domingo, 26 de julio de 2015

295. Billetes literarios



La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre-Real Casa de la Moneda ha puesto a la venta dos monedas conmemorativas con motivo del IV Centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote. Son monedas de colección de 100 y 10 euros. En la moneda de 100, don Quijote aparece en el reverso sentado y leyendo; y en la de 10 se reproduce la imagen del famoso hidalgo y Sancho Panza a lomos de sus cabalgaduras. También hay prevista una moneda de 30 euros para el segundo semestre del año con don Quijote y Sancho cabalgando a Clavileño, según el grabado de Joaquín Ballester (1740-1795) que se conserva en la Real Academia Española.
Desde que en 1871 el Banco de España decidiera acuñar el papel moneda con figuras representativas de nuestra cultura, son muchos los escritores que han sido estampados en los billetes españoles. De 1878 es un billete de 50 pesetas donde aparece un Calderón de frente prominente y elegante perilla, ataviado con la cruz de Santiago; Jovellanos representaba las 50 pesetas en 1898, lo que tiene su lógica si pensamos en la actitud regeneracionista de la época; Quevedo valía 100 pesetas en 1900 y mucho hubiera sido la sorpresa del genial poeta madrileño de saber que su cara habría de estar en los billetes, él que había denunciado el poder del dinero en aquel famoso poema “Poderoso caballero”; en 1928 es el turno de Cervantes, que aparece en los billetes de 100 pesetas en un retrato que nos lo muestra con la venerabilidad de una vejez incipiente; Séneca valía 5 pesetas en 1947 y la ínfima cantidad parece hecha a la medida de su pensamiento estoico: del gran filósofo cordobés son frases como “Una gran fortuna es una gran servidumbre” o “No es pobre el que tiene poco sino el que mucho desea”. Más pobre era don Quijote en 1951, cuando su billete valía 1 peseta. El retrato de don Quijote en este billete se aparta un tanto de la imagen que poco a poco ha ido consolidándose en el imaginario colectivo: barba lacia y descuidada, ojeroso, mirada triste, frente marchita. Bécquer tiene su billete en 1965; su rostro grácil, de cabello ensortijado, mirada penetrante y refinado bigote, se erige sobre una escena romántica donde aparece un señor de levita y sombrero de copa y una dama de vaporoso vestido blanco en mitad de un jardín umbrío con su fuente rumorosa; vale 100 pesetas. En 1971 aparecen Echegaray y Jacint Verdaguer en los billetes de 1000 y 500 pesetas, respectivamente, el primero con sus lentes curvas y su barba florida, el segundo con barretina y mirada soñadora. Completan la nómina los billetes de los años 80. En esa década Clarín, Rosalía, Galdós y Juan Ramón Jiménez se muestran en los billetes de 200, 500, 1000 y 2000 pesetas, respectivamente. A Galdós, como a Quevedo, no creo que le hiciera demasiado gracia verse por allí. Se me viene a las mientes la frase que el escritor canario pone en boca del Conde en su novela dialogada El abuelo, cuando aquél le dice a Senén aquello de que “el dinero lo ganan todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden”. Tan vigente como siempre, nuestro Galdós. Y también llama la atención ver a Juan Ramón Jiménez en ese billetazo de 2000 pesetas, él que siempre delegó en la abnegada Zenobia todos los pormenores prácticos, economía doméstica incluida.

Para acabar este repaso, cabe mencionar, como curiosidad, que Baroja, Zorrilla, Larra y Tirso fueron estampados también pero sus billetes acabaron por no ponerse en circulación. Baroja iba a valer 10000 pesetas en 1979. Las cifras, desde luego, son arbitrarias: ¿Dos rosalías hacen un galdós? ¿Dos galdoses hacen un juanramón? ¿Una rosalía y un clarín no valen un echegaray? Yo prefiero las vueltas: pagar con un juanramón algo que vale 100 pts para que, en el cambio, me den un poquito de todos los demás. O leerlos a todos, que no tiene precio. Y es gratis.


Calderón, 1878

Jovellanos, 1898

Quevedo, 1900

Cervantes, 1928

Séneca, 1947

Don Quijote, 1951

Bécquer, 1965

Echegaray, 1971

Verdaguer, 1971

Galdós, 1979

Rosalia, 1979

Clarín, 1980

Juan Ramón, 1980


BILLETES DESCARTADOS

Baroja, 1979
Tirso, 1940
Larra, 1938

Zorrilla, 1931


domingo, 19 de julio de 2015

294. 'Lolita', hoy.



