Resultan admirables el respeto, mimo y esmero con que
el mundo anglosajón se ha volcado siempre sobre las figuras cimeras de su
literatura. Macbeth, de Justin Kurzel, es uno de esos productos
artísticos que se ven sólo muy de vez en cuando y que han nacido del amor y, lo
que es más importante, del acierto interpretativo y del conocimiento profundo y
riguroso de los textos originales. Y eso se nota. Con todas las licencias que
la trasmigración al género cinematográfico exige, la última película del
director australiano rezuma universo shakesperiano en cada fotograma.
Ya la primera escena constituye una genialidad del
director. La cinta se inicia con el primer plano del cadáver de un niño, que
enseguida sabemos hijo de Macbeth y su esposa. Casi al final del primer acto
del texto de Shakespeare, un parlamento de Lady Macbeth deja insinuar que una
vez fue madre. Se trata de un momento marginal de la obra que no se repite más
(si exceptuamos una alusión de Macduff al final del cuarto acto) y que, sin
embargo, ha sido motivo de controversia entre la crítica literaria. Pues bien,
el brillante artificio de Kurzel consiste en convertir esa frase anecdótica del
texto teatral en el leit motiv de gran parte del argumento, pues con la
muerte del hijo de Macbeth y su falta de descendencia, cobrarán aún más sentido
las profecías de las brujas que augurarán en la persona de Banquo, compañero de
armas de Macbeth, el inicio de una estirpe de reyes. Banquo es, pues, un
obstáculo en la llegada el trono de Macbeth, también profetizada por las
brujas, y en el pensamiento de éste siempre estará presente que el asesinato
del rey Duncan sólo habrá servido para alimentar la realeza de la semilla de
Banquo. Por eso Banquo y su hijo Fleance deben morir. Sólo una mente atenta al
texto shakesperiano habría podido apreciar la potencialidad dramática de
aquella frase aparentemente irrelevante y casi desapercibida de la obra
original. Por su parte, Fleance logra escapar de los esbirros de Macbeth, y
Shakespeare nunca más vuelve a retomar ese punto pendiente. Kurzel, en cambio,
en la impresionante escena final de la película resucita esta laguna del texto
original haciendo caminar a Malcolm, hijo de Duncan, que ya ha recuperado el
trono legítimo tras la muerte de Macbeth, hacia un horizonte rojizo, mientras
en otra escena el olvidado Fleance hace lo propio sujetando una espada. Las dos
escenas representadas paralelamente albergan una elocuencia dramática
portentosa y corrigen el olvido shakesperiano.
Los parlamentos de los actores son muy fieles al texto
original, aunque se ha producido sobre ellos una inteligente y dosificada
purga, que alimenta la concisión. Esto, lejos de ser un defecto, es una virtud
puesto que los personajes de Macbeth aceptan desde el principio su
destino y la asunción de ese sino permite prescindir de las palabras. Se ha dicho muchas veces que Macbeth se debate interiormente ante la
consecución de su atroz acto y que es la manipuladora Lady Macbeth quien lo
aboca al asesinato. Pero no es verdad: las reservas de Macbeth ante el
regicidio son siempre muy débiles y están consolidadas en su fuero interno
desde el primer momento en que recibe la profecía de las brujas. No hay
transición, sino asunción. Por eso Michael Fassbender y Marion Cotillard
manifiestan en sus expresiones esa inercia estática del fátum trágico, paralela
al lenguaje, que sólo se matiza algo en la culpa posterior. Incluso cuando
Kurzel se toma licencias innecesarias, éstas son más sugestivas que el texto
shakesperiano; es el caso, entre otras, de la profecía de las brujas que
auguran la muerte de Macbeth “cuando el bosque de Birnam venga a Dunsinane”.
Shakespeare hace que los soldados ingleses avancen todos con una rama de árbol
que los oculte. En cambio, Kurzel hace que los soldados incendien el bosque y
son las cenizas incandescentes arrastradas por el viento las que llegan a
Dunsinane, ofreciendo una escena mucho más efectista, con la alegoría del rojo
enseñoreándose una vez más.
La lobreguez de las escenas, la presencia constante de
la sangre que no puede ocultarse, el desvalimiento de la culpa, representada en
la cámara real casi a la intemperie, los silencios elocuentes y el estatismo o
ralentización de algunas secuencias, todo recuerda con fidelidad el subyugante
espíritu shakesperiano. Cada vez estoy más convencido de que Shakespeare no era
un hombre nacido de mujer.
Muchos lectores de La plaça del Diamant
albergábamos ciertas reservas con respecto a la adaptación que de la
inolvidable novela de Mercè Rodoreda ha realizado para las tablas el actor y
dramaturgo Joan Ollé. La primera de las reticencias era, justamente, esa
transmutación del género novelesco al teatral y, en particular, al monólogo.
Debo reconocer, sin embargo, que este era el menor de mis recelos, pues la
novela es una evocación en primera persona muy próxima al monólogo y, en muchos
momentos me atrevería a afirmar que rayana incluso en el monólogo interior.
Muestra de ello es el evidentísimo abuso del polisíndeton que, en ocasiones,
ofrece una prosa atropellada en la concatenación vertiginosa de recuerdos y que
emparenta, aunque salvando las distancias, con el fluir de la conciencia propio
de aquel subgénero; hasta cuando intervienen otros personajes, suele ser
Natàlia quien reproduce en estilo indirecto lo que estos dicen.
Mayores prevenciones me suscitaba la idea de que fuera
la polifacética Lolita quien encarnara la ingenua candidez de nuestra Colometa.
Quizás hayan alimentado este prejuicio una cierta idealización del personaje y
el precedente cinematográfico de Silvia Munt, aparentemente tan en las
antípodas, ambos, de esa sensación de contundencia que transmite Lolita y que
parece extralimitar la fragilidad candorosa del personaje. Para entendernos,
Colometa es a Lolita como el cauce de un riachuelo a un mar oceánico; como un
Seat 600 a un motor de 200 caballos; como una balada dieciochesca a una guitarra
eléctrica: el océano desborda el cauce, el motor revienta la carrocería, la
guitarra eléctrica destroza el lirismo de la balada. Lolita no cabe en
Colometa. Colometa es poseída por Lolita.
