domingo, 31 de mayo de 2015

288. Ser de Muñoz Molina



Aquellos que, después de mucho tiempo buscándonos, comprendimos que había que renunciar para siempre a tener una patria, nos hicimos colonos de la literatura y entre las regiones literarias de su vasto imperio, elegimos aquellas tierras que nos hacían sentir como en casa. A veces nos aventuramos en otras provincias, con la curiosidad del turista, pero al fin, uno siempre acaba volviendo al hogar: a Cervantes, a Galdós, a Delibes, a Llamazares, a Muñoz Molina.
Ser de Llamazares o de Muñoz Molina es como ser del equipo de fútbol de toda la vida. Uno no se cambia de equipo nunca, incluso cuando no gana títulos o baja a segunda división. Por eso, nos basta haber leído La lluvia amarilla para ser ya siempre de Llamazares y, aunque el autor leonés nunca haya vuelto a deslumbrarnos como aquella vez, le tenemos fe y seguimos esperando otro milagro de la primavera.
Lo mismo ocurre con Muñoz Molina. Su última novela, Como la sombra que se va, puede resultar insatisfactoria por varios motivos. El autor jiennense noveliza los diez días que James Earl Ray, el asesino de Luther King, pasó en Lisboa durante su fuga. A la vez, la novela es un testimonio metaliterario que desvela la génesis de El invierno en Lisboa, el libro que le catapultó como escritor. La coincidencia geográfica no parecería ser suficiente pretexto para hilvanar paralelamente ambas historias si no predijésemos un encuentro simbólico entre los dos personajes: el prófugo Earl Ray y el irredento Muñoz Molina de aquellos primeros tiempos inciertos en los que su vocación literaria se ahogaba en la rutina familiar, el alcoholismo y su trabajo gris de funcionario. Sin embargo, ese encuentro metafórico nunca se produce de manera contundente. Hacia la mitad de la novela, el tema de Earl Ray se agota prematuramente y partir de ese momento, se convierte en un catálogo de retazos periodísticos e inventarios policiales repetitivo y circular. También las sabrosísimas anécdotas de la gestación de El invierno en Lisboa se terminan para dar paso a una relación de intimidades en la que se nota la voluntad del autor de exorcizarse. La novela queda entonces como un artefacto a medias.

Tras lo dicho hasta aquí, todo parecería indicar el naufragio de la obra. Y, sin embargo, no es así por una razón, si se quiere, muy poco académica: que este libro de Muñoz Molina está escrito exclusivamente para los lectores de Muñoz Molina. Si el autor hubiera obviado toda la parte que atañe a su persona, podría haber obtenido un éxito muy notorio en Estados Unidos, por ejemplo. Pero no sólo no renuncia al asunto personal, sino que da por sentado que todo aquel que lee la novela, ha leído antes Un invierno en Lisboa, ejercicio absolutamente imprescindible si se quiere entender y disfrutar de la primera mitad del libro que nos ocupa. Esta novela es una vía para la expiación, para la purga interior y por ello toma como interlocutores a los dos únicos confidentes con los que podría abrir su corazón: la literatura misma y sus lectores más fieles. Por eso nos regala las impagables reflexiones sobre el acto creativo, revestidas de una belleza sublime y de una humanidad a flor de piel; por eso nos habla de El invierno en Lisboa como si nos hablara del amigo compartido; y por eso se desnuda hasta la incomodidad ante los únicos que podemos entenderlo y disculparlo: sus lectores. Que la novela, como tal, es un producto fallido. Tal vez.  Que podría haber escrito mejor un libro de memorias. De acuerdo. Pero Muñoz Molina tiene el derecho soberano de escribir lo que quiera y como quiera: se lo ha ganado. Además, quizás sea en la novela donde más auténtico él se siente. Y este libro requería autenticidad. Claro que, quizás mi opinión no pueda ser tomada en consideración. Me puede el defecto de defender lo mío, mi casa, mi parcelita de patria: y es que yo soy de Muñoz Molina.