Se cumplen 60 años desde que Vladimir Nabokov publicara en la parisina Olympia Press su novela más famosa, Lolita. Con ella, el autor ruso engrosó esa lista de personajes literarios que han acabado por formar parte del vocabulario común más allá de su origen novelesco. Así, si existen celestinas, lazarillos o donjuanes, existen también las lolitas. El DRAE, una vez aclarada su ascendencia literaria, define ‘lolita’ como aquella “mujer adolescente, atractiva y seductora”. La definición de la Academia salva los muebles al anteponer a “adolescente” la palabra “mujer”. “Mujer” es, en su primera acepción, “persona del sexo femenino”, pero, connotativamente, solemos asociar el término con la edad adulta. De este modo, la definición de ‘lolita’, revestida así de una falsa mayoría de edad, atenúa el embarazoso aprieto de decir solamente “adolescente atractiva y seductora”, sin más, lo que le habría reportado algún problema derivado del falaz prejuicio social que considera imposible que una adolescente pueda resultar “atractiva” o “seductora” o, por lo menos, que considera indecoroso el afirmarlo.
Viene toda esta pejiguera lexicográfica a constatar un hecho: la incomodidad del lector actual ante la novela de Nabokov. En la sociedad ultrasensibilizada en la que vivimos, donde cualquier anuncio publicitario sin mala intención es enseguida tachado de sexista o donde la atención a la protección del menor llega, en ocasiones, a situaciones ridículas, es natural que el lector asista a las confesiones del obsesivo Humbert Humbert con la perplejidad y el sofoco moral de su tiempo. Si el acto inocuo de cualquier profesor de instituto al colocar su mano sobre el hombro de una de sus alumnas, en un ejercicio de franca, sana y humana complicidad, puede llegar a convertirse para mucha gente en un gesto peligrosamente ambiguo, ¿cómo no podrá horrorizarse el lector de Lolita ante la afición incestuosa del protagonista hacia su “nínfula”? Lo que parece claro es que la publicación de Lolita hoy habría sido imposible y que la condescendencia social que actualmente se tiene para con la novela sólo viene avalada por su naturaleza de clásico.
Pero los que vamos más allá del rubor biempensante e hipócrita de esta sociedad civilizada, vemos en Lolita una de las mejores novelas eróticas de todos los tiempos y una compleja historia de amor. La delicadeza y elegancia de la estilizada prosa de Nabokov se corresponde con la sutileza velada de sus imágenes, absolutamente deliciosas. Por supuesto que el erotismo de Lolita reside en lo prohibido, en lo clandestino. No hay erotismo si no se incumplen algunas normas sociales y morales, si no se experimenta la sacudida de lo ilícito y de lo sórdido; pero el erotismo de Nabokov va más allá de todo eso: es una erótica del lenguaje, del uso exquisito del idioma, de la estética del decir.

Tampoco sabremos si Nabokov hubiera querido escribir Lolita hoy. En un mundo donde la mayoría de adolescentes vienen ya erotizadas de serie, donde la moda, las costumbres livianas y la aceleración prematura de las relaciones sexuales, han terminado con el espacio mítico de la infancia, escribir sobre lolitas se antoja aburrido de tan trillada que está de ellas nuestra realidad. Muchas de estas adolescentes comparten con la Lolita de Nabokov la conciencia perversa de su poder, escondida tras una aparente ingenuidad, y parapetada tras las leyes, que conocen y utilizan cuando es preciso, enfrentando sobre la palestra convenciones y naturaleza, moralidad y seducción, quizás porque, por encima de lo consuetudinario, y citando a Humbert Humbert “el sentido moral de los mortales es el precio que debemos pagar por nuestro sentido mortal de la belleza”.

