martes, 28 de abril de 2015

284. Escupir sobre don Juan



El proceso de desmitificación a que ha sometido Blanca Portillo al Tenorio de Zorrilla adolece en mi opinión de dos defectos insalvables. El primero de ellos parte de una falacia que la actriz y directora quiere colarnos con calzador; consiste esta falacia en tomar como verdad indiscutida que los españoles hemos acabado simpatizando con las atrocidades que don Juan comete a lo largo de su vida disoluta; que miramos con indulgente condescendencia las execrables acciones del personaje; y que hasta admiramos la donosa desenvoltura con que lleva a cabo sus abominables conquistas. Y entonces la Portillo tira de Zorrilla y en cada entrevista que concede, en cada folleto de la obra y en cada representación de la misma enfatiza obsesivamente y hasta el aburrimiento aquellos famosos versos puestos en boca de don Juan, que dicen: “Por dondequiera que fui,/ la razón atropellé,/ la virtud escarnecí,/ a la justicia burlé /y a las mujeres vendí./ Yo a las cabañas bajé,/yo a los palacios subí,/yo los claustros escalé /y en todas partes dejé/ memoria amarga de mí”. Y, claro, la Portillo se escandaliza al pensar que el imaginario colectivo pueda tratar como héroe literario a quien con tan repugnante orgullo presume de tales prendas. Hasta el diccionario de la RAE recoge una entrada con el sustantivo “donjuán”. Pero es que Blanca Portillo no puede arrogarse con sus prejuicios la opinión general de los españoles y mucho menos utilizar ese prejuicio para justificar su versión teatral. Una cosa es que el personaje siga ejerciendo una fascinación entre el público y otra que éste acepte la inmoralidad de sus actos. Si don Juan resulta todavía una figura subyugante no es por su depravación sino  por esa erótica del mal que desde siempre ha perturbado a los lectores y que convierte a los personajes no en hombres sino en alegorías. Es lo que Baudelaire llamó la “voluptuosidad única y suprema de hacer el mal”. Don Juan es un personaje satánico (los versos de Zorrilla aluden a esa condición en numerosas ocasiones) y su atracción no reside en la vulneración de los códigos éticos más fundamentales, sino en la fuerza arrolladora de un espíritu que no es de este mundo.
El segundo obstáculo infranqueable de esta nueva versión es aún más demoledor: el propio texto de Zorrilla. Mientras don Juan no ha sido tocado todavía por la conmoción redentora del amor, la versión de Blanca Portillo funciona bien y consigue su propósito desmitificador: muestra a un don Juan bravucón y despreciable y exagera odiosamente sus vicios como hombre. Acertadísima es la escena donde doña Inés lee la famosa carta de amor; mientras en su ingenuidad recibe las palabras encendidas de la misiva, en un rincón del escenario se representa a don Juan escribiendo esa misma carta en un punto cronológico anterior mostrando a través de sus gestos que las palabras de amor que escribe son en realidad pura retórica y falsedad. Pero en cuanto don Juan se enamora, el aparato deconstructor de Portillo se desmorona. El texto de Zorrilla es meridianamente claro y no da lugar a equívocos: don Juan se arrepiente sinceramente. ¿Qué hacer ante este don Juan humanamente arrepentido si lo que se pretende es destruirlo como icono? La única opción es alterar el texto, cambiar el final. Pero Portillo desea respetar el original y esto es totalmente incompatible con su propósito. El resultado es una representación incoherente, forzadísima, que tiene su sonrojante culmen al final cuando doña Inés, tras perdonar a don Juan, escupe ilógicamente sobre su cadáver. E instantes antes, el propio actor que encarna a don Juan, interrumpe la actuación para interpelar al público y reprocharle la injusta espera de la salvación del héroe. El producto final es así un quiero y no puedo. Y, además, esa vocación exhibicionista de izquierdismo feminista y militante anula otro valor muy de la izquierda buenista: el derecho a las segundas oportunidades. ¿O es que la reinserción es plausible para el violador, el pederasta o el etarra de turno y no lo es para don Juan enamorado? 

