domingo, 25 de mayo de 2014

252. Jactancia de poeta


Plutarco dejó para la posteridad aquella famosa sentencia, puesta en boca de Julio César, según la cual “la mujer del César no sólo debe ser honrada sino parecerlo”. Aunque las circunstancias en que el emperador pronunció estas palabras eran muy concretas, algunos escritores, sobre todo poetas, parecen haberse empeñado en adoptarlas poniendo especial énfasis en la segunda parte de la máxima. Es decir, “el poeta no sólo debe ser poeta, sino también (y sobre todo) parecerlo”.

Existen dos dimensiones en la realidad de un escritor. Una tiene que ver con la esencialidad de su labor creativa; la otra, con la imagen pública que sobre esa labor se proyecta a los demás. Y a menudo sucede que hay a quien le resulta más estimulante pasar por poeta que serlo realmente. Esta opción, obviamente, no constituye una preferencia en la escala de deseos del escritor, pero sirve para gestionar la frustración de saberse un poeta mediocre. De este modo, las carencias artísticas se compensan ofreciendo a la galería un perfil impostado del vate, generalmente adornado con toda suerte de tópicos románticos o herederos del malditismo literario: el bohemio, el hipersensible, el visionario, el incomprendido, el atormentado, el misterioso, el loco genial, el elitista. El lema es: “yo soy poeta y el mundo debe saberlo”. En su descargo, estos aspirantes a poeta conocen al menos sus limitaciones y tratan de sobrevivir en los círculos literarios con esa fachada. Más grave es el caso de los pésimos poetas que están convencidos de su virtuosismo indiscutible.

De este exhibicionismo literario están plagadas las redes sociales. Aquí y allá el prócer de las letras de turno coloca su poemita en la red para envanecerse computando los “me gusta” del personal, que acaso no ha leído siquiera el poema, y calibrar con esa estadística la verdadera dimensión de su fulgurante carrera poética. O dicen con aire interesante y con estudiada intriga que están inmersos en su enésimo proyecto, prostituyendo el sacrosanto secreto de la intimidad creativa que todo buen escritor guarda con celo entre los límites de su escritorio. Sin embargo, uno se pregunta cúando escribe esta gente si están todo el día en Facebook. Decía Picasso que la inspiración existe pero que debe encontrarte trabajando. También asisten estos “poetas” como público a las presentaciones de libros. En el debate que se abre al final, se lucen con alguna pregunta brillantísima preparada de antemano o con alguna apostilla intelectualoide dejando claro que saben de lo que hablan porque quien lo probó lo sabe y porque ellos son, claro, poetas. En sus intervenciones hallan complicidades entre sus versos y los del escritor que presentaba el libro porque, claro, a ambos les une la consanguinidad del oficio y hasta pueden arrancarse por soleares y recitar algún verso propio, arrogándose el protagonismo de un acto que no era para ellos. Quien me conoce bien sabe que soy asiduo a las presentaciones de libros y también que desaparezco enseguida tras la finalización de éstas. No suelo quedarme al aperitivo del final ni me uno a las cenas donde se prolonga la camaradería literaria. Porque, junto a la grata compañía del escritor al que se admira y su conversación inteligente y reveladora, debe uno aguantar también a los poetas-satélite que, tras unos cuantos tintos, pugnan por ver quién dice la frase más ingeniosa y la cita más rebuscada. Y uno, que es tímido y que no tiene ni la gracia ni esa capacidad de repentismo latiniparlo de mis compañeros de mesa, siente que está allí de más.

Pompeya Sila, la mujer de Julio César, fue repudiada por el emperador por haber asistido a una Saturnalia orgiástica. Luego se supo que Pompeya sólo había acudido en calidad de espectadora y que no había participado en ningún acto deshonesto. El atenuante no le sirvió de mucho y fue cuando recibió la famosa frase de marras. Si Pompeya, que era honesta pero no lo parecía, cayó en desgracia, los poetas que no son poetas y que sólo lo parecen, merecieran, con más razón, su Julio César.