lunes, 25 de mayo de 2015

287. Hombres buenos



Se da la paradoja de que el llamado Siglo de las Luces es uno de los más olvidados en el currículo de Literatura de Secundaria. Acuciados por la presión del tirano calendario, los profesores intentamos estudiar hasta el siglo XVII y saltamos, cual acróbatas del tiempo, al XIX al curso siguiente. De este modo, vamos cubriendo de sombras y olvido un momento histórico y literario fundamental, en el que se produjo una evolución en el ámbito ideológico que sentaría las bases de los estados modernos. En este contexto se desarrolla Hombres buenos, la última novela de Arturo Pérez-Reverte. La obra surge a raíz de un hecho autobiográfico: el hallazgo en la biblioteca de la Real Academia Española de los 28 volúmenes que conforman la famosa Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, título que estaba incluido en el Índice de obras prohibidas. Tras varias pesquisas y entrevistas con miembros de la citada institución, el autor murciano  ficcionaliza un hecho verídico y presenta al lector la aventura que dos académicos protagonizaron al viajar desde Madrid a París en busca de esa veintena de libros que recogían el pensamiento más moderno y revolucionario.  Los elegidos, los hombres buenos, fueron don Hermógenes Molina, bibliotecario y latinista, y don Pedro Zárate, marino que se dedicaba a escribir sobre la técnica de la navegación. Ambos recorrieron un largo camino lleno de aventuras y peligros representados por la figura de Pascual Raposo, un mercenario contratado por otros dos académicos que se oponían a la adquisición de dicha obra: Manuel de Higueruela, crítico literario ultraconservador que veía un enorme peligro en las nuevas ideas y Justo Sánchez Terrón, filósofo que temía la errónea interpretación del nuevo pensamiento por parte de personas no preparadas para ello. Éstos simbolizan las dos Españas del siglo XVIII, dos bandos que, por unos motivos u otros, pretendían impedir la entrada de esta ideología en nuestro país, condenándonos así al inmovilismo político, social y cultural. 
Nos encontramos, por tanto, ante una novela que se presenta como un homenaje a los intelectuales valientes que lucharon por traer a España la luz de ese nuevo pensamiento que en Francia sentaría las bases de la famosa  Revolución. Asimismo, es una oda a la amistad- encarnada en los personajes de Hermógenes Molina y Pedro Zárate, religioso, afable y temeroso el primero, ateo y con un profundo sentido del deber el segundo, que a pesar de sus diferentes creencias son capaces de entablar una relación de admiración en la que la educación prima sobre cualquier diferencia-, al amor por los libros, a los hombres cultos, etc. Y, por supuesto, es una novela de entretenidas aventuras que presenta, además, interesantes debates sobre la monarquía, el clero, la sexualidad femenina, la educación,  la libertad… en la que se mezclan personajes históricos con otros ficticios en un juego de realidad y ficción al más puro estilo de Pérez-Reverte. 
Por otra parte, Hombres buenos es una metanovela puesto que el autor interrumpe la acción para comentar, con todo lujo de detalles, cómo ha sido el proceso de documentación, las dudas que le iban surgiendo al trazar la trama, los mapas que consultó para recrear el camino desde Madrid hasta París en 1781 y la ambientación de ambas capitales –con descripciones deliciosas que nos trasportan desde el reinado de Carlos III al ambiente prerrevolucionario de Francia-. Se trata de una apasionante y ardua labor de carpintería literaria que Pérez-Reverte regala al lector y que contribuye, en nuestra opinión, a enriquecer la novela. 
Resulta simpática también la presentación que el escritor hace de algunos de sus compañeros actuales de la RAE, como don Francisco Rico o don Gregorio Salvador quien reconoce que “en tiempos de oscuridad, siembre hubo hombres buenos que lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso…Y no faltaron quienes procuraban impedirlo”. No hay mejor resumen para la trama de esta  novela y no hay mejor homenaje para una institución que además de “limpiar, fijar y dar esplendor” a nuestro idioma, luchó por implantar en España un nuevo pensamiento, una nueva filosofía que nos liberara del yugo de la iglesia y de la monarquía y que hiciera de la educación y de la cultura las bases de la  sociedad. Larga vida a la Academia y larga vida a todos esos hombres buenos que a lo largo de nuestra Historia han amado la cultura y la libertad. 

