domingo, 27 de abril de 2014

248. ¡PELIGRO! Chafo los finales



En el fotograma aparece el actor Haley Joel Osment, que se hizo famoso por interpretar al niño Cole Sear en la película dirigida por Night Shyamalan, El sexto sentido. En esta escena, Cole le está confesando al doctor Malcolm Crowe (Bruce Willis) su gran secreto: “En ocasiones veo muertos”, le dice con esa carita desamparada que dan ganas de achuchar. Pero resultaba … ¡Que el muerto era Bruce Willis! ¡Ups!
Si hace 15 años, cuando se estrenó la película, alguien hubiera osado desvelar en mitad de la proyección tamaño enigma, probablemente habría sufrido el linchamiento del resto de espectadores de la sala. Yo no creo haberme expuesto a tal castigo porque, como digo, la película tiene ya 15 años y, aunque alguien no la haya visto todavía, creo que le habrá resultado imposible sustraerse de una de las secuencias más icónicas de la historia del cine, llevada y traída hasta la saciedad y objeto de parodia, que es, probablemente, el indicio más palpable de su popularidad.
Sin embargo, algún lector sí me ha reprochado mi “manía” de desvelar algunos de los finales de las obras que reseño en este espacio. En concreto, la reprimenda ha llegado tras mis últimas tres críticas teatrales: El baile, de Édgar Neville; El malentendido, de Albert Camus; y Julio César, de William Shakespeare. Efectivamente, en las tres he revelado el desenlace. Puedo comprender que alguien no conozca la obra de Neville, autor, por otro lado, injustamente olvidado; y hasta puedo entender que nadie esté obligado a leer a Camus. Pero oiga, la cosa ya va siendo algo más grave si se ofende usted por haberle descubierto que al final de la obra de Shakespeare, Julio César es asesinado ¡Y a manos de Bruto! A este paso, cuando hable del Quijote tendré que evitar decir que Alonso Quijano muere. ¡Y que muere cuerdo! Sí, sí, cuerdo, como lo oye. O que Romeo se suicida tras creer que Julieta había muerto. ¡Pero ella no estaba muerta, que estaba dormida! Hay que ver qué cosas se inventaba el Güiliam Sequésperi, ese. O que Jesucristo resucitó. Pues sí: abrieron el sepulcro y allí no había ni Dios. Vaya, lo he vuelto a hacer. Es que no lo puedo controlar, tengo una manía de chafar los finales al personal…

La anécdota ilustra dos problemas graves de nuestra sociedad. Primero, su alarmante nivel cultural, lo que no es óbice para que este lector molesto utilizase para reprenderme el término spoiler, que de estúpidos modismos sí estamos bien servidos. Este es de los que se van de shopping pero nunca a las librerías. El segundo problema es el ya insoportable pragmatismo que, en literatura, va unido a esa necesidad de consumir libros con el único fin de deglutir historias. Como si un producto artístico no valiera por sí mismo, independientemente de conocer o no el final de su argumento. Bajo ese punto de vista, las relecturas, por ejemplo, no tendrían ningún sentido porque el final ya se conocería de antemano; o el género del romance no se entendería, porque, por no tener, no tiene ni final. Cuando voy al teatro, suelo leer la obra previamente, aunque me anticipe el desenlace. Ello no resta un ápice del placer que experimento una vez sentado en el patio de butacas.  Porque en literatura no interesa tanto el “para qué” sino el “cómo”. Nuestro spoiler más trágico e infalible es aquel que nos asegura que la muerte a todos nos aguarda. Sí, lo siento: una vez más le he chafado el final. Pero acabará disculpándome si se olvida de ello y atiende a lo que realmente importa: cómo escribe uno las páginas de su vida antes de cerrar el libro. Así en la vida como en la literatura. 