domingo, 18 de mayo de 2014

251. Filólogos


Morirse Martín de Riquer y desaparecer los estudios de Filología Románica de la Universidad de Barcelona ha sido todo uno. No se podría haber realizado peor tributo a la memoria del insigne medievalista. Con Riquer ha pasado como con don Quijote. Cuando el bueno de Alonso Quijano muere cuerdo en su cama, se lleva con él todo un mundo que, en realidad, estaba ya periclitado. La comparación cervantina es intencionada. La Filología en general, no sólo la Románica, hace ya tiempo que se halla sola e incomprendida en la trapisonda de una sociedad abocada al vértigo de lo práctico y de lo inmediato, incapaz de detener su vorágine para el cuidado esmerado de sus acciones o para el cultivo de la sensibilidad.
El filólogo es un pobre loco que se dedica a la inútil tarea de “desfacer” entuertos ortográficos o a luchar contra los malandrines que pervierten el idioma sin que el mundo perciba mérito alguno en esa empresa, pues una tilde de menos poco daño puede causar al devenir del universo. Es signo de los tiempos: se empieza por olvidar las tildes y se acaba por extraviar el bisturí en el bazo del paciente operado. Y así vamos, chapuceando por la vida y saliendo del paso tan ricamente. Los medios de comunicación prescinden ya de la figura del corrector de ortografía y estilo mientras a un filólogo en paro le atormentan las nuevas maritornes que se afanan en redactar en los periódicos, en colocar titulares en los telediarios o en escribir novelas. Por cierto que, llama la atención la escasa cantidad de filólogos que se dedican a la labor creativa. En cambio, escriben novelas los abogados, los ingenieros, los veterinarios y hasta los pilotos de avión. Por supuesto, el don de la escritura no es, afortunadamente, patrimonio exclusivo del filólogo; pero concedamos que le vincula a ella el lazo de la consanguinidad. Creo que hay filólogos que no escriben porque su relación con los grandes clásicos, a quienes conocen bien, llena de pudor cualquier intento de remedar el oficio insuperable de aquellos. El pudor del filólogo es tanto su  virtud como su condena. Pero, entretanto, escriben otros.
Así están las cosas. La licenciatura de Filología Románica, a la que los nuevos “peda-gogós” llaman ahora “grado” (los mismos que llaman “máster” al doctorado de toda la vida), desaparece del panorama universitario español mientras se proponen carreras sobre el arte circense.

Por ese motivo, en mitad de esta desolación, resulta tan reconfortante la iniciativa formativa que la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, a través de su Departamento de Filologías Románicas, ha puesto en marcha al ofertar su Diploma de Especialización en Literatura Aplicada, dirigido por los profesores Manuel Fuentes y Mª Isabel Calle y con un equipo docente que garantiza el rigor y la calidad del curso (quien lo probó lo sabe). La ficha informativa de este posgrado, 100% online, puede encontrarse en la página web de la Fundació URV pero desde hace casi dos meses, la profesora Inmaculada Rodríguez viene colgando a través de Facebook (Literatura Aplicada-Posgrado FURV) algunas entradas deliciosamente sugestivas que, aunque son un anticipo del curso, también son, por sí mismas, delicadas perlas culturales. El enfoque interdisciplinar del posgrado desmitifica esa idea errónea que se suele tener de la Literatura como una disciplina endogámica y sin horizonte práctico (“Borges te ayudará a ser un arquitecto mejor”, se titula uno de los posts). 
Después de todo, cuando todo parece perdido, siempre encuentra uno el Bálsamo de Fierabrás.


domingo, 11 de mayo de 2014

250. Superhéroes



De un tiempo a esta parte las carteleras de los cines se han abonado al fenómeno de los superhéroes del cómic. Esta tendencia no es más que la constatación de un hecho que viene dejando la labor creativa de los guionistas en entredicho, o lo que es lo mismo: los guionistas de hoy son los escritores de los superventas editoriales. Obviamente, entre las funciones del guionista está la de las adaptaciones. Esto ha sido así toda la vida y claro está que el cine se ha nutrido siempre de la materia prima literaria. Pero cada vez es menos frecuente, al menos estadísticamente, hallar en la cartelera una película producida a partir de un guión original, exento del remolque libresco.
Pero volvamos a los superhéroes. En los últimos tiempos la editorial Marvel, se ha hecho con el monopolio del género. Marvel cuenta, además, con sus propios estudios cinematográficos, de manera que nada hay que reprocharle a la imaginación de sus guionistas, pues son miembros de la cofradía de Juan Palomo. La consecuencia es inmediata: las películas se ciñen perfectamente al cómic y los entendidos en la materia suelen ponderar la calidad de esa fidelidad.  Hasta ahí bien. Pero hay algo en el universo Marvel que me deja algo desencantado: la idea de juntar a todos los personajes de la saga en un mismo espacio narrativo. Marvel no es la única editorial que ha llevado a cabo este proyecto. DC Comics ya lo hizo en su día cuando creó la Liga de la Justicia donde se reunían los superhéroes más populares de dicha editorial, como Superman, Batman o la Mujer Maravilla, entre otros. Y de hecho, Los Vengadores, de Marvel, surgieron en los años 60 como respuesta a esa iniciativa de DC Comics. Esta nueva reunión se está gestando ahora en el proyecto cinematográfico en ciernes. Sin embargo, tanto héroe revuelto desemboca, a mi juicio, en una suerte de trivialización de lo heroico.