domingo, 10 de mayo de 2015

286. Making-of



El azar ha querido que las últimas tres novelas que han llegado a mis manos compartan un rasgo común: en todas ellas sus autores intercalan entre la trama argumental los pormenores del proceso creativo ofreciendo detalles personales sobre las vicisitudes experimentadas durante la escritura de sus respectivos libros. David Foenkinos confiesa en las páginas de Charlotte el impacto emocional que ha supuesto para él adentrarse en la vida de la pintora judía, muerta en Auschwitz; Arturo Pérez-Reverte desmenuza la labor de investigación que ha llevado a cabo para conocer la historia de los “hombres buenos” que trajeron L’Encyclopédie de Diderot y D’Alembert a España; finalmente, Antonio Muñoz Molina riza el rizo y en esa novela de novelas que es Como la sombra que se va, desvela los secretos de la composición de Un invierno en Lisboa, mientras noveliza la huida de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, de cuya trama ofrece también datos acerca del proceso de confección de la novela.
Ignoro si esto de mostrar las tripas de los libros es una nueva moda pero si lo es, sería deseable que fuese pasajera. No es que no resulte interesante toda esa información sobre las particularidades del acto creativo. La metaliteratura es un apasionante campo de reflexión y un precioso filón para el anecdotario. Pero la disposición de un lector de novelas es la de quien desea traspasar las lindes de su propia realidad para sumergirse, mientras dure el embrujo de la lectura, en otro espacio necesariamente distinto. El lector hace un pacto con el escritor: tú me cuentas una mentira o una media mentira y yo hago como que me la creo. La inclusión de los entresijos extraliterarios vulnera ese pacto de ficción y produce cierto desencanto, una sensación de estafa, como cuando suena el despertador y, de repente, irrumpe la fea realidad tras la magia de un bonito sueño. Decirle al lector cómo es una novela por dentro es como hacerle decir a un forense lo maravillosa que era la persona que está diseccionando en la mesa de autopsias mientras revuelve sus vísceras. No hay nada más desazonador tras una obra de teatro que esos coloquios que se organizan a veces, al finalizar el espectáculo, entre el público y los actores. Éstos, ataviados todavía con los trajes de los personajes a los que dieron vida, al hacerse hombres de verdad y eliminar la frontera que los separaba de nuestro patio de butacas, dan al traste con esa sensación de hechizados con que todo el mundo debiera salir siempre de las puertas de un teatro; y sólo la realidad de la calle, el murmullo de las gentes, los cláxones de los coches, el frío sobre las aceras, son los que poco a poco debieran devolvernos del trance. Que lo hagan los actores es un sacrilegio. Lo que sucede en la escena, quede en la escena; lo que sucede en los libros, quede en los libros; el actor Álex González es un farsante impostor de Javier Morey cuando se empeña en relatarnos el making-of de El Príncipe.

El mejor making-of que probablemente haya dado nunca la Literatura ya nos lo regaló Cervantes cuando nos contó que la historia de don Quijote la había conocido a través de unos textos del historiador musulmán Cide Hamete Benengeli, que hizo traducir. Y digo que este making-of ha sido el mejor de todos por una sencilla razón: porque era mentira. 

domingo, 3 de mayo de 2015

285. Charlotte



David Foenkinos ha relatado en su nueva novela Charlotte (Alfaguara) la desgraciadísima vida de la pintora alemana de origen judío Charlotte Salomon, una joven cuya existencia estuvo marcada por la muerte de un buen número de familiares abocados al suicidio. La pequeña, con sólo diez años, se queda huérfana de madre, hecho que influirá decisivamente en la formación de un carácter solitario y tremendamente triste. El silencio y la pesadumbre se adueñan de su familia, especialmente de sus abuelos maternos que no soportan la pérdida de sus dos hijas. Su padre se refugia en sus estudios de Medicina y Charlotte halla consuelo en la pintura. Pronto destaca por su estilo innovador y nada convencional, mas el reconocimiento nunca es público puesto que la protagonista vive en el Berlín inmediatamente anterior a la eclosión del nazismo, ciudad en la que el éxito es una quimera para los judíos. Tras varios avatares y desgracias y tras conocer el amor, debe refugiarse en el sur de Francia con sus abuelos para evitar la persecución nazi. Allí descubre el verdadero motivo de la muerte de su madre y sufre la pérdida de su abuela con el consiguiente enajenamiento de su abuelo. Su vida es un  eterno “estribillo de muerte”, un ciclón que engulle a su familia. Ante esta aplastante realidad, Charlotte  decide asirse a la vida pintando su autobiografía, en la que incluye textos y pautas musicales. Le invade la necesidad de dejar constancia de su historia en un momento en que la Historia se empecinó en apagar la voz de la comunidad judía. Imbuida por un éxtasis creativo y por la urgencia de sentirse en peligro, Charlotte pinta 769 piezas que agrupa bajo el marbete Vida o teatro. Y es que bien pudiera parecer que la trayectoria vital de esta joven es cosa de ficción, más propia de una tragedia teatral que de una vida verdadera. Finalmente, entrega su obra a su médico, el doctor Moridis, a quien confiesa que “es toda mi vida”. Ésta terminó en 1943 en una cámara de gas de Auschwitz. Charlotte contaba con 26 años y estaba embarazada.

Podría considerarse que esta novela es una más que viene a engrosar la larga nómina de obras que tienen como tema el muy manido holocausto judío Sin embargo, parece que a Foenkinos le interesa más la mujer, la pintora, que el genocidio nazi. Escribe, pues, una oda a una artista a la que admira profundamente. De hecho, el autor interrumpe el hilo narrativo con incisos en los que relata su labor de investigación y los viajes que realizó para reconstruir la vida de esta artista tan especial. Necesita pisar por donde caminó Charlotte y respirar el aire que le dio vida. Así se siente cerca de ella y así es capaz de transmitir al lector su gran tragedia vital y el valor de su arte.

