jueves, 24 de marzo de 2016

317. Hedda Gabler




Uno de los personajes más desconcertantes de la literatura es Hedda Gabler, creada por Ibsen. Hedda Gabler forma parte de la nómina de mujeres que luchan por sobrevivir en una sociedad hecha por y para hombres. Se rebelan ante el papel sumiso que les ha sido impuesto, no se resignan a ser meras espectadoras del teatro de su vida y aspiran a ser las protagonistas con mayúsculas. Nora Roberts, Emma Bovary, Anna Karenina… son algunos de los nombres con los que el público / lector suele empatizar con facilidad.  
Ahora bien, la hija del general Gabler suscita más desconcierto que empatía en un primer momento. Es una mujer con carácter, casada con Jorge Tesman –joven que la adora y que se desvive por cumplir los deseos de su esposa -. A priori, nada hace pensar que Hedda haya sido obligada a elegir esa vida. ¿De dónde procede, por tanto, esa angustia vital, ese inconformismo extremo? A diferencia de otras heroínas, que tienen una vida que les insatisface y sienten la necesidad imperiosa de buscar su propia felicidad, Hedda ha elegido libremente a su esposo y se deduce que ha tenido aventuras amorosas con diferentes hombres antes de comprometerse con Tesman. Parece que este joven bibliófilo representaba la mejor opción que tenía Hedda, pero ¿por qué? Es una mujer que nunca ha conocido el amor, esa “empalagosa palabra”, y su única inclinación en la vida es “aburrirse de muerte”. Únicamente siente atracción por sus pistolas, peligrosas amigas en las que halla consuelo y emoción. Evidentemente, Hedda Gabler es víctima del momento histórico en que vive, marcado por convenciones estrictas que coartan la libertad de la mujer, quien se ve relegada a la función de esposa y madre. Totalmente escandalosas le resultarían al público de 1891 las angustiosas sensaciones que experimenta Hedda al pensar en la maternidad. Ella no encaja en el rígido molde femenino, pero tampoco sabe qué hacer para ser feliz. Ni lo era siendo soltera ni lo es estando casada. La solución no está en lanzarse en brazos de otro hombre ni en abandonar a su nueva familia. El origen del problema es, por tanto, más profundo que las convenciones sociales. La hija del general es víctima de sí misma, de un hastío vital que la condena a la infelicidad y a la insatisfacción perpetuas, un spleen que la aboca a la muerte como último acto de rebeldía. Ensalza la belleza del suicidio, acto heroico según su opinión puesto que pone de manifiesto la libertad del individuo. La única forma de sentirse libre es decidiendo cuándo poner fin a su existencia y a la del hijo que alberga en su vientre. Este desenlace bien puede interpretarse como un triunfo o como una derrota que evidencia que sólo los humildes y conformistas triunfarán en la vida, mientras que los inconformistas desaparecerán ante su incapacidad para adaptarse a un mundo encorsetado por férreas normas.
En cualquier caso, no cabe duda de que Hedda Gabler es un personaje complejo. He ahí el origen de su grandeza y de su actualidad. Henrik Ibsen sigue estando vigente gracias a estos personajes femeninos tan vivos, tan llenos de aristas, tan complejos y tan fascinantes.

El drama que nos ocupa fue estrenado en Madrid en 1901 ante un público dividido entre el fervor de la élite intelectual y el recelo de los más conservadores. Actualmente, Eduardo Vasco nos ofrece una nueva visión de la obra en un espectáculo en el que Hedda cobra vida en la figura de Cayetana Guillén Cuervo, quien nos regala una interpretación bastante acertada junto al resto del reparto. La frialdad nórdica de Hedda se respira en la representación, con un decorado minimalista que cede el protagonismo a la palabra. Sin duda, la compañía Noviembre nos brinda la oportunidad de ver en escena a una de las protagonistas femeninas más inquietantes. El debate está asegurado.

