domingo, 30 de agosto de 2015

301. D.Q.

           

En este  año en que conmemoramos la publicación de la segunda parte de El Quijote , llama la atención aquella frase de Unamuno que abogaba por la muerte del famoso hidalgo en un artículo de 1898 publicado en la revista Vida nueva  y titulado significativamente “¡Muera don Quijote!” En él defendía el autor vasco la cordura de Alonso Quijano como trasunto de la regeneración española. Un año después, Rubén Darío respondía a Unamuno en La Nación de Buenos Aires indicando que: “Don Quijote no puede ni debe morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó batallas. Otro, Cristóbal Colón y su Dulcinea fue la América”.”. Darío  recopiló luego en Don Quijote no puede ni debe morir todos los textos que escribió en torno al hidalgo manchego.
Uno de esos escritos es el relato titulado “D.Q.” cuyo argumento está directamente relacionado con la realidad histórica del momento en que fue compuesto. Nos referimos a la derrota española en Cuba en el año 98, el llamado “desastre colonial” que supuso la pérdida de Filipinas, Puerto Rico y la independencia de Cuba.
Pues bien, Rubén Darío narra en primera persona los últimos días de lucha de las tropas españolas. El espacio elegido es un lugar “cerca de Santiago de Cuba” en el que los soldados esperan la llegada de nuevas fuerzas provenientes de España. Entre los refuerzos, destaca un soldado de características especiales: no es joven, no conversa con los demás, ofrece su comida a los más hambrientos, tiene una triste mirada y una sonrisa melancólica, ayuda a los enfermos, porta la bandera española, es defensor de “sueños irrealizables”, va vestido con una vieja coraza, es manchego, creyente y “algo poeta”. Se trata, por tanto, de un personaje singular que desata las risas de algunos de sus compañeros cuyo nombre obedece a las iniciales D.Q.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos por qué Darío eligió a don Quijote como protagonista de este cuento, presentándolo como luchador infatigable y perseguidor de un sueño: vencer a las tropas norteamericanas y conseguir que España siga gozando de su hegemonía. El motivo es evidente. La historia de don Quijote no es sino la historia de una derrota tras perseguir imposibles, hecho que es trasunto de la realidad que estaban viviendo las tropas españolas en ese momento.
Por tanto, don Quijote se presenta como símbolo del modo de actuar que debían seguir los españoles: luchar por los ideales, por el bien del país, pese a la derrota. Ante la desoladora situación que estaban viviendo las tropas, D.Q. no quiere doblegarse ante ese “gran gigante rubio” que se había hecho con el poder. Por ello, nunca entregará su bandera ni se postrará ante el enemigo. Preferirá arrojarse al vacío portando el pendón español. Un último acto de rebeldía que supone la postrera manifestación de su espíritu de lucha y de entrega en pos de sus ideales. Un suicidio con el que se dignifica al pueblo español en el atroz momento de su derrota.
Por otra parte, el suicidio del protagonista remite directamente a la situación que vivía España en el 98. Como es sabido, el país estaba afectado por los llamados “males de la patria” que tanto denunciaron los noventayochistas. El final de siglo venía marcado por una crisis en la que una España enferma acabaría perdiendo no sólo los territorios americanos sino también su espíritu nacional. El año 1898 suponía la destrucción de los vínculos entre España y América Latina, pero también un acercamiento entre ellas puesto que en ambos lugares los intelectuales intentaban redefinir sus identidades nacionales.
En este contexto, la Generación del 98, con las reservas unamunianas de marras, defiende una filosofía que se podría denominar “quijotesca” mientras que en América Latina los discursos sobre su identidad también recogen rasgos de dicho quijotismo. Se trataba, por tanto, de recuperar a ambos lados del Atlántico la imagen de don Quijote como símbolo de los valores que tenían que renacer: el Idealismo, la Justicia, la Generosidad, la Nobleza… El espíritu de esfuerzo y de superación de don Quijote se proponía como modelo para transformar la realidad, para acabar con la “abulia”. El hidalgo manchego aparecía como símbolo de la raza que debía resurgir.

En definitiva, Rubén Darío presenta a don Quijote como personaje capaz de unir de nuevo a España y  a Latinoamérica puesto que encarna los valores hispánicos que se habían de recuperar en ambos lugares, bien para superar la decadente situación española o bien como materia a partir de la cual reflexionar sobre el destino de América Latina una vez independizada de la “madre patria”. Mas, en cualquier caso, unidas por la exaltación de un mismo referente literario y hermanadas en su afán por modelar al hombre a imagen y semejanza del mejor portador de los más profundos valores humanos. Larga vida a don Quijote. 