Pero no. Resulta que Lolita sí puede ser Colometa. La
ventaja de las facciones duras y el timbre añejo, racial, de Lolita, es que
parecen haberse curtido en el dolor. No
olvidemos que Colometa narra su desgracia desde el presente, una vez ha sufrido
ya su desgarramiento vital. Se trata, pues, de alguien que hace tiempo que
perdió la inocencia. La Colometa cándida que conocemos, la que hemos construido
en nuestro imaginario, es, en realidad, una falacia. Es sólo la remembranza nostálgica del pasado
feliz la que vierte sobre las palabras de Colometa esa blancura virginal que
nos llena de ternura; pero la Natàlia que narra su historia es ya otra. Es la
que ha interrumpido la gestación de las crías de paloma aún en su cascarón; es
la que se ha planteado envenenar a sus propios hijos y suicidarse; es la que ha
accedido a casarse con un hombre que no ama para evitar su desahucio vital. Es
esta Colometa presente la Natàlia real y no la niña del baile en la Plaça del
Diamant. Por eso Lolita, que proyecta congénitamente ese gitanismo lorquiano de
las tragedias, es tan adecuada para el personaje. Y, sin embargo, cuando Lolita
tiene que recordar los tiempos felices, sus ojos endurecidos son capaces de
volver al brillo limpio de la inocencia y la noble aspereza de su voz al timbre
suave, casi pueril, de la que un día fue. Y así, en la Natàlia real que es
Lolita, resucita, como en un atisbo, la Colometa de nuestras lecturas. En esta
ambivalencia está el mérito de Lolita.
Dos grandes momentos en la obra: cuando Colometa mata
las palomas, punto de inflexión para la transición de Colometa a Natàlia: el
rostro de Lolita es entonces un súbito y terrible punto y aparte; y el
desgarrador momento de la iglesia con la visión delirante de las burbujas
rojas, trasunto de los muertos en la guerra, que Lolita sublima con un crescendo
sobrecogedor.
Y la decoración: el banco solitario desde donde
Colometa cuenta su historia y las luces mortecinas de una verbena que no
volverá. Y la palabra enseñoreándose pura y sin aditivos. Rodorediana.
Diamantina.
Invernadero fue
concebida por Harold Pinter como pieza radiofónica para la BBC en 1958. Luego
Pinter la adaptó para el teatro aunque no la estrenó hasta 22 años
después, en 1980, en el londinense Hampstead Theatre Club, dirigida por él
mismo. En 1995 llegó incluso a interpretar el personaje de Roote en el Minerva
Studio de Chichester. Ahora llega a los escenarios españoles bajo la dirección
de Mario Gas, sobre la celebrada traducción que de la obra ha realizado Eduardo
Mendoza.
La acción se desarrolla en una especie de sanatorio
residencial dirigido por el autoritario Roote (Gonzalo de Castro). Pronto
descubrimos que la gestión de este “establecimiento de reposo” no es
precisamente ejemplar: un interno ha muerto en circunstancias poco claras y una
paciente ha quedado embarazada. El diálogo inicial entre Roote y su secretario
Gibbs (Tristán Ulloa), lleno de enredos y retruécanos lingüísticos, revela
cómicamente la implicación de Roote en ambos sucesos. El impertérrito Gibbs,
por su parte, desvela poco a poco su ambición por el cargo de Roote. No es el
único interesado: Lush (Jorge Usón) y Tubb (Javivi Gil) también esconden, tras
su apariencia servil, su innoble codicia, igual que la señorita Cuts (Isabel
Stoffel), una trepa con aires de mujer fatal que busca medrar a través de la
seducción y que podría representar perfectamente la alegoría de la erótica del
poder. Lamb (Carlos Martos) es el único personaje honesto de la obra. Hace
cinco años que fue trasladado al sanatorio para participar de su proyecto científico
y en todo ese tiempo sólo se ha encargado de revisar las cerraduras de las
celdas. Su ilusión, ingenuidad y su bienintencionado aire renovador fracasan
pronto cuando asume su papel de chivo expiatorio de los desmanes de la
dirección con la connivencia de los demás personajes. Los pacientes, a los que
se alude a través de números, son un personaje colectivo, cuya relevancia
latente explotará al final de la obra.
Invernadero
no es una obra cómoda para el espectador. Heredera de la deformación grotesca del
esperpento valleinclanesco y afiliada al teatro del absurdo, del que es una de
las obras fundacionales, la digestión de su puesta en escena requiere de una
eupéptica predisposición. La legítima aspiración de conformarse como una farsa
negra y corrosiva quizás logre sus objetivos si pensamos que toda la obra es un
trasunto de la corrupción burocrática, los abusos del poder, la codicia por el
mando, el menosprecio del mérito o la indefensión de unos ciudadanos que,
efectivamente son sólo números; también es legítimo que todo eso se haga al
amparo de los cánones del teatro del absurdo y su provocativa torsión expresiva
y visual. Pero lo cierto, y esto va a gustos, es que yo prefiero una obra
igualmente incisiva sin el hastío de ese abuso verborreico que no conduce a
ninguna parte, aunque uno pueda entender que se trata de una caricatura de la
vacuidad dialéctica de los poderosos. La obra es una denuncia, sí, pero no
conmueve ni sacude las conciencias porque el espectador está demasiado ocupado
en el frío ejercicio intelectual de la interpretación y porque a la obra se le
notan demasiado la arquitectura y su prurito de escenificación rupturista, que
parecen más un fin en sí mismas que un medio. El elenco de actores está a la
altura de lo que se le pide, a excepción de Isabel Stoffel, a la que no
acompañan ni el timbre desacorde de la voz ni la desaseada dicción ni el
demorado ritmo de sus intervenciones, ridículas y exasperantes en su
lentitud. La obra es, en definitiva, un
invernadero demasiado tibio que impide la eclosión del fruto esperado.
Un secuestro a la democracia. Eso es lo que ha
perpetrado el Parlament catalán con su declaración unilateral de independencia.
Los partidos del Eje, ese siniestro conciliábulo formado por Junts pel sí
y la CUP, se apropian ahora de la voluntad de todo un pueblo cuando más
de la mitad de los catalanes ha rechazado en las urnas la opción separatista.
