miércoles, 29 de octubre de 2014

267. La fuente que mana y corre



Los primeros recuerdos que tengo de la editorial Alfaguara me remiten a aquellos libros que nuestros maestros nos proponían como lecturas obligatorias durante la EGB, aunque a mí eso de las lecturas “obligatorias” ya me pareciera por aquel entonces un oxímoron en toda regla, cuando todavía no sabía siquiera lo que significaba el palabrejo de marras. Tras aquellas cubiertas de márgenes naranjas primorosamente ilustradas, leíamos las historias de Michael Ende, René Goscinny, Roald Dahl, Angela Sommer-Bodenburg, Paul Biegel, Christine Nöstlinger y otros adalides de la literatura juvenil, a cuya advocación la editorial ha seguido fiel, siendo la colección que atiende a este género, una de sus principales señas de identidad.
Pero por aquel entonces, la editorial llevaba ya más de dos décadas funcionando, desde que en octubre de 1964 la fundaran Camilo José Cela y Jesús Huarte. Porque la nómina de la dirección editorial a lo largo de estos 50 años es tan excelsa como la de los autores publicados. A Cela le siguió en 1975 Jaime Salinas (hijo de Pedro Salinas); a partir de 1980, ya dentro del Grupo Santillana, asumió la primera dirección José María Guelbenzu y en el 93 hizo lo propio Juan Cruz, por nombrar tan sólo a cuatro directores de renombre. 
Fue precisamente durante la dirección de este último, cuando Alfaguara labró una de las piedras angulares de la editorial al tender puentes con Hispanoamérica a través del proyecto “Alfaguara Global”, que editaba simultáneamente en España y América Latina las obras en castellano de las dos orillas. El primer libro publicado sujeto a esta iniciativa fue Cuando ya no importe, la última novela que escribió Carlos Onetti antes de morir. De esta aspiración fraternal auspiciada por la lengua que nos une, escribió Carlos Fuentes: “Formamos entre todos el universo transatlántico de la lengua y de la imaginación en castellano: el gran territorio de La Mancha. Seamos incluyentes, no excluyentes, reconozcámonos al sur y al norte, a ambos lados del Atlántico, en la comunidad de la imaginación y la palabra”. Luego Alfaguara se abrió también al resto del mundo.
Mención aparte merece también el Premio Alfaguara. Yo, que no soy muy amigo de leer novelas premiadas, quizás porque he visto ya demasiadas cosas que no me encajan, cuando he topado, sin embargo, con un libro galardonado por la editorial madrileña, siempre he tenido la sensación de que el criterio del jurado de turno sí se apoyaba en un juicio crítico bien sostenido y no en el amiguismo, las perspectivas comerciales y mediáticas y, en definitiva, el amaño en general. Y las novelas premiadas por Alfaguara, al menos las que yo he leído, efectivamente suelen ser buenas novelas.
Tampoco soy amigo de las cubiertas de los libros, siempre tan engañosas, falsamente prometedoras. Soy más del contenido que del continente. Y, no obstante, cuando uno acude a una librería y se detiene en el anaquel donde se alinean los libros de Alfaguara, no puede evitar echar un vistazo al buen gusto con el que están ilustradas. Y, sobre todo, una vez más, con criterio artístico que es siempre trasunto gráfico de lo que luego nos encontramos en las páginas interiores. Este esmero en las portadas es ya tradición desde que se le encargara a Enric Satué el diseño de las cubiertas en 1975, el mismo que ha diseñado, por ejemplo, los logotipos de la Universidad Pompeu Fabra o el del Instituto Cervantes. Julio Cortázar llegó a decir que nunca le habían hecho a sus libros cubiertas más bonitas.

Alfaguara es una palabra de origen árabe que significa “la fuente que mana y corre”. Este mes de octubre la fuente llevará ya manando 50 años. Para regocijo de los sedientos.