domingo, 23 de agosto de 2015

300. Elogio de la verdad



En mis tiempos de Filología estudiábamos las teorías de Charles F. Hockett, el lingüista americano que desarrolló las famosas quince propiedades del lenguaje natural humano. Entre esas propiedades figuraba la prevaricación, término que normalmente asociamos a los delitos judiciales pero que en Lingüística se refiere a la capacidad de los hablantes de emitir conscientemente enunciados falsos. En virtud de esta característica yo puedo escribir ahora mismo algo como que “los aviones rezuman hipotálamos de incienso”, oración a la que no se puede reprochar su corrección sintáctica pero que no tiene ningún sentido. En la prevaricación está, probablemente, el origen de la poesía y si yo fuera un poeta de renombre, todo el mundo admiraría la frase de marras, otorgándole sugestivas interpretaciones, como las que se dan a esos cuadros absurdos que cuelgan de las paredes de algunos museos de arte contemporáneo. Pero no nos alejemos del tema. La prevaricación nos dio, pues, la poesía pero el ser humano, que siempre tiende a pervertir los dones que recibe, la utilizó para fines menos nobles: la utilizó para mentir.
Para mentir no hace falta negar la verdad; basta con ocultar parte de ella o con manipular sutilmente los resortes del lenguaje. La prensa es un buen ejemplo de lo que digo. Basta con leer varios periódicos de distinto signo político para comprobar cómo una misma noticia parece completamente otra dependiendo del medio informativo al que se acuda. Por no hablar de los periódicos que mienten deliberadamente para tener algo que vender. Ante esta tesitura, el lector no sabe, al fin, a qué atenerse y, si es inteligente y no se casa con unos colores a toda costa, deberá siempre recibir la actualidad con la suficiente reserva y desconfianza hasta que tenga acceso a una fuente fidedigna. Luego están los periodistas que no contrastan sus noticias y que las introducen a vuelapluma. Cualquier rumor o bulo que circula por las redes sociales se convierte al momento en verdad indiscutible; se critican las leyes pero nadie ha acudido a leer el texto completo, que será largo y farragoso, sí, pero es el original; se valoran intervenciones en el parlamento a partir de cortes televisivos descontextualizados pero nadie ha visto la sesión entera. Y así, vamos construyendo nuestros juicios a partir de lo que nos cuentan los terceros, nunca a partir de lo que hemos comprobado nosotros mismos.

Ahora, el gabinete de comunicación de Manuela Carmena ha construido una web donde se desmienten, matizan o aclaran determinadas notas de prensa que afectan a su gobierno y, ante este ejercicio de transparencia, determinadas personas se rasgan las vestiduras y apelan al constreñimiento de la libertad de expresión. ¿Es que no es eso, también, libertad de expresión? La labor de la prensa al controlar los abusos del poder es necesaria y encomiable pero ¿quién controla los abusos de la prensa? Se critica también que el periodista quede señalado en el desmentido de la web pero si un periodista ha llevado a cabo su labor con objetividad y profesionalidad intachables, ¿debe preocuparse de algo? Ojalá no tuvieran que existir webs como la de Carmena pero vivimos en un país donde el clientelismo informativo es un hecho y la mentira un vicio. En España hay divorcios, cajas B, penaltis simulados, amistades rotas, hipócritas, impostores, postureos, publicidad engañosa, tarotistas, tarjetas black, mesías de patrias arcádicas, abogados del dinero, cal viva para los cadáveres. Todo, en virtud de la mentira. Que la única mentira sea la de la literatura. Y que renazca la franqueza. Porque, como dijo Platón en El banquete, “la belleza es el esplendor de la verdad”. 