El álgebra del actual sistema electoral, que gustará más o menos pero que es el
que tenemos, les otorga mayoría absoluta en el Parlament y legitimidad democrática
para gobernar; pero en ningún caso les faculta para tomar decisiones de este
calado, que requieren del concurso de una amplia y unánime mayoría social que
ahora no tienen. ¿Se puede construir un país sin la anuencia de más de la mitad
de sus ciudadanos? Cuando Artur Mas convocó las elecciones del 27 de septiembre
dejó meridianamente claro que se trataba de un subterfugio legal para llevar a
cabo, de forma velada, el referéndum que el gobierno español les ha vetado
continuamente. Eran, pues, unas elecciones plebiscitarias y, como tales, el
cómputo de los resultados sólo alcanza sentido si se realiza a través de los
votos individuales. Se pretendía ilustrar con ello el verdadero estado del
empuje independentista en la sociedad catalana y refrendar así un proceso que
se creía mayoritario merced a los potentes fuegos de artificio de las sucesivas
diadas. Sin embargo, cuando los resultados de las elecciones confirmaron que
más de la mitad de la población catalana rechazaba el soberanismo (los que no
salían en las diadas), entonces las cuentas ya no cuadran y hay que cambiar el
discurso: ahora valen los escaños y no los votos. Dicho de otro modo, que a los
del Eje, a los que se les llena la boca de democracia y libertad, en realidad
les importa un comino la democracia y la libertad si éstas ponen trabas a sus
objetivos. A eso se le llama, sin paños calientes, tiranía. Antonio Baños,
diputado de la CUP, aseguró que si las elecciones del 27-S no arrojaban
una mayoría clara de voto secesionista, la declaración unilateral de
independencia no tenía legitimidad y que su partido no la apoyaría; sin
embargo, mintió. Porque ahí donde ven a Baños, con su prurito de anarquista
beligerante e iconoclasta, aparece siempre muy formalito y adocenado mientras
ondea una estelada y entona Els Segadors con aquella pasión patriota que
él llamaría fascismo si la bandera fuera otra. Sin embargo, de ese tufo
fascistoide los que hieden son los que han llevado a cabo todo este
despropósito. A Forcadell, la presidenta del Parlament, sólo le falta
colocarnos a los que no pensamos como ella una estrellita amarilla en el pecho;
es la misma que en un mitin dijo que los buenos catalanes eran aquellos que
votarán por la independencia; entiendo entonces que el resto (el 52%, nada
menos) somos malos catalanes y merecemos las llamas del averno. Como si la
señora Forcadell tuviera la potestad de decidir cómo debo sentirme yo catalán.
Lo peor es que ese discurso ha calado y ahora existe en Cataluña un oficialismo
que establece la manera canónica de ser y de sentirse catalán, y el que no lo
sigue es, poco menos, que un traidor a la patria. Pero a quién sorprende esta
dictadura ideológica si en Cataluña llevamos sometidos a una dictadura velada
desde hace años. Dictadura cuando se arrinconó el castellano en las aulas
catalanas; dictadura cuando se segregaba a los niños castellanohablantes como
si fueran extranjeros; dictadura cuando se adoctrinaba en las clases; dictadura
cuando se multaba a quien no rotulaba su negocio en catalán; dictadura cuando
se obligaba a votar a los menores de edad en los centros educativos en los
referendos promovidos por plataformas independentistas; dictadura cuando se
establecían trabas de todo tipo a la promoción de escritores catalanes que
escribían en castellano; dictadura cuando se secuestraba a la televisión
pública autonómica como altavoz del independentismo.
El gobierno español se equivocó al no permitir un
referéndum en Cataluña. Fue un error estratégico y también una anomalía
democrática. Pero tan antidemocrático es eso como que un 48% decida por
imposición el destino de un 52%. También lo sería al revés pero esta división
en la sociedad catalana, que saja a Cataluña en dos mitades difícilmente
reconciliables, no la hemos promovido los que estábamos a gusto con nuestro encaje
en España. No existía tal división. Por cierto, el referéndum ya se ha
celebrado: han sido las últimas elecciones.
Qué pasa ahora con los catalanes que no nos sentimos
representados por todo este delirio arbitrario y que somos mayoría. Los
catalanes que también construimos Cataluña e integramos nuestro crisol de
identidades en la hospitalidad inmemorial del pueblo catalán. ¿Debemos asumir
el secuestro? ¿Debemos seguir callados? ¿O es que no va con nosotros todo esto?
Si el nuevo Parlament insta a la desobediencia de la ley de un país legalmente
constituido, ¿cómo vamos a obedecer nosotros la autoridad de un gobierno nacido
de la ilegalidad y de la imposición? Pues yo desobedezco. A los que excluyen
por razón de lengua, yo desobedezco; a los que imponen el pensamiento único, yo
desobedezco; a los que anteponen la patria y la bandera a las personas, yo
desobedezco; a los que no atienden a la pluralidad, yo desobedezco; a los que
me llaman charnego, yo desobedezco. Somos rehenes en Cataluña. Pero, cuidado: no
tenemos mordaza en la boca ni grilletes en las muñecas. ¡Yo desobedezco!
Como los caminos de las lecturas son inescrutables,
este último mes he dado en leer el Mecanoscrit del segon origen, de
Manuel de Pedrolo, y Kim, de Rudyard Kipling. Estimulado por la póstuma
adaptación cinematográfica de Bigas Luna, me adentré en la atmósfera
post-apocalíptica de la novela de Pedrolo y quedé deslumbrado por las
posibilidades expresivas de la lengua catalana que el autor ilerdense domeña
con insultante magisterio. Pocas veces la maleabilidad del catalán halló tantos
registros y tanta riqueza léxica como en la prosa de Pedrolo. Lástima que toda
esa exuberancia lingüística quedara humillada a la servidumbre de un mero
catálogo práctico de supervivencia cuya monotonía no reparan ni siquiera las
sugestivas inferencias filosóficas sobre la reedición edénica de un nuevo
mundo.
A Kipling llegué tras conocer la noticia de que la
Biblioteca Nacional (de España; con la que está cayendo esta matización no es
baladí) acogió hasta el pasado 7 de noviembre una muestra bibliográfica del
autor coincidiendo con el 150 aniversario de su nacimiento. Kim es una
apoteosis costumbrista de la India y una exultante celebración de la vida. Sus
personajes son inolvidables, en especial la noble ingenuidad mística del lama y
el carácter picaresco de Kim. Lo de menos es la trama de espionaje. Y, por
supuesto, es un interesantísimo conflicto entre las dos identidades de Kim,
hindú de sangre británica en la India colonial.