domingo, 21 de septiembre de 2014

266. El mundo de afuera



El colombiano Jorge Franco ha ganado el Premio Alfaguara 2014 por El mundo de afuera, una novela muy correcta que confirma algo que hace tiempo llevo barruntando acerca de la editorial madrileña: que la concesión de sus premios parece sostenerse en criterios literarios bastante más sólidos que los de buena parte de las otras grandes editoriales. Esperanzador aval que adorna la celebración este año de su 50 aniversario.  
La mayor parte de la crítica parece decantarse en sus reseñas de la novela por la ponderación de esa mezcla tan hispanoamericana que conjuga el realismo más descarnado con la fantasía del cuento de hadas. Así lo testimonian los comentarios de la contracubierta y también la cubierta misma, cuya ilustración remite al personaje de Isolda, esa niña que vive encerrada en el castillo que su padre, el rico don Diego, se ha hecho construir por puro capricho, y que se escapa de la férrea disciplina de su institutriz para adentrarse en el bosque contiguo en donde la esperan los almirajes, una especie de conejos con un cuerno de espiral en la frente, que juegan con la niña, la peinan y ensartan su cabello de flores.
Sin embargo, para mí, el personaje más llamativo es “el Mono”, el secuestrador de don Diego, que reúne todas las condiciones contrarias al prototipo. El Mono es un delincuente de medio pelo que vive todavía con su madre; que dilapida secretamente todo el dinero de su banda en pagar los caprichos de un jovencito aprovechado al que ama; que, a la vez, siente por Isolda una especie de veneración espiritual; que hace grandes esfuerzos por demostrar su virilidad entre sus compinches y ante Twiggy, su novia, cuyos requerimientos amorosos es incapaz de satisfacer; que recita admirado los versos de almíbar de un poeta trasnochado; y cuyas amenazas de matar a don Diego si la familia de éste no paga el rescate, nunca acabamos de creernos. Y, sin embargo, el Mono no está concebido como una caricatura del secuestrador canónico ni hay intención de provocar la risa burlona del lector, aunque a veces la produzca. El personaje del Mono es perfectamente creíble y su existencia sin horizontes está revestida de una tristeza que despierta la compasión ante su desahucio vital. El lector puede esbozar una sonrisa apiadada al conocer su historia pero es sólo un rictus que esconde, en realidad, cierta amargura.
El contraste entre Isolda y el Mono es trasunto de los profundos contrastes de Medellín, entre el mundo puro y seguro de la niña y “el mundo de afuera”, donde campan los contrabandistas, los ladrones, los asesinos, la prostitución, la pobreza y la mendicidad.
Me ha resultado casi inevitable comparar El mundo de afuera con El héroe discreto, de Vargas Llosa, con el que comparte la historia de un secuestro, el humorismo perfectamente dosificado, los diálogos eficaces y naturales, la radiografía social y la pizca de fenómeno sobrenatural. Algunos escritores sudamericanos parecen abonados a esa vocación por lo extraordinario, a esos retazos epigonales del antiguo realismo mágico. Sin embargo, algo ha cambiado. Antes los personajes asumían la fantasía como algo natural y real; ahora los personajes ya se sorprenden cuando algo atenta contra la lógica cotidiana. Será que, con la que está cayendo, se nos ha impuesto “el mundo de afuera”. Lamentablemente. 

domingo, 14 de septiembre de 2014

265. Libros que serán




Desde hace ya varias semanas, estoy trabajando sobre los versos de un poeta que ha puesto en mí su confianza para que le prologue su próximo libro. Ya hablé en uno de mis anteriores artículos del embarazo que puede suponer la labor del esforzado prologuista pero, en este caso, el parto no reviste dolor y la criatura nacerá sana sin necesidad de fórceps. 
La experiencia de escribir un prólogo, más allá de la satisfacción que produce el hecho sorprendente de que alguien encomiende el pórtico de su obra al humilde juicio crítico de un columnista de provincias, permite, sobre todo, asistir de primera mano a la gestación del futuro libro y sus vicisitudes: el celo del autor, que va incorporando enmiendas a sus versos, matizándolos sutilmente hasta hallar la precisión expresiva que desea; los cambios en la selección de los poemas que acabarán formando parte del libro; las dolorosas renuncias con las que hay que transigir para cumplir con la tiranía del espacio y de la paginación; pero también el encaje de bolillos con el que tienen que lidiar las editoriales para ajustar sus cuentas, conseguir subvenciones y permitir con ello la publicación del libro en una tirada decente. Todo ese proceso permite conocer íntimamente los entresijos del desarrollo creativo y es una preciosa información sobre la labor de pulimentado de la escritura, donde las virutas desechadas, abortos de poema, tienen tanta importancia como el producto final.

Hay, no obstante, en la lectura de estos poemas todavía desubicados, una especie de profanación, como si uno recorriese impúdicamente esas vísceras de tinta que están lejos aún de su consagración pública cuando mañana se alojen en la venerable nobleza del libro. Los poemas que manejo, que una común impresora casera ha estampado sobre unos folios; que habitan todavía en la incomodidad de una ruda encuadernación de espiral barata; que son pintarrajeados por la pluma-bisturí de un prologuista quizás demasiado metódico; estos poemas, digo, ruborizan mi mirada al contemplarlos así, desarrapados, como si fueran sobrevivientes de una catástrofe a los que se alojara provisionalmente en un frío e impersonal polideportivo.
El poema tiene tres hogares. Es el primero la mente del escritor y habita en ella como en una conmoción que se enseñorea de las potencias todas del autor y se hace soberana. El último es el libro, donde recibe los honores de su majestad en un mausoleo de versos que resucitan en los ojos de quien los lee y se propagan y se perpetúan cada vez que alguien cruza el umbral de la cubierta. Entre ambos hogares, está este cuaderno indigno que reposa ahora sobre mi escritorio. Y el poema, que sabe de su alta alcurnia, humilla orgulloso su mirada al verse así, entre los harapos de este soporte provisional, medio en cueros, expuesto ante la mirada curiosa del diseccionador que practica el tracto poético para extraer de sus entrañas fonemas, ritmos y sutilezas semánticas.