El héroe en literatura siempre se ha manifestado individualmente ya desde tiempos de Homero. Aquiles es el héroe de la Ilíada, como Ulises lo es de la Odisea. Hasta los combates que el ciego de Quíos describe frente a las murallas de Troya son duelos individuales de los héroes y la mitología parece evitar la confluencia de sus personajes cuando estos están revestidos de una singularidad extraordinaria. El Cid recupera su honra gracias a su esfuerzo personal y la historia de aquel infanzón castellano que acaba emparentando con la realeza aglutinó una especie de primera conciencia nacional alrededor de su figura. Cuando en el siglo XVI nace el pícaro, prototipo perfecto del antihéroe, Lázaro de Tormes medra en el escalafón social después de sufrir mil calamidades y de renunciar a su propio honor; en el siglo XIX las heroínas languidecen al albur de su enésima cuita amorosa o se rebelan contra las convenciones impuestas por una moral estrecha. Ya en el siglo XX, el héroe moderno es el hombre perdido, que se debate consigo mismo, que no encaja en el mundo y busca su propio centro de gravedad donde autoafirmarse. Pero siempre han sido héroes individuales, enfrentados, ellos solos, a su destino, ya estuviera éste regido por los dioses olímpicos, por la sociedad o por sus propias contradicciones interiores. Esta individualización engrandecía su figura porque les otorgaba el valor añadido de la diferencia. El héroe no es como los demás y esa es su seña de identidad. Claro que ha habido héroes colectivos, ahí tenemos a Fuenteovejuna. Pero hasta en esos casos el héroe se ha diluido entre la masa informe y anónima. Ver a Thor, Iron Man, Hulk o al Capitán América colaborando codo con codo, es arrebatarles de golpe su propia singularidad, su propia historia, que en la mayoría de casos es, por cierto, interesantísima. Porque la grandeza del héroe es también su soledad.

sábado, 3 de mayo de 2014

249. El buen hijo


           
 
Una de las funciones que tiene la literatura es la de entretener al lector. No es mi intención debatir sobre la idoneidad de que las novelas cumplan únicamente este requisito. Obviamente, considero que es insuficiente y que la buena Literatura incluye otros muchos aspectos en los que la mera diversión queda en último lugar o desaparece. No obstante, en ocasiones, al lector le apetece leer este tipo de obras pues contribuye a oxigenar la mente, a pasar un rato amable dejándose llevar por un argumento sin pretensiones.
El buen hijo, de Ángeles González-Sinde, se incluiría en este tipo de obras. Su argumento gira en torno a la vida de Vicente, un chico de 37 años que vive con su madre y que trabaja en la papelería que ésta regenta. A raíz de un accidente doméstico que impide a Marga ir a trabajar, Vicente decide coger las riendas de su vida y dar un cambio radical. Para ello, tiene intención de comprarle el negocio a su madre y de iniciar una relación amorosa seria con Corina, empleada de la papelería. Mas ninguno de estos objetivos llegará a buen puerto, pues su indecisa personalidad y su afán por complacer a los demás se impondrán como un muro infranqueable.
Resulta interesante la psicología del protagonista. Vicente es un hombre anulado, cuyas ilusiones se frustraron cuando su padre falleció y que está condenado a ver fracasar todos sus proyectos, sean de la índole que sean. Mientras los demás pisan con fuerza por la vida, él se arrastra por la suya cual caracol fatigado.
Uno de los méritos de la novela consiste en que el lector empatiza con el personaje y reflexiona sobre la delicada situación que viven muchos treintañeros que comprueban que las piezas de su vida no encajan, que no han sido capaces de formar ni la mitad de su puzzle y que por el camino han ido perdiendo sueños e ilusiones. Todo ello aderezado con dosis de humor que arrancan la sonrisa del lector en más de una ocasión y con un lenguaje muy cinematográfico.
Ahora bien, la novela de González-Sinde se sustenta sobre grandes tópicos que no aportan nada novedoso al tema tratado. Hace reír, hace reflexionar, pero no da ninguna vuelta de tuerca a un tema bastante manido. Como ejemplo, se podría comentar el desenlace de la obra, ese viaje catártico que Vicente decide realizar para volver a comenzar en el punto en que su vida dejó de pertenecerle y se vio relegado a vivir por y para los demás. Se trata de un final previsible que el lector intuye hace algunos capítulos.
Como es sabido, esta novela fue la segunda finalista  del archiconocido Premio Planeta.  Este premio se sustenta en el impulso editorial que ofrece a sus ganadores, quienes ven cómo las ventas se disparan gracias a la potentísima maquinaria de marketing que se activa en torno a estos libros. No importa tanto la calidad literaria de los mismos ni la profundidad de sus temas. El poderoso caballero don dinero se hace dueño y señor de un concurso cuyo fallo es conocido de antemano. No hay emoción ni transparencia en la selección de las obras.
En este caso, nos encontramos ante una novela amena y ligera que no pasará a los anales de la Historia de la Literatura pero que sí figurará en el listado de los Premios Planeta que inundan las librerías cada año mientras otras obras, quizás de muchísima calidad pero de autor desconocido en el mundo editorial, naufragan en cajones olvidados. ¿Para cuándo un certamen literario transparente, en el que se premie la calidad y no el nombre de los escritores?

