jueves, 24 de septiembre de 2015

304. El paraíso en la otra esquina



El paraíso en la otra esquina es una biografía novelada de dos personajes reales que, por diferentes motivos, han alcanzado una gran relevancia histórica. Se trata de Flora Tristán (1803-1844) y Paul Gauguin (1848-1903). Mario Vargas Llosa va desgranando en capítulos alternos sus vidas y los acontecimientos que marcaron sus caracteres y personalidades.
            Flora Tristán dedicó todos sus esfuerzos a luchar por los derechos de las mujeres y de los obreros, pues concebía que la verdadera revolución social sólo se lograría aunando las fuerzas de las capas de la sociedad más oprimidas. Tuvo una vida desdichada, marcada por un matrimonio sin amor del que escapó tras maltratos físicos, la violación de su hija y una bala que llevaría consigo cerca del corazón hasta el fin de sus días. Su periplo para huir de las garras de su esposo y de una justicia que desamparaba totalmente a las mujeres, la llevó a conocer Perú, donde residía la familia de su padre. Allí comenzó a tomar conciencia de las injusticias sociales y cuando regresó a Francia empezó a desarrollar sus ideas revolucionarias. Este proceso culminaría con un viaje a Londres en el que realizó un vasto trabajo de campo visitando fábricas, prostíbulos y otros espeluznantes escenarios que confirmarían rotundamente su deseo de luchar por la justicia social. Este compromiso para con los demás supondría el abandono familiar –su instinto materno era prácticamente inexistente- e, incluso, la renuncia a la única felicidad que halló en los brazos de Olympia Maleszewska, quien le descubrió el lado amable del sexo que, para Flora, era considerado como un instrumento de dominio masculino que le producía gran rechazo. Su misión era lo más importante: “Redimir a los explotados, unir a los obreros, conseguir la igualdad para las mujeres, hacer justicia a las víctimas de este mundo tan mal hecho, era más importante que el egoísmo maravilloso del amor (…)”. Sus ideas quedaron reflejadas en La Unión Obrera, obra que dio a conocer ella misma realizando un viaje por diferentes lugares de Francia con el objetivo de reunirse con obreros y mujeres para conseguir que se sumaran a su causa. Durante este recorrido, la protagonista va desgranando su historia a través de recuerdos y anécdotas con saltos temporales al pasado y al presente que nos conducen hasta el final de los días de Flora.
            Por otra parte, Paul Gauguin, nieto de Flora Tristán, abandona su cómoda vida burguesa como agente de bolsa para dedicarse a su verdadera pasión: la pintura. Dicha decisión supone el ocaso de su vida familiar y el comienzo de una existencia marcada por las penurias económicas y los anhelos frustrados. El pintor decide marcharse a Tahití para buscar la verdadera inspiración en una tierra no contaminada por las convenciones sociales y las rígidas normas morales y estéticas de una Europa que no terminaba de comprender su concepto del arte. Allí parece sentirse libre y da rienda suelta a su creatividad y a su pasión sexual, motor indispensable para su trabajo artístico. Tras idas y venidas a Francia y a la citada isla, “Koke” se va desencantando de ese paraíso terrenal en el que ha vivido pues comprueba que allí también está llegando la corrupción colonial, por lo que decide instalarse en las islas Marquesas, donde muere. Especialmente interesante es conocer el proceso creativo de algunas de las pinturas más importantes de Gauguin y la relación de amistad que mantenía con Vicent Van Gogh, que se truncaría definitivamente a raíz del famoso episodio de la oreja del holandés.
            Pudiera pensarse que los protagonistas de esta novela son seres antagónicos, una totalmente altruista y otro, decididamente egoísta, que sólo están unidos por el parentesco familiar. Mas ambos comparten la búsqueda de un mundo mejor que el que les ha tocado vivir, se rebelan contra lo establecido y osan desafiar las normas sociales. Otros muchos paralelismos comparten en sus vidas: sufren dificultades económicas, abandonan a sus familias para alcanzar sus objetivos, padecen graves enfermedades –Flora, cólicos y dolores fortísimos en la matriz-; Gauguin, la impronunciable sífilis-, mueren en una soledad relativa, etc.
            Vargas Llosa, a través de una narración en tercera persona en la que intercala pasajes en segunda persona con los que dialoga directamente con sus personajes, presenta la trágica vida de estos seres cuyo principal anhelo era hallar un lugar mejor en el que existir. El título de la obra remite a un juego infantil en el que se pregunta por el paraíso y la respuesta indica que siempre está en la otra esquina, trasunto de lo que les ocurrió a Tristán y a Gauguin. Cuando parecían hallar su paraíso, se les escapaba de las manos y ambos murieron sin conocerlo.