domingo, 12 de julio de 2015

293. Violante



Es muy famoso el “Soneto de repente” que Lope de Vega escribió a instancias de la enigmática Violante. La composición se halla en La niña de plata, comedia de 1617, por lo demás, muy poco atendida por la historiografía literaria, salvo por el feliz hallazgo del soneto. Los profesores de Literatura suelen utilizar el poema del inmortal dramaturgo para enseñar de forma ilustradora a sus alumnos la composición métrica de un soneto.
La petición de la tal Violante pone en un brete fingido a Lope, quien reconoce en el segundo verso “que en mi vida me he visto en tal aprieto”. Y, aunque Violante sea un personaje inventado por el “Fénix de los ingenios” para llevar a cabo su juego poético, el “aprieto” de Lope no es tan artificial como parece, y esconde, en realidad, una práctica habitual y poco grata a los poetas de los Siglos de Oro como es la literatura por encargo. Efectivamente, la dependencia de los mecenazgos obligaba a los escritores a la servidumbre del ósculo literario que dejase bien claro para la posteridad el patronazgo del aristócrata de turno y las prendas indiscutibles de su persona. La literatura por encargo se revelaba, pues, como un insoslayable compromiso social que redundaba en la financiación y estatus literario del escritor.
Pues bien, más de cuatrocientos años después, las Violantes que comprometían a Lope siguen pululando por el cortijo literario. Ya hablé en su día de los embarazados prologuistas, pero los tentáculos violantinos se extienden a todos los ámbitos de las letras. Particularmente preocupante es su influencia sobre la crítica literaria. Algunos columnistas no tienen libertad ni siquiera para elegir los libros que reseñan y, una vez impuestos los títulos por el consejo editorial, tampoco tienen libertad para opinar honestamente sobre ellos: deben dejar en buen lugar al autor. Muchos se juegan con ello su puesto de trabajo. Más deleznable aún es el compadreo entre escritores. Algunos ponderan las virtudes de una obra, aunque ésta les parezca un comistrajo indigerible, para recibir luego ellos mismos la correspondiente lisonja. Y así, todos se halagan los unos a los otros para mantener su puesto en la esfera literaria, aunque en su fuero interno despotriquen de la obra ajena que antes habían adulado. De esta manera, el lector que busca en la columna literaria de un periódico una orientación honrada, no sabe ya a qué atenerse.
En los más de cinco años que mantengo mi columna del Diari de Tarragona, sólo me he encontrado con cuatro casos de reseña por encargo. Solamente una de esas lecturas me satisfizo y fue fácil cumplir con la encomienda. En las otras tres tuve que ingeniármelas para realizar toda suerte de cambalaches retóricos que salvaguardasen la dignidad de los autores reseñados y que, al mismo tiempo, enviasen un mensaje de complicidad al lector avezado que sigue la columna y que confía en mi honestidad crítica. Los compromisos eran muy personales y no deseaba perder amigos o someterme a “La cólera de Violante”, que el argentino Baldomero Fernández Moreno recrease en 1939, como respuesta de Violante al soneto de Lope. Ésta, que había esperado del soneto de marras una delicada descripción de sus cualidades femeninas, se irrita al sentirse burlada. Pero el lector es siempre más importante que el amiguismo y creo que podré sufrir el desprecio de Violante.

Ahora bien, si alguna vez uno se atreviera a decir sin ambages lo que piensa de una obra en una reseña por encargo, prepárese para ser vetado por siempre jamás del medio que se la encargó. Quien lo probó lo sabe.

lunes, 6 de julio de 2015

292. David Trueba o lo gris cotidiano



David Trueba siempre me ha parecido un tipo interesante. Es inteligente, tiene buenas ideas y ostenta ese espíritu crítico sin estridencias que tan necesario se antoja en un tiempo, el nuestro, donde o bien se agacha servilmente la cabeza o bien nos lanzamos a la calle a destrozar cristales de oficinas bancarias. Me gustan mucho, también, sus películas, con ese ritmo narrativo cocinado a fuego lento, sin prisas, y esa delicadeza, ternura y profundidad con que construye a sus personajes. Sin embargo, soy incapaz de mantener este idilio intelectual y artístico cuando leo sus novelas. No es que los libros de David Trueba sean malos; Trueba se deja leer, entretiene y, de vez en cuando, se topa uno con la grata sorpresa de una frase brillante, de una idea ingeniosa, de una reflexión honda. Pero hasta que llega ese momento, el lector ha estado consumiendo páginas anodinas, repletas de detalles insustanciales y perfectamente prescindibles. Trueba es el novelista de la cotidianeidad y es tanto su apego al pulso diario de la existencia que leer sus libros vale tanto como vivir una jornada corriente de cualquier vida, con su tedio y su sucesión de acciones irrelevantes que marca la inercia de los días. En general, la vida de un ser humano está jalonada de momentos inolvidables, buenos o malos, que aparecen en mitad de un largo período de intrascendentalidad. Así las cosas, la literatura se presenta como la válvula de escape que nos aleja del devenir, siempre igual, de las horas, abona las parcelas yermas de nuestra vida y llena el vacío de la banalidad diaria. No necesitamos libros que hablen de lo cotidiano porque nuestra vida es ya, de por sí, muy cotidiana. Si acaso, algún pasaje con el que establezcamos empatía puede ayudarnos a sentirnos menos solos en este misterio, algo absurdo, que es la vida pero, en general, no nos hace falta insistir más en la nada cotidiana.
Esta impresión tuve con Saber perder (Anagrama, 2008), novela de irrelevancias de las que sólo se salva la magnífica historia del jubilado Leandro, con su reflexión sobre el paso del tiempo, la decrepitud física y el renacimiento otoñal. Saber perder, que podría haber sido un excelente monumento a los hombres derrotados por la vida, se pierde en pasajes fútiles que restan grandeza a la abdicación de vivir. La novela también me sirvió para corroborar lo que ya sabía: no hay nada más aburrido que novelar el mundo futbolístico.