martes, 21 de abril de 2015

283. Patria chica




Las azoteas eran el mirador de nuestro mundo de extrarradio, horizonte de cemento, antenas y ropa tendida. El lugar desde cuyas alturas uno aprendía a amar a su barrio y a la vida. Bajo los cables eléctricos y la luz cegadora que reverberaba de las sábanas blancas, Bonavista palpitaba en la honrada pulsión de sus gentes humildes y trabajadoras, a quienes la miseria o la promesa de un porvenir les habían arrancado de sus lugares de origen, trayendo entre los dedos la polvareda perpetua de sus desahucios y en la boca, el tesoro de una lengua tamizada por el cedazo múltiple del castellano. Andaluces, valencianos, extremeños, murcianos, aragoneses, castellanos, que educaban con esfuerzo y abnegación a sus hijos, la primera generación de nuevos catalanes para quienes la capital era sólo una quimera y el pueblo de sus padres el lugar que se visitaba en los veranos, ni andaluces ni extremeños ni catalanes ni nada, herederos sólo de una patria chica entre las lindes de una barriada de periferia rodeada de chimeneas.
Parte de la razón de ser de Bonavista se halla en esas fábricas. El barrio nació como una extensión de ellas, asentamiento que, al abrigo incierto de su señor feudal, recogía a los vasallos proletarios. Y como a todo señor feudal, pagábamos también nuestro tributo a cambio de la protección del jornal. Soportábamos la polución y los olores nauseabundos. El azul de nuestro cielo enfermo adoptaba los tintes purulentos de los gases amarillos. A veces, una fuga accidental de etileno explotaba con estrépito tal que la onda expansiva quebraba los cristales de las viviendas o bufaba las persianas de las cocheras. Mientras tanto, los señoritos de la ciudad acudían al barrio los domingos para comprar en el mercado y tapear en El Paraíso, o se divertían en la Feria de Abril, como aquellos nobles del Renacimiento que se disfrazaban de pastores para sus fiestas bucólicas. Pero al igual que éstos volvían luego a sus palacetes, las gentes de la capital regresaban también a sus pisos de la Rambla y se llevaban el pintoresquismo del barrio y su folclore para la tertulia del café. Nosotros, los charnegos, nos quedábamos con nuestras calles sin asfaltar y las otras viejas demandas urbanísticas; con la contaminación y el miedo a un nuevo reventón industrial a dos pasos de nuestras casas. Y con el orgullo de nuestro mercado, lleno de basura y fruta podrida tras la barahúnda comercial. Las fábricas y el mercado, el segundo más grande de Europa, eran dos de los principales activos económicos de Tarragona. Pero de Bonavista, cuyo concurso resultaba clave, sólo se acordaban para el paseo dominguero, para relatar el crimen del hacha o para constatar que el barrio era el último bastión que resistía los nobles embates del catalanismo “integrador”.

Ahora Bonavista ya tiene su libro. Federico Bardají, junto a Salvador Serrano, Josué Navarro y Ana Tere Nula, presentó el pasado sábado Bonavista. Una biografía social, publicada por Silva, la editorial de Manuel Rivera, a quien nunca podremos agradecer lo suficiente la encomiable labor de mecenazgo que lleva a cabo en nuestra ciudad. Pasear por sus páginas supone, para muchos de los que hemos sido anulados por las banderas, reencontrarnos con algo lo más parecido posible a eso que llaman identidad. El exhaustivo volumen de documentación convierte a la obra en un excelente friso histórico y social que trasciende los límites de su localismo para explicarnos realidades tan significativas como la inmigración y el instinto de supervivencia cultural, de ahí su valor científico. Pero es, sobre todo, una biografía sentimental, un himno de papel que vale para todos los que hemos crecido y vivido en Bonavista. En Bonavista o en cualquier otro barrio, porque ser de barrio es universal. Y aunque un libro no pueda explicar nunca del todo lo que significa ser de barrio, hay barrios que merecen ser explicados en un libro.  