 En cuanto al estilo, destaca principalmente una técnica narrativa inusual. David Foenkinos huye de la narración en prosa tradicional y opta por la línea corta de carácter versicular. Cada idea o acción es plasmada en una solo renglón que queda separado del siguiente por un punto y aparte. El propio autor se justifica argumentando que el dramatismo de la historia es de tal magnitud que era incapaz de narrar de otra manera. Necesitaba respirar, precisaba de los puntos y apartes para poder seguir escribiendo. Lo que sí es cierto es que el carácter sentencioso de las oraciones va calando en el lector, como esas lluvias finas que atraviesan nuestra ropa sin darnos apenas cuenta. Cada línea, cual gota de sufrimiento, hace que nos identifiquemos con la protagonista, que seamos capaces de reconocer su dolor como propio y que acabemos empapados de una inquietante desazón,  de lástima y de rabia. Por suerte, aún nos quedan los cuadros de la artista, coloridos testigos mudos que dan voz a una negra existencia digna de ser recordada. 

Autorretrato de Charlotte Salomon

Charlotte toma clases de pintura

El auge del Nacional Socialismo
Su abuelo le desvela el terrible
secreto de su familia

Última pintura de su obra.
En ella agradece a Ottilie Moore
el refugio que les ofreció en Francia
a sus abuelos y a ella.

martes, 28 de abril de 2015

284. Escupir sobre don Juan



El proceso de desmitificación a que ha sometido Blanca Portillo al Tenorio de Zorrilla adolece en mi opinión de dos defectos insalvables. El primero de ellos parte de una falacia que la actriz y directora quiere colarnos con calzador; consiste esta falacia en tomar como verdad indiscutida que los españoles hemos acabado simpatizando con las atrocidades que don Juan comete a lo largo de su vida disoluta; que miramos con indulgente condescendencia las execrables acciones del personaje; y que hasta admiramos la donosa desenvoltura con que lleva a cabo sus abominables conquistas. Y entonces la Portillo tira de Zorrilla y en cada entrevista que concede, en cada folleto de la obra y en cada representación de la misma enfatiza obsesivamente y hasta el aburrimiento aquellos famosos versos puestos en boca de don Juan, que dicen: “Por dondequiera que fui,/ la razón atropellé,/ la virtud escarnecí,/ a la justicia burlé /y a las mujeres vendí./ Yo a las cabañas bajé,/yo a los palacios subí,/yo los claustros escalé /y en todas partes dejé/ memoria amarga de mí”. Y, claro, la Portillo se escandaliza al pensar que el imaginario colectivo pueda tratar como héroe literario a quien con tan repugnante orgullo presume de tales prendas. Hasta el diccionario de la RAE recoge una entrada con el sustantivo “donjuán”. Pero es que Blanca Portillo no puede arrogarse con sus prejuicios la opinión general de los españoles y mucho menos utilizar ese prejuicio para justificar su versión teatral. Una cosa es que el personaje siga ejerciendo una fascinación entre el público y otra que éste acepte la inmoralidad de sus actos. Si don Juan resulta todavía una figura subyugante no es por su depravación sino  por esa erótica del mal que desde siempre ha perturbado a los lectores y que convierte a los personajes no en hombres sino en alegorías. Es lo que Baudelaire llamó la “voluptuosidad única y suprema de hacer el mal”. Don Juan es un personaje satánico (los versos de Zorrilla aluden a esa condición en numerosas ocasiones) y su atracción no reside en la vulneración de los códigos éticos más fundamentales, sino en la fuerza arrolladora de un espíritu que no es de este mundo.
El segundo obstáculo infranqueable de esta nueva versión es aún más demoledor: el propio texto de Zorrilla. Mientras don Juan no ha sido tocado todavía por la conmoción redentora del amor, la versión de Blanca Portillo funciona bien y consigue su propósito desmitificador: muestra a un don Juan bravucón y despreciable y exagera odiosamente sus vicios como hombre. Acertadísima es la escena donde doña Inés lee la famosa carta de amor; mientras en su ingenuidad recibe las palabras encendidas de la misiva, en un rincón del escenario se representa a don Juan escribiendo esa misma carta en un punto cronológico anterior mostrando a través de sus gestos que las palabras de amor que escribe son en realidad pura retórica y falsedad. Pero en cuanto don Juan se enamora, el aparato deconstructor de Portillo se desmorona. El texto de Zorrilla es meridianamente claro y no da lugar a equívocos: don Juan se arrepiente sinceramente. ¿Qué hacer ante este don Juan humanamente arrepentido si lo que se pretende es destruirlo como icono? La única opción es alterar el texto, cambiar el final. Pero Portillo desea respetar el original y esto es totalmente incompatible con su propósito. El resultado es una representación incoherente, forzadísima, que tiene su sonrojante culmen al final cuando doña Inés, tras perdonar a don Juan, escupe ilógicamente sobre su cadáver. E instantes antes, el propio actor que encarna a don Juan, interrumpe la actuación para interpelar al público y reprocharle la injusta espera de la salvación del héroe. El producto final es así un quiero y no puedo. Y, además, esa vocación exhibicionista de izquierdismo feminista y militante anula otro valor muy de la izquierda buenista: el derecho a las segundas oportunidades. ¿O es que la reinserción es plausible para el violador, el pederasta o el etarra de turno y no lo es para don Juan enamorado? 