La última novela de Trueba, Blitz (Anagrama, 2015), narra la historia de un paisajista fracasado, abandonado por su novia, que halla consuelo en el amor tranquilo de una mujer madura. Trueba hace un sano ejercicio de depuración y, así, todo lo que sobraba en Saber perder es justo lo que se elimina en esta novela corta que desafía tabúes y habla a las claras. Son interesantes los paralelismos que se establecen entre el trabajo de paisajista del protagonista y la vida misma como metáfora del jardín. Con todo, la novela adolece, una vez más, de esa indolencia argumental, instalada en la grisura, que no permite, al acabar el libro, continuar con la hipnosis literaria. Y esto es así porque cuando uno termina una novela de Trueba existe una suerte de continuidad, de evasión frustrada que aboca a lector a lanzarse a la ficción de cualquier otro autor, con tal de librarse del desencanto ceniciento de la vida. O dicho de otro modo: con tal de librarse, aunque sea solamente por un rato, de uno mismo.

lunes, 29 de junio de 2015

291. Pollitos raperos



Algunas tardes un grupo de adolescentes se concentra en el parque que hay frente a mi casa para celebrar esos juegos dialécticos que llaman “peleas de gallos”. Colocan su equipo de música portátil en el suelo y los contendientes tratan de ajustarse a las cadencias que marcan los altavoces para conseguir el flow. Desde mi ventana oigo el ritmo de la música y una borrosa retahíla de palabras que, a ratos, son jaleadas con un sonoro ¡ohhh! por el joven público.
Vaya por delante que prefiero que estos chiquillos estén dándole a eso del freestyle que haciendo botellón en cualquier descampado o metiéndose mierda en algún sórdido lavabo de una discoteca poligonera. Y así se revela la palabra, una vez más, como el único territorio capaz de redimir al género humano. Sin embargo, cuando oigo decir que lo que hacen estos pollitos raperos es una manifestación cultural que hay poner en valor e introducirla en los planes de estudio y manuales de literatura, la cosa me chirría bastante. Estas ideas proceden, claro está, de la nueva hornada de pedagogos y orientadores educativos, de esos que hay en todos los institutos, los coleguitas de los alumnos, a quienes estos tutean y dan palmaditas en la espalda o chocan sus manos; esos profesores que siempre tienen a su alrededor, cual gallina clueca, a todos sus polluelos incondicionales porque el profe es “guay” y se interesa por sus inquietudes más inmediatas. Los mismos profes a los que les resbala poner en contacto al alumno con la cultura de verdad, mientras el chavalín sea feliz y se colmen sus aspiraciones como consumado grafitero.  He puesto el oído a las letras de las batallas de gallos del parque de mi casa y todos fornican con la madre del rival, hay felaciones a tutiplén y penetraciones anales a mansalva. Todo muy edificante. También he oído a los gallos prestigiados y la cosa no mejora mucho.
Así que cuando me dicen que esto es una manifestación cultural de primer orden, a mí me da por pensar en aquellos agones o debates griegos de los Juegos Píticos o en el agón entre Antígona y Creonte en la obra de Sófocles.  O me acuerdo de las cantigas de escarnio y de maldecir, procedentes del sirventés provenzal y más concretamente de la tensó, donde juglares y trovadores se ridiculizaban con gusto e ingenio y se atrevían con todo, como aquel monje de Mountadon, llamado Peire de Vic, que se atrevió en un debate hasta con el mismísimo Dios. O me acuerdo de los trovos alpujarreños a golpe de fandango y de su difusor Miguel García “Candiota”. O de los versolaris vascos y las regueifas gallegas. O de los payadores sudamericanos como el gran Gabino Ezeiza y su épica payada contra Juan de Nava en el Teatro Artigas de Montevideo, el 23 de julio de 1884 (el 23 de julio se celebra en Argentina el Día del Payador en honor a este mítico contrapunto). O, siguiendo con los payadores, me acuerdo también del mulato Taguada, que tras perder su “encuentramiento” con don Javier de la Rosa, se ahorcó con la cuerdas de su guitarra. O del colombiano Francisco Moscote, apodado Francisco El Hombre que se enfrentó al mismo diablo en una “piquería” vallenata.  Francisco El Hombre aparece en multitud de ocasiones en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. O me acuerdo de los magníficos repentistas cubanos, como Alexis Díaz Pimienta y sus increíbles improvisaciones poéticas.