Ambas lecturas, la de Pedrolo y la de Kipling
coinciden en ser novelas concebidas en su día para un público juvenil. El Mecanoscrit
fue lectura obligatoria en nuestro extinto BUP y un fenómeno editorial
entre los más jóvenes. Y Kim era una novela de aventuras devorada por
los adolescentes británicos. Proponer hoy día que un alumno de la ESO o del
Bachillerato lea cualquiera de estas dos novelas se antoja una empresa
quijotesca. Los estudiantes de hoy no tienen ni la formación ni el aguante ni
la curiosidad ni la sensibilidad ni la voluntad para enfrentarse a novelas de
esta naturaleza. Simplemente no pasarían de las primeras cinco páginas. Pero
estas mismas novelas, amén de otras muchas de pareja dificultad, eran las
lecturas de los jóvenes de antaño a la misma edad. ¿Qué se ha perdido por el
camino entre aquellas generaciones de jóvenes que leían a Dumas, a Salgari, a
Verne, a Melville, a Defoe, a Swift, a Dickens o a Blyton, y estas de ahora que
no entenderían ni las primeras cinco líneas de estos grandes autores? Aunque
tentado como estoy de hacerlo, descartaré por ahora contradecir la evolución
darviniana de las especies que, en materia de lectura, desde luego no le da la
razón a Darwin, como tampoco se la da en aquello de la selección natural, según
la cual los más fuertes, capaces de adaptarse al medio, sobreviven. Pues no es
cierto. Los que amamos la literatura de verdad no conseguimos adaptarnos a este
ecosistema de lectores mediocres por mucha formación que hayamos recibido o por
mucho que hayamos educado nuestro paladar literario; y en cambio proliferan
como setas los lectores de vampiros premenstruales. La razón, claro, no es
biológica, sino pedagógica. Son esos pedagogos de nuevo cuño que pretenden que
los alumnos se estudien los charcos de la acera de su casa en lugar de los ríos
de España porque aquéllos son, claro, más cercanos a su entorno inmediato y,
por ende, más significativos. Con la lectura igual: hay que fomentar solamente
los libros que despierten el interés de los estudiantes y alejarlos de los “difíciles”
clásicos porque éstos generan lectores frustrados que nunca más vuelven a la
literatura. Y así andan nuestros alumnos, incapaces de entender un texto que
exija un mínimo de nivel, y no hablo de Kipling, sino de cualquier artículo
periodístico que se proponga para un simple comentario de texto. A aquellos
jóvenes lectores de Verne, en cambio, nadie les va a tomar el pelo. Y ya ven
qué trauma: también han vuelto a la literatura. Pero no. No nos adaptamos.
Somos la especie débil de Darwin. Cada vez más invisible. Hasta la irremediable
extinción.
No se trata aquí de desempolvar el viejo debate acerca
de si la literatura debe dar voz a los problemas de su tiempo o si, por el
contrario, como manifestación artística que es, tiene valor en sí misma, a la
manera parnasiana. Seguramente ambas posturas podrán defender su argumentario
con total legitimidad. Es más, quizás esta dicotomía constituya en realidad una
reducción banal, como aquella que insinúa que el arte útil está desprovisto de
belleza o que el arte con vocación estetizante no sirve para nada; como si
existiera una asunción tácita de que ambas posiciones son compartimentos
estancos imposibles de conciliar. Y, sin embargo, con la que está cayendo,
parece deseable que en la literatura converjan compromiso y belleza. En una
sociedad convulsionada por los terribles acontecimientos que cada día asolan
nuestra conciencia, repugna la asepsia de los artistas en su torre de marfil; y
del mismo modo, en un momento en que la literatura se ha convertido en un
ejercicio prosaico donde medran los juntaletras y donde se ha perdido aquel
extrañamiento del lenguaje que reivindicaba para la palabra poética una
especificidad artística, falta también el embeleso estético de la lectura.
José Antonio Santano, que es poeta, pero que es
también hombre que se duele en el dolor
de otros hombres, parece haber entendido la necesidad de aunar ambas premisas. Tiempo
gris de cosmos (Editorial Nazarí) es una incorruptible aspiración al arte
total porque sus versos, tan radicalmente llenos de realidad, no permiten, sin
embargo, que se mancille el ara de su pureza poética. Difícil equilibrio, más
cuando lo que los versos sangran no admite paliativo estético.
El libro se divide en dos secciones. La primera,
titulada “Tiempode silencios”, es un pórtico indignado de 24 poemas
donde Santano denuncia, desde una impotencia rayana en el nihilismo, las
injusticias del mundo y sus tiranías. El poeta se siente solo ante una empresa
que lo supera, insolidaridad que se manifiesta, por ejemplo, en el poema que
describe la escena de un viejo profesor y dos alumnos haciendo noche en el
campus de la universidad, otrora símbolo de reivindicaciones y hoy triste
barricada de una minoría concienciada; o el poema donde una estudiante no
levanta la cabeza de su teléfono móvil en una biblioteca, ajena a los libros
que debieran darle la libertad y la conciencia. Santano deconstruye las ideas
de patria y religión, en virtud de las cuales tanto daño se ha hecho y aboga
por la vuelta a la esencia, casi edénica, del hombre, que lo devuelva de su
destierro desnaturalizado. Por eso es frecuente la alusión a la naturaleza,
como la lluvia redentora o la primavera, relacionada también con la infancia.
Pero hasta el olivo de Cort aparece rodeado por un pedestal de cemento.
La segunda parte, que da nombre al libro, consta de
diez largos poemas con una estructura paralela. En todos ellos, el poeta apela
a un interlocutor que previamente le ha preguntado “en qué estás pensando”.
Luego descubrimos que se trata de la famosa pregunta que Facebook formula a sus
usuarios al iniciar una sesión. A Facebook, que es uno más de los sistemas de
alienación colectiva, exponente de la Teoelectrónica, como la llama José
Cabrera en su estupendo epílogo, le responde Santano con dureza e ironía y en
sus respuestas desfilan todos aquellos desahuciados por la vida: el autor
piensa, pues, en los niños sin infancia y sin escuela, en los vencidos y
apátridas, en los enfermos, en los ancianos olvidados, en los mendigos, en los
lacerados por el hambre, en los explotados.
Santano sacude las conciencias sin moralinas
impostadas y reclama que “sólo el hombre es el centro de la vida”, idea que
retoma circularmente al final del libro cuando reivindica al “Hombre que oficia
de Hombre”. Su radical empatía lo lleva a sentir el dolor ajeno como propio: “en
todos habito”, “ya no vivo en mí sino en el otro” y asume que su misión en la
vida es la de dar voz a los excluidos. Por eso, el último poema del libro,
recuerda a aquellos otros hombres que propagaron por el mundo su palabra y
generosidad para transformar el mundo, y se siente humilde heredero de todos
ellos. Y así, la esperanza, una vez más, se halla traspasando el atrio de la
literatura.