            En definitiva, El paraíso en la otra esquina es una obra que se puede encuadrar en la biografía, pero también es un tratado de arte, un compendio filosófico de las utopías socialistas del siglo XIX, un valioso documento realista de reminiscencias dickenianas  de la explotación obrera que supuso la Revolución Industrial, una defensa a ultranza de la valía de las mujeres que se atreven a pensar y se rebelan ante el marginador papel de madre y esposa a que las relega una sociedad machista e injusta… Es decir, una gran obra que permite al lector conocer a dos personajes tan diferentes y, a la vez, tan iguales, que ahora sí viven en el paraíso del recuerdo inmortal.

domingo, 20 de septiembre de 2015

303. Ortogravida



Confieso que a veces me puede la pereza, que someto mis fuerzas al dios tirano de la apatía, que la abulia se enseñorea de mis potencias todas y que, en consecuencia, doy de mí la versión beta con la que ir tirando. Ahora mismo, por ejemplo, me está costando horrores escribir este artículo y mi voluntad funciona al ralentí. Por eso es bueno cruzarse en la vida con personas que te sacuden el polvo acumulado por la desidia y zarandean el ánimo sesteador. En mi relación con la escritura, hay tres personas que cumplen esa función. Con ellas no puedo bajar la guardia y me obligan a mantener siempre el tipo. Una de esas personas es mi amigo Javier. Con Javier hablo de literatura todas las semanas a través del correo electrónico. En nuestras conversaciones siempre se citan títulos de libros. Pues bien, no he visto nunca ni uno solo de esos títulos sin su cursiva correspondiente. A mí me causa una desgana terrible tener que clicar en el botón de cursiva del editor de textos del correo cada vez que tengo que nombrar el título de una obra pero a ver quién comete la indolencia de no estar a la altura de su escrúpulo formal. Luego está mi mujer y el WhatsApp. No hay en ninguno de sus mensajes, una sola falta de ortografía. Yo, a veces, escribo sin tildes por pura holgazanería. Me basta con que ella sepa que cometo el error aposta. Pero luego me hace sentir mal y hago el esfuerzo (titánico, es endemoniado el proceso de colocar tildes en los móviles) de escribir correctamente. Es como tener una mancha de mayonesa en la boca. Da igual la confianza que haya entre ambos, no queda bien. El tercero es mi amigo Augusto, implacable detector de erratas en mis artículos del Diari, que luego me reprueba con despiadada sorna durante toda la semana. Y ahí es de ver cómo repaso angustiado todos mis artículos antes de enviarlos a la redacción del periódico.

Estos detalles nimios de la ortografía, no lo son tanto. Representan la actitud de hacer bien las cosas en la vida, de esmerarse en cada acto, de darse al mundo con su mejor faz. En mi profesión como docente observo esta desidia todos los días. Y lo peor es que se perdona. Si un alumno entrega su trabajo fuera de plazo ya se le recogerá mañana o pasado; si, sistemáticamente, llega unos minutos tarde al aula, vía libre; si obtiene un cuatro en un examen, es un cinco, porque, total, por un punto, no se le va a suspender. Y así, vamos condescendiendo con la negligencia hasta hacer de la vida un burdo apaño para ir saliendo del paso. Pero ese no es el camino. El telescopio espacial Hubble de la NASA envió sus primeras imágenes borrosas porque el cristal era sólo 2’2 micrones más plano de lo conveniente, el equivalente a algo unas 50 veces más delgado que un pelo humano, pero suficiente para poner en peligro el éxito del proyecto. Las décimas sí eran aquí relevantes. La crisis del ébola de hace unos meses no fue más que el resultado de una chapuza protocolaria al más puro estilo patrio. El ébola éramos nosotros. El fontanero que nos inundó el cuarto de baño, el electricista que dejó a todo el bloque sin luz, el cocinero que descuidó un pelo en la sopa, el cirujano que se dejó el bisturí en el bazo del paciente, el que tiró una colilla en el bosque,  el que dejó marchitar un amor, el que no cuidó una amistad, el que oyó la enésima paliza tras el tabique y no cogió un teléfono, todos, empezaron quizás mucho antes sus irresponsabilidades cuando omitieron por vez primera aquella insignificante tilde. Y les dio igual. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

302. El mérito literario



Alguien que conocí me dijo un día que el viaje a Córdoba que tenía proyectado no le hacía especial ilusión porque ella, que era muy viajada, había visto ya tantas mezquitas, que ver una más no le aportaba a su vida gran cosa. De tal afirmación se infieren dos conclusiones. La primera tiene que ver con la ignorancia que impidió a esta persona valorar la singularidad de la mezquita de Córdoba respecto a todas las demás. La segunda es aún más triste y se relaciona con la incapacidad para gozar, siempre con ojos nuevos, del patrimonio que nos regalan todas las ciudades. Y esta incapacidad para el disfrute se basa en un supuesto hartazgo, en un estar de vueltas de todo, en una visión elitista del mundo que hace que todo lo demás sea insatisfactorio para su refinado espíritu. Pues qué vida más triste, la verdad. El día que pierda la capacidad para emocionarme, para sorprenderme, para admirar, aun las cosas más pequeñas, dadme por muerto. Es esa disposición de ánimo la que me acicatea para pegarme más de 400 quilómetros sólo para ver la torre de Ateca, aunque en Teruel haya visto ya sus majestuosas cuatro torres mudéjares.
Con la literatura pasa lo mismo. El lector que tiene el prurito de haber leído a Joyce ya no quiere saber nada de las obras “menores”.  Pero hasta un libro malo puede esconder en una de sus páginas un pasaje que emocione, que produzca embeleso, placer estético, una frase ingeniosa, inteligente, un hallazgo sorprendente. Y, en último término, quizás haya en ese libro que se desdeña muchas horas de trabajo, las ilusiones de un escritor pertinaz, la brega siempre desigual por domeñar el idioma a la categoría de arte. Siendo el libro malo, es eso también un mérito.