Rebuznan los chiquillos en el parque de mi casa. Y a cada clamor del público se muere un repentista cubano. El pedagogo de turno redacta en su despacho una iniciativa didáctica que presentará a la dirección del centro la próxima semana. Tiene faltas de ortografía. En los estantes, una adaptación infantil, muy manoseada, de La Celestina para alumnos de Bachillerato. El Antígona de Sófocles que le regaló un compañero bienintencionado languidece olvidado entre el polvo, mientras corona la pared un póster de la Venus de Botticelli, estilo manga. 

lunes, 22 de junio de 2015

290. Los libros repentinos



Lo primero que llama la atención del nuevo libro de Pablo Gutiérrez es la capacidad del autor para crear un universo estilístico propio. Efectivamente, el lenguaje de Gutiérrez es refrescante, dinámico, torrencial a veces; las palabras se vinculan a través de asociaciones semánticas sorprendentes y sugestivas, cercanas al neologismo, y se permite alguna licencia sintáctica. La prosa de Gutiérrez no llega a alcanzar la transgresión pero sí se acomoda a una suerte de desparpajo insolente, en el buen sentido de la palabra, que tan bien casa con el tono general del libro. Buen síntoma este, el de la singularidad expresiva, en un panorama literario en el que casi todo el mundo escribe igual y donde cuesta diferenciar voces particulares; “triunfitos” de la literatura abocados a la insustancialidad general.
Los libros repentinos (Seix Barral, 2015) cuenta la historia de Reme, anciana habitante de un barrio de la periferia, que un día recibe por error una caja de libros. Reme se encerrará con ellos en su casa y los leerá con obsesiva delectación. Al mismo tiempo, aparece un bando municipal escrito por el nuevo teniente de alcalde, un joven e inexperto concejal del distrito, que insta a los vecinos a no tender la ropa en los balcones para mejorar la imagen del barrio. La anécdota se convierte en el acicate definitivo para la rebelión de un suburbio agraviado por el abandono en que los tiene el ayuntamiento intramuros. Sus habitantes no pueden entender que no se solucionen sus viejas demandas y, en cambio, la mayor preocupación de los próceres gubernamentales sean las bragas de la Reme ondeando al viento. Es precisamente Reme, que es ya otra persona tras sus ávidas lecturas, quien liderará simbólicamente la revolución.
Aunque, a primera vista, el libro parezca escrito bajo una pátina reivindicativa muy 15-M, lo cierto es que Pablo Gutiérrez no se casa con nadie. A través de la ironía, el autor establece una marca distanciadora muy evidente que le permite no dejar títere con cabeza y evitar el maniqueísmo. Y así, al mismo tiempo que se deja en evidencia la doble vida del concejal, el papanatismo religioso, las corruptelas o la hipocresía tutelar del gobierno, también se burla de la insurrección impostada de los grupos antisistema o de los que, bajo un falso altruismo oportunista, buscan protagonismo y medra personal. 

La novela es, además, un homenaje a la literatura. La trama argumental está jalonada de citas de los libros que ha leído Reme o de guiños cariñosos en su deconstrucción de obras clásicas, como las ironías homéricas o los divertidos epítetos épicos que acompañan a los personajes y a sus circunstancias. Pero, ante todo, el libro de Gutiérrez nos habla de la capacidad de la literatura de hacernos libres, de adquirir la competencia del juicio crítico e independiente, de librarnos de la manipulación. Al final de la novela, el autor se pregunta qué hubiera pasado si aquellos libros repentinos no hubieran llegado a la vida de Reme. Quizás ésta hubiera continuado con su vida anodina, sin horizontes; habría retirado sus bragas del tenderete; habría pasado sus últimos años de viudedad resignada, apoltronada en un sofá tragando las bazofias de la televisión. Los libros, en cambio, le permitieron experimentar, tal vez, la única sacudida real de toda su banal existencia. Los libros le permitieron, en definitiva, sentir la vida.