Decía Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas
que la condición más preciosa del creador es su fanatismo: “[El escritor] tiene
que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe
sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede hacer nada
importante”. De esa afirmación se trasluce la incompatibilidad existente entre
la labor creativa y toda la constelación de obligaciones cotidianas que
ineludiblemente debe atender cualquier persona que viva en el mundo real.
Carmen Balcells lo entendió a la perfección. Aunque le
desagradaba, por manida, la metáfora de la “Mamá Grande”, como la llamó Vargas
Llosa utilizando un personaje de García Márquez (Los funerales de la Mamá
Grande¸1962), lo cierto es que su mecenazgo colosal iba más allá de la
habilidad para conseguir a sus escritores contratos lucrativos. Se encargaba de
todo. Dice Vargas Llosa del despacho de Balcells que era “el nido de todas las
conspiraciones, el refugio de los afligidos y la caja sin fondo de los insolventes.
A condición de aceptar su imperio benevolente, de ser dócil y sumiso, uno era
feliz. Ella pagaba las cuentas, alquilaba los pisos y resolvía los problemas de
electricidad, de transporte, de teléfono, de clandestinidad, y aprobaba o
fulminaba los amoríos pecaminosos, asistía a los partos, consolaba a los
cónyuges e indemnizaba a las amantes”. Ella misma declara en una entrevista a
Xavi Ayén (Aquellos años del boom, RBA, 2014) que “les hacía todos los
recados, les buscaba piso, les solucionaba trámites, [se] encargaba de que
tuvieran siempre folios y cintas de tinta para la máquina de escribir, les
abría cuentas bancarias”). Es decir, que sus escritores no tenían que
preocuparse de absolutamente nada más que de escribir. Así cualquiera, diría
algún incauto, y erraría si así pensara, porque no habría condescendido
Balcells con tales prerrogativas de no haber advertido, con su inigualable
intuición, el gigantesco mérito literario de sus ahijados. Pero no deja de ser
verdad que, descargados de toda la molesta grisura que el lastre cotidiano de
las obligaciones materiales conlleva, la batalla es menos ardua y sólo se cifra
en el duelo singular con la escurridiza palabra.
Por eso yo hoy quiero dedicar mi pensamiento a todos
aquellos escritores que no tuvieron la suerte de tener a Carmen Balcells como
agente literaria. Quiero pensar en el escritor que llega agotado a su casa tras
una intensa jornada laboral y saca fuerzas de flaqueza para escribir un exiguo
párrafo; en el padre recién estrenado que de madrugada mece con una mano el
enésimo llanto de su hijo, mientras con la otra anota una idea o teclea la vida
de su otra criatura; pienso en esas otras mamás grandes o papás grandes que,
con increíble generosidad, exoneran a su pareja de limpiar la casa, de planchar,
de cocinar o de cambiar pañales para que puedan cumplir su sueño, zenobias de
corazón infinito; evoco al escritor, desterrado en una oficina, denigrada su
pluma al frío y mecánico estilo de la burocracia, él que conoce el arcano de
las palabras sin membrete; evoco al escritor, angustiado por el tiempo que se
le va (hoy sólo una página porque había que atender al fontanero o pasar la ITV
del coche), el que recuerda las horas preciosas perdidas por las contingencias
de una cotidianeidad que consume inútilmente sus energías y que lo obligan a
inmolarse en la pira de lo feo, de la materia, de la tierra, él, que es
belleza, que es alma irredenta que se goza en el vértigo exultante del vuelo.
Somos una legión de huérfanos sin consuelo ni arrimo.
Ha muerto Ramón Oteo una madrugada de septiembre, con su noche, su otoño y su
aguacero, con la lírica que exigen los adioses de los hombres grandes. Y se
desgaja de nosotros una parte de lo que somos en esta rueda perversa de
pérdidas y renuncias que es la vida. Nadie nos enseñó a perder a nuestros
maestros. Ni siquiera él, de quien aprendimos el don de la palabra, nos dijo
cómo había que escribir una despedida como ésta. Quizás por eso, mientras escribo
ahora, llevo tanto rato mirando una pantalla de ordenador, con el cursor
apremiante latiendo sobre las palabras que no sé decir, la mirada fija y
perpleja en la primera línea donde leo (yo mismo lo he escrito) que ha muerto
Ramón Oteo, y es una frase imposible que releo
con el descreimiento de las cosas que no pueden ni deben ser, porque
Ramón era eterno, estaba allí desde el principio de los tiempos, era un pilar
de nuestra fe.
Sólo fui un alumno más. Otros vendrán que tracen mejor
una semblanza más ajustada de su figura inacabable. Mis recuerdos son los de un
aula de la vetusta Facultad de Letras, el arrullo de las palomas en el alféizar
de los ventanales, y su voz entrañable trenzando admirablemente, como él sólo
sabía, las palabras hechizantes que nos impedían tomar notas, porque era un
desperdicio bajar la mirada al papel para someterse al servilismo de los
apuntes, porque el examen importaba poco cuando Ramón hablaba de literatura,
porque en sus labios la Literatura no cabía, se desbordaba del triste pragmatismo
de un plan de estudios. Lo recuerdo emocionarse al evocar la figura de Miguel
Hernández, la voz quebrada y los ojos húmedos, porque sentía a Miguel
Hernández, como a los otros escritores, como algo suyo, congénito a su ser. Un
día se demoró una hora en llegar a clase porque creía que su asignatura
empezaba más tarde (los sabios tienen algo de despistados); todos se habían ido
ya menos yo, que aproveché la soledad del aula para estudiar. Cuando apareció y
vio el aula vacía, le expliqué la situación y él celebró el equívoco porque nos
permitiría una tranquila tertulia literaria. Aquella tarde inolvidable, entre
los pupitres vacíos, al calor de su conversación, recibí uno de los mejores
regalos que me ha dado la vida. A él le debo mi vocación por la literatura;
otros pusieron los cimientos, justo es decirlo, pero su ascendencia sobre mí
fue definitiva y fue él quien apuntaló esa vocación. Cuando quise hacer el
doctorado él me lo quitó de la cabeza; me preguntó que por qué lo quería hacer
y yo le dije que para seguir aprendiendo. Me contestó si realmente
necesitaba un papelito que dijera que ahora era más sabio que antes. Me animó a
preparar las oposiciones, a asegurarme un futuro, y a aprender por mi cuenta
sin necesidad de que me llamaran doctor. Ese desprecio por la notoriedad le
caracterizó siempre; humilde, le ruborizaba publicar sus libros, sobre todo los
de creación (El perfume del vaso, sin embargo, es espléndido); su
satisfacción residía en su vínculo invisible con la literatura, aquella que
sólo reside en el corazón que la alberga; cifraba su existencia en ese
apostolado que lo redimía y para el que no necesitaba vítor alguno en la pared
de la fama que lo atestiguara. Heredó de Cansinos-Assens, su gran referente, la
habilidad para recomendar libros. Cuenta Oteo en su estudio sobre el escritor
sevillano que “en una espaciosa biblioteca de abolengo conventual” se pasaba
las noches “desempolvando anaqueles donde me aficioné, ajeno aún a las rebuscas
eruditas, a hojear las viejas ediciones de Baroja en Caro Regio con sus
grabados tenebristas, los humildes y populares volúmenes de Galdós en Hernando
o los ejemplares modernistas de Biblioteca Nueva, con sus capitulares y sus
viñetas evocadoras del paisaje que el andariego Sigüenza me descubría en las
páginas de Miró”. Y que entre aquellos libros descubrió a Cansinos-Assens,
cuyos libros hablaban enamoradamente de otros libros y que acicateaba su ánimo
para buscarlos y leerlos. Entre los alumnos de Oteo, no creo que haya ninguno
que se haya podido sustraer al estímulo irrefrenable de leer un libro
recomendado por él, pues sus juicios rebosaban un entusiasmo tal que siempre
aquel parecía el mejor libro del mundo.