martes, 21 de abril de 2015

283. Patria chica




Las azoteas eran el mirador de nuestro mundo de extrarradio, horizonte de cemento, antenas y ropa tendida. El lugar desde cuyas alturas uno aprendía a amar a su barrio y a la vida. Bajo los cables eléctricos y la luz cegadora que reverberaba de las sábanas blancas, Bonavista palpitaba en la honrada pulsión de sus gentes humildes y trabajadoras, a quienes la miseria o la promesa de un porvenir les habían arrancado de sus lugares de origen, trayendo entre los dedos la polvareda perpetua de sus desahucios y en la boca, el tesoro de una lengua tamizada por el cedazo múltiple del castellano. Andaluces, valencianos, extremeños, murcianos, aragoneses, castellanos, que educaban con esfuerzo y abnegación a sus hijos, la primera generación de nuevos catalanes para quienes la capital era sólo una quimera y el pueblo de sus padres el lugar que se visitaba en los veranos, ni andaluces ni extremeños ni catalanes ni nada, herederos sólo de una patria chica entre las lindes de una barriada de periferia rodeada de chimeneas.
Parte de la razón de ser de Bonavista se halla en esas fábricas. El barrio nació como una extensión de ellas, asentamiento que, al abrigo incierto de su señor feudal, recogía a los vasallos proletarios. Y como a todo señor feudal, pagábamos también nuestro tributo a cambio de la protección del jornal. Soportábamos la polución y los olores nauseabundos. El azul de nuestro cielo enfermo adoptaba los tintes purulentos de los gases amarillos. A veces, una fuga accidental de etileno explotaba con estrépito tal que la onda expansiva quebraba los cristales de las viviendas o bufaba las persianas de las cocheras. Mientras tanto, los señoritos de la ciudad acudían al barrio los domingos para comprar en el mercado y tapear en El Paraíso, o se divertían en la Feria de Abril, como aquellos nobles del Renacimiento que se disfrazaban de pastores para sus fiestas bucólicas. Pero al igual que éstos volvían luego a sus palacetes, las gentes de la capital regresaban también a sus pisos de la Rambla y se llevaban el pintoresquismo del barrio y su folclore para la tertulia del café. Nosotros, los charnegos, nos quedábamos con nuestras calles sin asfaltar y las otras viejas demandas urbanísticas; con la contaminación y el miedo a un nuevo reventón industrial a dos pasos de nuestras casas. Y con el orgullo de nuestro mercado, lleno de basura y fruta podrida tras la barahúnda comercial. Las fábricas y el mercado, el segundo más grande de Europa, eran dos de los principales activos económicos de Tarragona. Pero de Bonavista, cuyo concurso resultaba clave, sólo se acordaban para el paseo dominguero, para relatar el crimen del hacha o para constatar que el barrio era el último bastión que resistía los nobles embates del catalanismo “integrador”.

Ahora Bonavista ya tiene su libro. Federico Bardají, junto a Salvador Serrano, Josué Navarro y Ana Tere Nula, presentó el pasado sábado Bonavista. Una biografía social, publicada por Silva, la editorial de Manuel Rivera, a quien nunca podremos agradecer lo suficiente la encomiable labor de mecenazgo que lleva a cabo en nuestra ciudad. Pasear por sus páginas supone, para muchos de los que hemos sido anulados por las banderas, reencontrarnos con algo lo más parecido posible a eso que llaman identidad. El exhaustivo volumen de documentación convierte a la obra en un excelente friso histórico y social que trasciende los límites de su localismo para explicarnos realidades tan significativas como la inmigración y el instinto de supervivencia cultural, de ahí su valor científico. Pero es, sobre todo, una biografía sentimental, un himno de papel que vale para todos los que hemos crecido y vivido en Bonavista. En Bonavista o en cualquier otro barrio, porque ser de barrio es universal. Y aunque un libro no pueda explicar nunca del todo lo que significa ser de barrio, hay barrios que merecen ser explicados en un libro.  