domingo, 16 de agosto de 2015

299. Inmigrantes en Lesbos



Viajeros que llegáis a Lesbos buscando a Safo y a Safo no la halláis, ¿dónde quedó vuestro esplendor babilonio que así venís, a merced de las olas? Desengañaos. No hallaréis aquí a Safo. No hay en Lesbos gorriones uncidos al carro de Afrodita, y tal vez acechen vuestro pan escaso. Ni hay huertos de manzanos, ni riberas flanqueadas por garbanzos de oro, ni el aire orea aromas de mieles, abatiéndose sobre las encinas, ni el agua rumorea entre los prados esmaltados de primavera. No hay muchachas de finos tobillos, vestidas con peplos purpúreos, coronados sus cabellos de eneldo, de violetas o de rosas ni sus cuerpos se os ofrecen amorosos bañados en brento sobre blandos lechos. No se oyen las caricias melódicas de la siringa ni las risas tintineantes de los crótalos, no se escuchan las voces de las doncellas entonando epitalamios ni se mezclan la mirra, la casia y el incienso ni los recodos de los caminos ofrecen cráteras y copas al sediento.
Hallaréis a cambio, el frenesí hiriente de las chicharras bajo el sol implacable, el hedor de vuestros cuerpos, sudor y salitre, envolviéndolo todo, la mirada enajenada de la madre a quien el mar engulló su esperanza, la indiferencia de Europa, no la fenicia de Tiro que raptó Zeus transformado en toro, sino esta Europa nuestra que vive también raptada, narcotizada por algún bebedizo infecto en su indolencia intolerable. Hallaréis la enfermedad y la miseria; el recelo de los anfitriones, el hacinamiento insalubre, el anonimato, la deportación, quizás la muerte.
No hallaréis a Safo en Lesbos, aunque la muchacha de Mitilene os entiende. También ella sufrió el destierro en Siracusa y padeció al tirano Mírsilo, que la expolió. Tiranos los ha habido siempre. Su hermano Caraxo trató de solventar la ruina familiar trasladándose a Náucratis, la ciudad griega de Egipto, y dedicándose al comercio, pero lo arruinó una prostituta, la hetera Rodopis, que Safo llama en sus poemas Dórica. Hoy la puta es Europa. Vivió Safo de las dádivas de sus amigas. Cuando Cleis, su hija, le pide una diadema multicolor para ceñir sus cabellos “más rubios que una antorcha”, Safo no puede comprársela y maldice al gobierno de los Cleanáctidas que en tal estado la tienen. Pero Safo será ungida con el aceite incorruptible de la literatura. Quedará en los trozos de cerámica exhumados por los arqueólogos y en los papiros de Oxirrinco y la conocerán los estudiantes. A vosotros, en cambio, hoy os dedica un panegírico un columnista de provincias a quien nadie lee y ayer pasasteis fugaces por la pantalla de un televisor que preside desde su altar (los nuevos altares de Occidente) la opípara comida de la familia, que debate asuntos baladíes. Se olvidarán los noticiarios, este periódico quedará a merced del viento en el banco de alguna plaza pública, involución del ágora. Las gentes se olvidarán de vosotros y entonces hallaréis, al fin, a Safo, que os dedicará su epitafio: “Una vez muertos, yaceréis en la tierra y no habrá recuerdo vuestro ni añoranza ya más: no tendréis parte de las rosas de Pieria, sino que ignorados también en la mansión de Hades erraréis revoloteando entre las sombras de los muertos”.

Es noche cerrada en Lesbos. En la playa, los cuerpos exhaustos de los supervivientes descansan en la arena. Reina un silencio espeso que interrumpe monótonamente el oleaje. Algunos miran a lo alto dando gracias a algún dios. Pero en el cielo estrellado de Lesbos, el toro de Zeus es sólo una constelación y pace solo. 

miércoles, 12 de agosto de 2015

298. Suite francesa

        


        El tema de la II Guerra Mundial está siendo una fuente inagotable de material novelesco y cinematográfico que corre el peligro de hastiar al lector y/o espectador. Por ello, cuando cayó en mis manos Suite francesa me mostré un poco reacia a embarcarme en su lectura. Gran error habría cometido no leyendo esta historia que desde el principio atrapa al lector. Primero, porque tiene calidad literaria. Sus líneas rezuman una elegancia estilística que produce goce estético. Segundo, porque carece del maniqueísmo que, muy justificadamente, podría tener una escritora judía que sufrió la persecución nazi.
            Irène Némirovsky concibió su novela como una gran obra que tendría cinco partes, tomando como modelo la Quinta sinfonía de Beethoven. Inició su redacción en 1942, mas no pudo acabarla puesto que fue asesinada en agosto de ese mismo año. El libro, publicado póstumamente gracias al amoroso trabajo de sus hijas, consta de dos partes. La primera, Tempestad en junio, presenta una serie de cuadros sobre la ocupación de París por parte de los alemanes. Es una narración coral en la que la escritora nos presenta a distintos personajes que luchan por sobrevivir a un asedio que nunca creyeron factible. De la mano de Nèmirovsky conocemos los pueblos invadidos, las rutas que tomaron los franceses en busca de auxilio, el hambre, la muerte, la traición, los robos, las mentiras,  los atascos… Especialmente interesante es el tema de  la degradación del ser humano. Ante una tragedia de tales magnitudes, emerge lo peor de los hombres, los sentimientos y las acciones más atroces tienen cabida en cualquier condición social, incluso en los burgueses acomodados que, al principio del éxodo, hacen gala de su generosidad para con los demás pero que, cuando toman conciencia de la gravedad del asunto, no dudan en pisar al más débil para sobrevivir. Todos estos personajes muestran una actitud egoísta, algunos sobreviven a la huida pero mueren de una forma casi cómica, como si una justicia poética condenara la superficialidad que ha imperado en sus vidas. Se salva el matrimonio Michaud, una pareja honrada y solidaria que busca desesperadamente a su hijo Jean-Marie, que luchaba en el frente.
            La segunda parte, Dolce, relata la ocupación nazi de un pueblo francés, cómo sus habitantes se adaptan a la presencia alemana en sus calles y en sus casas. Unos personajes intentarán ganarse la simpatía de sus nuevos vecinos para seguir disfrutando de su posición social y otros aguantarán con rabia y dolor esta nueva situación. Destaca Lucile, una joven casada sin amor con un hombre que ha caído prisionero de los alemanes, que vive con su suegra. Ambas mujeres se ven obligadas a alojar a Bruno von Falk, un soldado que entabla una amistad con la chica que rozará el amor. Las tribulaciones que surgen en la mente de Lucile son muy interesantes, puesto que se debate entre el sentimiento puro que le despierta un hombre joven con el que comparte inquietudes y aficiones, y el amor a su patria. Francia ha sido invadida por unos degenerados y ella es capaz de sentir amor por uno de sus enemigos. Asimismo, conocemos el lado más humano del soldado, sus sentimientos, la añoranza de su familia, el desarraigo constante en el que vive… mas por encima de todo ello, domina el compromiso con su país.