domingo, 27 de abril de 2014

248. ¡PELIGRO! Chafo los finales



En el fotograma aparece el actor Haley Joel Osment, que se hizo famoso por interpretar al niño Cole Sear en la película dirigida por Night Shyamalan, El sexto sentido. En esta escena, Cole le está confesando al doctor Malcolm Crowe (Bruce Willis) su gran secreto: “En ocasiones veo muertos”, le dice con esa carita desamparada que dan ganas de achuchar. Pero resultaba … ¡Que el muerto era Bruce Willis! ¡Ups!
Si hace 15 años, cuando se estrenó la película, alguien hubiera osado desvelar en mitad de la proyección tamaño enigma, probablemente habría sufrido el linchamiento del resto de espectadores de la sala. Yo no creo haberme expuesto a tal castigo porque, como digo, la película tiene ya 15 años y, aunque alguien no la haya visto todavía, creo que le habrá resultado imposible sustraerse de una de las secuencias más icónicas de la historia del cine, llevada y traída hasta la saciedad y objeto de parodia, que es, probablemente, el indicio más palpable de su popularidad.
Sin embargo, algún lector sí me ha reprochado mi “manía” de desvelar algunos de los finales de las obras que reseño en este espacio. En concreto, la reprimenda ha llegado tras mis últimas tres críticas teatrales: El baile, de Édgar Neville; El malentendido, de Albert Camus; y Julio César, de William Shakespeare. Efectivamente, en las tres he revelado el desenlace. Puedo comprender que alguien no conozca la obra de Neville, autor, por otro lado, injustamente olvidado; y hasta puedo entender que nadie esté obligado a leer a Camus. Pero oiga, la cosa ya va siendo algo más grave si se ofende usted por haberle descubierto que al final de la obra de Shakespeare, Julio César es asesinado ¡Y a manos de Bruto! A este paso, cuando hable del Quijote tendré que evitar decir que Alonso Quijano muere. ¡Y que muere cuerdo! Sí, sí, cuerdo, como lo oye. O que Romeo se suicida tras creer que Julieta había muerto. ¡Pero ella no estaba muerta, que estaba dormida! Hay que ver qué cosas se inventaba el Güiliam Sequésperi, ese. O que Jesucristo resucitó. Pues sí: abrieron el sepulcro y allí no había ni Dios. Vaya, lo he vuelto a hacer. Es que no lo puedo controlar, tengo una manía de chafar los finales al personal…

La anécdota ilustra dos problemas graves de nuestra sociedad. Primero, su alarmante nivel cultural, lo que no es óbice para que este lector molesto utilizase para reprenderme el término spoiler, que de estúpidos modismos sí estamos bien servidos. Este es de los que se van de shopping pero nunca a las librerías. El segundo problema es el ya insoportable pragmatismo que, en literatura, va unido a esa necesidad de consumir libros con el único fin de deglutir historias. Como si un producto artístico no valiera por sí mismo, independientemente de conocer o no el final de su argumento. Bajo ese punto de vista, las relecturas, por ejemplo, no tendrían ningún sentido porque el final ya se conocería de antemano; o el género del romance no se entendería, porque, por no tener, no tiene ni final. Cuando voy al teatro, suelo leer la obra previamente, aunque me anticipe el desenlace. Ello no resta un ápice del placer que experimento una vez sentado en el patio de butacas.  Porque en literatura no interesa tanto el “para qué” sino el “cómo”. Nuestro spoiler más trágico e infalible es aquel que nos asegura que la muerte a todos nos aguarda. Sí, lo siento: una vez más le he chafado el final. Pero acabará disculpándome si se olvida de ello y atiende a lo que realmente importa: cómo escribe uno las páginas de su vida antes de cerrar el libro. Así en la vida como en la literatura. 