Uno de los críticos que mejor entendieron esa condescendencia generosa para con los libros de peor calidad fue Rafael Cansinos-Assens: “En la obra ajena, -dice Cansinos-,  entra [el crítico] lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y escondidas gracias. Y la menor que halle, aunque esté oculta en el cáliz de la araucaria, la sacará a la luz y la festejará. Y por desgraciada que la obra ajena sea, si no está absolutamente desprovista de belleza, más bella se tornará y más clara en su belleza, después de la visita del crítico”.  Para Cansinos, la crítica literaria no es más que el anhelo de comprender y de calibrar, con las obras ajenas, la suya propia. Por eso, “su mirada, sea de aprobación o de disgusto, y cualquiera que sea la expresión en que se manifieste, será siempre un homenaje a los hermanos”, esos otros escritores que también orientan al crítico al decirle en sus obras cómo, dónde y en qué forma han hallado ellos mismos la belleza, pues no podemos ser tan ingenuos de pensar que estamos solos para recogerla toda. Se opone así a la crítica malediciente que se goza en hacer escarnio de la obra ajena para alimentar la polémica y el escándalo sensacionalista. Y, en última instancia, si la obra es muy mala, el crítico tiene también derecho al silencio, que puede ser más elocuente que cualquier diatriba. ¿Qué gana un crítico con hacer sangre con la obra de otro? Dice Cansinos: “se supone al crítico lleno de animadversión, deseoso de encontrar fealdades. Pero ese será el crítico impotente, al que ha sido negada la facultad creadora y puede sentir la envidia de las madres estériles que oprimen, llenas de rabia, un pecho enjuto”. Porque el espíritu cultivado gozará muy fácilmente con Joyce y con la Mezquita Azul. Pero hay que tener el pecho muy enjuto para no hacerlo también con la Mezquita de Córdoba o con la torre de Ateca. 

domingo, 30 de agosto de 2015

301. D.Q.

           

En este  año en que conmemoramos la publicación de la segunda parte de El Quijote , llama la atención aquella frase de Unamuno que abogaba por la muerte del famoso hidalgo en un artículo de 1898 publicado en la revista Vida nueva  y titulado significativamente “¡Muera don Quijote!” En él defendía el autor vasco la cordura de Alonso Quijano como trasunto de la regeneración española. Un año después, Rubén Darío respondía a Unamuno en La Nación de Buenos Aires indicando que: “Don Quijote no puede ni debe morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó batallas. Otro, Cristóbal Colón y su Dulcinea fue la América”.”. Darío  recopiló luego en Don Quijote no puede ni debe morir todos los textos que escribió en torno al hidalgo manchego.
Uno de esos escritos es el relato titulado “D.Q.” cuyo argumento está directamente relacionado con la realidad histórica del momento en que fue compuesto. Nos referimos a la derrota española en Cuba en el año 98, el llamado “desastre colonial” que supuso la pérdida de Filipinas, Puerto Rico y la independencia de Cuba.
Pues bien, Rubén Darío narra en primera persona los últimos días de lucha de las tropas españolas. El espacio elegido es un lugar “cerca de Santiago de Cuba” en el que los soldados esperan la llegada de nuevas fuerzas provenientes de España. Entre los refuerzos, destaca un soldado de características especiales: no es joven, no conversa con los demás, ofrece su comida a los más hambrientos, tiene una triste mirada y una sonrisa melancólica, ayuda a los enfermos, porta la bandera española, es defensor de “sueños irrealizables”, va vestido con una vieja coraza, es manchego, creyente y “algo poeta”. Se trata, por tanto, de un personaje singular que desata las risas de algunos de sus compañeros cuyo nombre obedece a las iniciales D.Q.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos por qué Darío eligió a don Quijote como protagonista de este cuento, presentándolo como luchador infatigable y perseguidor de un sueño: vencer a las tropas norteamericanas y conseguir que España siga gozando de su hegemonía. El motivo es evidente. La historia de don Quijote no es sino la historia de una derrota tras perseguir imposibles, hecho que es trasunto de la realidad que estaban viviendo las tropas españolas en ese momento.
Por tanto, don Quijote se presenta como símbolo del modo de actuar que debían seguir los españoles: luchar por los ideales, por el bien del país, pese a la derrota. Ante la desoladora situación que estaban viviendo las tropas, D.Q. no quiere doblegarse ante ese “gran gigante rubio” que se había hecho con el poder. Por ello, nunca entregará su bandera ni se postrará ante el enemigo. Preferirá arrojarse al vacío portando el pendón español. Un último acto de rebeldía que supone la postrera manifestación de su espíritu de lucha y de entrega en pos de sus ideales. Un suicidio con el que se dignifica al pueblo español en el atroz momento de su derrota.
Por otra parte, el suicidio del protagonista remite directamente a la situación que vivía España en el 98. Como es sabido, el país estaba afectado por los llamados “males de la patria” que tanto denunciaron los noventayochistas. El final de siglo venía marcado por una crisis en la que una España enferma acabaría perdiendo no sólo los territorios americanos sino también su espíritu nacional. El año 1898 suponía la destrucción de los vínculos entre España y América Latina, pero también un acercamiento entre ellas puesto que en ambos lugares los intelectuales intentaban redefinir sus identidades nacionales.
En este contexto, la Generación del 98, con las reservas unamunianas de marras, defiende una filosofía que se podría denominar “quijotesca” mientras que en América Latina los discursos sobre su identidad también recogen rasgos de dicho quijotismo. Se trataba, por tanto, de recuperar a ambos lados del Atlántico la imagen de don Quijote como símbolo de los valores que tenían que renacer: el Idealismo, la Justicia, la Generosidad, la Nobleza… El espíritu de esfuerzo y de superación de don Quijote se proponía como modelo para transformar la realidad, para acabar con la “abulia”. El hidalgo manchego aparecía como símbolo de la raza que debía resurgir.