            En definitiva, Suite francesa se presenta como un magnífico retrato de la ocupación nazi de Francia,  un país abúlico que se resignó, en general, a la invasión. Este argumento cobra más valor si tenemos en cuenta que la autora estaba viviendo in situ la situación que describe y que sabía a ciencia cierta que ella sería una de las víctimas de dicho horror. De nuevo, el arte se presenta como el mejor asidero para el alma atormentada de escritores como Irène Némirovsky que, en lugar de huir optaron por refugiarse en la patria de las letras, donde gozarán eternamente del reconocimiento que merecen. 

domingo, 9 de agosto de 2015

297. A veces robo libros



Escribo estas líneas desde la sala de espera de mi fisioterapeuta. Mis posaderas descansan sobre la mullida superficie de un sofá desventrado; en las paredes, imágenes de columnas vertebrales, sacroilíacos y esternocleidomaistodeos recuerdan al visitante por qué está allí. Reparo en una esquina, donde una mesa baja alberga un montón de libros revueltos, como en un rastrillo. Escapo con esfuerzo de las fauces del sofá, que ya casi me había fagocitado, y me acerco a la mesa. Enseguida mis manos criban sin mucho afán los libros insustanciales que forman aquella selección arbitraria, llevada a cabo, sin duda, por algún desaprensivo. Sin embargo, de entre toda la quincalla bibliográfica surge, como surge de entre el limo la pepita de oro en la batea, un libro de Stefan Zweig: La impaciencia del corazón. Superada la sorpresa inicial llega, como otras veces, el sentimiento de héroe al rescate. Me da no sé qué ver a Zweig entre revistas de motor, prensa amarilla, libros de autoayuda, novelas románticas y demás terrorismo literario. Hasta hay un libro de Coelho. No hay fisioterapeuta en el mundo que pueda curar el esguince intelectual que produce leer a Coelho. Es obvio que tengo que salvar a Zweig. Pero siempre con la bandera de la ética por delante, así que inicio mi experimento. Como acaban de llegar más pacientes a la consulta, coloco a Zweig en un lugar visible y preponderante, encima del resto de libros. Pronto empiezan a levantarse otros curiosos hacia la mesa. Revuelven los libros pero todos ignoran a Zweig y eligen otras cosas. Tras unos minutos, Zweig está sepultado bajo los escombros de aquella inmundicia libresca. Creo que esto legitima mi acción. No es un robo. Es un acto de amor. Tengo una mochila y una misión en la vida. ¿Qué hacer?
Me ha pasado otras veces. Cuando era coordinador de la biblioteca de mi instituto, me encargaba de registrar los libros que habían de formar parte de los anaqueles, sólo que luego acababan formando parte de los míos. Hay en mi casa libros con el tejuelo y su signatura todavía en los lomos y el sello del centro, como delatores. Ahora que soy jefe de departamento, cuando llegan los libros de muestra de las editoriales, también realizo algún ejercicio de beneficencia literaria y les hago un hueco en mi casa. El poder corrompe pero a mí me ha despertado la vena caritativa. Mi casa es un centro de acogida. Porque, ¿de verdad alguien se cree que un alumno de la ESO se va a acercar a la biblioteca escolar y le va a pedir al bibliotecario El criticón de Baltasar Gracián? Es más, ¿de verdad alguien se cree que un alumno de la ESO se va acercar a la biblioteca? El pobre Gracián estaba condenado al sueño de los justos. El señor del autobús, apremiado porque llega su parada, ha olvidado su libro de Delibes en el asiento contiguo; podría decírselo. La señora del puesto de antigüedades que vende esa primera edición de un libro de Galdós a sólo 1 euro no sabe lo que está haciendo; podría ponerla sobre aviso. Pero qué bien lucen Gracián, Delibes y Galdós en mi biblioteca doméstica.