miércoles, 9 de marzo de 2016

316. Carvajal, prometeo de la poesía.




Comentar un libro de Antonio Carvajal produce tanto placer como embarazo porque, junto a la fascinación que generan todo su despliegue poético y su abrumadora erudición, el sufrido reseñador se sabe pequeño y acomplejado y es consciente de que su análisis por fuerza ha de ser incompleto y hasta desatinado. Sin embargo, el gusto de leer a Carvajal bien vale la paternidad de algún error.
Ocios de la senectud. Así reza la contraportada de El fuego en mi poder (Hiperión), el último libro del poeta granadino. Y, en efecto, la obra, amén de otras cosas, es todo un divertimento en cuyo juego es Carvajal el primero que descaradamente se refocila. Al amparo de su experiencia y de su pasmoso dominio de los resortes poéticos, Carvajal malea el poema a su antojo, retoza con los metros (preciosa la balada dedicada al soneto), exhibe ostentosos e inteligentes juegos conceptuales o los enmascara, conquista la intertextualidad, escribe pero también pinta y esculpe. Se divierte.
En pocos libros de Carvajal como en éste se halla con tanta profusión la presencia del arte como elemento redentor y como inspiración. Así, si la Amazona de Écija ha salido victoriosa ante la muerte, así los versos de Carvajal se tornan también inmortales; si en un fresco de Pedro Garciarias unas flores hacia el cielo son ejemplo de “trémulos anhelos”, así los versos buscan también su trascendencia; si el azul de las acuarelas de José Guerrero conquistan las sombras, ¿no es eso acaso el poema?; si los dibujos vegetales de Paco Lagares son las ramas que ofrecen soporte “al aire que se quiere pájaro”, así los versos de Carvajal son mimbre para lo inefable. Otras veces deconstruye la obra que le inspira para adaptarla a la sencillez de sus anhelos vitales. Así, ante una exposición de Antonio Jiménez, probablemente la dedicada a su serie de grandes ríos, Carvajal le dedica una deliciosa oda al Genil y a su seco cauce, procedimiento que repite con el Lanjarón a partir del soneto CXLVIII del Cancionero de Petrarca. 
Y es que la intertextualidad es también piedra angular del libro, desde el mismo título, extraído de un verso de Lope de Vega. Ya hemos mencionado a Petrarca. Pero hay ecos machadianos en sus evocaciones del agua, gongorinos en la “Elegía catanesa” y el juego llega a su culmen en la “Soledad enésima”, que es ya un memorable fasto literario.
El paisaje es también un tema recurrente. En “Paisaje, evocación…”, Carvajal crea delicadas estampas que podrían perfectamente constituir glosas o ampliaciones de cualquier haiku japonés; y en “Herencia del paisaje”, el paisaje de su infancia está ya sólo en la memoria y en las paletas de los pintores, pero también en sus esencialidades, estas sí, perpetuas.
Además de la amistad y el amor, el poeta se preocupa también de los desahuciados por la vida o a las injusticias, como el poema dedicado a Mariana Pineda. Es insuperable la serie de tres poemas sobre los inmigrantes arribados a las costas de Sicilia, que el poeta construye como un genial palimpsesto de las Soledades gongorinas, aunque en el primero de ellos le reprocha al tardogongorismo su oscuridad cuando el tema de marras no puede (no debe) admitir paliativos retóricos.

El libro termina con el crescendo musical de su “Concerto grosso”, que es el colosal colofón de bombo y platillo grande para un libro sencillamente perfecto. 

SUGERENCIAS ARTÍSTICAS PARA ACOMPAÑAR LA LECTURA DE ALGUNOS POEMAS DE ANTONIO CARVAJAL.


Antonio Jiménez: "Nilo" (para el poema "Este río los ríos")

La "Amazona de Écija" (para el poema "Ante la Amazona de Écija")
"Chirivello" (para el poema "Himno a Dionisos")
Pedro Garciarias (para el poema "Balada en una paleta del pintor Pedro Garciarias")
José Guerrero: "Cuenca" (para el poema "Azules de acuarela")
Paco Lagares: "Rama" (para el poema "Piedra en rama")
Manuel Rodríguez: "Lorca y su obra" (para el poema "Las ausencias")