lunes, 20 de abril de 2015

282. León: el panteón del Romancero.



Una confusa masa de sombras bisbiseantes se agrupa en torno. La monótona letanía se adueña de toda la estancia; su murmullo grave espesa el aire, parece trepar por las paredes de piedra, agobiante, como las figuras espectrales que los cirios alargan, sinuosas, sobre los muros, con su fúnebre baile cimbreante. Latines al conjuro de la muerte y danza macabra de las sombras que seremos. 
Doña Sancha se inclina para secar con un paño la frente perlada del rey, ayer coronada de ceniza en San Isidoro. Se muere don Fernando, pero aún tiene aliento para pensar en las heredades de sus hijos. Ofrece León a Alfonso; Castilla a Sancho; Galicia a García. Les hace jurar en su lecho de muerte que ninguno de ellos contenderá contra el otro por los reinos repartidos. Todos juran menos Sancho, que calla. El silencio de Sancho. De repente, irrumpe en la cámara la infanta Urraca y entre voces lastimeras se queja del desamparo en que la deja su padre. Fernando le concede el infantazgo de Zamora; a Elvira le entrega Toro. Doliente se siente el rey, el buen rey castellano, los pies tiene hacia el oriente y la candela en la mano. Ya se le nubla la vista, la ladea hacia don Sancho. El silencio de Sancho. Un estertor y Fernando ya no es Fernando. Salen todos cabizbajos. Sancho y Urraca abandonan la habitación a la vez y se topan bajo el umbral de la puerta; ella le cede el paso a su hermano y al cruzarse se miran a los ojos un instante, quizás algo más. Sancho titubea y luego, ya resuelto, abandona León junto a su amigo Rodrigo, el de Vivar. Desde las almenas, Alfonso y Urraca los ven alejarse. Sancho cabalga con brío, Rodrigo sin espuelas. Sancho se vuelve un momento: Urraca en las almenas.

El panteón de San Isidoro

La basílica de San Isidoro en León, mandada levantar por Fernando I y Sancha para trasladar allí los restos del santo desde Sevilla (viaje digno también de una epopeya), encierra en los sepulcros de su panteón el germen del primer Romancero del Cid. Allí yacen, aparte de otros reyes leoneses, Fernando I y su mujer; y las infantas Urraca y Elvira; también el malhadado infante García, algo anterior, muerto jovencísimo por los Vela, familia rival de Fernán González, el primer conde castellano y del que los romances dieron también buena cuenta. Durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses utilizaron los sepulcros como abrevaderos para sus caballos y exhumaron los cadáveres buscando los ajuares reales. Mezclaron los huesos y destruyeron las lápidas, que hoy no son más que unas mudas losas de cemento. Acaso eso sea el Romancero: un revoltijo de huesos de distintos cadáveres sepultados bajo una lápida anónima. Y, sin embargo, muertos que resucitan cada vez que el pueblo evoca con sus versos los viejos lances de la Historia. En ese momento ya da igual que uno no pueda leer ninguna inscripción sobre los sepulcros ni identificar los regios despojos. Reviven, si es que murieron nunca, y, bajo los maravillosos frescos románicos que adornan las bóvedas, Fernando reparte de nuevo sus reinos, Sancho cerca Zamora, Urraca urde su intriga, Alfonso conspira, el Cid, sin espuelas, no da alcance al traidor Vellido Dolfos… Y repiten su paso por el imaginario colectivo como se repite el calendario románico del panteón, que parece estar allí para recordarnos el ciclo infinito de la memoria. Acaso esos labriegos de los frescos que trabajan la tierra con denuedo entretienen su jornada entonando, mientras laboran, los venerables romances que oyeron a sus padres, sobre esas lápidas sin nombre que son el Romancero nuestro.

A Carmen Fuentes, pulchra leonina.

viernes, 13 de marzo de 2015

281. El misántropo



Cuando en 1666 Molière estrena El misántropo, la situación del comediógrafo francés no era precisamente halagüeña. El Tartufo seguía prohibido desde hacía 2 años y el Don Juan había sido relegado al más absoluto de los ostracismos. No en vano, ambas obras resultaban incómodas para determinados sectores de la sociedad de su tiempo. El Tartufo por su incisiva diatriba contra la falsa religión; el Don Juan por sacar a escena a un impostor de la “intachable” aristocracia. Por lo demás, enemigos ambos, Iglesia y aristocracia, demasiado poderosos como para salir indemne del envite. El misántropo es, pues, un último intento de pellizcar las conciencias con el motivo de la hipocresía y de la falsa moral como estiletes éticos. Tras esta obra, un Molière ya cansado y derrotado, no volverá nunca más sobre esos asuntos.
El protagonista de El misántropo es Alcestes, que ha dejado de creer en el género humano tras comprobar que los usos sociales de su época, los agasajos y lisonjas, ocultan en realidad el interés propio y la insinceridad, imposturas necesarias para encajar en una sociedad que acepta a sabiendas las normas del juego para sostener y perpetuar la ficción de su artificial estatus. Son muchos los ejemplos que se ponen en la picota pero destaca, sin duda, la escena en que Oronte lee su soneto y pide la opinión de Alcestes. Éste, cuya sinceridad es antonomástica, le reprueba a Oronte la baja calidad de sus versos y Oronte, acostumbrado al halago (que no es más que impostura social), reacciona mal ante el exceso de sinceridad de Alcestes. Cuánto me ha recordado esta escena al sonrojante compadreo que se da en determinados círculos literarios, donde unos y otros ensalzan las calidades de obras pésimas y generan laudos en periódicos y blogs con la miserable intención de recibir ellos, algún día, algún trato de favor para sus también deplorables obras.
Miguel del Arco ha revisado el clásico de Molière. Enemigo declarado como soy de las adaptaciones modernas de los clásicos, debo reconocer aquí una felicísima excepción. Me atrevo a decir, incluso, sin incurrir en anatema, que Miguel del Arco ha superado el original. Efectivamente, el texto de Molière es una deliciosa demostración de punzante dialéctica; pero Miguel del Arco logra, sobre esta excelente materia prima, imprimir a la obra una intensidad emocional trágica que no hallo en el tono, digamos, dieciochesco, del frío, aunque certero, juego argumentativo de Molière.
La casa de Alcestes se sustituye aquí por un sórdido callejón a las puertas de una discoteca y el poema de Oronte por una pieza musical. Alcestes, el incomprendido, está en ese callejón, alejado del bullicio de la discoteca. Las puertas de ésta se abren y cierran cada vez que alguien entra o sale, y dejan oír el ruido de dentro, que es un acertado y efectista trasunto del circo social. Desfilan hirientes todos los males de nuestro tiempo: la superficialidad, el falso amiguismo, el borreguismo, la fatua vanidad, el desmérito. Alcestes cree aún en la redención que cifra en el amor que siente por la frívola Celimena. Pero ésta es agente y víctima del espectáculo y cede al lodazal de Oronte. Y ni los versos de Cernuda sirven de consuelo.