El fisioterapeuta me ha dado una buena paliza hoy. Al finalizar, y mientras me vestía, ha sostenido en el aire mi mochila, que yo había dejado a un lado de la camilla mientras durase la sesión. Luego, tras comprobar el volumen de su carga, me ha sugerido que no debiera soportar tanto peso en la espalda porque puedo empeorar. Yo asiento obediente. Pero es que, La impaciencia del corazón, el libro de Stefan Zweig, tiene más de 500 páginas.

domingo, 2 de agosto de 2015

296. Padelistas, runners y poetas



Hay dos nuevos tontos del deporte patrio. El primero de ellos es el tonto del pádel. El tonto del pádel no pega chapa durante hora y media pero, eso sí, cuando termina el partido, aparta la ínfima gota de sudor que perla su ceño y resopla satisfecho del esfuerzo realizado y de haber participado del deporte de moda, porque hoy día, si uno no juega a pádel, es que no está en la onda.  Dueño de su pequeña parcela, el tonto del pádel da saltitos, raqueta en mano, y ve pasar la pelotita de un extremo al otro como un bobo; cuando ésta llega (al fin) a su colonia, golpea con el nuevo revés que le ha enseñado su entrenador personal y permanece así, unos segundos, sellando el espacio con su estilosa y grácil silueta, imprimido para la eternidad entre las ondas del viento. En la pista de al lado, un tenista sufre un calambre al salvar la enésima embestida de su rival.
El otro tonto, es el tonto del running, el runner. El tonto del running es el mismo tonto que antes hacía footing pero con otro nombre. Vamos, el que sale a correr. Pero es un tonto renovado. El runner va equipado de toda suerte de artilugios: pulsómetro, reloj para el control de calorías, tobilleras, muñequeras, gafas, bandolera, gps, zapatillas con cámara de aire, mangas, calentadores, mallas, pantalones anti-rozaduras, desfibrilador, rayo láser, visión nocturna por infrarrojos, escudo antiaéreo contra mosquitos, cinturón con batería de misiles. Supone un gran esfuerzo vestirse. Y luego salen a correr. Mi suegro, sin tantas zarandajas, lleva corriendo treinta años, que debe de ser lo mismo que tarda un runner en vestirse.
Y se preguntarán ustedes a qué viene todo esto en una columna literaria. No me riñan, que estamos en verano y ahora convienen las lecturas ligeras, que luego me dicen que escribo muy barroco y que no se me entiende nada y que soy muy aburrido. Pues sí, viene todo esto a que entre los poetas, también hay tontos del pádel y del running, o sea, impostores. Y los vemos haciendo haikus y practicando el verso libre porque son incapaces de escribir más de tres versos decentes y mucho menos de rimarlos. Hoy nadie rima porque, claro, eso supone una restricción de la libertad creativa. A otro perro con ese hueso. Es decir, tiene razón quien eso afirma pero no quien lo utiliza como parapeto. Porque hay que saber hacer kaikus y hay que saber usar el verso libre, quizás el menos libre de los versos, donde tanta importancia tienen los ritmos y la prosodia. El impostor del verso libre y del verso corto es el tonto del pádel: o sea, un vago que disfraza su holgazanería y su falta de creatividad apuntándose a una moda que estima fácil y  a la que cree poder asirse para salir airoso.
Luego están los poetas huecos que visten la nadería de sus versos con el ropaje del artificio. Es el poeta-runner. Tiene su escritorio de madera de nogal, su tintero vintage, su tertulia de café, está en todos los saraos literarios, exhibe su prurito de escritor en las redes sociales, almacena pilas de libros en estudiado desorden sobre sus mesitas de noche o sobre el suelo (especialmente cuando hay visitas), gana el premio de Villaespuña de Alfedrique y sus versos son todo atavío y nada verdad. Hace carrera literaria pero, en realidad, no se ha movido de la posición de salida. Como el runner tonto.

Prometo no volver a escribir sobre los poetas malos porque, además, soy consciente de que ya lo he hecho varias veces y de que ya me estoy repitiendo. Prometo escribir sobre tenistas literarios que se juegan la vida en cada match point y sobre corredores de fondo que cruzan la meta sin mirar el reloj. 

[En la foto, García Márquez jugando al tenis. Obviamente]