En definitiva, Rubén Darío presenta a don Quijote como personaje capaz de unir de nuevo a España y  a Latinoamérica puesto que encarna los valores hispánicos que se habían de recuperar en ambos lugares, bien para superar la decadente situación española o bien como materia a partir de la cual reflexionar sobre el destino de América Latina una vez independizada de la “madre patria”. Mas, en cualquier caso, unidas por la exaltación de un mismo referente literario y hermanadas en su afán por modelar al hombre a imagen y semejanza del mejor portador de los más profundos valores humanos. Larga vida a don Quijote. 

domingo, 23 de agosto de 2015

300. Elogio de la verdad



En mis tiempos de Filología estudiábamos las teorías de Charles F. Hockett, el lingüista americano que desarrolló las famosas quince propiedades del lenguaje natural humano. Entre esas propiedades figuraba la prevaricación, término que normalmente asociamos a los delitos judiciales pero que en Lingüística se refiere a la capacidad de los hablantes de emitir conscientemente enunciados falsos. En virtud de esta característica yo puedo escribir ahora mismo algo como que “los aviones rezuman hipotálamos de incienso”, oración a la que no se puede reprochar su corrección sintáctica pero que no tiene ningún sentido. En la prevaricación está, probablemente, el origen de la poesía y si yo fuera un poeta de renombre, todo el mundo admiraría la frase de marras, otorgándole sugestivas interpretaciones, como las que se dan a esos cuadros absurdos que cuelgan de las paredes de algunos museos de arte contemporáneo. Pero no nos alejemos del tema. La prevaricación nos dio, pues, la poesía pero el ser humano, que siempre tiende a pervertir los dones que recibe, la utilizó para fines menos nobles: la utilizó para mentir.
Para mentir no hace falta negar la verdad; basta con ocultar parte de ella o con manipular sutilmente los resortes del lenguaje. La prensa es un buen ejemplo de lo que digo. Basta con leer varios periódicos de distinto signo político para comprobar cómo una misma noticia parece completamente otra dependiendo del medio informativo al que se acuda. Por no hablar de los periódicos que mienten deliberadamente para tener algo que vender. Ante esta tesitura, el lector no sabe, al fin, a qué atenerse y, si es inteligente y no se casa con unos colores a toda costa, deberá siempre recibir la actualidad con la suficiente reserva y desconfianza hasta que tenga acceso a una fuente fidedigna. Luego están los periodistas que no contrastan sus noticias y que las introducen a vuelapluma. Cualquier rumor o bulo que circula por las redes sociales se convierte al momento en verdad indiscutible; se critican las leyes pero nadie ha acudido a leer el texto completo, que será largo y farragoso, sí, pero es el original; se valoran intervenciones en el parlamento a partir de cortes televisivos descontextualizados pero nadie ha visto la sesión entera. Y así, vamos construyendo nuestros juicios a partir de lo que nos cuentan los terceros, nunca a partir de lo que hemos comprobado nosotros mismos.