Cuando tenga listo el prólogo y lo mande a la editorial, guardaré este borrador en el lugar más profundo de un cajón y no volveré a sacarlo a la luz. Esperaré a que se haya publicado el libro. Seguramente lo recibiré en mi casa y me halle yo en pijama. Lo abriré entonces con el respeto de quien entra en sagrado. Nos miraremos fijamente el poema y yo. Conozco sus secretos pero ahora es él quien va a escrutar los míos. Y esta vez seré yo quien agache reverencial la mirada y espere la brutal sacudida. Cambiaron las tornas. Los poemas se hicieron libro.

lunes, 8 de septiembre de 2014

264. Septiembre, tan callando.




Entre los profesores de Literatura suele usarse un chascarrillo literario que consiste en remedar los inmortales primeros versos de las Coplas de Jorge Manrique de esta guisa: 

“Recuerde el alma dormida
 avive el seso y despierte
 contemplando 
cómo se pasa el verano  
cómo se viene septiembre 
 tan callando”.

 Si nos pusiéramos estupendos podríamos decir que se trata de un contrafactum a lo docente. El hecho de sustituir en la sextilla de marras las palabras “vida” y “muerte” por “verano” y “septiembre”, respectivamente, no deja de ser una declaración de principios. Desde luego, para los lectores pertinaces cuyas vacaciones coinciden con el verano, la estación estival es la panacea de la “vida” intelectual. Decía Gregorio Salvador, insigne filólogo, que “la propia vida, en su dimensión más profunda, más verdadera, la solemos hacer en el ocio”. En cambio, cuando vuelve la rutina y su molesta servidumbre, obligados como estamos a desempeñar el rol que nuestra vida pública nos ha impuesto, administramos la cicuta de lo cotidiano a nuestras más íntimas vocaciones, aunque dosifiquemos clandestinamente el antídoto cuando nos dejan.
En la travesura poética de antes, sin embargo, hay más de dolorosa resignación ante la poco motivadora vuelta a las clases que otra cosa. El profesor, que hace ya tiempo renunció a ser un transmisor de conocimiento para convertirse en un burócrata; que sufre un desprestigio social auspiciado por las medidas populistas que le reducen sus vacaciones y le rebajan su sueldo; que ha perdido el mínimo de autoridad necesaria para desempeñar su tarea en condiciones y no halla amparo legal para recuperarla; que se encuentra ante unos estudiantes desmotivados porque no somos lo suficientemente juglares como para hacer la ortografía y a Cervantes más divertidos; que lidia con unos padres que siempre están de parte de sus hijos y que han delegado en el profesor las funciones que sólo a ellos corresponde; el profesor, digo, ve “cómo se viene septiembre” y se echa a temblar sin la serena aceptación con que Rodrigo Manrique, “en la su villa de Ocaña”, entregaba su alma a la muerte.
Qué lejos el espíritu de aquella magnífica oda que el aburridísimo Fray Luis de León dedicaba al licenciado Juan de Grial conminándole a subir al Parnaso ahora que “el tiempo nos convida / a los estudios nobles” en otros septiembres de más altos vuelos. Como Fray Luis en esa misma oda, los profesores “del vuelo las alas [han] quebrado” y habremos de conformarnos con subir algún fin de semana al Montsant, o en mi caso a la Sierra de Aitana, que no es poca cosa, que aunque ninguna tiene fuente Castalia, su aire puro, al menos, vivificará el maltrecho espíritu del docente. O podemos bebernos un buen vino con Jesús Martínez Santos, ahora que “llegó septiembre [apurando] en las viñas la sangre de la tierra” y tratar de olvidar.

Pero yo prefiero la terquedad del convencido. Hay un romance de septiembre que yo conozco en su versión venezolana, concretamente de la ciudad de Trujillo, que dice así: 

“El veinticuatro de septiembre
 cayó un marinero al agua 
 y el diablo, como sutil,
 le replicó en la otra banda: 
 ¿Qué me pagas, marinero,
 si te saco yo del agua?  
Te daré mis tres navíos, 
mi oro y toda mi plata, 
 mis hijos para servirte
 y mi mujer por mulata".