domingo, 14 de junio de 2015

289. La sergent Anna Grimm



La novela negra está experimentado en nuestro país un predicamento inusitado. Baste enumerar las ciudades, que siguiendo la estela clásica de la decana Semana Negra de Gijón, nacida en 1988, se han sumado en la última década a la promoción de este género: Barcelona Negra (2005), Getafe Negro (2008), Castellón Negro (2010), Valencia Negra (2013), Aragón Negro (2014) o las inauguradas este mismo año (Granada Noir o Pamplona Negra, entre otras). Hasta los pequeños municipios tienen su propio festival, como el que el pasado mes de mayo celebró L’Espluga de Francolí a través de su certamen “El vi fa sang”, maridaje de vino y novela policíaca que aspira a convertirse en referente en la provincia de Tarragona. Fue precisamente en este marco de la Conca de Barberà donde se presentó La sergent Anna Grima (Pagès editors), publicada no obstante en 2014, y escrita por la ilerdense Montse Sanjuan.
La novela de Sanjuan sigue los clichés de la novela policíaca clásica. Los clichés no suelen gustar a los críticos pero hay que concederle a los lugares comunes la capacidad siempre reconfortante del reconocimiento de un género literario, en el que el lector se sienta cómodo. Clichés los hay: la sargento obsesionada por su trabajo, su carácter solitario, su exitosa intuición profesional y una vida personal marcada por la frustración de no haber podido resolver el único caso que verdaderamente le ha importado: la desaparición de su hermana. La acción principal, una serie de asesinatos de los que se investigan patrones comunes, corre así paralela al drama íntimo de la sargento.
La novela está bien construida, sin prisas, invirtiendo el tiempo necesario para hilvanar coherentemente las pesquisas del equipo de Anna Grimm, aunque para ello la autora deba sacrificar el ritmo de la prosa al servilismo repetitivo de los protocolos policiales (interrogatorios, procedimientos judiciales y demás), lo que, por otro lado, otorga verosimilitud a la historia. Es en aras de ese realismo que Montse Sanjuan permite que los avances en la investigación respondan a veces a la pura casualidad, despojando a la sargento de cualquier atisbo de iluminación divina (pienso, por ejemplo, en la escena del centro comercial). Son muy efectistas los capítulos breves en los que la voz anónima del asesino nos ofrece una estampa siniestra que interrumpe unos segundos la trama argumental. Del mismo modo, la niebla que se enseñorea de la ciudad (la acción transcurre en Lérida), genera una atmósfera propicia que tan bien se acomoda al misterio narrativo. El ritmo del libro se acelera en su último tercio en un crescendo que no resulta precipitado sino muy bien medido y calculado. También existe una correcta contención sentimental de las escenas más emotivas, que nunca acaban en el melodrama lacrimógeno. Siguiendo esa premisa, el estilo es sobrio y algo aséptico. La voz narrativa se identifica en estilo indirecto libre con la sargento, excepto en la página 207 donde un narrador externo pero omnisciente se aleja por primera vez de la protagonista como recurso para no revelar al lector el hallazgo clave de la sargento. En mi opinión, esa licencia es una anomalía narrativa que sólo se justifica si se quiere hacer un guiño a los seriales de antaño o introducir en el libro un sesgo cinematográfico. Es precisamente el estilo indirecto libre lo que ha permitido a su autora introducir en la novela otro de sus aciertos: las reflexiones existenciales de la sargento sobre la frontera entre la vida y la muerte, la fortuna o el paso del tiempo.

En definitiva, Montse Sanjuan ha escrito una novela policíaca de corte clásico, muy entretenida y con las consabidas sorpresas que satisfarán a los lectores leales al género. Une así su nombre a la incipiente nómina de buenos escritores de novela negra, que tratan de dignificar un género donde es fácil hallar el intrusismo de los oportunistas. 

domingo, 31 de mayo de 2015

288. Ser de Muñoz Molina



Aquellos que, después de mucho tiempo buscándonos, comprendimos que había que renunciar para siempre a tener una patria, nos hicimos colonos de la literatura y entre las regiones literarias de su vasto imperio, elegimos aquellas tierras que nos hacían sentir como en casa. A veces nos aventuramos en otras provincias, con la curiosidad del turista, pero al fin, uno siempre acaba volviendo al hogar: a Cervantes, a Galdós, a Delibes, a Llamazares, a Muñoz Molina.
Ser de Llamazares o de Muñoz Molina es como ser del equipo de fútbol de toda la vida. Uno no se cambia de equipo nunca, incluso cuando no gana títulos o baja a segunda división. Por eso, nos basta haber leído La lluvia amarilla para ser ya siempre de Llamazares y, aunque el autor leonés nunca haya vuelto a deslumbrarnos como aquella vez, le tenemos fe y seguimos esperando otro milagro de la primavera.
Lo mismo ocurre con Muñoz Molina. Su última novela, Como la sombra que se va, puede resultar insatisfactoria por varios motivos. El autor jiennense noveliza los diez días que James Earl Ray, el asesino de Luther King, pasó en Lisboa durante su fuga. A la vez, la novela es un testimonio metaliterario que desvela la génesis de El invierno en Lisboa, el libro que le catapultó como escritor. La coincidencia geográfica no parecería ser suficiente pretexto para hilvanar paralelamente ambas historias si no predijésemos un encuentro simbólico entre los dos personajes: el prófugo Earl Ray y el irredento Muñoz Molina de aquellos primeros tiempos inciertos en los que su vocación literaria se ahogaba en la rutina familiar, el alcoholismo y su trabajo gris de funcionario. Sin embargo, ese encuentro metafórico nunca se produce de manera contundente. Hacia la mitad de la novela, el tema de Earl Ray se agota prematuramente y partir de ese momento, se convierte en un catálogo de retazos periodísticos e inventarios policiales repetitivo y circular. También las sabrosísimas anécdotas de la gestación de El invierno en Lisboa se terminan para dar paso a una relación de intimidades en la que se nota la voluntad del autor de exorcizarse. La novela queda entonces como un artefacto a medias.