Ramón Oteo era palabra, de esa que parece de otro
tiempo, elegante, narcotizante y sencilla a la vez, como las volutas de su
caligrafía primorosa que daba pena borrar de la pizarra.
Oteo era un sabio de la literatura pero también
encauzó muchas vidas, como la mía. Siempre estaré en deuda con él y sé que
muchos sienten lo mismo que yo. Ha muerto Ramón Oteo una madrugada de
septiembre, con su noche, su otoño y su aguacero. Somos una legión de huérfanos
sin consuelo ni arrimo, a la intemperie, bajo esta lluvia inmisericorde que
cala y duele de frío en lo más hondo.
Ramón Oteo con José Agustín Goytisolo
De izquierda a derecha, Ramón Oteo y los poetas Josep Moragas, Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo y Manuel Rivera
Solapilla de su libro sobre Cansinos Assens (1996)
Fiesta de jubilación de Ramón Oteo. Con sus (ex)alumnos, amigos y discípulos.
Ramón Oteo con los poetas del grupo Rotoarco. De izquierda a derecha, Josep Moragas, Alfredo Gavín, Ramón Oteo, Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo y Manuel Rivera.
Ramón Oteo con el poeta López-Carrillo
Ramón Oteo en la Casa Museo de Carlos Barral en Calafell
Ramón Oteo junto a la profesora Inmaculada Rodríguez
Dos libros de Ramón Oteo. El primero, el poemario "El perfume en el vaso" (1997); el otro, su estudio sobre Cansinos-Assens.
Recuerdo del homenaje a Miguel Hernández en Cambrils (2010) con un poema de Ramón Oteo. Abajo, una de sus últimas apariciones públicas durante el mismo homenaje.
Transcribo el recuerdo del poeta Ramón García Mateos. Publicado en, su versión reducida, en el Diari de Tarragona y aquí íntegramente.
AL PROFESOR RAMÓN OTEO. IN MEMORIAM
Ha muerto el profesor Ramón Oteo. Una figura imprescindible de la cultura reusense y un nombre clave en la enseñanza –media y universitaria– de la literatura en estas tierras de la vieja Tarraco. Admirado y querido por sus alumnos, de distintas generaciones, y respetado por sus colegas más eminentes. Tenía 74 años y se nos ha ido muriendo poco a poco y a pesar de los inacabables «¡Quédate hermano!», «¡No mueras, te amo tanto!», «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!», «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!», sin embargo el cadáver ¡ay! siguió muriendo, sin incorporarse lentamente, sin abrazar al primer hombre, sin echarse a andar. La muerte no ha sido, en absoluto, ni manriqueña ni generosa para con él. Nos queda su ejemplo como el mejor de los espejos y su magisterio impagable, pero hoy, para quienes le quisimos, es un triste consuelo.
Conocía a Ramón Oteo desde hace casi cuarenta años. Él era, por encima de cualquier otro, el maestro. Así, como dirían los flamencos, sin necesidad de adjetivos. En antonomasia perfecta. Fue catedrático de instituto –en el viejo y el nuevo Gaudí y en el Salvador Vilaseca, ambos de Reus–, labor que compaginó desde los años setenta del siglo pasado con la de profesor asociado en la delegación tarraconense de la Universidad de Barcelona, y, en el último tramo de su carrera docente, profesor titular de literatura española en la Universidad Rovira i Virgili. También, durante un largo periodo de tiempo, ejerció, en actividad filantrópica, como director de la biblioteca del Centre de Lectura. Ramón es –me cuesta utilizar el pretérito– la persona más sabia que yo he conocido en el ámbito de la literatura. También así, sin adjetivos. Y he conocido muchas. No lo pregona su currículum, pues fue autor de dos únicos libros de ensayo y crítica literaria, "Contribución al estudio de un género: La Novela Corta (1916-1925)" y el espléndido "Cansinos-Assens: entre el modernismo y la vanguardia" –amén de artículos y colaboraciones múltiples en libros colectivos, revistas y congresos–, porque no se preocupó nunca de ascender en el escalafón ni de medrar en ese mundo oscuro, de competencias desleales y fratricidas, que es la carrera profesoral universitaria. Ha sido un lector incansable, un estudioso sin límites –sus fichas, preparadas pacientemente para sus clases del instituto o la universidad y constantemente actualizadas, darían para elaborar todo un manual de literatura, bajo enfoques multidisciplinares y novedosos puntos de vista–, un apasionado de la palabra, un letraherido –permítaseme el catalanismo– que convirtió la literatura en su propia vida y, en ocasiones, su vida en literatura: ambas se confundían en una realidad mágica y esplendorosa en la que no podían marcarse lindes ni establecerse fronteras. Machadiano y valleinclanesco. Del poeta sevillano, Ramón tuvo el talante y la actitud ante el mundo. Del gallego genial, la máscara que a veces ocultaba su verdadero rostro, mas, como en Valle, siempre máscara histriónica que no deforma lo que bajo ella esconde. Paradójico e imprevisible. Transgresor y heterodoxo, atrabiliario incluso. Honrado y cabal. Desde siempre –veinte años no es nada, pero cuarenta van siendo ya una eternidad– Ramón siempre ha estado ahí, para lo que los amigos necesitáramos. Y su magisterio –en el sentido maireniano del término– ha germinado, pródigo y benéfico, en las distintas generaciones que han pasado por sus clases y de él han aprendido literatura. Y algunos, los más privilegiados, también lecciones de vida, de dignidad y bonhomía: Ramón nos enseñó, con su ejemplo, que la literatura es también una actitud ante la vida y que, como dijera José María Valverde, inútil es toda estética carente de ética. Alumnos suyos hemos sido la mayor parte de quienes, en la actualidad y por estas tierras, andamos de una u otra forma por los vericuetos de lo literario.