 Entonces, el diablo le responde: 

“No quiero tus tres navíos, 
 ni tu oro ni tu plata, 
 ni tus hijos pa servirme,
 ni tu mujer por mulata, 
 sólo que cuando te mueras
 a mí me entregues el alma”
El marinero replica: 

“Una sola alma que tengo
 a Dios se la tengo dada, 
 el corazón pa María ,
 mi cuerpo a la mar salada”. 

Ya se ve que el marinero atendía a su fe antes que a su vida. Y yo, para quien la Literatura es religión y su enseñanza mi honroso apostolado, voy a hacer como el marinero. No pienso entregar el alma al diablo de la desazón y el desaliento. Este septiembre tampoco.

domingo, 31 de agosto de 2014

263. Stefan Zweig, un grande.



Doy gracias a la vida por haberme permitido leer a Stefan Zweig. No sólo por el insuperable placer estético que produce deleitarse con sus novelas, sino por la inspiración que la inmensa personalidad de este prototipo del perfecto prohombre genera en espíritus tan necesitados de modelos redentores, espíritus como este pobre y menesteroso y anhelante espíritu mío.
En pocos hombres como Stefan Zweig he notado tan palmariamente una entrega más apasionada por la cultura en general y por la literatura en particular. Hay en su relación con el arte algo más que la sublime elevación que toda manifestación artística provoca en el tuétano de un alma sensible. Es más que eso. Es la convicción inexpugnable de que la salvación toda  está en el arte, es la conciencia esperanzada de que el arte acabará por extirpar todo lo malo que hay en el mundo, que acercará a los hombres, independientemente de su raza, lengua o credo ideológico y los unirá en una Arcadia común basada en la ventura de la reciprocidad.
La Arcadia era Europa. Pero Zweig, austríaco judío, tuvo que vivir dos guerras mundiales y una lacerante persecución para ir perdiendo la ilusión. Y, pese a ello, en mitad de ambas contiendas, Zweig mantuvo y exhibió sus contactos con los literatos del “bando enemigo” tendiendo el puente de la reconciliación a través de la cultura frente a la incomprensión de las bombas. Viajero pertinaz, se empapó de todas las sensibilidades, se sintió en casa allá donde viajara porque más allá de las diferencias reconoció siempre en la universalidad del arte esparcido por el mundo, su verdadero hogar. Pero era la Europa de los nacionalismos exacerbados, “la peor de todas las pestes […], que envenena[n] la flor de nuestra cultura europea”, que niegan al otro y ponen la venda en los ojos de los hombres. Poco a poco, Zweig se daba cuenta de que su sueño europeo, aquel mundo de ayer lleno de seguridades y optimismo recogido en sus imprescindibles y absolutamente deliciosas memorias (El mundo de ayer, Acantilado), llegaba a su fin. Cuando, tras su huida de Hitler, que todo le arrebató, comprobó en su exilio de Brasil que el nazismo se extendía por Europa sin solución de continuidad, ni siquiera el asidero íntimo del arte le sirvió de nada. La mañana del 23 de febrero de 1942, un criado de su retiro de Persépolis halló su cadáver y el de su mujer, las manos de ambos enlazadas, en la cama de su habitación. Ese mismo año había acabado sus memorias y el día antes del suicidio había entregado a su editor su última novela.
Su trabajo como biógrafo, lleno de grandes y sugestivas semblanzas que alcanzan en sus evocaciones auténtico lirismo; sus novelas de prosa elegantísima y ardor intelectual que apenas puede contener y que se desborda del corsé del género; la humildad con que siempre afrontó su éxito, que contrastaba con la alegría altruista que le producía el mérito de los demás, tantas virtudes convierten a Stefan Zweig en un referente ineludible de la cultura europea, ahora, por fin, reivindicado tras un período de incomprensible ostracismo. Pero, sobre todo, su perfil humano es un ejemplo trágico de la grandeza del arte y también de su terrible vulnerabilidad.

Quiero dedicar este artículo a mi maestro, maestro de tantos, don Ramón Oteo, cuya vocación estética y ética ante el arte, cuyo talante ilustrado y europeísta, amor entregado a la literatura, humildad y bonhomía, nobleza y generosidad, tanto comparten con las virtudes de Stefan Zweig, autor, por cierto, que él mismo ponderó y recomendó. Con todo mi agradecido e infinito afecto.


ÁLBUM: TRAS LOS PASOS DE ZWEIG EN VIENA

Casa natal de Zweig. Schottenring, 14

Placa en la casa natal
Instituto donde estudió Zweig (Wasagasse, 10). Que esté de obras tiene su simbolismo: Zweig guarda un mal recuerdo de sus años de estudiante en este centro y apelaba por una reconstrucción del sistema educativo.