domingo, 26 de julio de 2015

295. Billetes literarios



La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre-Real Casa de la Moneda ha puesto a la venta dos monedas conmemorativas con motivo del IV Centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote. Son monedas de colección de 100 y 10 euros. En la moneda de 100, don Quijote aparece en el reverso sentado y leyendo; y en la de 10 se reproduce la imagen del famoso hidalgo y Sancho Panza a lomos de sus cabalgaduras. También hay prevista una moneda de 30 euros para el segundo semestre del año con don Quijote y Sancho cabalgando a Clavileño, según el grabado de Joaquín Ballester (1740-1795) que se conserva en la Real Academia Española.
Desde que en 1871 el Banco de España decidiera acuñar el papel moneda con figuras representativas de nuestra cultura, son muchos los escritores que han sido estampados en los billetes españoles. De 1878 es un billete de 50 pesetas donde aparece un Calderón de frente prominente y elegante perilla, ataviado con la cruz de Santiago; Jovellanos representaba las 50 pesetas en 1898, lo que tiene su lógica si pensamos en la actitud regeneracionista de la época; Quevedo valía 100 pesetas en 1900 y mucho hubiera sido la sorpresa del genial poeta madrileño de saber que su cara habría de estar en los billetes, él que había denunciado el poder del dinero en aquel famoso poema “Poderoso caballero”; en 1928 es el turno de Cervantes, que aparece en los billetes de 100 pesetas en un retrato que nos lo muestra con la venerabilidad de una vejez incipiente; Séneca valía 5 pesetas en 1947 y la ínfima cantidad parece hecha a la medida de su pensamiento estoico: del gran filósofo cordobés son frases como “Una gran fortuna es una gran servidumbre” o “No es pobre el que tiene poco sino el que mucho desea”. Más pobre era don Quijote en 1951, cuando su billete valía 1 peseta. El retrato de don Quijote en este billete se aparta un tanto de la imagen que poco a poco ha ido consolidándose en el imaginario colectivo: barba lacia y descuidada, ojeroso, mirada triste, frente marchita. Bécquer tiene su billete en 1965; su rostro grácil, de cabello ensortijado, mirada penetrante y refinado bigote, se erige sobre una escena romántica donde aparece un señor de levita y sombrero de copa y una dama de vaporoso vestido blanco en mitad de un jardín umbrío con su fuente rumorosa; vale 100 pesetas. En 1971 aparecen Echegaray y Jacint Verdaguer en los billetes de 1000 y 500 pesetas, respectivamente, el primero con sus lentes curvas y su barba florida, el segundo con barretina y mirada soñadora. Completan la nómina los billetes de los años 80. En esa década Clarín, Rosalía, Galdós y Juan Ramón Jiménez se muestran en los billetes de 200, 500, 1000 y 2000 pesetas, respectivamente. A Galdós, como a Quevedo, no creo que le hiciera demasiado gracia verse por allí. Se me viene a las mientes la frase que el escritor canario pone en boca del Conde en su novela dialogada El abuelo, cuando aquél le dice a Senén aquello de que “el dinero lo ganan todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden”. Tan vigente como siempre, nuestro Galdós. Y también llama la atención ver a Juan Ramón Jiménez en ese billetazo de 2000 pesetas, él que siempre delegó en la abnegada Zenobia todos los pormenores prácticos, economía doméstica incluida.

Para acabar este repaso, cabe mencionar, como curiosidad, que Baroja, Zorrilla, Larra y Tirso fueron estampados también pero sus billetes acabaron por no ponerse en circulación. Baroja iba a valer 10000 pesetas en 1979. Las cifras, desde luego, son arbitrarias: ¿Dos rosalías hacen un galdós? ¿Dos galdoses hacen un juanramón? ¿Una rosalía y un clarín no valen un echegaray? Yo prefiero las vueltas: pagar con un juanramón algo que vale 100 pts para que, en el cambio, me den un poquito de todos los demás. O leerlos a todos, que no tiene precio. Y es gratis.


Calderón, 1878

Jovellanos, 1898

Quevedo, 1900

Cervantes, 1928

Séneca, 1947

Don Quijote, 1951

Bécquer, 1965

Echegaray, 1971

Verdaguer, 1971

Galdós, 1979

Rosalia, 1979

Clarín, 1980

Juan Ramón, 1980


BILLETES DESCARTADOS

Baroja, 1979
Tirso, 1940
Larra, 1938

Zorrilla, 1931


domingo, 19 de julio de 2015

294. 'Lolita', hoy.