domingo, 13 de abril de 2014

247. Julio César



William Shakespeare escribió Julio César en su etapa de madurez, aunque la obra permaneció inédita hasta 1623, siete años después de su muerte. Para su confección, Shakespeare se basó en las Vidas paralelas de Plutarco, aunque no en la versión del biógrafo griego sino en la traducción de las mismas vertidas al inglés por su contemporáneo Thomas North. Si el asesinato de Julio César ha sido de por sí uno de los magnicidios más fascinadores que ha dado la historia de la humanidad, con la versión literaria de Shakespeare el hito ha quedado ya definitivamente fijado de manera indeleble en el imaginario histórico colectivo.
Se suele decir que los temas que han preocupado y preocupan desde siempre al hombre están ya todos en Shakespeare. Muestra de ello es que todas sus obras pueden leerse sin menoscabo de su vigencia y universalidad. Por eso mismo, los directores teatrales, que tienen la mala costumbre de rescatar obras clásicas sólo cuando en éstas se reconocen temas de actualidad (como si uno no pudiera disfrutar de una obra de teatro clásico porque sí), echan mano muy a menudo del inmortal dramaturgo inglés y rara es la temporada en que no circula por las tablas españolas alguna obra del autor de Stratford. En Julio César, efectivamente, se dan buena cuenta de algunos de los males que laceran nuestra vida política. Casio representa la perversión del lenguaje. Envidioso de la gloria de César, la persuasión de su oratoria convence a Bruto para que éste tome partido en la conspiración; no le va a la zaga Marco Antonio que, una vez muerto César, trata de sacar rédito erigiéndose como su vengador, arrogándose así una legitimidad de la que él mismo se ha investido. Marco Antonio tiene, también, el don de la palabra. Su arenga al pueblo demuestra la volubilidad de la opinión pública y la sencilla maleabilidad de una ciudadanía ignorante. Hasta César queda desmitificado, cuando Shakespeare lo ridiculiza haciéndolo receloso, supersticioso, vulgarmente orgulloso, fanfarrón y epiléptico. Sólo Bruto sale bien parado porque antepone su lealtad a la República, sobre la que ve cernirse la sombra de la tiranía, a su amistad con César. Bruto es sólo un instrumento de los ambiciosos. Al final de la obra, Octavio manda sepultar el cadáver de Bruto, pero esto es sólo una concesión de Shakespeare, que quiso homenajear sus virtudes cívicas. Hoy sabemos que fue decapitado y que su cabeza fue arrojada a los pies de la estatua de César.

Paco Azorín ha revisado el clásico en una espléndida versión que está de gira por España. El director murciano ha mejorado, además, uno de los defectos de los que, a mi entender, adolecía el texto de Shakespeare (perdón por el anatema): la escasa evolución psicológica de Bruto. El escritor inglés, que trató admirablemente el tema de la duda en su Hamlet, no construye, sin embargo, un Bruto que se debata claramente en su conflicto interior. En la versión de Azorín, en cambio, Tristán Ulloa es la encarnación misma de ese sufrimiento. José Luis Alcobendas está fantástico en la representación del sibilino Casio; y Sergio Peris-Mencheta (Marco Antonio) se sale de las tablas, sobre todo en los pasajes donde se dirige al pueblo de Roma para moldear a su antojo las mentes de la plebe. A Mario Gas le falta alguna letra de su apellido. En cuanto a la escenografía, es un acierto convertir el patio de butacas en un ágora romana, como lo es también la sobriedad decorativa, un obelisco egipcio, símbolo del poder. Hay que estar muy atento a la mejor escena de la obra: cuando Marco Antonio lanza su perorata al pueblo instigándole a la rebelión contra los conspiradores, se hace la oscuridad en el escenario y callan de golpe las aclamaciones de la plebe exaltada, para dejar oír las estremecedoras palabras que Marco Antonio pronuncia para sí mismo, una vez que ha plantado la engañosa semilla del verbo en las conciencias de las gentes: “¡Maldad ya estás en pie! ¡Toma ahora el curso que quieras!”

miércoles, 9 de abril de 2014

246. El centro de la sombra



Ramón Bascuñana ha ganado el XXIX Premio Juan Bernier de Poesía, concedido por el Ateneo de Córdoba, por su libro El centro de la sombra. El eje vertebrador de su poemario es, eminentemente metapoético. El poema aparece como el artefacto redentor que alivia el sufrimiento de la existencia y a cuyo amparo, se halla un atisbo de eternidad. En el espejo de sus versos, el poeta halla su identidad, aunque sólo vislumbrada por la “frágil pureza del lenguaje”. El poeta se erige como intérprete del mundo y de sus arcanos, capaz de descifrar “el alfabeto secreto que yace detrás de todos los cuerpos”. En esta empresa está siempre asistido por la herencia de los poetas antiguos, “el eco de los que me precedieron”, cuyas resonancias aparecen transparentes en muchas partes del libro. Pero la palabra poética no sólo retira el velo de lo inaccesible sino que también ejerce una labor demiúrgica de construcción del mundo, “porque las cosas son únicamente / cuando puedes nombrarlas”, fórmula que ya habían ejecutado con más acierto Jose María Valverde o Blas de Otero, entre otros. La visión del poeta es siempre hacia dentro, como un parapeto contra el mundo: fuera quedan sólo los “bárbaros” y la imagen pública del escritor, cargada de convencionalismos de oficio que nada dicen de su verdadera esencia. Bascuñana censura también la labor quirúrgica del academicismo crítico, otra manifestación del bárbaro de ahí fuera, que disecciona el poema hasta desvirtuar su sustancia (pedimos perdón aquí por aplicar el bisturí).
Otros temas del libro son el amor, repartido entre la nostalgia y la frustración; la evocación de la infancia, con ecos machadianos en el poema “Canción”; el paso del tiempo y la decrepitud a él asociado; y varios poemas metafísicos con tendencia al nihilismo.