Placa junto al instituto
Exposición sobre Stefan Zweig en el Museo del Teatro (Palacio Lokowitz). Las cajas de cartón repartidas por la estancia representan la continua provisionalidad de la vida de Zweig y su incansable espíritu viajero. La exposición contiene vídeos, retratos y los famosos manuscritos de autores y músicos que el autor coleccionaba con tanta pasión. Emocionante y absolutamente imprescindible.

Café Central, que Zweig frecuentaba (Freyung, junto al Palacio Ferstel). Estamos sentados en su misma mesa

Fachada del Café Central

domingo, 17 de agosto de 2014

262. Visitas teatralizadas



Que la nueva pedagogía es enemiga de la educación, o por mejor decirlo, de la formación, es algo de lo que ya nadie podrá dejar de convencerme. A estas alturas, mi descreimiento sobre los inventos educativos ha alcanzado tal grado de escepticismo, que huyo de los cursillos de formación permanente del profesorado casi tanto como de los libros de Clara Sánchez (aunque creo que prefiero los cursillos). Desde que los niños sólo deben aprender aquello que puedan ver y tocar porque el resto de conocimientos está fuera su centro de interés inmediato y no es significativo; desde que la memorización ha sido desterrada de las habilidades didácticas; desde que la motivación (palabra sin la que es imposible sobrevivir en el siglo XXI) debe asistir a todas las actividades realizadas en el aula (como si la mera curiosidad por el aprendizaje no supusiera suficiente motivación o, si nos ponemos prácticos, la obtención del título académico en una sociedad con el 55% de paro juvenil); desde que las clases magistrales son cosa de otros tiempos; desde que no se entiende a un maestro si no es asido a su Power Point; desde que los profesores han tenido que ajuglararse para hacer más divertidas las clases; en fin, desde que los “peda-gogós” de la nueva hornada han inundado de vacua verborrea los planes de estudio, los niños saben muuuucho más que antes. Ahora los niños conocen cómo vestían los romanos, qué comían los romanos y cómo se divertían los romanos pero ni rastro de las dinastías, emperadores, acontecimientos políticos y cronologías. Los niños, al finalizar la ESO se han doctorado en Laura Gallego pero no tienen ni idea de los clásicos porque éstos están fuera, una vez más, de su “centro de interés”. Cabría pensar que los “peda-gogós” legitiman sus teorías acudiendo a aquel concepto de la “intrahistoria” unamuniana o a la máxima del prodesse et delectare pero estos no han leído a Unamuno ni a Horacio en su pedagógica vida.

Lo grave del caso es que esta corriente se está instaurando ya también en el mundo de los adultos. Si ahora uno realiza, por ejemplo, una visita guiada a un yacimiento arqueológico, se va a encontrar con que unos tipos disfrazados de romanos van a sustituir la “árida” y tradicional explicación de un especialista en la materia por una vergonzante bufonada donde tiene más interés la performance de los personajes que la información estrictamente académica. De tal manera que, al final, uno tiene que acabar conformándose con leer la exigua información que aparece en los paneles del yacimiento si quiere aprender algo, mientras el resto del grupo se aborrega ante las bobadas de los faranduleros togados. Pero claro, todo sea por divertirse; todo sea en virtud de la amenidad. Cuando se hablaba de democratizar la cultura, no se quería decir que nos trataran a todos como a idiotas. Hasta el menos formado tiene derecho a saber qué es un capitel jónico sin que para ello un imbécil disfrazado de columna tenga que colocarse en la cabeza una peluca con dos rulos. No se debe confundir la promoción cultural con la banalización, ni el entretenimiento con la falta de rigor. Y lo más triste es que ese actor improvisado a quien hace unas líneas yo he llamado injustamente imbécil, sea aquel arqueólogo auxiliar del yacimiento, que tras la nobleza de su hermoso trabajo, tenga después que humillar los conocimientos adquiridos a base de años de esfuerzo y sacrificios, al dios tirano de esa pedagogía ludópata que nos está haciendo zoquetes rematados a todos.