lunes, 20 de abril de 2015

282. León: el panteón del Romancero.



Una confusa masa de sombras bisbiseantes se agrupa en torno. La monótona letanía se adueña de toda la estancia; su murmullo grave espesa el aire, parece trepar por las paredes de piedra, agobiante, como las figuras espectrales que los cirios alargan, sinuosas, sobre los muros, con su fúnebre baile cimbreante. Latines al conjuro de la muerte y danza macabra de las sombras que seremos. 
Doña Sancha se inclina para secar con un paño la frente perlada del rey, ayer coronada de ceniza en San Isidoro. Se muere don Fernando, pero aún tiene aliento para pensar en las heredades de sus hijos. Ofrece León a Alfonso; Castilla a Sancho; Galicia a García. Les hace jurar en su lecho de muerte que ninguno de ellos contenderá contra el otro por los reinos repartidos. Todos juran menos Sancho, que calla. El silencio de Sancho. De repente, irrumpe en la cámara la infanta Urraca y entre voces lastimeras se queja del desamparo en que la deja su padre. Fernando le concede el infantazgo de Zamora; a Elvira le entrega Toro. Doliente se siente el rey, el buen rey castellano, los pies tiene hacia el oriente y la candela en la mano. Ya se le nubla la vista, la ladea hacia don Sancho. El silencio de Sancho. Un estertor y Fernando ya no es Fernando. Salen todos cabizbajos. Sancho y Urraca abandonan la habitación a la vez y se topan bajo el umbral de la puerta; ella le cede el paso a su hermano y al cruzarse se miran a los ojos un instante, quizás algo más. Sancho titubea y luego, ya resuelto, abandona León junto a su amigo Rodrigo, el de Vivar. Desde las almenas, Alfonso y Urraca los ven alejarse. Sancho cabalga con brío, Rodrigo sin espuelas. Sancho se vuelve un momento: Urraca en las almenas.

El panteón de San Isidoro

La basílica de San Isidoro en León, mandada levantar por Fernando I y Sancha para trasladar allí los restos del santo desde Sevilla (viaje digno también de una epopeya), encierra en los sepulcros de su panteón el germen del primer Romancero del Cid. Allí yacen, aparte de otros reyes leoneses, Fernando I y su mujer; y las infantas Urraca y Elvira; también el malhadado infante García, algo anterior, muerto jovencísimo por los Vela, familia rival de Fernán González, el primer conde castellano y del que los romances dieron también buena cuenta. Durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses utilizaron los sepulcros como abrevaderos para sus caballos y exhumaron los cadáveres buscando los ajuares reales. Mezclaron los huesos y destruyeron las lápidas, que hoy no son más que unas mudas losas de cemento. Acaso eso sea el Romancero: un revoltijo de huesos de distintos cadáveres sepultados bajo una lápida anónima. Y, sin embargo, muertos que resucitan cada vez que el pueblo evoca con sus versos los viejos lances de la Historia. En ese momento ya da igual que uno no pueda leer ninguna inscripción sobre los sepulcros ni identificar los regios despojos. Reviven, si es que murieron nunca, y, bajo los maravillosos frescos románicos que adornan las bóvedas, Fernando reparte de nuevo sus reinos, Sancho cerca Zamora, Urraca urde su intriga, Alfonso conspira, el Cid, sin espuelas, no da alcance al traidor Vellido Dolfos… Y repiten su paso por el imaginario colectivo como se repite el calendario románico del panteón, que parece estar allí para recordarnos el ciclo infinito de la memoria. Acaso esos labriegos de los frescos que trabajan la tierra con denuedo entretienen su jornada entonando, mientras laboran, los venerables romances que oyeron a sus padres, sobre esas lápidas sin nombre que son el Romancero nuestro.

A Carmen Fuentes, pulchra leonina.