Ahora, el gabinete de comunicación de Manuela Carmena ha construido una web donde se desmienten, matizan o aclaran determinadas notas de prensa que afectan a su gobierno y, ante este ejercicio de transparencia, determinadas personas se rasgan las vestiduras y apelan al constreñimiento de la libertad de expresión. ¿Es que no es eso, también, libertad de expresión? La labor de la prensa al controlar los abusos del poder es necesaria y encomiable pero ¿quién controla los abusos de la prensa? Se critica también que el periodista quede señalado en el desmentido de la web pero si un periodista ha llevado a cabo su labor con objetividad y profesionalidad intachables, ¿debe preocuparse de algo? Ojalá no tuvieran que existir webs como la de Carmena pero vivimos en un país donde el clientelismo informativo es un hecho y la mentira un vicio. En España hay divorcios, cajas B, penaltis simulados, amistades rotas, hipócritas, impostores, postureos, publicidad engañosa, tarotistas, tarjetas black, mesías de patrias arcádicas, abogados del dinero, cal viva para los cadáveres. Todo, en virtud de la mentira. Que la única mentira sea la de la literatura. Y que renazca la franqueza. Porque, como dijo Platón en El banquete, “la belleza es el esplendor de la verdad”. 

domingo, 16 de agosto de 2015

299. Inmigrantes en Lesbos



Viajeros que llegáis a Lesbos buscando a Safo y a Safo no la halláis, ¿dónde quedó vuestro esplendor babilonio que así venís, a merced de las olas? Desengañaos. No hallaréis aquí a Safo. No hay en Lesbos gorriones uncidos al carro de Afrodita, y tal vez acechen vuestro pan escaso. Ni hay huertos de manzanos, ni riberas flanqueadas por garbanzos de oro, ni el aire orea aromas de mieles, abatiéndose sobre las encinas, ni el agua rumorea entre los prados esmaltados de primavera. No hay muchachas de finos tobillos, vestidas con peplos purpúreos, coronados sus cabellos de eneldo, de violetas o de rosas ni sus cuerpos se os ofrecen amorosos bañados en brento sobre blandos lechos. No se oyen las caricias melódicas de la siringa ni las risas tintineantes de los crótalos, no se escuchan las voces de las doncellas entonando epitalamios ni se mezclan la mirra, la casia y el incienso ni los recodos de los caminos ofrecen cráteras y copas al sediento.
Hallaréis a cambio, el frenesí hiriente de las chicharras bajo el sol implacable, el hedor de vuestros cuerpos, sudor y salitre, envolviéndolo todo, la mirada enajenada de la madre a quien el mar engulló su esperanza, la indiferencia de Europa, no la fenicia de Tiro que raptó Zeus transformado en toro, sino esta Europa nuestra que vive también raptada, narcotizada por algún bebedizo infecto en su indolencia intolerable. Hallaréis la enfermedad y la miseria; el recelo de los anfitriones, el hacinamiento insalubre, el anonimato, la deportación, quizás la muerte.
No hallaréis a Safo en Lesbos, aunque la muchacha de Mitilene os entiende. También ella sufrió el destierro en Siracusa y padeció al tirano Mírsilo, que la expolió. Tiranos los ha habido siempre. Su hermano Caraxo trató de solventar la ruina familiar trasladándose a Náucratis, la ciudad griega de Egipto, y dedicándose al comercio, pero lo arruinó una prostituta, la hetera Rodopis, que Safo llama en sus poemas Dórica. Hoy la puta es Europa. Vivió Safo de las dádivas de sus amigas. Cuando Cleis, su hija, le pide una diadema multicolor para ceñir sus cabellos “más rubios que una antorcha”, Safo no puede comprársela y maldice al gobierno de los Cleanáctidas que en tal estado la tienen. Pero Safo será ungida con el aceite incorruptible de la literatura. Quedará en los trozos de cerámica exhumados por los arqueólogos y en los papiros de Oxirrinco y la conocerán los estudiantes. A vosotros, en cambio, hoy os dedica un panegírico un columnista de provincias a quien nadie lee y ayer pasasteis fugaces por la pantalla de un televisor que preside desde su altar (los nuevos altares de Occidente) la opípara comida de la familia, que debate asuntos baladíes. Se olvidarán los noticiarios, este periódico quedará a merced del viento en el banco de alguna plaza pública, involución del ágora. Las gentes se olvidarán de vosotros y entonces hallaréis, al fin, a Safo, que os dedicará su epitafio: “Una vez muertos, yaceréis en la tierra y no habrá recuerdo vuestro ni añoranza ya más: no tendréis parte de las rosas de Pieria, sino que ignorados también en la mansión de Hades erraréis revoloteando entre las sombras de los muertos”.

Es noche cerrada en Lesbos. En la playa, los cuerpos exhaustos de los supervivientes descansan en la arena. Reina un silencio espeso que interrumpe monótonamente el oleaje. Algunos miran a lo alto dando gracias a algún dios. Pero en el cielo estrellado de Lesbos, el toro de Zeus es sólo una constelación y pace solo. 

miércoles, 12 de agosto de 2015

298. Suite francesa

        