domingo, 10 de agosto de 2014

261. Ja, ja, ja



Si el personaje de una novela ríe ostensiblemente podemos utilizar la interjección “ja” repetidas veces. De la risa a la carcajada distan unos cuantos “ja” que podemos añadir a voluntad y así medimos su intensidad; cuantos más “jas”, más fuerte es la risa. Si dicho personaje es gordo, corpulento o presenta maneras embrutecidas podemos usar una variante de la interjección de marras modificando sólo su vocal: “jo, jo, jo”. Hay más posibilidades. En el caso de que quien ría lo haga irónicamente o encierre en su risa una doblez o una segunda intención, utilizaremos “je, je, je”. Puede que ría una abuelita entrañable o un duendecillo travieso y entonces dirán: “ji, ji, ji”. Es menos frecuente la interjección “ju”, que yo veo más cercana a la carcajada incontrolable o delirante, con alargamiento de vocal en la primera secuencia de una estructura trimembre: “juuuu, ju, ju”.
La RAE recoge las cinco modalidades. Todas, excepto “ji”, son definidas como la interjección usada “para expresar la risa, la burla o la incredulidad”. Para “ji”, se reduce sólo a la risa, sin más. Cosas de la RAE. Y como la RAE permite el uso de esta clase de palabras y nosotros acabamos ahora de realizar una taxonomía muy científica de su uso, el escritor de turno se siente aliviado y legitimado para hacer acopio de ja-je-ji-jo-júes y colocar su hilarante exclamación cada vez que alguno de sus personajes tiene que reírse.
No hay nada que me produzca peor impresión en un novelista que la pereza expresiva. Si a un escritor no le importa despachar cuatro folios en veinte minutos es que tiene un problema, a no ser que sea un genio, claro. Un párrafo donde no se hayan sudado y sangrado cada una de las palabras escritas en él hasta alcanzar, la precisión y las connotaciones exactas, no debiera tomarse por trabajo literario. A lo sumo, por una buena redacción, que no es lo mismo. Y fíjense que hablo de un párrafo. Por eso, no es igual que en la intervención del personaje X el novelista escriba: “ja, ja, ja”, que escribir: “ X se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor”; o “X se reía como una escarapela de carnaval”; o “X reía como la tierra cuando la rompe un terremoto, y él mismo parecía que iba a quebrase con la risa”; o “X reía como el mar que siente carbones en su vientre”; o “X se reía como el eco de un nombre amado en una tierna sonata de abril”; o “X reía como boca que volaba, como corazón que en sus labios relampagueaba, risa victoriosa de las flores y de las alondras”; o, simplemente, “X reía”.
¿Por qué reducir el idioma literario, que debiera ser artístico y sublime, al balbuceo gutural de las cavernas, a la burda onomatopeya del ruido cotidiano, al lenguaje simplificador del tebeo y del whatsapp?  Probablemente porque es más fácil, cuesta menos esfuerzo, es más rápido y, total, nadie se va a dar cuenta. Pero ¿quién dijo que escribir fuera sencillo? ¿Quién ha dicho que no requiera sacrificio y muchas horas de frustraciones? ¿Quién ordena, aparte de la premura de algunas editoriales y de la tonta ambición y vanidad del escritor, que una novela deba escribirse en cuatro días aunque sea en menoscabo de su calidad? ¿Y quién dice que no hay lectores exigentes que van a cribar una novela al primer “ja-ja-já” con que topen?

Pero si no están de acuerdo conmigo, hum, lo lamentaré mucho, snif, y dejaré de zzz a ustedes por hoy. Así es que, shhh, ya me callo, zas, levanto el chiringuito y hasta la próxima semana, pachín catapum chimpum. 

domingo, 27 de julio de 2014

260. Sefarad



El Gobierno ha aprobado un decreto según el cual concederá la nacionalidad española a todos aquellos sefardíes que así lo deseen. Aunque esta decisión tenga, probablemente, más de simbólico que de práctico, no deja de ser una reparación del agravio histórico que España arrastra con la comunidad judía desde 1492 cuando los judíos españoles fueron expulsados de su amada Sefarad, bajo el reinado de los Reyes Católicos.
El vínculo de los judíos sefarditas con España es uno de esos casos asombrosos de arraigo y lealtad hacia una tierra. Pese a la injusticia recibida, muchos de los descendientes de aquellos judíos conservan, después de más de 500 años, la llave que abría las puertas de las casas de sus antepasados en España, heredada de generación en generación, y mantienen en lo más profundo de su ser un sentimiento de pertenencia que parece inconcebible para alguien que, en muchos casos, ni siquiera ha pisado España en su vida. Cuenta el escritor Manuel Vicent que llegó a conocer en un bazar de Estambul a un sefardita comerciante de ámbar que, tras una ardua búsqueda, logró encajar su llave en la cerradura de la casa de sus antepasados en Toledo. La cerradura se encontraba entre los cachivaches de una almoneda regentada por un gitano de Plasencia.
Por otro lado, el judeoespañol, esa lengua anclada en el tiempo que todavía conserva los rasgos fonéticos y léxicos del castellano del siglo XV, se sigue hablando, sobre todo en Israel y en Turquía, amén de otros lugares del mundo; en total, se calcula que lo usan cerca de 150.000 hablantes y hasta se editan revistas en ladino.
La expulsión de los judíos españoles fue uno de tantos desatinos de los que está plagada nuestra historia patria. Evoco con vergüenza las conversiones forzadas, siempre bajo sospecha; los contrabandos de cédulas para conseguir apellidos asturianos que le emparentasen a uno con aquellos cristianos viejos de la Reconquista; las delaciones… Y, sin embargo, lo más granado de nuestra literatura, los autores de los que nos sentimos más orgullosos, fueron probablemente judíos conversos o descendientes de éstos: el autor anónimo del Lazarillo, Fernando de Rojas, Cervantes, Quevedo, Góngora, entre tantos otros. De Cervantes el historiador José Enrique Ruiz-Domènec cuenta las macabras pullas que recibió el escritor el día de su enterramiento, un sábado, por parte de quienes le querían mal, pues, Cervantes, que había defendido su ascendencia de cristiano viejo durante toda su vida, demostraba su origen judío al cumplir escrupulosamente con la religión hebrea, ya que nadie podía negar que el día sagrado del sabbath, efectivamente, Cervantes descansó. Hasta ahí llegaba la barbarie por cuenta y obra de una raza, una lengua o una religión.