domingo, 13 de abril de 2014

247. Julio César



William Shakespeare escribió Julio César en su etapa de madurez, aunque la obra permaneció inédita hasta 1623, siete años después de su muerte. Para su confección, Shakespeare se basó en las Vidas paralelas de Plutarco, aunque no en la versión del biógrafo griego sino en la traducción de las mismas vertidas al inglés por su contemporáneo Thomas North. Si el asesinato de Julio César ha sido de por sí uno de los magnicidios más fascinadores que ha dado la historia de la humanidad, con la versión literaria de Shakespeare el hito ha quedado ya definitivamente fijado de manera indeleble en el imaginario histórico colectivo.
Se suele decir que los temas que han preocupado y preocupan desde siempre al hombre están ya todos en Shakespeare. Muestra de ello es que todas sus obras pueden leerse sin menoscabo de su vigencia y universalidad. Por eso mismo, los directores teatrales, que tienen la mala costumbre de rescatar obras clásicas sólo cuando en éstas se reconocen temas de actualidad (como si uno no pudiera disfrutar de una obra de teatro clásico porque sí), echan mano muy a menudo del inmortal dramaturgo inglés y rara es la temporada en que no circula por las tablas españolas alguna obra del autor de Stratford. En Julio César, efectivamente, se dan buena cuenta de algunos de los males que laceran nuestra vida política. Casio representa la perversión del lenguaje. Envidioso de la gloria de César, la persuasión de su oratoria convence a Bruto para que éste tome partido en la conspiración; no le va a la zaga Marco Antonio que, una vez muerto César, trata de sacar rédito erigiéndose como su vengador, arrogándose así una legitimidad de la que él mismo se ha investido. Marco Antonio tiene, también, el don de la palabra. Su arenga al pueblo demuestra la volubilidad de la opinión pública y la sencilla maleabilidad de una ciudadanía ignorante. Hasta César queda desmitificado, cuando Shakespeare lo ridiculiza haciéndolo receloso, supersticioso, vulgarmente orgulloso, fanfarrón y epiléptico. Sólo Bruto sale bien parado porque antepone su lealtad a la República, sobre la que ve cernirse la sombra de la tiranía, a su amistad con César. Bruto es sólo un instrumento de los ambiciosos. Al final de la obra, Octavio manda sepultar el cadáver de Bruto, pero esto es sólo una concesión de Shakespeare, que quiso homenajear sus virtudes cívicas. Hoy sabemos que fue decapitado y que su cabeza fue arrojada a los pies de la estatua de César.

Paco Azorín ha revisado el clásico en una espléndida versión que está de gira por España. El director murciano ha mejorado, además, uno de los defectos de los que, a mi entender, adolecía el texto de Shakespeare (perdón por el anatema): la escasa evolución psicológica de Bruto. El escritor inglés, que trató admirablemente el tema de la duda en su Hamlet, no construye, sin embargo, un Bruto que se debata claramente en su conflicto interior. En la versión de Azorín, en cambio, Tristán Ulloa es la encarnación misma de ese sufrimiento. José Luis Alcobendas está fantástico en la representación del sibilino Casio; y Sergio Peris-Mencheta (Marco Antonio) se sale de las tablas, sobre todo en los pasajes donde se dirige al pueblo de Roma para moldear a su antojo las mentes de la plebe. A Mario Gas le falta alguna letra de su apellido. En cuanto a la escenografía, es un acierto convertir el patio de butacas en un ágora romana, como lo es también la sobriedad decorativa, un obelisco egipcio, símbolo del poder. Hay que estar muy atento a la mejor escena de la obra: cuando Marco Antonio lanza su perorata al pueblo instigándole a la rebelión contra los conspiradores, se hace la oscuridad en el escenario y callan de golpe las aclamaciones de la plebe exaltada, para dejar oír las estremecedoras palabras que Marco Antonio pronuncia para sí mismo, una vez que ha plantado la engañosa semilla del verbo en las conciencias de las gentes: “¡Maldad ya estás en pie! ¡Toma ahora el curso que quieras!”

miércoles, 9 de abril de 2014

246. El centro de la sombra



Ramón Bascuñana ha ganado el XXIX Premio Juan Bernier de Poesía, concedido por el Ateneo de Córdoba, por su libro El centro de la sombra. El eje vertebrador de su poemario es, eminentemente metapoético. El poema aparece como el artefacto redentor que alivia el sufrimiento de la existencia y a cuyo amparo, se halla un atisbo de eternidad. En el espejo de sus versos, el poeta halla su identidad, aunque sólo vislumbrada por la “frágil pureza del lenguaje”. El poeta se erige como intérprete del mundo y de sus arcanos, capaz de descifrar “el alfabeto secreto que yace detrás de todos los cuerpos”. En esta empresa está siempre asistido por la herencia de los poetas antiguos, “el eco de los que me precedieron”, cuyas resonancias aparecen transparentes en muchas partes del libro. Pero la palabra poética no sólo retira el velo de lo inaccesible sino que también ejerce una labor demiúrgica de construcción del mundo, “porque las cosas son únicamente / cuando puedes nombrarlas”, fórmula que ya habían ejecutado con más acierto Jose María Valverde o Blas de Otero, entre otros. La visión del poeta es siempre hacia dentro, como un parapeto contra el mundo: fuera quedan sólo los “bárbaros” y la imagen pública del escritor, cargada de convencionalismos de oficio que nada dicen de su verdadera esencia. Bascuñana censura también la labor quirúrgica del academicismo crítico, otra manifestación del bárbaro de ahí fuera, que disecciona el poema hasta desvirtuar su sustancia (pedimos perdón aquí por aplicar el bisturí).
Otros temas del libro son el amor, repartido entre la nostalgia y la frustración; la evocación de la infancia, con ecos machadianos en el poema “Canción”; el paso del tiempo y la decrepitud a él asociado; y varios poemas metafísicos con tendencia al nihilismo.