En el debe del autor, cabe señalar cierta jactancia y autocomplacencia en la figura del poeta sufriente, que se antoja algo exhibicionista e impostada. En ocasiones los versos caen en el puro ripio sin la necesaria reformulación: valles de lágrimas, castillos en el aire o de arena, torres de marfil, mares embravecidos, naufragios vitales, levedades del tiempo, el amor como enfermedad... El catálogo de versos ajenos que le sirven para la glosa es sobreabundante; he localizado incluso una canción de Mocedades, que luego escuché en la voz de Cecilia y Julio Iglesias. No todo vale en virtud de una supuesta intertextualidad. Existen también algunas contradicciones conceptuales; rimas forzadas, próximas a la métrica urbana del rap; y un lenguaje que el jurado del premio ha catalogado de “cercano y directo” y que yo dejaría en “prosaico”. Para terminar, los ejes temáticos que debieran hilvanar las tres secciones del libro resultan confusos y faltos de unidad. En definitiva, El centro de la sombra es una obra meritoria, cuyos defectos sólo encierran la virtud de dejarnos a la espera de un próximo libro, capaz de reconfortar la tibieza que nos ha dejado éste y de confirmarnos al buen poeta que sabemos que es Ramón Bascuñana.  

domingo, 6 de abril de 2014

245. Cuarto menguante



Aunque el fenómeno del microrrelato no es nuevo (pienso ahora en Borges o Cortázar y, si me apuran, en las parábolas bíblicas), lo cierto es que su reflorecimiento sí es reciente, lo que le ha insuflado al género un aire de modernidad que en realidad no tiene. No sé si la extensión de estas pequeñas narraciones puede ser signo de la vida vertiginosa de nuestro mundo: una literatura que se consume con rapidez, apta para quienes, apremiados por ese mal endémico que es el reloj, desean adecuar el ejercicio de la lectura a tramos cortos, con un principio y un final próximos en el espacio narrativo; en definitiva, leer de una sola tacada una historia sin la servidumbre temporal que impone la lectura de una novela larga.
Del microrrelato me preocupan dos aspectos, uno relacionado con el lector y otro con el escritor. El primero es que el género corrobore esa tendencia del homo digitalis al fragmentarismo y a la falta de constancia, síntomas derivados ambos de la inmediatez y dispersión del lenguaje cibernético y su infinita red de hipervínculos, que no permiten reparar más de un minuto en un texto medianamente largo colgado en la red. Como consecuencia, el lector se convierte en un actor impaciente, pragmático, incapaz de perseverar en una trama que no le “enganche” desde el principio y con una preocupación prioritaria por la acción y por llegar al final cuanto antes. El segundo punto que me preocupa, el que atañe al escritor, tiene que ver con la deshonestidad literaria. Ahora todo el mundo se ha apuntado a la moda del microrrelato y los escritores de medio pelo parapetan su impericia y su pereza tras el marbete de un vanguardismo mal entendido. Sin embargo, el microrrelato, como el haiku, que es primo hermano suyo, son géneros de una tremenda dificultad porque su carácter sugestivo y el ingenio para la condensación conceptual requieren gran dominio y paciencia en el arte constructivo, el mismo detenimiento, por cierto, que requieren para ese lector con prisas que quizás se equivoque si piensa que al elegir el microrrelato, hallará en él la “ventaja” de la premura. Los microrrelatos se leen con lentitud o no se leen.

Jaume Palau salvaguarda la dignidad del género con su obra Cuarto menguante (Silva Editorial).  Lejos de sumarse al circo vanguardista, el autor tarraconense consigue darle encaje a la tradición reformulándola en sus relatos. Ese es su gran acierto. Así, hallamos originales revisiones de pasajes bíblicos, como el de Caín y Abel, el del carpintero José tallando la cruz de su hijo o el capítulo de Lázaro; versiones de temas mitológicos, como el de Ícaro; tópicos literarios como el beatus ille; ecos petrarquistas en el concepto del amor como lucha de contrarios o como enfermedad; referencias a Kafka, etc. Especial interés tienen las estampas históricas y las inspiradas en obras de arte, imbuidas de lirismo evocador. No faltan la crítica social, cruda a veces, irónica otras, siempre ética; las reflexiones metafísicas; el humor; historias futuristas; de terror o sobrenaturales; metaliterarias; y una atmósfera orientalista en algunos relatos, que tan bien casa con las moralejas y el carácter sentencioso que a veces suele alimentar el género. Si acaso sobra en algún relato un exceso de prosaísmo y en otros, sobre todo los ligados a la cotidianeidad, se peca de cierto maniqueísmo que no deja margen para la sugestión, virtud que precisamente forma parte sustantiva del microrrelato. El libro termina con las “Semillas”, pequeñas frases próximas al aforismo realmente deliciosas, y cumple de esta manera el plan inicial indicado por el título: los relatos van menguando su extensión conforme se avanza en su lectura hasta llegar a la mera oración. Antonio Luque Ávila ha ilustrado algunas piezas con poemas visuales, que complementan la lectura de los relatos. Cuarto menguante es una recomendable degustación literaria que, como ocurre en los restaurantes gourmet, deleitan el paladar pero le dejan a uno con ganas de más. Precaución: el microrrelato puede ser adictivo.