Francisco Fernández Ramírez: "Alhambra" y "El Darro" (para el poema "Herencia del paisaje")


lunes, 22 de febrero de 2016

315. Sonata de invierno (al fin)



Me confieso siervo de la rutina. Y lo hago a la manera de aquellos poetas cortesanos de los cancioneros que sufrían gozosamente el desprecio de alguna dama desdeñosa y altiva. A la postre, la rutina es una señora vestida de gris a quien también le resultan indiferentes los colores con que queremos teñir nuestros sueños. Y, sin embargo, pese a todo, le tengo apego a su manto plomizo y a la muelle inercia de los días. Quizás se deba todo a que siempre que la rutina me ha abandonado ha sido para empeorar, como le pasó a aquel don Diego Tello, caballero de Sevilla, que perdió la vista refinando un poco de pólvora; como quiera que aquel año se decía que la Virgen de la Consolación había hecho muchos milagros, acudió a su capilla para rogarle curación y, untándose los dos ojos con aceite en señal de devoción, sintió gran dolor en ambos y no pudo abrir ninguno de ellos. A lo que el caballero imploró ante la imagen: “¡Madre de Dios, siquiera el que traje!”. El cuento es del poeta barroco Juan de Arguijo (1567-1623), aunque el hispanista francés Marice Chevalier decía haberlo hallado también en las Cartas de Juan de la Sal, en otra de Luis de Góngora y en la comedia de Pérez Montalbán, No hay vida como la honra. De ahí tal vez proceda aquella expresión popular que reza: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Así que yo, como don Diego Tello, apostato de la diosa Fortuna y me hago también cofrade de la Virgen de la Consolación, que debe de ser la de los perdedores, patrona de la dulce rutina.
Viene todo este largo preámbulo a ponerle el pórtico a una celebración: la que festeja la llegada, al fin, del invierno, otra dama fría y altanera, que pese a las canas, se ha hecho de rogar este año con la lozanía primaveral de una muchacha. Les confieso que ya no la esperaba y que su ausencia me causaba a estas alturas la desazón del amante impaciente. Uno prefiere calentarse las manos ateridas en el cucurucho de castañas asadas, antes que comérselas en manga corta en pleno mes de noviembre; también guarecerse en algún café y tomar un chocolate caliente mientras, tras los cristales empañados, se observa a los transeúntes domando sus paraguas en su envite contra el viento. En lugar de eso, en enero aún tomaba yo helados.

Pensaba inaugurar la estación hablándoles a ustedes de la Sonata de invierno, de Valle-Inclán, que este año cumple 80 desde su muerte; pero la reseña no halló la complicidad de la meteorología y se ha hecho esperar hasta hoy, aunque ya veo que mis divagaciones anteriores no me van permitir demasiadas efusiones más (cosas del espacio). Las andanzas del Marqués de Bradomín son posiblemente las máximas representantes de la prosa modernista española, aunque para mí la más propiamente modernista es la Sonata de otoño. En un momento en que la rutina está desprestigiada, también la literaria, yo me acerco a las añejas Sonatas de Valle y me dejo mecer en su prosa decadente. Quizás nunca haya sido más necesaria como hoy la recuperación de la lánguida elegancia del preciosismo modernista, hoy que prima lo feo, lo vulgar y lo estentóreo. En todas las épocas se han buscado nuevas formas de expresión, se han buscado la provocación y la subversión artísticas, y es legítima esa aspiración cuando se entiende que hay un agotamiento de los temas y de las formas. Pero hay quien, aprovechando esa brecha que parece admitir cualquier cosa con tal de considerarse nueva o perturbadora, ha colado su baratija de vanguardia para medrar en los bazares del artisteo. Esa necesidad de romperlo todo y de despreciar lo viejo quizás provenga de aquellos que no han probado las mieles de la rutina; de los que comen castañas en la playa, vamos. Cuando me siento abrumado por tanta tontería, vuelvo a reencontrarme con Valle (que no era precisamente un reaccionario) y todo vuelve a estar bien. Porque le pese a quien le pese, el invierno siempre acaba por volver, con su bendita monotonía sobre los cristales.