Tras lo dicho hasta aquí, todo parecería indicar el naufragio de la obra. Y, sin embargo, no es así por una razón, si se quiere, muy poco académica: que este libro de Muñoz Molina está escrito exclusivamente para los lectores de Muñoz Molina. Si el autor hubiera obviado toda la parte que atañe a su persona, podría haber obtenido un éxito muy notorio en Estados Unidos, por ejemplo. Pero no sólo no renuncia al asunto personal, sino que da por sentado que todo aquel que lee la novela, ha leído antes Un invierno en Lisboa, ejercicio absolutamente imprescindible si se quiere entender y disfrutar de la primera mitad del libro que nos ocupa. Esta novela es una vía para la expiación, para la purga interior y por ello toma como interlocutores a los dos únicos confidentes con los que podría abrir su corazón: la literatura misma y sus lectores más fieles. Por eso nos regala las impagables reflexiones sobre el acto creativo, revestidas de una belleza sublime y de una humanidad a flor de piel; por eso nos habla de El invierno en Lisboa como si nos hablara del amigo compartido; y por eso se desnuda hasta la incomodidad ante los únicos que podemos entenderlo y disculparlo: sus lectores. Que la novela, como tal, es un producto fallido. Tal vez.  Que podría haber escrito mejor un libro de memorias. De acuerdo. Pero Muñoz Molina tiene el derecho soberano de escribir lo que quiera y como quiera: se lo ha ganado. Además, quizás sea en la novela donde más auténtico él se siente. Y este libro requería autenticidad. Claro que, quizás mi opinión no pueda ser tomada en consideración. Me puede el defecto de defender lo mío, mi casa, mi parcelita de patria: y es que yo soy de Muñoz Molina.


lunes, 25 de mayo de 2015

287. Hombres buenos



Se da la paradoja de que el llamado Siglo de las Luces es uno de los más olvidados en el currículo de Literatura de Secundaria. Acuciados por la presión del tirano calendario, los profesores intentamos estudiar hasta el siglo XVII y saltamos, cual acróbatas del tiempo, al XIX al curso siguiente. De este modo, vamos cubriendo de sombras y olvido un momento histórico y literario fundamental, en el que se produjo una evolución en el ámbito ideológico que sentaría las bases de los estados modernos. En este contexto se desarrolla Hombres buenos, la última novela de Arturo Pérez-Reverte. La obra surge a raíz de un hecho autobiográfico: el hallazgo en la biblioteca de la Real Academia Española de los 28 volúmenes que conforman la famosa Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, título que estaba incluido en el Índice de obras prohibidas. Tras varias pesquisas y entrevistas con miembros de la citada institución, el autor murciano  ficcionaliza un hecho verídico y presenta al lector la aventura que dos académicos protagonizaron al viajar desde Madrid a París en busca de esa veintena de libros que recogían el pensamiento más moderno y revolucionario.  Los elegidos, los hombres buenos, fueron don Hermógenes Molina, bibliotecario y latinista, y don Pedro Zárate, marino que se dedicaba a escribir sobre la técnica de la navegación. Ambos recorrieron un largo camino lleno de aventuras y peligros representados por la figura de Pascual Raposo, un mercenario contratado por otros dos académicos que se oponían a la adquisición de dicha obra: Manuel de Higueruela, crítico literario ultraconservador que veía un enorme peligro en las nuevas ideas y Justo Sánchez Terrón, filósofo que temía la errónea interpretación del nuevo pensamiento por parte de personas no preparadas para ello. Éstos simbolizan las dos Españas del siglo XVIII, dos bandos que, por unos motivos u otros, pretendían impedir la entrada de esta ideología en nuestro país, condenándonos así al inmovilismo político, social y cultural. 
Nos encontramos, por tanto, ante una novela que se presenta como un homenaje a los intelectuales valientes que lucharon por traer a España la luz de ese nuevo pensamiento que en Francia sentaría las bases de la famosa  Revolución. Asimismo, es una oda a la amistad- encarnada en los personajes de Hermógenes Molina y Pedro Zárate, religioso, afable y temeroso el primero, ateo y con un profundo sentido del deber el segundo, que a pesar de sus diferentes creencias son capaces de entablar una relación de admiración en la que la educación prima sobre cualquier diferencia-, al amor por los libros, a los hombres cultos, etc. Y, por supuesto, es una novela de entretenidas aventuras que presenta, además, interesantes debates sobre la monarquía, el clero, la sexualidad femenina, la educación,  la libertad… en la que se mezclan personajes históricos con otros ficticios en un juego de realidad y ficción al más puro estilo de Pérez-Reverte. 
Por otra parte, Hombres buenos es una metanovela puesto que el autor interrumpe la acción para comentar, con todo lujo de detalles, cómo ha sido el proceso de documentación, las dudas que le iban surgiendo al trazar la trama, los mapas que consultó para recrear el camino desde Madrid hasta París en 1781 y la ambientación de ambas capitales –con descripciones deliciosas que nos trasportan desde el reinado de Carlos III al ambiente prerrevolucionario de Francia-. Se trata de una apasionante y ardua labor de carpintería literaria que Pérez-Reverte regala al lector y que contribuye, en nuestra opinión, a enriquecer la novela. 
Resulta simpática también la presentación que el escritor hace de algunos de sus compañeros actuales de la RAE, como don Francisco Rico o don Gregorio Salvador quien reconoce que “en tiempos de oscuridad, siembre hubo hombres buenos que lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso…Y no faltaron quienes procuraban impedirlo”. No hay mejor resumen para la trama de esta  novela y no hay mejor homenaje para una institución que además de “limpiar, fijar y dar esplendor” a nuestro idioma, luchó por implantar en España un nuevo pensamiento, una nueva filosofía que nos liberara del yugo de la iglesia y de la monarquía y que hiciera de la educación y de la cultura las bases de la  sociedad. Larga vida a la Academia y larga vida a todos esos hombres buenos que a lo largo de nuestra Historia han amado la cultura y la libertad. 