domingo, 30 de marzo de 2014

244. Suárez, Machado y Santa Teresa



Para los que mediamos la treintena, no es fácil hablar de Adolfo Suárez. Durante su primer gobierno de transición ni siquiera habíamos nacido; y su segunda etapa, ya elegido en las primeras elecciones generales tras la dictadura, coincidió también con la feliz inconsciencia de nuestra primera infancia. Si la democracia estaba en pañales, los de mi generación compartíamos sus balbuceos. A mí me cuesta hablar de Adolfo Suárez porque siento que no me corresponde. Su figura es lo que dicen mis mayores, lo que cuentan los libros de Historia, los periódicos, los reportajes televisivos. Uno prefiere callarse y esperar a que su grandiosa presencia se imponga sola en ese barbecho de la memoria que aguarda la germinación de los grandes descubrimientos. Y, sin embargo, hijos de la Constitución como somos (yo nací el mismo 1978), mi generación es la que, fundamentalmente ha recibido su legado (con el deterioro de los que no han sabido seguir su estela) y, por lo tanto, los que más debiéramos volcarnos en manifestar nuestro agradecimiento. A los de mi quinta la democracia nos ha venido de serie. Nacimos y la democracia ya estaba allí. Quizás por ello tendemos a veces a pensar que los derechos que disfrutamos son inmanentes al mero hecho de ser y estar en el mundo (idea que suscribo) pero no tanto a pensar que surgieron por el coraje de los que nos antecedieron. Al oír a alguien decir que no votará en las próximas elecciones porque “pasa del tema”, siento una enorme tristeza al recordar el rostro sufriente pero luego felizmente aliviado de Suárez, aquel 5 de julio de 1976 cuando las Cortes aprobaban el Proyecto de Ley de Asociaciones Políticas; o la valentía heroica del presidente al permanecer digno en su escaño, durante el asalto golpista del 23F; o la mirada siempre limpia y honesta, rebosante de ilusión y nobleza, cuya luz llenaba la pantalla toda del televisor. Por Suárez he sentido siempre una fascinación como pocas.

Es llamativo el proceso de beatificación que Suárez está recibiendo tras su muerte cuando en vida caminó tan solo. Muchos de los que ahora lo alaban, se le opusieron furibundamente, tanto desde la izquierda, como desde la derecha; tanto la Iglesia como los militares. Fue denostado por todos, incluso por su propio partido. El día que se supo que el Rey le nombraba presidente del Gobierno, el entonces prestigioso periodista Emilio Romero escribía en tono de chanza: “Santa Teresa ha hecho otro milagro”, en alusión al origen abulense de Suárez y al escepticismo que su nombramiento generaba. Otro insigne escritor, menos místico que Santa Teresa, vino también en su socorro. El 9 de junio de 1976, en su discurso sobre la Ley de Asociaciones, Suárez termina citando unos versos de Antonio Machado:

“Está el ayer alerto
 al mañana, mañana al infinito 
 hombres de España, ni el pasado ha muerto,
 ni está el mañana –ni el ayer-, escrito”. 

Pertenecen al poema “El dios ibero”, de Campos de Castilla. En él el poeta sevillano, se debate entre la rebeldía a un dios tirano y castigador y la sumisión resignada a la ventura que éste le depare, para concluir en el “hombre ibero de la recia mano” dueño de su libertad y de su destino. En nuestra España, el “hombre ibero de la recia mano” ha sido Adolfo Suárez. Él abrió con sus manos las besanas de nuestra tierra para que los españoles pudiéramos ararla, despojándola de “cardos, abrojos y bardanas”. Y en ello estamos aún. Emilio Romero se equivocaba. El milagro de Santa Teresa no fue que Suárez saliera presidente. El verdadero milagro es que en España aparezca un político que remotamente pudiera parecérsele.