Sirva este desagravio que ahora quiere instaurar el Gobierno de España para recordar a quienes quieren limitar nuestra identidad, que no existe una manera canónica de ser y sentirse español, como no la hay de ser y sentirse catalán; que es absurdo perderse en la noche de los tiempos para hallar el momento auroral en el que nace una conciencia nacional española o catalana; porque somos hijos de los pueblos prerromanos; de griegos, fenicios y cartagineses; de romanos, visigodos, judíos y musulmanes, y de ese mestizaje estamos hechos; que eso de la lengua “propia” de un país es una entelequia porque, en último término, aquí somos todos hijos del latín y, si me apuran, del indoeuropeo. Quienes, escudriñando afanosamente por las páginas de la Historia, se obsesionan en hallar aquella fecha histórica concreta que reivindique una suerte de sentimiento nacional, se comporta con una absoluta arbitrariedad porque uno siempre puede remontarse aún más en el pasado o partir de la data que mejor le convenga según su interés. A ver si al final, tanto progreso va a servir sólo para que tenga que ser Alfonso X, un rey de la bárbara Edad Media, quien nos dé lecciones de convivencia.

domingo, 13 de julio de 2014

259. La mujer loca



Si la Biología nos dice que el ser humano es básicamente agua, la Gramática nos dice que el ser humano es radicalmente lenguaje. Y para refutar tal afirmación, hasta los propios biólogos tienen perdido el debate porque el nombre de su profesión está formado por el elemento compositivo “-logos”, que antes de adoptar su significado actual de “especialista”, significaba propiamente “palabra”. En el Evangelio de San Juan se dice: “En el principio existía la palabra” y luego poetas como Blas de Otero o José María Valverde tradujeron la palabra divina de la Biblia a la palabra no menos divina de la Poesía y escribieron sendos poemas que casualmente titularon igual: “En el principio”. En ellos ambos cifraban su existencia y la del mundo en la palabra: “que no hay más mente que el lenguaje, /y pensamos sólo al hablar, / y no queda más mundo vivo/ tras las tierras de la palabra”, se decía Valverde en su revelación más trascendente, mientras Otero repetía como letanía salvadora: “me queda la palabra”.
Algo de todo esto hay en La mujer loca, la última novela de Juan José Millás, publicada en Seix Barral. Entre sus protagonistas se halla Julia, una pescadera que por las noches estudia Gramática porque está enamorada de su jefe, que es filólogo (ya se sabe que “de lo primero que se quita la gente en tiempos de crisis es del marisco y de la Filología”). Al abordar las nociones básicas de la Gramática, Julia descubre un cúmulo de fisuras y contradicciones que para cualquier estudioso de la lengua resultarían ingenuas pero que, observadas con mayor detenimiento, dan lugar a toda una serie de inferencias que rayan en lo metafísico y que, de hecho, son objeto de estudio de la Filosofía del Lenguaje. El repaso por esas irregularidades del idioma lleva a Julia a dos conclusiones radicales: la Gramática no sólo es el trasunto del ser humano sino que éste, además, está al servicio de aquélla y no al revés. Es decir, el lenguaje no es una herramienta del hombre sino parte sustantiva de éste en tanto que lo dirige y le da su ser. Desde luego, esta parte de la novela es la más interesante y creo que acertaré si presagio que hará las delicias, sobre todo de los filólogos, pero también de cualquier lector.
Julia, en sus ratos libres, atiende, además, a una enferma terminal, Emérita, a la que Millás, convertido en personaje de su propia novela desea hacer un reportaje sobre la eutanasia. Aquí empieza el otro bloque temático del libro. El desdoblamiento de Millás diluye las lindes entre el escritor, el personaje de ficción y el narrador, fórmula que tan buen juego ha dado a lo largo de la historia de la literatura. El Millás-personaje conoce a Julia y su atención se dirige desde entonces hacia esa chica extraña a la que se le aparecen frases, habla con ellas, las desnuda y las opera sobre la camilla de una cuartilla y en su locura emite revelaciones deslumbrantes. Tanto es así que se plantea escribir una novela sobre ella (quizás la novela que nosotros leemos), embrollando aún más la “matrioska” literaria. Esta segunda parte, hilada a través de las sesiones terapéuticas que el Millás-personaje lleva a cabo con su psicóloga, es mucho más metaliteraria. En ella se abordan asuntos como la superación del bloqueo creativo, los límites de la novela como género o la dualidad “escritor por oficio” – “escritor por vocación” (en ese sentido, él divide a las personas, escritoras o no, en los “porquesí” y en los “porquenó” de la vida).
 La mujer loca es una novela heterodoxa, premeditadamente inclasificable, un buen ejemplo de esa literatura del extrañamiento, tan cercana a Cortázar y que, en su brevedad, apenas 238 páginas, ofrece infinitas interpretaciones, tantas, que el concepto de relectura no es aquí una opción de refresco sino que queda elevado, en sí mismo, a categoría literaria.

