e ininteligibles, yo gravito sobre la quietud infinita de mis libros y entonces, en el misticismo del silencio, se obra el milagro: la Argentinita acaba su canción, cesan las notas del piano, y en el vertiginoso vórtice del tiempo se oye un “¡bravo!” de Federico. 

lunes, 20 de enero de 2014

236. La dama duende



Vaya por delante mi máximo respeto a Miguel Narros, director teatral cuya trayectoria profesional es impecable y está avalada por  importantísimos reconocimientos –como el Premio Nacional de Teatro- que lo han consagrado como uno de los grandes nombres de la escena española.
Como es sabido, Miguel Narros falleció el pasado mes de junio mas tuvo fuerzas para dirigir una nueva versión de La dama duende, obra archiconocida de Calderón de la Barca que ya en los años 50 había llevado a escena. Esta reactualización de la comedia se estrenó en el Festival de Alcalá días antes de su triste desaparición. Tras permanecer en cartel en el Teatro Español –del que Narros fue director en dos ocasiones-, ha comenzado la gira por diferentes puntos de nuestro país.
Esta comedia de capa y espada nos presenta la historia de doña Ángela, una joven viuda que vive bajo la celosa protección de sus hermanos, don Luis y don Juan. Don Manuel Enríquez, capitán del ejército de su majestad, llega a Madrid para solucionar unos asuntos y se hospeda en casa de su amigo don Juan. Antes, ayuda a una misteriosa joven -doña Ángela- que solicita su ayuda al ser perseguida por un caballero que resultó ser don Luis. Don Juan de Toledo, para evitar que el capitán supiera de la existencia de su hermana, la esconde y evita que su alcoba tenga acceso al resto de la casa. Pero tras una alacena que hay en sus aposentos se esconde un pasadizo secreto que conecta su cuarto con el de don Manuel. He aquí el enredo. Doña Ángela y su criada aparecerán y desaparecerán de la alcoba del invitado sin que éste ni su criado Cosme entiendan qué está ocurriendo, quién es ese misterioso duende que deja cartas y revuelve sus objetos personales. A través de esta disparatada situación, Calderón critica las supersticiones de la época –encarnadas en el criado Cosme- y, principalmente, nos plantea la necesidad de las damas de vivir su propia vida, de ser libres y de romper los lazos que las ataban a estrictas normas de comportamiento que encorsetaban su capacidad de decisión.
 La combinación de un buen director y de  un texto impecable de uno de los mejores autores de nuestro teatro áureo parecía asegurar que La dama duende sería una de esas obras que dejan huella. Sin embargo, cuando hace unas semanas acudí a la representación en el Teatro Principal de Alicante, sentí algo de decepción pues esperaba, entusiasmada, disfrutar de una obra clásica en estado puro. Obviamente, no se trata de un experimento extraño de esos iluminados que acaban destrozando el espíritu original de la pieza (déles Dios mal galardón), pues Narros es respetuoso con  la esencia que envuelve a las piezas del Siglo de Oro. Ahora bien, esta versión presenta  algunos desaciertos como la sobreactuación de determinados personajes (la efusividad de don Juan cuando se reencuentra con su amigo don Manuel es demasiado cargante); la exageración en algunos momentos en que los personajes ríen a carcajadas; la prosificación de ciertos parlamentos  que nos arranca de los agradables brazos del verso; el exceso de movimiento de unos actores sobreexcitados, que pisoteaban las tablas con tal ímpetu que a veces impedía incluso escuchar sus intervenciones. Tampoco me pareció acertada la escena en que don Manuel acude al cementerio para poder encontrarse con doña Ángela. Allí lo esperan las criadas que aparecen vestidas con ropas de reminiscencia árabe, fumando cigarrillos y haciendo unos sinuosos movimientos que, quizás, quisieran reflejar la turbación del caballero pero que no encajan en una obra clásica.