Se cumplen 60 años desde que Vladimir Nabokov publicara en la parisina Olympia Press su novela más famosa, Lolita. Con ella, el autor ruso engrosó esa lista de personajes literarios que han acabado por formar parte del vocabulario común más allá de su origen novelesco. Así, si existen celestinas, lazarillos o donjuanes, existen también las lolitas. El DRAE, una vez aclarada su ascendencia literaria, define ‘lolita’ como aquella “mujer adolescente, atractiva y seductora”. La definición de la Academia salva los muebles al anteponer a “adolescente” la palabra “mujer”. “Mujer” es, en su primera acepción, “persona del sexo femenino”, pero, connotativamente, solemos asociar el término con la edad adulta. De este modo, la definición de ‘lolita’, revestida así de una falsa mayoría de edad, atenúa el embarazoso aprieto de decir solamente “adolescente atractiva y seductora”, sin más, lo que le habría reportado algún problema derivado del falaz prejuicio social que considera imposible que una adolescente pueda resultar “atractiva” o “seductora” o, por lo menos, que considera indecoroso el afirmarlo.
Viene toda esta pejiguera lexicográfica a constatar un hecho: la incomodidad del lector actual ante la novela de Nabokov. En la sociedad ultrasensibilizada en la que vivimos, donde cualquier anuncio publicitario sin mala intención es enseguida tachado de sexista o donde la atención a la protección del menor llega, en ocasiones, a situaciones ridículas, es natural que el lector asista a las confesiones del obsesivo Humbert Humbert con la perplejidad y el sofoco moral de su tiempo. Si el acto inocuo de cualquier profesor de instituto al colocar su mano sobre el hombro de una de sus alumnas, en un ejercicio de franca, sana y humana complicidad, puede llegar a convertirse para mucha gente en un gesto peligrosamente ambiguo, ¿cómo no podrá horrorizarse el lector de Lolita ante la afición incestuosa del protagonista hacia su “nínfula”? Lo que parece claro es que la publicación de Lolita hoy habría sido imposible y que la condescendencia social que actualmente se tiene para con la novela sólo viene avalada por su naturaleza de clásico.
Pero los que vamos más allá del rubor biempensante e hipócrita de esta sociedad civilizada, vemos en Lolita una de las mejores novelas eróticas de todos los tiempos y una compleja historia de amor. La delicadeza y elegancia de la estilizada prosa de Nabokov se corresponde con la sutileza velada de sus imágenes, absolutamente deliciosas. Por supuesto que el erotismo de Lolita reside en lo prohibido, en lo clandestino. No hay erotismo si no se incumplen algunas normas sociales y morales, si no se experimenta la sacudida de lo ilícito y de lo sórdido; pero el erotismo de Nabokov va más allá de todo eso: es una erótica del lenguaje, del uso exquisito del idioma, de la estética del decir.

Tampoco sabremos si Nabokov hubiera querido escribir Lolita hoy. En un mundo donde la mayoría de adolescentes vienen ya erotizadas de serie, donde la moda, las costumbres livianas y la aceleración prematura de las relaciones sexuales, han terminado con el espacio mítico de la infancia, escribir sobre lolitas se antoja aburrido de tan trillada que está de ellas nuestra realidad. Muchas de estas adolescentes comparten con la Lolita de Nabokov la conciencia perversa de su poder, escondida tras una aparente ingenuidad, y parapetada tras las leyes, que conocen y utilizan cuando es preciso, enfrentando sobre la palestra convenciones y naturaleza, moralidad y seducción, quizás porque, por encima de lo consuetudinario, y citando a Humbert Humbert “el sentido moral de los mortales es el precio que debemos pagar por nuestro sentido mortal de la belleza”.

domingo, 12 de julio de 2015

293. Violante



Es muy famoso el “Soneto de repente” que Lope de Vega escribió a instancias de la enigmática Violante. La composición se halla en La niña de plata, comedia de 1617, por lo demás, muy poco atendida por la historiografía literaria, salvo por el feliz hallazgo del soneto. Los profesores de Literatura suelen utilizar el poema del inmortal dramaturgo para enseñar de forma ilustradora a sus alumnos la composición métrica de un soneto.
La petición de la tal Violante pone en un brete fingido a Lope, quien reconoce en el segundo verso “que en mi vida me he visto en tal aprieto”. Y, aunque Violante sea un personaje inventado por el “Fénix de los ingenios” para llevar a cabo su juego poético, el “aprieto” de Lope no es tan artificial como parece, y esconde, en realidad, una práctica habitual y poco grata a los poetas de los Siglos de Oro como es la literatura por encargo. Efectivamente, la dependencia de los mecenazgos obligaba a los escritores a la servidumbre del ósculo literario que dejase bien claro para la posteridad el patronazgo del aristócrata de turno y las prendas indiscutibles de su persona. La literatura por encargo se revelaba, pues, como un insoslayable compromiso social que redundaba en la financiación y estatus literario del escritor.
Pues bien, más de cuatrocientos años después, las Violantes que comprometían a Lope siguen pululando por el cortijo literario. Ya hablé en su día de los embarazados prologuistas, pero los tentáculos violantinos se extienden a todos los ámbitos de las letras. Particularmente preocupante es su influencia sobre la crítica literaria. Algunos columnistas no tienen libertad ni siquiera para elegir los libros que reseñan y, una vez impuestos los títulos por el consejo editorial, tampoco tienen libertad para opinar honestamente sobre ellos: deben dejar en buen lugar al autor. Muchos se juegan con ello su puesto de trabajo. Más deleznable aún es el compadreo entre escritores. Algunos ponderan las virtudes de una obra, aunque ésta les parezca un comistrajo indigerible, para recibir luego ellos mismos la correspondiente lisonja. Y así, todos se halagan los unos a los otros para mantener su puesto en la esfera literaria, aunque en su fuero interno despotriquen de la obra ajena que antes habían adulado. De esta manera, el lector que busca en la columna literaria de un periódico una orientación honrada, no sabe ya a qué atenerse.
En los más de cinco años que mantengo mi columna del Diari de Tarragona, sólo me he encontrado con cuatro casos de reseña por encargo. Solamente una de esas lecturas me satisfizo y fue fácil cumplir con la encomienda. En las otras tres tuve que ingeniármelas para realizar toda suerte de cambalaches retóricos que salvaguardasen la dignidad de los autores reseñados y que, al mismo tiempo, enviasen un mensaje de complicidad al lector avezado que sigue la columna y que confía en mi honestidad crítica. Los compromisos eran muy personales y no deseaba perder amigos o someterme a “La cólera de Violante”, que el argentino Baldomero Fernández Moreno recrease en 1939, como respuesta de Violante al soneto de Lope. Ésta, que había esperado del soneto de marras una delicada descripción de sus cualidades femeninas, se irrita al sentirse burlada. Pero el lector es siempre más importante que el amiguismo y creo que podré sufrir el desprecio de Violante.