domingo, 23 de marzo de 2014

243. El invitado amargo



Vicente Molina Foix y Luis Cremades han escrito al alimón este libro de memorias, donde se recoge la relación sentimental que ambos escritores mantuvieron entre 1981 y 1983, aunque el espacio cronológico se dilata en el libro más allá de la ruptura, hasta nuestros días. El primer reparo que se le impone al lector reside en la propia razón de ser del libro. ¿A quién pueden importarle de verdad los detalles íntimos de una historia de amor que nadie les ha pedido? Después de conocer los entresijos de esa relación, puedo entender que la obra atesore un valor catártico o redentor para ambos, contribuyendo a cerrar una brecha que reclamaba latente una sutura durante 30 años. Pero fuera de ese valor terapéutico restringido a sus autores, no entiendo por qué el lector debe participar como testigo, sobre todo porque ni Cremades ni Molina Foix son todavía Petrarca y Laura. Si la escritura es una forma de salvación, bastaba con escribir pero sobraba el exhibir. Tres posibles factores justificarían a mi entender esa decisión de publicar estas memorias, relacionados ambos con Cremades. El primero es su enfermedad, relatada en el libro con una nobleza que no cae en el patetismo ni la autocompasión, y que, dada su gravedad, explicaría la necesidad vital de darse en un libro. Jamás me atrevería a verter reproche alguno. El segundo factor, sin embargo, reviste menos dignidad y tiene que ver con el auxilio editorial de Molina Foix, de cuyo padrinazgo Cremades siempre ha querido legítimamente huir y del que, una vez más, no ha podido prescindir para la medra literaria. Finalmente, existe la tentación del juego literario: Molina Foix y Cremades han escrito alternativamente cada uno su parte, después de conocer la parte del otro; esa dependencia del coautor para la continuación argumental propia es ciertamente atractiva por lo que tiene de azaroso en el curso de la narración y por la curiosidad de verse ente de ficción en la memoria del otro. Como ejercicio literario es una experiencia muy novedosa.
El libro, además, cae en cierto exhibicionismo impúdico de la homosexualidad, con cierto tufillo panfletario, que a mí siempre me ha parecido tan contraproducente para el propio colectivo. Y resulta del todo reprobable y prescindible la crónica rosa en la que se desvelan aspectos privados, denigrantes, de escritores muy conocidos, algunos de ellos ya fallecidos. (Por cierto, que hay algún aludido que ya les ha respondido). El invitado amargo tiene retazos de gran libro sino fuera por sus pequeñeces.

Con todo, la obra ostenta también muchas virtudes, como la acertada utilización de los resortes narrativos que novelizan lo biográfico o el sabroso anecdotario literario de los 80 que ofrece un friso vivísimo de la efervescencia cultural de la época. Son también interesantes e inteligentes las reflexiones personales acerca de los procesos creativos o sobre el arte en general, aunque hay cierto narcisismo en algunos pasajes donde se citan e interpretan poemas propios. El libro es también un espléndido ejercicio de intertextualidad con sugestivas y edificantes listas de lecturas personales que encienden la atención del lector curioso. El paisaje alicantino de los 80 resulta asimismo evocador. Pero, ante todo, El invitado amargo es un análisis profundamente desmenuzado de las relaciones amorosas y sus intersticios. Especialmente tierna es la figura de Vicente Aleixandre, cuya faceta de gran gurú en la mediación amorosa es bien conocida. La casa de Velintonia, con ecos de Lorca en esa silla que ocupó Cremades en su visita al maestro, es en el libro un templo casi oracular. La figura de Aleixandre es catalizadora. Aleixandre está presente todo el tiempo incluso cuando no aparece. Mientras su presencia sigue latente en el libro, parece que hay promesa para el amor. Cuando muere, el lector ya sabe que no hay solución posible. Sólo la esperanza de perpetuar ese amor para siempre en las palabras. El amor entre Cremades y Molina Foix fue, en parte, una experiencia vital, pero también la construcción que cada uno ha hecho del otro en el territorio de la memoria y en el de la literatura. En ésta se hallan ambos mucho más verdaderos. En El invitado amargo, una vez más, la Literatura se erige como salvaguarda de lo que la vida no pudo o no supo retener.

Serie Ghostpotters, del artista Roberto González Fernández.

domingo, 9 de marzo de 2014

242. El malentendido



En todas partes cuecen habas. Aquí, en España, nos quejamos mucho de la dejadez y desconsideración con que tratamos a nuestras eminentes figuras patrias. Uno visita Inglaterra y Dickens o Shakespeare son poco menos que héroes nacionales. Y París tiene un Panteón erigido ex profeso para acoger a las grandes figuras de su historia. En España, en cambio, ni siquiera sabemos en qué rincón del Convento de las Trinitarias anda perdido el esqueleto de Cervantes.
Pero, como decía, en todas partes cuecen habas. En un país tan chovinista como Francia, se ha montado un sainete vergonzante a propósito del centenario de Albert Camus que debía celebrarse el año pasado. Digo que debía haberse celebrado porque, al final ha quedado todo en un sucedáneo de chichinabo. Parece que a Camus no le han perdonado todavía cierta ambigüedad durante el conflicto de la independencia argelina. Ni la Biblioteca Nacional François Mitterrand ha recogido sus obras completas, como sí hiciera con Sartre, Leroux o Boris Vian; y ni el Centro Pompidou ni el Ministerio de Cultura han movido ficha. Camus es para Francia un centenario incómodo. Quizás porque eso de ser profeta en su tierra no iba con él, tan contrario a las altas e indiscutibles ideas, enemigo de todo lo categórico, patrioterismo y banderas incluidos.