El resultado de la puesta en escena es, pues,  aceptable, pero no sobresaliente. Es de justicia reconocer la ardua tarea de dirigir una obra clásica y de interpretarla. Sólo por eso, este montaje tiene toda mi consideración y no desmerece, en absoluto, la impecable carrera de su director. Éste recibió una larga ovación del público y de los actores, que miraban emocionados al cielo como si esos aplausos los acercaran más al espíritu de Miguel Narros, que se fue apagando mientras pedía vida, más vida, para sus personajes. Tremenda paradoja. 

domingo, 12 de enero de 2014

235. El héroe discreto



Existe entre los jóvenes escritores y, sobre todo, entre los escritores noveles (que no es lo mismo), un deseo de irrumpir en la palestra literaria con la voluntad de deslumbrar a sus lectores y, con mayor interés aún, a los críticos. Esa tendencia obedece al natural impulso de querer demostrar cuanto antes (como si la escritura fuera llegar y besar el santo) el supuesto empaque y solidez de su calidad literaria y dejar constancia de su particular voz. Tal es la obsesión por acreditarse que, al final, por lo común, los excesos reivindicativos quedan en mera exhibición pomposa y la cosa naufraga. El giro expresivo que a nuestro escritor en ciernes se le antojaba vistoso es, en realidad, un artificio impostado; la estructura argumental que estimaba original y vanguardista, ya la han cultivado otros antes y mejor que él; el desarrollo de un tema, que le parece grave y profundamente filosófico, carece de la suficiente hondura. Y así, el resultado no es más que un libro disfrazado de libro donde el autor real, que puede ser muy bueno, no aparece jamás desnudo en su labor, sin atavíos extraños y radicalmente sincero. En lugar de darse él en su libro, obnubilado por la acogida que recibirá, lo que entrega es un ente sin alma forjado a base del “qué dirán”.
Pero Mario Vargas Llosa va a cumplir 78 años y lleva más de medio siglo escribiendo. Cuando se alcanzan esas cotas de madurez literaria, imagino que las cosas se ven de otra manera. Supongo que los años dan esa serenidad que permite hallar la esencialidad de la literatura más allá de aventuras estéticas que, por lo demás, el arequipeño cultivó también y con gran maestría. Y se llega a la conclusión de que lo sustantivo de la literatura es, a la postre, contar una historia. Y eso es El héroe discreto, una buena historia y una historia bien contada. La novela se vertebra en dos narraciones paralelas que acabarán cruzándose: la de Felícito Yanaqué, un empresario amenazado por unos chantajistas (el héroe discreto); y la de Rigoberto, testigo de boda de su anciano jefe Ismael Carrera, que ha contraído nupcias con su joven sirvienta para desheredar a sus dos hijos, que habían deseado su muerte. La connivencia de Rigoberto con su jefe, le traerá  problemas con los hijos de éste. La novela, cercana al género folletinesco y al culebrón, tiene de todo: intriga, sorpresas, amores, desamores, humor, fenómenos paranormales y no faltan algunas críticas sociales como el amarillismo periodístico o el materialismo monetario que no entiende de vínculos familiares. Especialmente interesante es el tema del refugio en el arte ante la corrupción social. El estilo de Vargas Llosa es ágil y ameno, con un ritmo muy bien dosificado y un excelente tratamiento de los diálogos, ese arte tan difícil de dominar que bajo el magisterio del autor de “Conversación en la catedral” parece tan natural y creíble. Los lectores asiduos del peruano reconocerán, además, a algunos de los viejos personajes de sus novelas como el sargento Lituma, el propio don Rigoberto, doña Lucrecia o Fonchito. Todo ello en medio de un friso costumbrista muy colorido y vivo del Perú al que los americanismos léxicos contribuyen singularmente.

Y así, El héroe discreto no sólo da título a la novela y a la férrea voluntad de Felícito Yanaqué sino también al propio Vargas Llosa. Porque conjuga la discreción de una prosa sin ínfulas escrita por el mero goce de escribir, tan lejos de nuestro pretencioso escritor novel de marras. Y porque escribir así de bien es hoy una auténtica heroicidad.