viernes, 13 de marzo de 2015

281. El misántropo



Cuando en 1666 Molière estrena El misántropo, la situación del comediógrafo francés no era precisamente halagüeña. El Tartufo seguía prohibido desde hacía 2 años y el Don Juan había sido relegado al más absoluto de los ostracismos. No en vano, ambas obras resultaban incómodas para determinados sectores de la sociedad de su tiempo. El Tartufo por su incisiva diatriba contra la falsa religión; el Don Juan por sacar a escena a un impostor de la “intachable” aristocracia. Por lo demás, enemigos ambos, Iglesia y aristocracia, demasiado poderosos como para salir indemne del envite. El misántropo es, pues, un último intento de pellizcar las conciencias con el motivo de la hipocresía y de la falsa moral como estiletes éticos. Tras esta obra, un Molière ya cansado y derrotado, no volverá nunca más sobre esos asuntos.
El protagonista de El misántropo es Alcestes, que ha dejado de creer en el género humano tras comprobar que los usos sociales de su época, los agasajos y lisonjas, ocultan en realidad el interés propio y la insinceridad, imposturas necesarias para encajar en una sociedad que acepta a sabiendas las normas del juego para sostener y perpetuar la ficción de su artificial estatus. Son muchos los ejemplos que se ponen en la picota pero destaca, sin duda, la escena en que Oronte lee su soneto y pide la opinión de Alcestes. Éste, cuya sinceridad es antonomástica, le reprueba a Oronte la baja calidad de sus versos y Oronte, acostumbrado al halago (que no es más que impostura social), reacciona mal ante el exceso de sinceridad de Alcestes. Cuánto me ha recordado esta escena al sonrojante compadreo que se da en determinados círculos literarios, donde unos y otros ensalzan las calidades de obras pésimas y generan laudos en periódicos y blogs con la miserable intención de recibir ellos, algún día, algún trato de favor para sus también deplorables obras.
Miguel del Arco ha revisado el clásico de Molière. Enemigo declarado como soy de las adaptaciones modernas de los clásicos, debo reconocer aquí una felicísima excepción. Me atrevo a decir, incluso, sin incurrir en anatema, que Miguel del Arco ha superado el original. Efectivamente, el texto de Molière es una deliciosa demostración de punzante dialéctica; pero Miguel del Arco logra, sobre esta excelente materia prima, imprimir a la obra una intensidad emocional trágica que no hallo en el tono, digamos, dieciochesco, del frío, aunque certero, juego argumentativo de Molière.
La casa de Alcestes se sustituye aquí por un sórdido callejón a las puertas de una discoteca y el poema de Oronte por una pieza musical. Alcestes, el incomprendido, está en ese callejón, alejado del bullicio de la discoteca. Las puertas de ésta se abren y cierran cada vez que alguien entra o sale, y dejan oír el ruido de dentro, que es un acertado y efectista trasunto del circo social. Desfilan hirientes todos los males de nuestro tiempo: la superficialidad, el falso amiguismo, el borreguismo, la fatua vanidad, el desmérito. Alcestes cree aún en la redención que cifra en el amor que siente por la frívola Celimena. Pero ésta es agente y víctima del espectáculo y cede al lodazal de Oronte. Y ni los versos de Cernuda sirven de consuelo.

Es fácil para los que no participamos de las veleidades de nuestros días, caer en el amargo escepticismo de Alcestes. ¡Es tan fácil volverse misántropo! Quizás hoy más que nunca. Pero cuando uno asiste a montajes como el del Miguel del Arco, el misántropo en ciernes se da cuenta de que los seres humanos somos capaces todavía de hacer grandes cosas. El hombre se dignifica en el arte y, por una hora y media, hasta que se cierra el telón, es posible beber de las mieles de la filantropía que algún día conocimos.

lunes, 23 de febrero de 2015

280. El cura y el barbero



Aún duerme en su estancia nuestro famoso hidalgo, tras el calamitoso encuentro con los mercaderes toledanos, cuando el cura y el barbero acuden a la biblioteca de don Quijote para deshacerse de los libros que le han sorbido el seso al caballero. La biblioteca cuenta con más de cien libros, fondo muy notable para la época. El ama llega con el hisopo y el agua bendita para exorcizar el mal que encierran los volúmenes y a la sobrina le place sobremanera arrumbar con todos aquellos mamotretos ventana abajo. El cura, sin embargo, desea asegurarse antes de no cometer ninguna injusticia y, junto a maese Nicolás, se dispone a realizar el “donoso escrutinio”.
Son varios los estudiosos que nos ponen sobre aviso del riesgo que supone extraer conclusiones precipitadas acerca de los juicios literarios del cura y el barbero a la hora de quemar unas obras y salvar otras. Hay que ser precavidos, dicen, para no entender que tales criterios respondan totalmente a las ideas literarias de Cervantes o que el capítulo constituya, en sí mismo, una poética del inmortal escritor. Sin embargo, las valoraciones del cura podrían pasar perfectamente por la criba de cualquier crítico literario actual. Son fundamentalmente cuatro los aspectos negativos que el cura tiene en cuenta a la hora de defenestrar determinadas obras de la biblioteca de don Quijote.
El primero de ellos es el exceso retoricista y las razones intrincadas. También hoy existen escritores que, en su afán por parecer meritorios, ocultan tras el alambicamiento de su prosa, una verdadera impericia.
El segundo criterio es el de la “dureza y sequedad de estilo”. Es el polo opuesto del anterior. Hay escritores que caen en el prosaísmo o la sosería estilística sin entender que la literatura es un arte basado en el especial cuidado del lenguaje y en ese extrañamiento estético del que hablaba Shklovsky.
La tercera apreciación del cura y el barbero se basa en la verosimilitud. Un texto puede dar rienda suelta a la fantasía más desbordante y es por eso que realizamos el famoso pacto de ficción. Pero más allá de eso, se exige al escritor que el mundo que ha construido se sostenga sobre una coherencia y lógica internas que impidan contradicciones o fallas inexplicables.
Finalmente, se lanzan a la hoguera las malas traducciones. Cuántas obras actuales se echan a perder porque el traductor ha sido incapaz de apresar el espíritu del original.
Nuestra sección de “El cura y el barbero”, que toma su nombre del capítulo cervantino, cumple ya un lustro. Nació para la reseña crítica, aunque con el tiempo se haya convertido en una miscelánea literaria mucho más libre de las ataduras de la actualidad. Durante estos cinco años creo que en mi haber son más los libros salvados que los arrojados a la hoguera. Al fin y al cabo, la crítica literaria debiera ser siempre un acto de amor.
Agradezco a Antoni Coll la estima con que acogió mis textos y su propuesta de colaboración. También doy las gracias a la lealtad de los lectores durante todo este tiempo. Que el hisopo literario y el trasquilón crítico de este cura sin iglesia y de este barbero sin bacía, continúen aspergiendo su amor por la literatura y adecentando las barbas del lector peregrino. Que no nos tapien, como al bueno de don Quijote, nuestra biblioteca. Que esta locura nuestra bien merece su pequeño Toboso donde rendir pleitesía a la eterna dama de la Literatura.