En España, donde sí somos muy amigos de ponderar todo mérito extranjero como si ello nos redimiera de nuestro incomprensible y ya intolerable complejo de paletos, la figura de Camus sí ha sido reivindicada. Y entre los homenajes mejor cuidados está el reestreno de El malentendido, obra teatral del escritor francés, dirigida en esta nueva versión por el genial director Eduardo Vasco y protagonizada por Cayetana Guillén Cuervo, Julieta Serrano y Ernesto Arias. La obra es también un recuerdo de Cayetana Guillén Cuervo a su padre, Fernando Guillén, fallecido el año pasado, quien junto a su esposa Gemma Cuervo, protagonizó la primera versión de esta obra en España en 1969, cuando en Barcelona aún se podía ver alguna obra en castellano. El origen del título se halla en la misma trama: tras más de 20 años, Jan, que ha amasado una buena fortuna, vuelve a su casa familiar, que es ahora una hospedería. No desvela su identidad porque quiere pasar un par de días observando desde el anonimato el estilo de vida y las necesidades de los suyos. Por su parte la madre y la hermana, Marta, tienen la costumbre de asesinar a los huéspedes ricos para poder robarles el dinero. No hace falta aclarar dónde radicará “el malentendido”. La obra es, como todas las de Camus, terriblemente desazonadora. El nihilismo que lo inunda todo, símbolo de la falta de horizontes vitales y morales que resultó de la II Guerra Mundial, se enseñorea incluso en la parquedad del escenario. La cerrazón de Jan al no querer desvelar su identidad, lo que hubiera evitado su muerte, se antoja absurda e incomprensible, pero no es más que la lógica irracional de la propia existencia.  Cayetana Guillén Cuervo, en el papel de Marta, está absolutamente espléndida y desgarradora. El criado, medio sordo y mudo que aparece intermitentemente en escena, es alegoría de un dios que no atiende ya a sus criaturas. Por eso, cuando María, la esposa de Jan, acude en busca de su marido, descubriendo su muerte, y pide ayuda a Dios, el criado aparece de nuevo para constatar la imposibilidad de toda esperanza. Sólo un lunar al final de la obra. En el texto original, el criado aparece en escena, mira a una María desesperada que clama ayuda, y luego, sin decir nada, como en toda la obra, se vuelve y desaparece. En la versión de Vasco, el criado emite un “no” completamente prescindible. Hubiera sido mucho más elocuente y efectista el silencio. Detalle importante que contraviene, sólo parcialmente, el resultado de una obra, sobre cuya calidad, esta vez sí, no existe malentendido alguno.

domingo, 2 de marzo de 2014

241. El guía de Saint Paul



Cuando a la religión le asisten los presupuestos de la razón, dejamos de ser el hombre de la caverna que adora al tótem. Cuando entre ella y la diversidad, media la empatía, la religión abandona el dogmatismo intransigente. Cuando su misterio se avala en el testimonio de garantes que no son sospechosos de la extravagancia gratuita, la religión se humaniza. Cuando su discurso críptico se ilustra en la plácida amenidad de quien domina el arte de contar llanamente los más altos conceptos, la teología se hace calle. Cuando la fe se mezcla con la cultura y la Historia -¿acaso no son la misma cosa?-, entendemos el mundo y entendemos también a esa criatura que en él habita, llena de certidumbre en su incertidumbre, a quien llamamos hombre.
De todo eso hallará el lector que se acerque a El guía de Saint Paul, de Antoni Coll Gilabert. A través de un guía jubilado que acompaña a los turistas en su visita a la catedral anglicana de Londres, Antoni Coll esculpe un entretenidísimo friso de la historia de Inglaterra. Las ilustres personalidades que se hallan enterradas en el interior del celebérrimo templo londinense, le sirven al escritor de Ivars para hilvanar ese recorrido sabrosísimo de anécdotas y de vidas irrepetibles. Así, desfilan por el libro el presidente Churchill, Christopher Wren (arquitecto de Saint Paul), el almirante Nelson o el poeta John Donne, entre otros. Pero la nómina se agranda ampliamente cuando los entresijos de la Historia así lo requieren, salvando cronologías y etapas estancas para ofrecernos una visión poliédrica y miscelánea de la misma, aunque siempre con un hilo conductor bien definido. La lista de personajes ilustres es tal, (aunque algunos aparezcan sólo tangencialmente), que echo de menos un índice onomástico al final del libro, pese a que éste no cuenta con más de 110 páginas; tal es la labor de síntesis del autor cuyo ejercicio de dosificación convierte a la obra en un delicioso menú degustación, con la erudición justa para no abrumar al lector y el valor de una amenidad que no olvida el rigor.