jueves, 11 de febrero de 2016

314. Fotocopias

En el instituto donde ejerzo eso que un día llamábamos docencia (la juglaría se la dejo de momento a los pedagogos de nuevo cuño) el tesorero ha hecho público el gasto trimestral de fotocopias. Se trata de un listado donde aparece el nombre de cada profesor junto a dos cifras, la primera de las cuales señala el número total de fotocopias realizadas por el docente en cuestión y la segunda traduce ese mismo dato a su correspondiente dispendio económico.
Juro por Cervantes que cada año hago lo que está en mi mano; reduzco el tamaño de la letra, utilizo las dos caras del papel, invento collages de corta y pega para aprovechar cada rincón de la hoja, sacrifico dolorosamente a las fraguas de Vulcano alguna estrofa… No importa, es inútil: indefectiblemente mi nombre aparece cada trimestre acompañado del terrible sintagma escrito en rojo: “GASTO SUPERIOR A LA MEDIA”. Uno siente entonces en su fuero interno el escarnio público como si fuera uno de los morosos de la lista de Montoro: ahí lo tenéis, el manirroto gastador de fotocopias, responsable de resentir con sus desmanes el presupuesto del centro, el fotocopiador compulsivo, el despiadado aniquilador de árboles.
Y, sin embargo, qué quieren que les diga, cuando Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León o San Juan de la Cruz se perpetúan en cada fotocopia y visten los pupitres con su fiesta de tinta, se me antoja muy pequeño aquel milagro de los panes y los peces y aquel otro de la resurrección. Cuando por prodigio de la luz, Góngora, Quevedo y Lope colonizan carpetas, paredes y el iris de los estudiantes, la clonación genética me parece un juguete de laboratorio. Cuando Lorca se reduplica en la tinta del papel caliente, siento que ese mismo calor del papel, que es como pan recién hecho, reconforta la fría fosa donde yace y que se levanta de ella con su traje blanco manchado de tinta porque su traje blanco es el papel mismo donde la tinta todavía fresca de la fotocopia irriga de vida la muerte alba.
Mientras las diputaciones provinciales malgastan su dinero en editar el deplorable libro de un fulano amiguete del alcalde que quiere satisfacer la vanidad de verse publicado en letra de molde, yo creo que no haré ningún daño si Miguel Hernández se vuelve cómplice mío en eso de gastar por encima de nuestras posibilidades.
Yo propongo una bacanal de fotocopias, una lluvia de hojas volanderas que caiga sobre el mundo como caen esos paquetes de comida sobre las gentes menesterosas del tercer mundo tras una catástrofe; propongo serpentinas de versos, confeti de palabras, propongo un plan Marshall de fotocopias que reconstruya esta intemperie, propongo un aguacero de pasquines clandestinos donde la poesía diga su verdad, quiero un diluvio de fotocopias, feliz azote de los barrenderos ilustrados.

En el tablón informativo del instituto luce en rojo mi nombre. Justo en frente, el conserje se afana con mi nuevo encargo de fotocopias. Me quedo observando su labor. Primero introduce el papel, luego cierra la tapa. Todo está listo. Pulsa el botón. La máquina empieza su retahíla rítmica. Y hay en el fragor de su mecánica una algarabía de versos. Y hay en sus haces intermitentes de luz una tormenta desatada que amenaza con cernirse majestuosa sobre la mediocridad de los que gastan… por debajo de la media.