domingo, 15 de febrero de 2015

279. Jugadores


 
Pau Miró ya estrenó Els jugadors en el Teatre Lliure de Barcelona en 2011. Entonces formaban el elenco de actores Boris Ruiz, Jordi Boixaderas, Jordi Bosch y Andreu Benito. Dos años más tarde se presentó en Nápoles, bajo la dirección de Enrico Ianniello, con la compañía Teatri Uniti, y entonces I giocatori se llevó el Premio Ubu (el más importante del teatro italiano) a la mejor obra extranjera. Ahora, Los jugadores siguen su eterna partida de naipes por toda España con un grupo actoral que no le va a la zaga: Jesús Castejón, Luis Bermejo, Ginés García Millán y Miguel Rellán.

La obra cuenta la vida de cuatro amigos que periódicamente se reúnen en casa de uno de ellos para jugar una partida de cartas. La costumbre se ha convertido ya en una rutina gris, realizada con esa inercia de los días que se suceden idénticos en el calendario. Los cuatro amigos son personajes sin horizontes, derrotados por la vida, invisibles para los demás, que han agotado ya el rédito de su existencia y que hallan en ese encuentro un solaz insustancial pero que constituye lo único seguro a lo que poder aferrarse. Es significativo que ninguno de ellos tenga nombre en la obra; se les llama por sus profesiones: el Actor, el Enterrador, el Profesor y el Barbero.

Al Actor hace ya tiempo que nadie le ofrece un papel importante. Se presenta todavía a algunas pruebas de selección pero indefectiblemente fracasa y siempre se le promete una nueva oportunidad que nunca llega. Su vida es tan anodina que practica la cleptomanía, no por una verdadera propensión morbosa al hurto sino por la necesidad de ponerse en riesgo y sazonar así, con la sal del peligro, su vida insípida. Incluso ya no disimula en sus robos para asegurarse de que lo cojan. Del mismo modo, el personaje confiesa que los momentos más intensos de su carrera como actor eran aquellos en los que se quedaba en blanco. De hecho, deseaba quedarse en blanco. Es el gozoso pellizco de la incertidumbre, de la transgresión que le haga sentir vivo.

El Enterrador está enamorado de Irina, una prostituta ucraniana en quien halla no sólo una satisfacción sexual sino una compañía lo más cercana a un hogar. Tras la cópula, Irina les cuenta un cuento a todos sus clientes para alargar el tiempo entre denigración y denigración. Es una Sherezade de sórdidas alcobas. Al enterrador le produce celos que Irina no se guarde sus cuentos sólo para él. Desearía huir con ella pero él no es ningún héroe ni su proxeneta el gran sultán de Las mil y una noches.

El Profesor le ha reventado la cabeza a un alumno que osó burlarse de él por enquistársele en la pizarra una operación matemática. Está suspendido de empleo y sueldo y tiene que pagarle a su abogada. En sueños, su padre muerto le orienta para encauzar su vida. Un vivo que cifra su existencia en un muerto.

El Barbero ha vendido una parte de su negocio y ahora es un empleado más al servicio de un niñato impertinente. Su mujer le engaña con otro pero el barbero acepta la situación con tal de que su mujer no lo abandone. Es el contrapunto del Actor, un conformista a quien le da pánico el cambio, aunque eso signifique mantener la falacia de su vida. Hasta que a todos se les ocurre una locura que dará un vuelco a su existencia.

A la obra, aunque sustentada por un planteamiento muy sugestivo, le falta, no obstante, grandeza en la derrota. Ni el humor negro es efectista, despojado como está de la sonrisa amarga, ni hay verdad en el desahucio interior de los personajes. Al final, todo se precipita sin transición hacia un final feliz resuelto en cinco minutos que es incapaz de encajar como anticlímax tras la hora y pico de grisura existencial. Queda la sensación de habérsele sacado poco partido a un guión prometedor y sólo la buena actuación de los actores equilibra esa desazón. Un buen póquer de ases sin escalera real.