domingo, 6 de julio de 2014

258. Los misterios de París



A Eugène Sue nadie le va a dedicar una efeméride aunque se cumplan los 210 años de su nacimiento. Y ello a pesar de haber sido uno de los escritores más famosos de la literatura decimonónica en Francia, padre de las novelas de folletín propiamente dichas, y de haber cosechado probablemente el mayor éxito que una novela por entregas haya tenido nunca. Nos referimos a Los misterios de París, publicada entre 1842 y 1843 en Le Journal des Débats .
La vida de Sue daría también para otra novela: aprendiz de cirujano en España como auxiliar en las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis, presente en la Batalla naval de Navarino durante la Guerra de la Independencia griega, exiliado político tras el golpe de Estado de Napoleón III y mujeriego y gastador contumaz, capaz de dilapidar en 7 años toda la herencia de su padre. El paso del tiempo no ha sido, sin embargo, bondadoso con él y hoy es un escritor quizá demasiado olvidado. Tal vez su coincidencia en el tiempo con Alejandro Dumas, con quien compartió los años de mayor popularidad, le haya perjudicado.
Si se dispone de tiempo, Los misterios de París es una de esas lecturas propicias para el largo asueto estival. La edición que yo he manejado consta de 894 páginas y letra menuda. Corresponde a la colección “Libro Amigo” de la extinta editorial Bruguera y me costó 1 euro en un mercadillo de libro usado. Nunca 1 euro había sido amortizado con tanto rédito lúdico. El libro es fácil de encontrar. Su protagonista es Rodolfo, príncipe de Gerolstein, quien para expiar una antigua culpa, se mezcla de incógnito, junto a su inseparable Murf, entre los bajos fondos del París del siglo XIX para ayudar a los menesterosos y luchar contra las injusticias que éstos sufren. Es su manera de hacer penitencia. La casualidad querrá que entre las personas a las que socorre, se halle la virtuosa Flor de María, con quien le une un vínculo inesperado que me guardaré de desvelar aquí. La novela es entretenidísima y está llena de lances aventurescos, sorpresas, giros argumentales, amores, reencuentros inesperados, identidades misteriosas, situaciones emocionantes, el humor y, en definitiva, todos aquellos ingredientes que caracterizan a la novela de folletín para bien y para mal. Entre los defectos, la novela adolece de un indisimulado maniqueísmo que distingue muy a las claras a los personajes buenos de los malvados, lo que redunda en la caracterización plana de la mayoría de ellos. No obstante, los hay verdaderamente inolvidables.

Sin embargo, la impronta de Eguène Sue se deja ver en algunos pasajes donde su maestría supera los límites que le impone el género. En gran parte del libro, se aprecia la vocación ilustrada de su autor y, al hilo del argumento, se reflexiona sobre aspectos sociales como el sistema de justicia francés, la educación de los hijos, el estado de las penitenciarías, los matrimonios por conveniencia, la doble moral de la burguesía francesa, etcétera. Toda la novela está imbuida de un sentimiento ético-cívico inspirado en la caridad y en la oportunidad de redención de todo ser humano. Son muchos los casos en los que los personajes reconducen sus vidas hacia el bien, adelantándose, aunque desmantelándolos, a los postulados del determinismo social del Naturalismo. Sin embargo, el inesperado final trágico del libro, deja un poso de pesimismo respecto a la superación de la culpa o del merecimiento del perdón, quizás algo radical. No sabemos si, sobre este particular, Eugène Sue estaba pensando en sí mismo.