Es fácil para los que no participamos de las veleidades de nuestros días, caer en el amargo escepticismo de Alcestes. ¡Es tan fácil volverse misántropo! Quizás hoy más que nunca. Pero cuando uno asiste a montajes como el del Miguel del Arco, el misántropo en ciernes se da cuenta de que los seres humanos somos capaces todavía de hacer grandes cosas. El hombre se dignifica en el arte y, por una hora y media, hasta que se cierra el telón, es posible beber de las mieles de la filantropía que algún día conocimos.

lunes, 23 de febrero de 2015

280. El cura y el barbero



Aún duerme en su estancia nuestro famoso hidalgo, tras el calamitoso encuentro con los mercaderes toledanos, cuando el cura y el barbero acuden a la biblioteca de don Quijote para deshacerse de los libros que le han sorbido el seso al caballero. La biblioteca cuenta con más de cien libros, fondo muy notable para la época. El ama llega con el hisopo y el agua bendita para exorcizar el mal que encierran los volúmenes y a la sobrina le place sobremanera arrumbar con todos aquellos mamotretos ventana abajo. El cura, sin embargo, desea asegurarse antes de no cometer ninguna injusticia y, junto a maese Nicolás, se dispone a realizar el “donoso escrutinio”.
Son varios los estudiosos que nos ponen sobre aviso del riesgo que supone extraer conclusiones precipitadas acerca de los juicios literarios del cura y el barbero a la hora de quemar unas obras y salvar otras. Hay que ser precavidos, dicen, para no entender que tales criterios respondan totalmente a las ideas literarias de Cervantes o que el capítulo constituya, en sí mismo, una poética del inmortal escritor. Sin embargo, las valoraciones del cura podrían pasar perfectamente por la criba de cualquier crítico literario actual. Son fundamentalmente cuatro los aspectos negativos que el cura tiene en cuenta a la hora de defenestrar determinadas obras de la biblioteca de don Quijote.
El primero de ellos es el exceso retoricista y las razones intrincadas. También hoy existen escritores que, en su afán por parecer meritorios, ocultan tras el alambicamiento de su prosa, una verdadera impericia.
El segundo criterio es el de la “dureza y sequedad de estilo”. Es el polo opuesto del anterior. Hay escritores que caen en el prosaísmo o la sosería estilística sin entender que la literatura es un arte basado en el especial cuidado del lenguaje y en ese extrañamiento estético del que hablaba Shklovsky.
La tercera apreciación del cura y el barbero se basa en la verosimilitud. Un texto puede dar rienda suelta a la fantasía más desbordante y es por eso que realizamos el famoso pacto de ficción. Pero más allá de eso, se exige al escritor que el mundo que ha construido se sostenga sobre una coherencia y lógica internas que impidan contradicciones o fallas inexplicables.
Finalmente, se lanzan a la hoguera las malas traducciones. Cuántas obras actuales se echan a perder porque el traductor ha sido incapaz de apresar el espíritu del original.
Nuestra sección de “El cura y el barbero”, que toma su nombre del capítulo cervantino, cumple ya un lustro. Nació para la reseña crítica, aunque con el tiempo se haya convertido en una miscelánea literaria mucho más libre de las ataduras de la actualidad. Durante estos cinco años creo que en mi haber son más los libros salvados que los arrojados a la hoguera. Al fin y al cabo, la crítica literaria debiera ser siempre un acto de amor.
Agradezco a Antoni Coll la estima con que acogió mis textos y su propuesta de colaboración. También doy las gracias a la lealtad de los lectores durante todo este tiempo. Que el hisopo literario y el trasquilón crítico de este cura sin iglesia y de este barbero sin bacía, continúen aspergiendo su amor por la literatura y adecentando las barbas del lector peregrino. Que no nos tapien, como al bueno de don Quijote, nuestra biblioteca. Que esta locura nuestra bien merece su pequeño Toboso donde rendir pleitesía a la eterna dama de la Literatura.