Fue mi profesor en los últimos años de instituto y en la universidad. Y fue él quien transformó mi frágil vocación de periodista en apasionado amor por la literatura, en el instituto Salvador Vilaseca de Reus, aquel antiguo convento franciscano convertido en centro de enseñanza –con el paréntesis de hospital de guerra– del que tengo recuerdos imborrables. A Ramón debo también, en buena parte, esta necesidad de pergeñar versos, ya crónica después de tanto tiempo. Mis primeros poemas crecieron a su lado. Poco a poco supe de su condición de poeta casi oculto –salvo algunas colaboraciones en revistas literarias, como "Álamo", de Salamanca, nada se conocía de su obra, aunque sabíamos que había sido finalista, con un libro que nunca llegó a ver la luz, del prestigioso Premio Casa de las Américas en Cuba– y fue creándose una complicidad y cercanía que, irremediablemente, desembocó en la amistad. Muchos años después, en 1997, Ramón Oteo daría a la estampa, en los Cuadernos del Bronce, "El perfume del vaso", su único poemario publicado. Un libro hermoso, de factura clásica, con el endecasílabo como apuntalamiento y el soneto como estructura, acompañado de primorosos dibujos de la pintora reusense Sefa Ferré. Aunque ya conocía prácticamente todos los textos, me conmovió verlos allí reunidos y escribí una larga reseña para Papel Literario, suplemento del Diario de Málaga, que titulé con la paráfrasis “El perfume del verso”. De todas formas, a quienes amamos su poesía, aquella única entrega nos supo a demasiado poco. Sin embargo, él siguió empecinado en su agnosticismo respecto al hecho de publicar versos y no fuimos capaces de hacerle cambiar de opinión. Hoy es ya demasiado tarde.
De su mano supimos de Miquel Martí i Pol, cuando aún no se había convertido en el poeta nacional al que todos citan y casi nadie lee, de Vicent Andrés Estellés, Ramiro Pinilla, Antonina Rodrigo o Jesús Torbado, a quienes trajo al instituto para que hablaran de su obra a los alumnos, de Pere Calders, de Rafael Guillén, de Antonio Carvajal, de Mateo Díez, de Jesús Moncada, de Félix Grande… Descubrimientos gozosos que se sumaban al estudio académico de los escritores ya consagrados –recuerdo ahora los tres meses refulgentes que dedicó, en nuestro tercero de BUP, a desgranar amorosamente los secretos más fértiles de "Las Coplas" de Manrique–, a su amor epidémico por Miguel Hernández, Blas de Otero o Antonio Machado. Y supimos también de Faulkner, de Thomas Bernhard, de Camus, de Pessoa…
Los recuerdos se amontonan y reverberan sin solución. No es el momento de recuentos exhaustivos, tiempo habrá para ello, ni de reivindicaciones necesarias, como el reconocimiento que le debe la ciudad de Reus. Es la hora de la despedida, de la emoción, del llanto por su ausencia. Sirvan los versos de Machado a Giner de los Ríos como homenaje y celebración:
"¿Murió?... Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!"
RAMÓN GARCÍA MATEOS
En el siguiente vídeo, Ramón García Mateos es entrevistado para la televisión de Reus y le oímos recordar la figura de Ramón Oteo.
El paraíso en la otra esquina es una biografía novelada de dos personajes reales
que, por diferentes motivos, han alcanzado una gran relevancia histórica. Se
trata de Flora Tristán (1803-1844) y Paul Gauguin (1848-1903). Mario Vargas
Llosa va desgranando en capítulos alternos sus vidas y los acontecimientos que
marcaron sus caracteres y personalidades.
Flora
Tristán dedicó todos sus esfuerzos a luchar por los derechos de las mujeres y
de los obreros, pues concebía que la verdadera revolución social sólo se
lograría aunando las fuerzas de las capas de la sociedad más oprimidas. Tuvo
una vida desdichada, marcada por un matrimonio sin amor del que escapó tras
maltratos físicos, la violación de su hija y una bala que llevaría consigo
cerca del corazón hasta el fin de sus días. Su periplo para huir de las garras
de su esposo y de una justicia que desamparaba totalmente a las mujeres, la
llevó a conocer Perú, donde residía la familia de su padre. Allí comenzó a
tomar conciencia de las injusticias sociales y cuando regresó a Francia empezó
a desarrollar sus ideas revolucionarias. Este proceso culminaría con un viaje a
Londres en el que realizó un vasto trabajo de campo visitando fábricas,
prostíbulos y otros espeluznantes escenarios que confirmarían rotundamente su
deseo de luchar por la justicia social. Este compromiso para con los demás
supondría el abandono familiar –su instinto materno era prácticamente
inexistente- e, incluso, la renuncia a la única felicidad que halló en los brazos
de Olympia Maleszewska, quien le descubrió el lado amable del sexo que, para
Flora, era considerado como un instrumento de dominio masculino que le producía
gran rechazo. Su misión era lo más importante: “Redimir a los explotados, unir
a los obreros, conseguir la igualdad para las mujeres, hacer justicia a las
víctimas de este mundo tan mal hecho, era más importante que el egoísmo
maravilloso del amor (…)”. Sus ideas quedaron reflejadas en La Unión Obrera,
obra que dio a conocer ella misma realizando un viaje por diferentes lugares de
Francia con el objetivo de reunirse con obreros y mujeres para conseguir que se
sumaran a su causa. Durante este recorrido, la protagonista va desgranando su
historia a través de recuerdos y anécdotas con saltos temporales al pasado y al
presente que nos conducen hasta el final de los días de Flora.
Por
otra parte, Paul Gauguin, nieto de Flora Tristán, abandona su cómoda vida
burguesa como agente de bolsa para dedicarse a su verdadera pasión: la pintura.