Ahora bien, si alguna vez uno se atreviera a decir sin ambages lo que piensa de una obra en una reseña por encargo, prepárese para ser vetado por siempre jamás del medio que se la encargó. Quien lo probó lo sabe.

lunes, 6 de julio de 2015

292. David Trueba o lo gris cotidiano



David Trueba siempre me ha parecido un tipo interesante. Es inteligente, tiene buenas ideas y ostenta ese espíritu crítico sin estridencias que tan necesario se antoja en un tiempo, el nuestro, donde o bien se agacha servilmente la cabeza o bien nos lanzamos a la calle a destrozar cristales de oficinas bancarias. Me gustan mucho, también, sus películas, con ese ritmo narrativo cocinado a fuego lento, sin prisas, y esa delicadeza, ternura y profundidad con que construye a sus personajes. Sin embargo, soy incapaz de mantener este idilio intelectual y artístico cuando leo sus novelas. No es que los libros de David Trueba sean malos; Trueba se deja leer, entretiene y, de vez en cuando, se topa uno con la grata sorpresa de una frase brillante, de una idea ingeniosa, de una reflexión honda. Pero hasta que llega ese momento, el lector ha estado consumiendo páginas anodinas, repletas de detalles insustanciales y perfectamente prescindibles. Trueba es el novelista de la cotidianeidad y es tanto su apego al pulso diario de la existencia que leer sus libros vale tanto como vivir una jornada corriente de cualquier vida, con su tedio y su sucesión de acciones irrelevantes que marca la inercia de los días. En general, la vida de un ser humano está jalonada de momentos inolvidables, buenos o malos, que aparecen en mitad de un largo período de intrascendentalidad. Así las cosas, la literatura se presenta como la válvula de escape que nos aleja del devenir, siempre igual, de las horas, abona las parcelas yermas de nuestra vida y llena el vacío de la banalidad diaria. No necesitamos libros que hablen de lo cotidiano porque nuestra vida es ya, de por sí, muy cotidiana. Si acaso, algún pasaje con el que establezcamos empatía puede ayudarnos a sentirnos menos solos en este misterio, algo absurdo, que es la vida pero, en general, no nos hace falta insistir más en la nada cotidiana.
Esta impresión tuve con Saber perder (Anagrama, 2008), novela de irrelevancias de las que sólo se salva la magnífica historia del jubilado Leandro, con su reflexión sobre el paso del tiempo, la decrepitud física y el renacimiento otoñal. Saber perder, que podría haber sido un excelente monumento a los hombres derrotados por la vida, se pierde en pasajes fútiles que restan grandeza a la abdicación de vivir. La novela también me sirvió para corroborar lo que ya sabía: no hay nada más aburrido que novelar el mundo futbolístico.

La última novela de Trueba, Blitz (Anagrama, 2015), narra la historia de un paisajista fracasado, abandonado por su novia, que halla consuelo en el amor tranquilo de una mujer madura. Trueba hace un sano ejercicio de depuración y, así, todo lo que sobraba en Saber perder es justo lo que se elimina en esta novela corta que desafía tabúes y habla a las claras. Son interesantes los paralelismos que se establecen entre el trabajo de paisajista del protagonista y la vida misma como metáfora del jardín. Con todo, la novela adolece, una vez más, de esa indolencia argumental, instalada en la grisura, que no permite, al acabar el libro, continuar con la hipnosis literaria. Y esto es así porque cuando uno termina una novela de Trueba existe una suerte de continuidad, de evasión frustrada que aboca a lector a lanzarse a la ficción de cualquier otro autor, con tal de librarse del desencanto ceniciento de la vida. O dicho de otro modo: con tal de librarse, aunque sea solamente por un rato, de uno mismo.