domingo, 15 de febrero de 2015

279. Jugadores


 
Pau Miró ya estrenó Els jugadors en el Teatre Lliure de Barcelona en 2011. Entonces formaban el elenco de actores Boris Ruiz, Jordi Boixaderas, Jordi Bosch y Andreu Benito. Dos años más tarde se presentó en Nápoles, bajo la dirección de Enrico Ianniello, con la compañía Teatri Uniti, y entonces I giocatori se llevó el Premio Ubu (el más importante del teatro italiano) a la mejor obra extranjera. Ahora, Los jugadores siguen su eterna partida de naipes por toda España con un grupo actoral que no le va a la zaga: Jesús Castejón, Luis Bermejo, Ginés García Millán y Miguel Rellán.

La obra cuenta la vida de cuatro amigos que periódicamente se reúnen en casa de uno de ellos para jugar una partida de cartas. La costumbre se ha convertido ya en una rutina gris, realizada con esa inercia de los días que se suceden idénticos en el calendario. Los cuatro amigos son personajes sin horizontes, derrotados por la vida, invisibles para los demás, que han agotado ya el rédito de su existencia y que hallan en ese encuentro un solaz insustancial pero que constituye lo único seguro a lo que poder aferrarse. Es significativo que ninguno de ellos tenga nombre en la obra; se les llama por sus profesiones: el Actor, el Enterrador, el Profesor y el Barbero.

Al Actor hace ya tiempo que nadie le ofrece un papel importante. Se presenta todavía a algunas pruebas de selección pero indefectiblemente fracasa y siempre se le promete una nueva oportunidad que nunca llega. Su vida es tan anodina que practica la cleptomanía, no por una verdadera propensión morbosa al hurto sino por la necesidad de ponerse en riesgo y sazonar así, con la sal del peligro, su vida insípida. Incluso ya no disimula en sus robos para asegurarse de que lo cojan. Del mismo modo, el personaje confiesa que los momentos más intensos de su carrera como actor eran aquellos en los que se quedaba en blanco. De hecho, deseaba quedarse en blanco. Es el gozoso pellizco de la incertidumbre, de la transgresión que le haga sentir vivo.

El Enterrador está enamorado de Irina, una prostituta ucraniana en quien halla no sólo una satisfacción sexual sino una compañía lo más cercana a un hogar. Tras la cópula, Irina les cuenta un cuento a todos sus clientes para alargar el tiempo entre denigración y denigración. Es una Sherezade de sórdidas alcobas. Al enterrador le produce celos que Irina no se guarde sus cuentos sólo para él. Desearía huir con ella pero él no es ningún héroe ni su proxeneta el gran sultán de Las mil y una noches.

El Profesor le ha reventado la cabeza a un alumno que osó burlarse de él por enquistársele en la pizarra una operación matemática. Está suspendido de empleo y sueldo y tiene que pagarle a su abogada. En sueños, su padre muerto le orienta para encauzar su vida. Un vivo que cifra su existencia en un muerto.

El Barbero ha vendido una parte de su negocio y ahora es un empleado más al servicio de un niñato impertinente. Su mujer le engaña con otro pero el barbero acepta la situación con tal de que su mujer no lo abandone. Es el contrapunto del Actor, un conformista a quien le da pánico el cambio, aunque eso signifique mantener la falacia de su vida. Hasta que a todos se les ocurre una locura que dará un vuelco a su existencia.