En el debe del autor, cabe señalar cierta jactancia y autocomplacencia en la figura del poeta sufriente, que se antoja algo exhibicionista e impostada. En ocasiones los versos caen en el puro ripio sin la necesaria reformulación: valles de lágrimas, castillos en el aire o de arena, torres de marfil, mares embravecidos, naufragios vitales, levedades del tiempo, el amor como enfermedad... El catálogo de versos ajenos que le sirven para la glosa es sobreabundante; he localizado incluso una canción de Mocedades, que luego escuché en la voz de Cecilia y Julio Iglesias. No todo vale en virtud de una supuesta intertextualidad. Existen también algunas contradicciones conceptuales; rimas forzadas, próximas a la métrica urbana del rap; y un lenguaje que el jurado del premio ha catalogado de “cercano y directo” y que yo dejaría en “prosaico”. Para terminar, los ejes temáticos que debieran hilvanar las tres secciones del libro resultan confusos y faltos de unidad. En definitiva, El centro de la sombra es una obra meritoria, cuyos defectos sólo encierran la virtud de dejarnos a la espera de un próximo libro, capaz de reconfortar la tibieza que nos ha dejado éste y de confirmarnos al buen poeta que sabemos que es Ramón Bascuñana.  

domingo, 6 de abril de 2014

245. Cuarto menguante



Aunque el fenómeno del microrrelato no es nuevo (pienso ahora en Borges o Cortázar y, si me apuran, en las parábolas bíblicas), lo cierto es que su reflorecimiento sí es reciente, lo que le ha insuflado al género un aire de modernidad que en realidad no tiene. No sé si la extensión de estas pequeñas narraciones puede ser signo de la vida vertiginosa de nuestro mundo: una literatura que se consume con rapidez, apta para quienes, apremiados por ese mal endémico que es el reloj, desean adecuar el ejercicio de la lectura a tramos cortos, con un principio y un final próximos en el espacio narrativo; en definitiva, leer de una sola tacada una historia sin la servidumbre temporal que impone la lectura de una novela larga.
Del microrrelato me preocupan dos aspectos, uno relacionado con el lector y otro con el escritor. El primero es que el género corrobore esa tendencia del homo digitalis al fragmentarismo y a la falta de constancia, síntomas derivados ambos de la inmediatez y dispersión del lenguaje cibernético y su infinita red de hipervínculos, que no permiten reparar más de un minuto en un texto medianamente largo colgado en la red. Como consecuencia, el lector se convierte en un actor impaciente, pragmático, incapaz de perseverar en una trama que no le “enganche” desde el principio y con una preocupación prioritaria por la acción y por llegar al final cuanto antes. El segundo punto que me preocupa, el que atañe al escritor, tiene que ver con la deshonestidad literaria. Ahora todo el mundo se ha apuntado a la moda del microrrelato y los escritores de medio pelo parapetan su impericia y su pereza tras el marbete de un vanguardismo mal entendido. Sin embargo, el microrrelato, como el haiku, que es primo hermano suyo, son géneros de una tremenda dificultad porque su carácter sugestivo y el ingenio para la condensación conceptual requieren gran dominio y paciencia en el arte constructivo, el mismo detenimiento, por cierto, que requieren para ese lector con prisas que quizás se equivoque si piensa que al elegir el microrrelato, hallará en él la “ventaja” de la premura. Los microrrelatos se leen con lentitud o no se leen.