        El tema de la II Guerra Mundial está siendo una fuente inagotable de material novelesco y cinematográfico que corre el peligro de hastiar al lector y/o espectador. Por ello, cuando cayó en mis manos Suite francesa me mostré un poco reacia a embarcarme en su lectura. Gran error habría cometido no leyendo esta historia que desde el principio atrapa al lector. Primero, porque tiene calidad literaria. Sus líneas rezuman una elegancia estilística que produce goce estético. Segundo, porque carece del maniqueísmo que, muy justificadamente, podría tener una escritora judía que sufrió la persecución nazi.
            Irène Némirovsky concibió su novela como una gran obra que tendría cinco partes, tomando como modelo la Quinta sinfonía de Beethoven. Inició su redacción en 1942, mas no pudo acabarla puesto que fue asesinada en agosto de ese mismo año. El libro, publicado póstumamente gracias al amoroso trabajo de sus hijas, consta de dos partes. La primera, Tempestad en junio, presenta una serie de cuadros sobre la ocupación de París por parte de los alemanes. Es una narración coral en la que la escritora nos presenta a distintos personajes que luchan por sobrevivir a un asedio que nunca creyeron factible. De la mano de Nèmirovsky conocemos los pueblos invadidos, las rutas que tomaron los franceses en busca de auxilio, el hambre, la muerte, la traición, los robos, las mentiras,  los atascos… Especialmente interesante es el tema de  la degradación del ser humano. Ante una tragedia de tales magnitudes, emerge lo peor de los hombres, los sentimientos y las acciones más atroces tienen cabida en cualquier condición social, incluso en los burgueses acomodados que, al principio del éxodo, hacen gala de su generosidad para con los demás pero que, cuando toman conciencia de la gravedad del asunto, no dudan en pisar al más débil para sobrevivir. Todos estos personajes muestran una actitud egoísta, algunos sobreviven a la huida pero mueren de una forma casi cómica, como si una justicia poética condenara la superficialidad que ha imperado en sus vidas. Se salva el matrimonio Michaud, una pareja honrada y solidaria que busca desesperadamente a su hijo Jean-Marie, que luchaba en el frente.
            La segunda parte, Dolce, relata la ocupación nazi de un pueblo francés, cómo sus habitantes se adaptan a la presencia alemana en sus calles y en sus casas. Unos personajes intentarán ganarse la simpatía de sus nuevos vecinos para seguir disfrutando de su posición social y otros aguantarán con rabia y dolor esta nueva situación. Destaca Lucile, una joven casada sin amor con un hombre que ha caído prisionero de los alemanes, que vive con su suegra. Ambas mujeres se ven obligadas a alojar a Bruno von Falk, un soldado que entabla una amistad con la chica que rozará el amor. Las tribulaciones que surgen en la mente de Lucile son muy interesantes, puesto que se debate entre el sentimiento puro que le despierta un hombre joven con el que comparte inquietudes y aficiones, y el amor a su patria. Francia ha sido invadida por unos degenerados y ella es capaz de sentir amor por uno de sus enemigos. Asimismo, conocemos el lado más humano del soldado, sus sentimientos, la añoranza de su familia, el desarraigo constante en el que vive… mas por encima de todo ello, domina el compromiso con su país.

            En definitiva, Suite francesa se presenta como un magnífico retrato de la ocupación nazi de Francia,  un país abúlico que se resignó, en general, a la invasión. Este argumento cobra más valor si tenemos en cuenta que la autora estaba viviendo in situ la situación que describe y que sabía a ciencia cierta que ella sería una de las víctimas de dicho horror. De nuevo, el arte se presenta como el mejor asidero para el alma atormentada de escritores como Irène Némirovsky que, en lugar de huir optaron por refugiarse en la patria de las letras, donde gozarán eternamente del reconocimiento que merecen. 

domingo, 9 de agosto de 2015

297. A veces robo libros



Escribo estas líneas desde la sala de espera de mi fisioterapeuta. Mis posaderas descansan sobre la mullida superficie de un sofá desventrado; en las paredes, imágenes de columnas vertebrales, sacroilíacos y esternocleidomaistodeos recuerdan al visitante por qué está allí. Reparo en una esquina, donde una mesa baja alberga un montón de libros revueltos, como en un rastrillo. Escapo con esfuerzo de las fauces del sofá, que ya casi me había fagocitado, y me acerco a la mesa. Enseguida mis manos criban sin mucho afán los libros insustanciales que forman aquella selección arbitraria, llevada a cabo, sin duda, por algún desaprensivo. Sin embargo, de entre toda la quincalla bibliográfica surge, como surge de entre el limo la pepita de oro en la batea, un libro de Stefan Zweig: La impaciencia del corazón. Superada la sorpresa inicial llega, como otras veces, el sentimiento de héroe al rescate. Me da no sé qué ver a Zweig entre revistas de motor, prensa amarilla, libros de autoayuda, novelas románticas y demás terrorismo literario. Hasta hay un libro de Coelho. No hay fisioterapeuta en el mundo que pueda curar el esguince intelectual que produce leer a Coelho. Es obvio que tengo que salvar a Zweig. Pero siempre con la bandera de la ética por delante, así que inicio mi experimento. Como acaban de llegar más pacientes a la consulta, coloco a Zweig en un lugar visible y preponderante, encima del resto de libros. Pronto empiezan a levantarse otros curiosos hacia la mesa. Revuelven los libros pero todos ignoran a Zweig y eligen otras cosas. Tras unos minutos, Zweig está sepultado bajo los escombros de aquella inmundicia libresca. Creo que esto legitima mi acción. No es un robo. Es un acto de amor. Tengo una mochila y una misión en la vida. ¿Qué hacer?
Me ha pasado otras veces. Cuando era coordinador de la biblioteca de mi instituto, me encargaba de registrar los libros que habían de formar parte de los anaqueles, sólo que luego acababan formando parte de los míos. Hay en mi casa libros con el tejuelo y su signatura todavía en los lomos y el sello del centro, como delatores. Ahora que soy jefe de departamento, cuando llegan los libros de muestra de las editoriales, también realizo algún ejercicio de beneficencia literaria y les hago un hueco en mi casa. El poder corrompe pero a mí me ha despertado la vena caritativa. Mi casa es un centro de acogida. Porque, ¿de verdad alguien se cree que un alumno de la ESO se va a acercar a la biblioteca escolar y le va a pedir al bibliotecario El criticón de Baltasar Gracián? Es más, ¿de verdad alguien se cree que un alumno de la ESO se va acercar a la biblioteca? El pobre Gracián estaba condenado al sueño de los justos. El señor del autobús, apremiado porque llega su parada, ha olvidado su libro de Delibes en el asiento contiguo; podría decírselo. La señora del puesto de antigüedades que vende esa primera edición de un libro de Galdós a sólo 1 euro no sabe lo que está haciendo; podría ponerla sobre aviso. Pero qué bien lucen Gracián, Delibes y Galdós en mi biblioteca doméstica.