A la obra, aunque sustentada por un planteamiento muy sugestivo, le falta, no obstante, grandeza en la derrota. Ni el humor negro es efectista, despojado como está de la sonrisa amarga, ni hay verdad en el desahucio interior de los personajes. Al final, todo se precipita sin transición hacia un final feliz resuelto en cinco minutos que es incapaz de encajar como anticlímax tras la hora y pico de grisura existencial. Queda la sensación de habérsele sacado poco partido a un guión prometedor y sólo la buena actuación de los actores equilibra esa desazón. Un buen póquer de ases sin escalera real.

lunes, 9 de febrero de 2015

278. Escribir para nadie



El acto de la escritura creativa es, ante todo, un ejercicio de soledad. En el encuentro íntimo entre el escritor y la palabra, se cifra el misterio de la creación literaria, sin más terceros que la inspiración, la dedicación abnegada, la voluntad y, sobre todo, la humildad respetuosa con que siempre se debiera cruzar el atrio de la Literatura y su panteón de ilustres maestros. Es el gigantesco ejemplo de éstos el que debiera calibrar la justa medida de nuestro verdadero mérito. El escritor no escribe, pues, para nadie. Diríase que se derrama sobre el papel o la pantalla de un ordenador con el único afán de explicarse a sí mismo o de ofrecer su tributo sacrificial al arte que ama. Sin más propósito. Es así como la obra literaria, nacida de esa comunión exclusiva entre el alma alfarera del autor y la arcilla rebelde de la palabra, levanta su hermoso tótem libresco con el simple objeto de honrar sin ostentación el templo de las letras. 
Sin embargo, la mercantilización de la literatura ha puesto en riesgo esta ofrenda desinteresada al arte. El escritor entonces ya no escribe pensando en el rapto mismo de la escritura, sino pensando en el editor, en el lector, en el crítico, en el escritor rival, en el oportunismo coyuntural del tema que aborda… De tal manera que el escritor escribe una obra que le resulta más ajena que suya propia, llena de renuncias y de dolorosas concesiones.
De todos modos, incluso en el caso del escritor ideal con el que iniciábamos estas líneas, ¿es posible escribir para nadie? Quizás el género más paradigmático de creación literaria destinada a nadie sea el diario personal. Se escriben diarios con esa necesidad perentoria de registrar la vida para morirnos un poco menos, aunque sea en sus páginas. En principio, no tiene otra finalidad. Pero, realmente, quien escribe diarios,  ¿no piensa nunca en un hipotético lector, aunque sea a la manera romántica del hallazgo casual del diario después de unos siglos? ¿Es creíble que alguien escriba sin imaginarse siquiera a un potencial lector modelo? Si no es así nunca, ¿cuánto hay de auténtico en la literatura? Y no me refiero a la autenticidad o verosimilitud de las historias que se narran en ella, sino a la autenticidad artística. ¿Cuánto hay de concesión a la galería y cuánto de verdad estética? ¿Está el autor en sus libros o está el impostor que ejerce de relaciones públicas? ¿Se quiere ser o se quiere agradar? El autor ¿se reconoce en sus libros? El escritor, ¿está en paz con su credo literario o está en paz con su cuenta de ahorros?
Claro que, a Lope de Vega que no le vinieran con las milongas místicas con las que he empezado este artículo, que de algo había que vivir. Pero entonces, ¿por qué Cervantes, acuciado por la pobreza, decidió escribir numancias y jerusalenes y argeles en lugar de cultivar el exitoso género traído por Lope? Lope no hay más que uno, eso sí. Pero Cervantes no le va a la zaga. ¿Quién de los dos fue más coherente consigo mismo?

Llegados a este punto, quizás haya que claudicar con la idea de que no es posible escribir para nadie. Ahora mismo estoy pensando si estas bagatelas mías del pensamiento le interesarán a alguien cuando salgan publicadas en el periódico. Y, sin embargo, sigo creyendo que el principal lector de un escritor es el escritor mismo. Al arte no le gustan los mercenarios de la palabra ni las flores de plástico. Y hay veces que escribir para nadie es escribir para el mundo entero. 

martes, 3 de febrero de 2015

277. La 'Noche oscura', de San Juan de la Cruz, y la fábula de Píramo y Tisbe (VI Aniversario del blog)




Probablemente haya en la historia de la literatura universal pocos versos tan hermosos como los que rematan la Noche oscura de San Juan de la Cruz.

Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

Nuestro blog, que cumple hoy 6 años de vida, recogió para su título uno de esos versos. Más allá de la reformulación que nosotros quisimos otorgarle en su día (ese rapto de la lectura donde suspendemos nuestros sentidos para dejarnos llevar por la envolvente mística del libro), a nadie se le oculta que la elección responde también a la admiración reverencial que sentimos por el poeta de Fontiveros. Hay, además, en los primeros versos de ese poema, un guiño a la historia de Píramo y Tisbe que, como sabéis los que nos seguís, son los seudónimos con que firmamos los artículos:

En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh, dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada

La aventura nocturna de Tisbe, que sale de casa clandestinamente, “sin ser notada” y “disfrazada”, la debió de escuchar San Juan de la Cruz en boca del Brocense al glosar éste las Metamorfosis de Ovidio. Y aunque no fuera así, la fábula estaba bien afianzada en el mundo de los estudiantes y San Juan lo era.
Es curiosa, además, la versión que Antonio de Villegas (1522-1551) hace de la fábula en su Inventario, cuando al hablar de la salida de Píramo de su casa, éste

ni sabe si es de noche, o si es de día
sola la luz de Tysbe le alumbraba
que por el cuerpo y alma se extendía

Versos, estos de Villegas, que recuerdan a otro pasaje de la Noche oscura:

ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía

¿Habría leído San Juan a Villegas?
Sea como fuere, y sin arrimarnos demasiado a ese maravilloso sortilegio que une el título de nuestro blog con los nombres de nuestros seudónimos (no vaya a ser que pequemos de sugestión), lo cierto es que los versos que concluyen la Noche oscura son de una belleza fuera de serie. Nosotros seguimos pidiéndole permiso a San Juan para que nos los ceda bajo la apariencia profana que hemos querido asignarle. Emprendemos este séptimo año igual que el primero: quedándonos en los libros, olvidándonos de nosotros mismos, reclinando el rostro sobre el libro amado, aceptando que todo cese a nuestro alrededor, dejando nuestro cuidado entre las páginas olvidado.

Gracias por vuestra fidelidad. 

domingo, 25 de enero de 2015

276. Leerse


 
A muchas personas les ocurre que, al escuchar un registro sonoro de su propia voz, no acaban de creerse que aquella sea realmente la suya, no se reconocen a sí mismos en la grabación. Sin embargo, esa es realmente su voz y los matices que el hablante extraña no se deben a ningún problema con el dispositivo tecnológico que recibe el registro, sino más bien a la percepción deformada que de nuestra propia voz tenemos. Dicho de otro modo, sólo nosotros oímos nuestra voz distinta a como la oye el resto del mundo. Ello se debe a que mientras los demás escuchan nuestra voz mediante los mecanismos auditivos habituales y comunes a todas las personas, nosotros, además, la escuchamos desde la caja de resonancia de nuestro propio cuerpo, que es la que aporta esos matices únicos.

Algo parecido debe de ocurrir con los escritores que se leen a sí mismos y que no se reconocen. Nadie podrá negar, salvo intervención de terceros, que son ellos los que han escrito sus libros, y los lectores leales son, además, capaces de reconocer el particular estilo del autor. Y, no obstante, éste no se identifica con su propio escrito. Tal fenómeno no puede ser más fascinante. El escritor real, sujeto social, con su nombre y apellidos, no coincide con ese otro impostor en el que se ha desdoblado. Esto es de manual: en las novelas, autor real y narrador son dos figuras que la teoría literaria siempre ha insistido en separar; el narrador es un invento del escritor, un recurso estrictamente literario. Pero en todo esto hay algo también de sugestivo misterio ontológico: ese yo que no soy yo, que escribe por mí y que, tras el rapto de la creación, me sorprende con un texto que yo mismo habría sido incapaz siquiera de imaginar.

Hay otros escritores que, aun reconociéndose en sus libros, ya no se gustan. Casos de obras repudiadas por sus propios autores hay ejemplos para no acabar. Me viene a la mente ahora mismo la vehemencia con que Rafael Sánchez Ferlosio se avergonzaba de su Alfanhuí o Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada. Quizás se deba, sobre todo, a que son obras primerizas. Tal vez sea legítimo renunciar a quienes fuimos, pero eso no quita que un día fuéramos y que ese testimonio de nuestra historia permanezca y tenga validez en sí mismo. Valga decir que la obra de Delibes me parece una maravilla.