Jaume Palau salvaguarda la dignidad del género con su obra Cuarto menguante (Silva Editorial).  Lejos de sumarse al circo vanguardista, el autor tarraconense consigue darle encaje a la tradición reformulándola en sus relatos. Ese es su gran acierto. Así, hallamos originales revisiones de pasajes bíblicos, como el de Caín y Abel, el del carpintero José tallando la cruz de su hijo o el capítulo de Lázaro; versiones de temas mitológicos, como el de Ícaro; tópicos literarios como el beatus ille; ecos petrarquistas en el concepto del amor como lucha de contrarios o como enfermedad; referencias a Kafka, etc. Especial interés tienen las estampas históricas y las inspiradas en obras de arte, imbuidas de lirismo evocador. No faltan la crítica social, cruda a veces, irónica otras, siempre ética; las reflexiones metafísicas; el humor; historias futuristas; de terror o sobrenaturales; metaliterarias; y una atmósfera orientalista en algunos relatos, que tan bien casa con las moralejas y el carácter sentencioso que a veces suele alimentar el género. Si acaso sobra en algún relato un exceso de prosaísmo y en otros, sobre todo los ligados a la cotidianeidad, se peca de cierto maniqueísmo que no deja margen para la sugestión, virtud que precisamente forma parte sustantiva del microrrelato. El libro termina con las “Semillas”, pequeñas frases próximas al aforismo realmente deliciosas, y cumple de esta manera el plan inicial indicado por el título: los relatos van menguando su extensión conforme se avanza en su lectura hasta llegar a la mera oración. Antonio Luque Ávila ha ilustrado algunas piezas con poemas visuales, que complementan la lectura de los relatos. Cuarto menguante es una recomendable degustación literaria que, como ocurre en los restaurantes gourmet, deleitan el paladar pero le dejan a uno con ganas de más. Precaución: el microrrelato puede ser adictivo.

domingo, 30 de marzo de 2014

244. Suárez, Machado y Santa Teresa



Para los que mediamos la treintena, no es fácil hablar de Adolfo Suárez. Durante su primer gobierno de transición ni siquiera habíamos nacido; y su segunda etapa, ya elegido en las primeras elecciones generales tras la dictadura, coincidió también con la feliz inconsciencia de nuestra primera infancia. Si la democracia estaba en pañales, los de mi generación compartíamos sus balbuceos. A mí me cuesta hablar de Adolfo Suárez porque siento que no me corresponde. Su figura es lo que dicen mis mayores, lo que cuentan los libros de Historia, los periódicos, los reportajes televisivos. Uno prefiere callarse y esperar a que su grandiosa presencia se imponga sola en ese barbecho de la memoria que aguarda la germinación de los grandes descubrimientos. Y, sin embargo, hijos de la Constitución como somos (yo nací el mismo 1978), mi generación es la que, fundamentalmente ha recibido su legado (con el deterioro de los que no han sabido seguir su estela) y, por lo tanto, los que más debiéramos volcarnos en manifestar nuestro agradecimiento. A los de mi quinta la democracia nos ha venido de serie. Nacimos y la democracia ya estaba allí. Quizás por ello tendemos a veces a pensar que los derechos que disfrutamos son inmanentes al mero hecho de ser y estar en el mundo (idea que suscribo) pero no tanto a pensar que surgieron por el coraje de los que nos antecedieron. Al oír a alguien decir que no votará en las próximas elecciones porque “pasa del tema”, siento una enorme tristeza al recordar el rostro sufriente pero luego felizmente aliviado de Suárez, aquel 5 de julio de 1976 cuando las Cortes aprobaban el Proyecto de Ley de Asociaciones Políticas; o la valentía heroica del presidente al permanecer digno en su escaño, durante el asalto golpista del 23F; o la mirada siempre limpia y honesta, rebosante de ilusión y nobleza, cuya luz llenaba la pantalla toda del televisor. Por Suárez he sentido siempre una fascinación como pocas.

Es llamativo el proceso de beatificación que Suárez está recibiendo tras su muerte cuando en vida caminó tan solo. Muchos de los que ahora lo alaban, se le opusieron furibundamente, tanto desde la izquierda, como desde la derecha; tanto la Iglesia como los militares. Fue denostado por todos, incluso por su propio partido. El día que se supo que el Rey le nombraba presidente del Gobierno, el entonces prestigioso periodista Emilio Romero escribía en tono de chanza: “Santa Teresa ha hecho otro milagro”, en alusión al origen abulense de Suárez y al escepticismo que su nombramiento generaba. Otro insigne escritor, menos místico que Santa Teresa, vino también en su socorro. El 9 de junio de 1976, en su discurso sobre la Ley de Asociaciones, Suárez termina citando unos versos de Antonio Machado:

“Está el ayer alerto
 al mañana, mañana al infinito 
 hombres de España, ni el pasado ha muerto,
 ni está el mañana –ni el ayer-, escrito”. 