Pero la figura en la que más se detiene Antoni Coll es la de William Holman Hunt, pintor prerrafaelita también enterrado en Saint Paul, que pasó ciego los últimos años de su vida leyendo, con ayuda de su mujer, el Quijote. Y, concretamente, se centra en uno de sus cuadros, expuesto en la propia catedral: The Light of the World (1853). La riqueza alegórica de este cuadro, donde se representa a Cristo llamando a una puerta, le sirve al autor para abordar profundos pilares de la fe cristiana: la doble corona de Jesús, la de espinas y la de su majestad; el candil que sujeta, símbolo de la fe; la maleza que crece en la puerta a la que llama; la propia puerta, sin manecilla exterior porque sólo se abre desde dentro; la túnica sin costuras; las tinieblas del segundo plano del cuadro… El lector podrá realizar un estudio iconográfico que hará las delicias de los amantes del arte pictórico, además de reflexionar sobre aspectos muy relevantes del fenómeno religioso. Por eso es importante que el lector, sobre todo el no creyente, acuda al libro sin esos tontos prejuicios que rechazan la lectura de una obra cuando ésta aborda asuntos de la fe, por temor al tono doctrinal. Es parecido a esa moda igual de absurda de no acudir al cine si la película es española. Es cierto que Antoni Coll, sobre todo en el último tercio del libro, dedicado a las grandes y sonadas conversiones, no renuncia a la convicción de sus ideas (entre otras cosas, porque no tiene por qué hacerlo) pero junto a su legítimo proselitismo, existe una verdadera e impagable vocación por la divulgación cultural. Con su prosa, siempre serena y elegante, cómplice en su dialéctica cercana, la lectura de El guía de Saint Paul nos regala un pasatiempo no exento de profundidad, apto para espíritus abiertos y exigentes.

William Holman Hunt: The Light of the World (1853)

domingo, 23 de febrero de 2014

240. La belleza de lo sencillo (El baile)




Es ya recurrente la mención a La culta latiniparla de Quevedo como ejemplo de parodia del estilo alambicado y culterano de la “jerigonza” gongorina. En uno de sus numerosos poemas satíricos, Quevedo censura la oscuridad retórica y reivindica la vuelta al equilibro y sencillez renacentistas, cuyo máximo exponente es Garcilaso. Así, cuando Quevedo compra la casa de Góngora, escribe que ésta continúa 

“[...]hediendo a Polifemos estatíos,  
coturnos tenebrosos y sombríos, 
y con tufo tan vil de Soledades, 
que para perfumarla 
y desengongorarla
de vapores tan crasos, 
quemó como pastillas Garcilasos: 
pues era con tu vaho el aposento 
sombra del sol y tósigo del viento”. 

El hermetismo del que se queja Quevedo bien pudiera aplicarse no sólo al estilo literario sino también, en el caso de la narrativa, a la propia trama. Argumentos rebuscados que abren mil frentes abrumando al lector, abundan entre la novelística. Y existe, además, el prurito del novelista de mostrarse poliédrico en la maquinación de la intriga argumental, como jactándose del reto intelectual que propone. Pero a estas alturas yo ya sólo le perdono el exceso de enredo a Lope o a Calderón.

Abro mi artículo de esta semana con este largo preámbulo porque hace pocos días he leído El baile, obra teatral de Édgar Neville, que tuve también la ocasión de ver representada en la versión de Bernardo Sánchez. La obra está de gira por España bajo la dirección de Luis Olmos. Antes de acudir al teatro, leí el libro en una humildísima edición de la Colección de Teatro de la editorial Alfil, del año 1953. El librito me costó 5 euros en una librería anticuaria y todo en él es modesto: el tamaño (apenas 6 centímetros de largo por 4 de ancho); la calidad del papel, enmohecido y delicado; y pocas cosas menos llamativas que su portada, donde sólo figura el titulo y el autor sobre un melancólico fondo rosa; en el reverso sale escrito su precio: 8 pesetas. Esta sencillez externa, casi púdica, pareciera metáfora de lo que luego hallé dentro. Nunca un argumento tan sencillo había llegado a conmoverme tanto como el de El baile. No lo atribuyo a mi lectura desprevenida. Para qué restarle méritos al autor. Digámoslo de una vez: el texto de Neville, con toda su ingenuidad, es una verdadera delicia. La obra de Neville, a quien la historia literaria no ha tratado con justicia, se estrenó en 1952 en el Teatro de la Comedia de Madrid, y obtuvo el Premio Nacional de Teatro a la mejor obra de aquella temporada. El reparto entonces estaba compuesto por Conchita Montes, como gran estrella, junto a Rafael Alonso y Pedro Porcel. En la versión actual, actúan Susana Hernández, Carles Moreu y un espléndido Pepe Viyuela a quien el papel de Julián le viene pintiparado. Julián está enamorado de Adela, la mujer de su mejor amigo, Pedro. Éste consiente las efusividades de Julián con su esposa e incluso le permite convivir en casa porque sabe que Julián jamás se la jugará. Adela piensa lo mismo. Adela tiene, pues, dos maridos: el oficial y Julián. El triángulo es absolutamente entrañable. Cuando Adela muere prematuramente, su recuerdo reforzará aún más la ya de por sí inquebrantable amistad de Pedro y Julián. Cuando aparece Adelita, la nieta, una Adela rediviva, el círculo se cierra: Adelita tiene ahora dos abuelos, como Adela tuvo dos maridos. Nada en el argumento busca sorpresas ni giros inesperados. Es manso como arroyo en un recodo. Pero cala como lluvia fina hasta empapar. Puro en el sentimiento sin llegar a lo ñoño; humor inteligente y elegante sin llegar a la carcajada, que muchas veces es sonrisa amarga; trágico sin llegar al melodrama. Sólo un lunar en la representación: la escena final en la que aparece Adelita vestida con el traje de su abuela requiere más solemnidad. Y una intuición: probablemente el texto de Neville, pensado para el teatro, jamás debiera representarse. Los actores no consiguen llegar al tono. Nada se les puede reprochar. El baile es de los pocos textos teatrales que ganan en la lectura y no sobre las tablas. Es bello y emocionante porque es primorosamente sencillo. No requiere más aditivos, ni siquiera el de ser representado.