Luego están los autores vanidosos, que se leen a sí mismos una y otra vez, con estúpida autocomplacencia y hasta escriben ensayos interpretativos de su propia obra, sin saber que, una vez que la dieron al mundo, ya no están en disposición de decirnos cómo hay que leerla ni condicionar nuestra lectura soberana. La literatura es de los lectores y, aunque es útil la orientación de los autores, de los críticos y de los expertos en general, con la lectura pasa como con la escritura: que las palabras leídas son ya nuestras y se convierten en la voz intransferible que nos construye.

También están los escritores que nunca leen sus libros tal vez porque ya no les importan, por pudor o porque, de hacerlo, les volvería la irritante epidemia de las correcciones y abominarían de aquella máxima juanramoniana de “no le toques ya más, que así es la rosa” a la que un día fatídico entregaron a regañadientes su voluntad.

Finalmente, quizás sea la poesía el género donde el escritor, si es buen poeta, nunca podrá dejar de reconocerse. Porque la buena poesía es la que sale de dentro, la que está llena de autenticidades. Y aunque los lectores de poesía disfruten de los versos, sólo el poeta que los escribió, con su radical verdad, sabe cómo suenan porque los escucha y los reconoce desde la irrepetible caja de resonancia de su alma.

martes, 20 de enero de 2015

275. 'Alatriste' es un libro



El pasado miércoles 7 de enero se emitió por televisión el primer episodio de la serie Alatriste. A Pérez-Reverte no ha acabado de convencerle la adaptación de su novela y se ha mostrado algo tibio en sus apreciaciones, en las que sólo salva el guión y el compromiso de los actores a la hora de mostrarse fieles a los personajes. Yo todavía tengo pendiente completar las aventuras de Diego Alatriste, así que no dispongo de elementos de juicio suficientes como para adentrarme en un análisis comparativo.  Sí vi en su momento la película de Agustín Díaz Yanes y me gustaron muchas cosas, entre ellas la inolvidable caracterización e interpretación de Juan Echanove como Quevedo. No veré, en cambio, esta pantomima semanal del miércoles, cuyo estreno duró en mi televisor lo que duraría un púber en la habitación de María de Castro pero sin la precocidad del placer. Me resultó un producto acartonado, sin fuerza expresiva y con ese tufo telefílmico que convierte a la Historia en un carnaval colorista, con sus decorados de piedra pómez, su vestuario impostado y sus abundantes anacronismos, a la manera de la sonrojante Águila roja. La comparación con la película o con otras series históricas españolas recientes de calidad, como Isabel, son inevitables y dejan la producción de Telecinco en una posición embarazosa.
Pero no está en mi ánimo meterme a crítico televisivo, que eso hay quien lo hará mucho mejor que yo, sino reflexionar sobre ese debate espurio que siempre se origina cuando se comparan obras literarias y sus correspondientes adaptaciones cinematográficas. Ha ocurrido ahora con la obra de Pérez-Reverte, pero sucede cada vez que una película se basa en un libro. Ese cotejo puede ser entretenido e interesante por muchos motivos pero conviene no ser demasiado purista y escrupuloso en la lista de paralelismos. Hay que recordar que el cine es una manifestación artística regida por sus propios códigos e independiente. Recoger al dedillo los detalles de un libro en una película es, además de imposible, contraproducente para el producto final. Cuando se estrenó Troya (2004), los lectores de la Ilíada clamaron al cielo por la retahíla de discordancias de la película respecto a la epopeya homérica. Pero si, por ejemplo, en el duelo singular entre Paris y Menelao el director Wolfgang Petersen hubiera incorporado el pasaje sobrenatural en que la diosa Afrodita salva al raptor de Helena, la escena habría resultado ridícula y contraria al análisis estrictamente humano que rodea a las bajas pasiones y el alma de los personajes de la cinta, en este caso la cobardía de Paris, que en la película huye a los pies de Héctor.
No obstante, cine y literatura se vinculan en el territorio del guión y es deseable que éste, al menos, conserve el espíritu del libro pero no todos sus pormenores. A un director de cine, como a cualquier creador, no se le puede constreñir su libertad expresiva en virtud de una mal entendida fidelidad al libro;  ello sólo deriva en artefactos forzados. El cine tiene su particular lenguaje, igual que la pintura, la música o la escultura. Mucho nos extrañaría  ver recitar versos a un compositor en un concierto; sencillamente, nos bastaría con que su melodía dijese el poema en el que se basa y que los acordes fueran los mismos versos que nos conmovieron hechos ahora música.
Las aventuras del capitán Alatriste es una saga de novelas. Quien quiera fidelidad que lea los libros. Porque la celulosa y el celuloide son dos palabras que podrán parecerse mucho pero nadie podrá negar que son distintas.