El fisioterapeuta me ha dado una buena paliza hoy. Al finalizar, y mientras me vestía, ha sostenido en el aire mi mochila, que yo había dejado a un lado de la camilla mientras durase la sesión. Luego, tras comprobar el volumen de su carga, me ha sugerido que no debiera soportar tanto peso en la espalda porque puedo empeorar. Yo asiento obediente. Pero es que, La impaciencia del corazón, el libro de Stefan Zweig, tiene más de 500 páginas.

domingo, 2 de agosto de 2015

296. Padelistas, runners y poetas



Hay dos nuevos tontos del deporte patrio. El primero de ellos es el tonto del pádel. El tonto del pádel no pega chapa durante hora y media pero, eso sí, cuando termina el partido, aparta la ínfima gota de sudor que perla su ceño y resopla satisfecho del esfuerzo realizado y de haber participado del deporte de moda, porque hoy día, si uno no juega a pádel, es que no está en la onda.  Dueño de su pequeña parcela, el tonto del pádel da saltitos, raqueta en mano, y ve pasar la pelotita de un extremo al otro como un bobo; cuando ésta llega (al fin) a su colonia, golpea con el nuevo revés que le ha enseñado su entrenador personal y permanece así, unos segundos, sellando el espacio con su estilosa y grácil silueta, imprimido para la eternidad entre las ondas del viento. En la pista de al lado, un tenista sufre un calambre al salvar la enésima embestida de su rival.
El otro tonto, es el tonto del running, el runner. El tonto del running es el mismo tonto que antes hacía footing pero con otro nombre. Vamos, el que sale a correr. Pero es un tonto renovado. El runner va equipado de toda suerte de artilugios: pulsómetro, reloj para el control de calorías, tobilleras, muñequeras, gafas, bandolera, gps, zapatillas con cámara de aire, mangas, calentadores, mallas, pantalones anti-rozaduras, desfibrilador, rayo láser, visión nocturna por infrarrojos, escudo antiaéreo contra mosquitos, cinturón con batería de misiles. Supone un gran esfuerzo vestirse. Y luego salen a correr. Mi suegro, sin tantas zarandajas, lleva corriendo treinta años, que debe de ser lo mismo que tarda un runner en vestirse.
Y se preguntarán ustedes a qué viene todo esto en una columna literaria. No me riñan, que estamos en verano y ahora convienen las lecturas ligeras, que luego me dicen que escribo muy barroco y que no se me entiende nada y que soy muy aburrido. Pues sí, viene todo esto a que entre los poetas, también hay tontos del pádel y del running, o sea, impostores. Y los vemos haciendo haikus y practicando el verso libre porque son incapaces de escribir más de tres versos decentes y mucho menos de rimarlos. Hoy nadie rima porque, claro, eso supone una restricción de la libertad creativa. A otro perro con ese hueso. Es decir, tiene razón quien eso afirma pero no quien lo utiliza como parapeto. Porque hay que saber hacer kaikus y hay que saber usar el verso libre, quizás el menos libre de los versos, donde tanta importancia tienen los ritmos y la prosodia. El impostor del verso libre y del verso corto es el tonto del pádel: o sea, un vago que disfraza su holgazanería y su falta de creatividad apuntándose a una moda que estima fácil y  a la que cree poder asirse para salir airoso.
Luego están los poetas huecos que visten la nadería de sus versos con el ropaje del artificio. Es el poeta-runner. Tiene su escritorio de madera de nogal, su tintero vintage, su tertulia de café, está en todos los saraos literarios, exhibe su prurito de escritor en las redes sociales, almacena pilas de libros en estudiado desorden sobre sus mesitas de noche o sobre el suelo (especialmente cuando hay visitas), gana el premio de Villaespuña de Alfedrique y sus versos son todo atavío y nada verdad. Hace carrera literaria pero, en realidad, no se ha movido de la posición de salida. Como el runner tonto.