Dicha decisión supone el ocaso de su vida familiar y el comienzo de una
existencia marcada por las penurias económicas y los anhelos frustrados. El
pintor decide marcharse a Tahití para buscar la verdadera inspiración en una
tierra no contaminada por las convenciones sociales y las rígidas normas
morales y estéticas de una Europa que no terminaba de comprender su concepto
del arte. Allí parece sentirse libre y da rienda suelta a su creatividad y a su
pasión sexual, motor indispensable para su trabajo artístico. Tras idas y venidas
a Francia y a la citada isla, “Koke” se va desencantando de ese paraíso
terrenal en el que ha vivido pues comprueba que allí también está llegando la
corrupción colonial, por lo que decide instalarse en las islas Marquesas, donde
muere. Especialmente interesante es conocer el proceso creativo de algunas de
las pinturas más importantes de Gauguin y la relación de amistad que mantenía
con Vicent Van Gogh, que se truncaría definitivamente a raíz del famoso episodio
de la oreja del holandés.
Pudiera
pensarse que los protagonistas de esta novela son seres antagónicos, una
totalmente altruista y otro, decididamente egoísta, que sólo están unidos por
el parentesco familiar. Mas ambos comparten la búsqueda de un mundo mejor que
el que les ha tocado vivir, se rebelan contra lo establecido y osan desafiar
las normas sociales. Otros muchos paralelismos comparten en sus vidas: sufren
dificultades económicas, abandonan a sus familias para alcanzar sus objetivos,
padecen graves enfermedades –Flora, cólicos y dolores fortísimos en la matriz-;
Gauguin, la impronunciable sífilis-, mueren en una soledad relativa, etc.
Vargas
Llosa, a través de una narración en tercera persona en la que intercala pasajes
en segunda persona con los que dialoga directamente con sus personajes, presenta
la trágica vida de estos seres cuyo principal anhelo era hallar un lugar mejor
en el que existir. El título de la obra remite a un juego infantil en el que se
pregunta por el paraíso y la respuesta indica que siempre está en la otra
esquina, trasunto de lo que les ocurrió a Tristán y a Gauguin. Cuando parecían
hallar su paraíso, se les escapaba de las manos y ambos murieron sin conocerlo.
En
definitiva, El paraíso en la otra esquina es una obra que se puede
encuadrar en la biografía, pero también es un tratado de arte, un compendio
filosófico de las utopías socialistas del siglo XIX, un valioso documento
realista de reminiscencias dickenianas
de la explotación obrera que supuso la Revolución Industrial, una
defensa a ultranza de la valía de las mujeres que se atreven a pensar y se
rebelan ante el marginador papel de madre y esposa a que las relega una
sociedad machista e injusta… Es decir, una gran obra que permite al lector
conocer a dos personajes tan diferentes y, a la vez, tan iguales, que ahora sí
viven en el paraíso del recuerdo inmortal.
Confieso que a veces me puede la pereza, que someto
mis fuerzas al dios tirano de la apatía, que la abulia se enseñorea de mis
potencias todas y que, en consecuencia, doy de mí la versión beta con la que ir
tirando. Ahora mismo, por ejemplo, me está costando horrores escribir este
artículo y mi voluntad funciona al ralentí. Por eso es bueno cruzarse en la
vida con personas que te sacuden el polvo acumulado por la desidia y zarandean
el ánimo sesteador. En mi relación con la escritura, hay tres personas que cumplen
esa función. Con ellas no puedo bajar la guardia y me obligan a mantener
siempre el tipo. Una de esas personas es mi amigo Javier. Con Javier hablo de
literatura todas las semanas a través del correo electrónico. En nuestras
conversaciones siempre se citan títulos de libros. Pues bien, no he visto nunca
ni uno solo de esos títulos sin su cursiva correspondiente. A mí me causa una
desgana terrible tener que clicar en el botón de cursiva del editor de textos
del correo cada vez que tengo que nombrar el título de una obra pero a ver
quién comete la indolencia de no estar a la altura de su escrúpulo formal.
Luego está mi mujer y el WhatsApp. No hay en ninguno de sus mensajes,
una sola falta de ortografía. Yo, a veces, escribo sin tildes por pura holgazanería.
Me basta con que ella sepa que cometo el error aposta. Pero luego me hace
sentir mal y hago el esfuerzo (titánico, es endemoniado el proceso de colocar
tildes en los móviles) de escribir correctamente. Es como tener una mancha de
mayonesa en la boca. Da igual la confianza que haya entre ambos, no queda bien.
El tercero es mi amigo Augusto, implacable detector de erratas en mis artículos
del Diari, que luego me reprueba con despiadada sorna durante toda la
semana. Y ahí es de ver cómo repaso angustiado todos mis artículos antes de
enviarlos a la redacción del periódico.
Estos detalles nimios de la ortografía, no lo son
tanto. Representan la actitud de hacer bien las cosas en la vida, de esmerarse
en cada acto, de darse al mundo con su mejor faz. En mi profesión como docente
observo esta desidia todos los días. Y lo peor es que se perdona. Si un alumno
entrega su trabajo fuera de plazo ya se le recogerá mañana o pasado; si,
sistemáticamente, llega unos minutos tarde al aula, vía libre; si obtiene un cuatro
en un examen, es un cinco, porque, total, por un punto, no se le va a
suspender. Y así, vamos condescendiendo con la negligencia hasta hacer de la
vida un burdo apaño para ir saliendo del paso. Pero ese no es el camino. El
telescopio espacial Hubble de la NASA envió sus primeras imágenes borrosas
porque el cristal era sólo 2’2 micrones más plano de lo conveniente, el
equivalente a algo unas 50 veces más delgado que un pelo humano, pero
suficiente para poner en peligro el éxito del proyecto. Las décimas sí eran
aquí relevantes. La crisis del ébola de hace unos meses no fue más que el
resultado de una chapuza protocolaria al más puro estilo patrio. El ébola
éramos nosotros. El fontanero que nos inundó el cuarto de baño, el electricista
que dejó a todo el bloque sin luz, el cocinero que descuidó un pelo en la sopa,
el cirujano que se dejó el bisturí en el bazo del paciente, el que tiró una
colilla en el bosque, el que dejó
marchitar un amor, el que no cuidó una amistad, el que oyó la enésima paliza
tras el tabique y no cogió un teléfono, todos, empezaron quizás mucho antes sus
irresponsabilidades cuando omitieron por vez primera aquella insignificante
tilde. Y les dio igual.