domingo, 16 de febrero de 2014

239. Vocación de resplandor




Hay unos versos de Hugo Mujica que dicen: “Que el horizonte nunca se alcance / es el don de la vida”. Ese horizonte que nunca se alcanza es lo que convierte la experiencia vital del ser humano en insatisfactoria porque el hombre siempre ha sentido que sus aspiraciones trascienden la finitud que le constriñe. Nota que ha sido excluido de algo más grande que él mismo y en la búsqueda de ese absoluto, llamémosle así, cifra una meta imposible.
 Alas los labios, de Pilar Blanco, es precisamente esa búsqueda necesariamente infructuosa, esa “vocación de resplandor” en el alambre de la existencia, lleno de “jirones de otras pieles y vidas” que también lo intentaron. Sin embargo, y volviendo a los versos de Mujica, ese es el valor de la vida: la propia búsqueda, aunque nada haya detrás; “saber de la caída y dar un paso / y aún otro más. Al filo: / llegar tampoco importa”; “vivir eternamente equivocado”, sí, pero “sembrar en el error rosas futuras”. Esa búsqueda es siempre hacia dentro porque “nada hay afuera que no sea yo misma” y porque si se excavan “subterráneos edenes” es “para llegar arriba”. Sin embargo, la poeta no es más que el “polvo que levantan [sus] manos al ahondar / en pos del imposible”. Aunque la búsqueda per se es un consuelo, es inevitable el nihilismo que la acompaña. Esa introspección es un “pozo sin brocal” abocado a la inexistencia y aunque pensemos en la eternidad, ésta “contra todos despiensa”. Cualquier intento de respuesta a los interrogantes de la vida, no son más que larvas que inician la “sucia metamorfosis de la nada”.
La desazón ante el vacío la combate la poeta a través de la ataraxia, del despojamiento de sí misma, incluidos los recuerdos. Se trata de hacer “propósitos de espuma”, “un eclipse del yo”. Participar de los instantes hermosos, aunque efímeros, del mundo, fundirse con ellos como“jinetes sobre el quiebro del relámpago” y alcanzar así un atisbo de eternidad. Y, por supuesto, la propia labor creativa, que redime a la poeta de los acuciantes anhelos. Escribir para inventar el mundo; escribir para cumplir el misterio, para saldar las cicatrices. Escribir porque “me atraviesa el lenguaje y me hace humana / de su dolor asida / del agua turbulenta de mi voz y sus células”.

Pocos poetas son capaces de conseguir la hondura de Pilar Blanco en sus versos. No esa hondura basada en una filosofía impostada llena de generalidades, sino la que penetra por los intersticios del alma, apurando en cada recoveco la esencialidad más depurada de nuestra naturaleza trascendente, que es, quizás la más dolorosa pero también la más radicalmente humana. Hay una “grieta en el muro” de nuestra existencia, algo indefinible que se nos escapa, un anhelo que impide la plenitud, una nostalgia de pertenecer a una totalidad de la que nos sentimos desterrados. Pilar Blanco nos devuelve con su poesía esa conciencia latente y permite recordar y vislumbrar nuestra verdad más allá de la carne. No soluciona el misterio de esa verdad sólo intuida pero nos la plantea pellizcando en el mismo tuétano de nuestra raíz sustantiva. Mientras resolvemos el arcano, que acaso será nunca, la poesía eleva nuestro infinito y lo acerca a ese estrato de la suprarrealidad en que somos luz y eternidad, ícaros abrasados de sol que gozan de su ser en el Ser.

Algunas fotos de la velada que tuve el honor de presentar. Gracias a Pilar por este regalo inolvidable.