Prometo no volver a escribir sobre los poetas malos porque, además, soy consciente de que ya lo he hecho varias veces y de que ya me estoy repitiendo. Prometo escribir sobre tenistas literarios que se juegan la vida en cada match point y sobre corredores de fondo que cruzan la meta sin mirar el reloj. 

[En la foto, García Márquez jugando al tenis. Obviamente]

domingo, 26 de julio de 2015

295. Billetes literarios



La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre-Real Casa de la Moneda ha puesto a la venta dos monedas conmemorativas con motivo del IV Centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote. Son monedas de colección de 100 y 10 euros. En la moneda de 100, don Quijote aparece en el reverso sentado y leyendo; y en la de 10 se reproduce la imagen del famoso hidalgo y Sancho Panza a lomos de sus cabalgaduras. También hay prevista una moneda de 30 euros para el segundo semestre del año con don Quijote y Sancho cabalgando a Clavileño, según el grabado de Joaquín Ballester (1740-1795) que se conserva en la Real Academia Española.
Desde que en 1871 el Banco de España decidiera acuñar el papel moneda con figuras representativas de nuestra cultura, son muchos los escritores que han sido estampados en los billetes españoles. De 1878 es un billete de 50 pesetas donde aparece un Calderón de frente prominente y elegante perilla, ataviado con la cruz de Santiago; Jovellanos representaba las 50 pesetas en 1898, lo que tiene su lógica si pensamos en la actitud regeneracionista de la época; Quevedo valía 100 pesetas en 1900 y mucho hubiera sido la sorpresa del genial poeta madrileño de saber que su cara habría de estar en los billetes, él que había denunciado el poder del dinero en aquel famoso poema “Poderoso caballero”; en 1928 es el turno de Cervantes, que aparece en los billetes de 100 pesetas en un retrato que nos lo muestra con la venerabilidad de una vejez incipiente; Séneca valía 5 pesetas en 1947 y la ínfima cantidad parece hecha a la medida de su pensamiento estoico: del gran filósofo cordobés son frases como “Una gran fortuna es una gran servidumbre” o “No es pobre el que tiene poco sino el que mucho desea”. Más pobre era don Quijote en 1951, cuando su billete valía 1 peseta. El retrato de don Quijote en este billete se aparta un tanto de la imagen que poco a poco ha ido consolidándose en el imaginario colectivo: barba lacia y descuidada, ojeroso, mirada triste, frente marchita. Bécquer tiene su billete en 1965; su rostro grácil, de cabello ensortijado, mirada penetrante y refinado bigote, se erige sobre una escena romántica donde aparece un señor de levita y sombrero de copa y una dama de vaporoso vestido blanco en mitad de un jardín umbrío con su fuente rumorosa; vale 100 pesetas. En 1971 aparecen Echegaray y Jacint Verdaguer en los billetes de 1000 y 500 pesetas, respectivamente, el primero con sus lentes curvas y su barba florida, el segundo con barretina y mirada soñadora. Completan la nómina los billetes de los años 80. En esa década Clarín, Rosalía, Galdós y Juan Ramón Jiménez se muestran en los billetes de 200, 500, 1000 y 2000 pesetas, respectivamente. A Galdós, como a Quevedo, no creo que le hiciera demasiado gracia verse por allí. Se me viene a las mientes la frase que el escritor canario pone en boca del Conde en su novela dialogada El abuelo, cuando aquél le dice a Senén aquello de que “el dinero lo ganan todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden”. Tan vigente como siempre, nuestro Galdós. Y también llama la atención ver a Juan Ramón Jiménez en ese billetazo de 2000 pesetas, él que siempre delegó en la abnegada Zenobia todos los pormenores prácticos, economía doméstica incluida.

Para acabar este repaso, cabe mencionar, como curiosidad, que Baroja, Zorrilla, Larra y Tirso fueron estampados también pero sus billetes acabaron por no ponerse en circulación. Baroja iba a valer 10000 pesetas en 1979. Las cifras, desde luego, son arbitrarias: ¿Dos rosalías hacen un galdós? ¿Dos galdoses hacen un juanramón? ¿Una rosalía y un clarín no valen un echegaray? Yo prefiero las vueltas: pagar con un juanramón algo que vale 100 pts para que, en el cambio, me den un poquito de todos los demás. O leerlos a todos, que no tiene precio. Y es gratis.


Calderón, 1878

Jovellanos, 1898

Quevedo, 1900

Cervantes, 1928

Séneca, 1947

Don Quijote, 1951

Bécquer, 1965

Echegaray, 1971

Verdaguer, 1971

Galdós, 1979

Rosalia, 1979

Clarín, 1980

Juan Ramón, 1980


BILLETES DESCARTADOS

Baroja, 1979
Tirso, 1940
Larra, 1938

Zorrilla, 1931