domingo, 10 de mayo de 2015

286. Making-of



El azar ha querido que las últimas tres novelas que han llegado a mis manos compartan un rasgo común: en todas ellas sus autores intercalan entre la trama argumental los pormenores del proceso creativo ofreciendo detalles personales sobre las vicisitudes experimentadas durante la escritura de sus respectivos libros. David Foenkinos confiesa en las páginas de Charlotte el impacto emocional que ha supuesto para él adentrarse en la vida de la pintora judía, muerta en Auschwitz; Arturo Pérez-Reverte desmenuza la labor de investigación que ha llevado a cabo para conocer la historia de los “hombres buenos” que trajeron L’Encyclopédie de Diderot y D’Alembert a España; finalmente, Antonio Muñoz Molina riza el rizo y en esa novela de novelas que es Como la sombra que se va, desvela los secretos de la composición de Un invierno en Lisboa, mientras noveliza la huida de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, de cuya trama ofrece también datos acerca del proceso de confección de la novela.
Ignoro si esto de mostrar las tripas de los libros es una nueva moda pero si lo es, sería deseable que fuese pasajera. No es que no resulte interesante toda esa información sobre las particularidades del acto creativo. La metaliteratura es un apasionante campo de reflexión y un precioso filón para el anecdotario. Pero la disposición de un lector de novelas es la de quien desea traspasar las lindes de su propia realidad para sumergirse, mientras dure el embrujo de la lectura, en otro espacio necesariamente distinto. El lector hace un pacto con el escritor: tú me cuentas una mentira o una media mentira y yo hago como que me la creo. La inclusión de los entresijos extraliterarios vulnera ese pacto de ficción y produce cierto desencanto, una sensación de estafa, como cuando suena el despertador y, de repente, irrumpe la fea realidad tras la magia de un bonito sueño. Decirle al lector cómo es una novela por dentro es como hacerle decir a un forense lo maravillosa que era la persona que está diseccionando en la mesa de autopsias mientras revuelve sus vísceras. No hay nada más desazonador tras una obra de teatro que esos coloquios que se organizan a veces, al finalizar el espectáculo, entre el público y los actores. Éstos, ataviados todavía con los trajes de los personajes a los que dieron vida, al hacerse hombres de verdad y eliminar la frontera que los separaba de nuestro patio de butacas, dan al traste con esa sensación de hechizados con que todo el mundo debiera salir siempre de las puertas de un teatro; y sólo la realidad de la calle, el murmullo de las gentes, los cláxones de los coches, el frío sobre las aceras, son los que poco a poco debieran devolvernos del trance. Que lo hagan los actores es un sacrilegio. Lo que sucede en la escena, quede en la escena; lo que sucede en los libros, quede en los libros; el actor Álex González es un farsante impostor de Javier Morey cuando se empeña en relatarnos el making-of de El Príncipe.

El mejor making-of que probablemente haya dado nunca la Literatura ya nos lo regaló Cervantes cuando nos contó que la historia de don Quijote la había conocido a través de unos textos del historiador musulmán Cide Hamete Benengeli, que hizo traducir. Y digo que este making-of ha sido el mejor de todos por una sencilla razón: porque era mentira.