Pertenecen al poema “El dios ibero”, de Campos de Castilla. En él el poeta sevillano, se debate entre la rebeldía a un dios tirano y castigador y la sumisión resignada a la ventura que éste le depare, para concluir en el “hombre ibero de la recia mano” dueño de su libertad y de su destino. En nuestra España, el “hombre ibero de la recia mano” ha sido Adolfo Suárez. Él abrió con sus manos las besanas de nuestra tierra para que los españoles pudiéramos ararla, despojándola de “cardos, abrojos y bardanas”. Y en ello estamos aún. Emilio Romero se equivocaba. El milagro de Santa Teresa no fue que Suárez saliera presidente. El verdadero milagro es que en España aparezca un político que remotamente pudiera parecérsele.

domingo, 23 de marzo de 2014

243. El invitado amargo



Vicente Molina Foix y Luis Cremades han escrito al alimón este libro de memorias, donde se recoge la relación sentimental que ambos escritores mantuvieron entre 1981 y 1983, aunque el espacio cronológico se dilata en el libro más allá de la ruptura, hasta nuestros días. El primer reparo que se le impone al lector reside en la propia razón de ser del libro. ¿A quién pueden importarle de verdad los detalles íntimos de una historia de amor que nadie les ha pedido? Después de conocer los entresijos de esa relación, puedo entender que la obra atesore un valor catártico o redentor para ambos, contribuyendo a cerrar una brecha que reclamaba latente una sutura durante 30 años. Pero fuera de ese valor terapéutico restringido a sus autores, no entiendo por qué el lector debe participar como testigo, sobre todo porque ni Cremades ni Molina Foix son todavía Petrarca y Laura. Si la escritura es una forma de salvación, bastaba con escribir pero sobraba el exhibir. Tres posibles factores justificarían a mi entender esa decisión de publicar estas memorias, relacionados ambos con Cremades. El primero es su enfermedad, relatada en el libro con una nobleza que no cae en el patetismo ni la autocompasión, y que, dada su gravedad, explicaría la necesidad vital de darse en un libro. Jamás me atrevería a verter reproche alguno. El segundo factor, sin embargo, reviste menos dignidad y tiene que ver con el auxilio editorial de Molina Foix, de cuyo padrinazgo Cremades siempre ha querido legítimamente huir y del que, una vez más, no ha podido prescindir para la medra literaria. Finalmente, existe la tentación del juego literario: Molina Foix y Cremades han escrito alternativamente cada uno su parte, después de conocer la parte del otro; esa dependencia del coautor para la continuación argumental propia es ciertamente atractiva por lo que tiene de azaroso en el curso de la narración y por la curiosidad de verse ente de ficción en la memoria del otro. Como ejercicio literario es una experiencia muy novedosa.
El libro, además, cae en cierto exhibicionismo impúdico de la homosexualidad, con cierto tufillo panfletario, que a mí siempre me ha parecido tan contraproducente para el propio colectivo. Y resulta del todo reprobable y prescindible la crónica rosa en la que se desvelan aspectos privados, denigrantes, de escritores muy conocidos, algunos de ellos ya fallecidos. (Por cierto, que hay algún aludido que ya les ha respondido). El invitado amargo tiene retazos de gran libro sino fuera por sus pequeñeces.

Con todo, la obra ostenta también muchas virtudes, como la acertada utilización de los resortes narrativos que novelizan lo biográfico o el sabroso anecdotario literario de los 80 que ofrece un friso vivísimo de la efervescencia cultural de la época. Son también interesantes e inteligentes las reflexiones personales acerca de los procesos creativos o sobre el arte en general, aunque hay cierto narcisismo en algunos pasajes donde se citan e interpretan poemas propios. El libro es también un espléndido ejercicio de intertextualidad con sugestivas y edificantes listas de lecturas personales que encienden la atención del lector curioso. El paisaje alicantino de los 80 resulta asimismo evocador. Pero, ante todo, El invitado amargo es un análisis profundamente desmenuzado de las relaciones amorosas y sus intersticios. Especialmente tierna es la figura de Vicente Aleixandre, cuya faceta de gran gurú en la mediación amorosa es bien conocida. La casa de Velintonia, con ecos de Lorca en esa silla que ocupó Cremades en su visita al maestro, es en el libro un templo casi oracular. La figura de Aleixandre es catalizadora. Aleixandre está presente todo el tiempo incluso cuando no aparece. Mientras su presencia sigue latente en el libro, parece que hay promesa para el amor. Cuando muere, el lector ya sabe que no hay solución posible. Sólo la esperanza de perpetuar ese amor para siempre en las palabras. El amor entre Cremades y Molina Foix fue, en parte, una experiencia vital, pero también la construcción que cada uno ha hecho del otro en el territorio de la memoria y en el de la literatura. En ésta se hallan ambos mucho más verdaderos. En El invitado amargo, una vez más, la Literatura se erige como salvaguarda de lo que la vida no pudo o no supo retener.

Serie Ghostpotters, del artista Roberto González Fernández.