martes, 2 de febrero de 2016

313. Sobrevivir a 'Star Wars'



En la ciudad donde vivo mi exilio agridulce existen seis lugares donde se puede acudir al cine; en total, cerca de sesenta salas que debieran, por su notable número, satisfacer los paladares más variopintos. De esas sesenta salas, sólo una proyectaba La novia, la última adaptación cinematográfica de Bodas de sangre, de García Lorca. Ni sus doce nominaciones a los Goya, que otrora servían de acicate comercial, le han valido a la película de Paula Ortiz para superar la lacerante invisibilidad que comparte con otras joyas del cine español totalmente desapercibidas, léase, por ejemplo, La academia de las musas, de José Luis Guerin, que no sé si habrá llegado siquiera a algún cine de España. Otro tanto se podría decir de la espléndida Macbeth, de Justin Kurzel.
Coincidió La novia con el estreno de Star Wars (¿en qué momento atroz dejamos de llamarla La guerra de las galaxias?) y el filme de J.J.Abrams ocultó con toda la nube de su jerigonza interestelar la luna lunera del inmortal granadino.
Para ver a Lorca en el cine hay que escudriñar las carteleras como quien se deja los ojos sin esperanza en los listados de la pedrea de la lotería del Niño. Luego hay que sufrir la interminable cola de los acólitos galácticos, ataviados ellos con sus disfraces: delante de mí un Jedi blande su espada láser y yo sólo dispongo de la navaja lorquiana destellando aún fresca en mi cabeza tras la lectura de la obra; detrás, la mirada de un Sith me intimida bajo su capucha frailuna y yo  tengo sólo a una vieja mendiga que dice cosas extrañas; en la pantalla gigante del vestíbulo se erige majestuosa la Estrella de la Muerte y yo sólo tengo una luna que viene helada por paredes y cristales, llena de jazmines de sangre. Un ejército acorazado de aspecto zoomorfo, AT-AT los llaman, avanza entre la música épica; y yo sólo tengo un caballo del alba, reventado de sudor que luce una fiebre de diamante.
 Tras una ventanilla me atiende la Princesa Leia, desterrada por un día de Alderaan a la mazmorra de la taquilla y, sin mirarme, con la inercia fatigada de quien lleva horas haciendo lo mismo, recorta por la línea de puntos la entrada para Star Wars. Cuando la corrijo para decirle que yo quiero ver La novia, levanta la vista y me mira con hiriente condescendencia. Llevo puestos una camisa, unos vaqueros y unos zapatos; y hasta me he enfundado para la ocasión mi elegante blazer, porque yo también sé hablar inglés, pero me cobra la entrada con desconfianza, escrutándome como a un bicho raro. Recobrada de su aturdimiento,  atenderá después, con total naturalidad, a un Sith, a un Chewbacca, a un Darth Vader y a un C-3P0.
Sobrevivir a Star Wars es eso. Sentir que está uno fuera de órbita pero reconocerse siempre y evitar ser fagocitado.  Sobrevivir a Star Wars es no hallar en una librería el libro que se busca abrumado por el best-seller de turno y peregrinar a las librerías de viejo, templos de la fe; es ser una mancha gris en un sofá ante un televisor a las dos de la madrugada porque sólo a esa hora puede salvarse uno de los sálvames; es ser aquel espectador que se aguanta titánicamente la irrefrenable tos en el momento culminante del monólogo de Segismundo en un teatro, incapaz de mancillar el instante. Para quien no entienda todo esto: sobrevivir a Star Wars es ser un poco el Halcón Milenario. Es repatriarse continuamente en nuestro pedazo de exilio, clavar la bandera en esta intemperie, jurar la constitución sobre un libro de Lorca y entonar los himnos de la poesía.

domingo, 10 de enero de 2016

312. 'Macbeth', de Justin Kurzel.




Resultan admirables el respeto, mimo y esmero con que el mundo anglosajón se ha volcado siempre sobre las figuras cimeras de su literatura. Macbeth, de Justin Kurzel, es uno de esos productos artísticos que se ven sólo muy de vez en cuando y que han nacido del amor y, lo que es más importante, del acierto interpretativo y del conocimiento profundo y riguroso de los textos originales. Y eso se nota. Con todas las licencias que la trasmigración al género cinematográfico exige, la última película del director australiano rezuma universo shakesperiano en cada fotograma.
Ya la primera escena constituye una genialidad del director. La cinta se inicia con el primer plano del cadáver de un niño, que enseguida sabemos hijo de Macbeth y su esposa. Casi al final del primer acto del texto de Shakespeare, un parlamento de Lady Macbeth deja insinuar que una vez fue madre. Se trata de un momento marginal de la obra que no se repite más (si exceptuamos una alusión de Macduff al final del cuarto acto) y que, sin embargo, ha sido motivo de controversia entre la crítica literaria. Pues bien, el brillante artificio de Kurzel consiste en convertir esa frase anecdótica del texto teatral en el leit motiv de gran parte del argumento, pues con la muerte del hijo de Macbeth y su falta de descendencia, cobrarán aún más sentido las profecías de las brujas que augurarán en la persona de Banquo, compañero de armas de Macbeth, el inicio de una estirpe de reyes. Banquo es, pues, un obstáculo en la llegada el trono de Macbeth, también profetizada por las brujas, y en el pensamiento de éste siempre estará presente que el asesinato del rey Duncan sólo habrá servido para alimentar la realeza de la semilla de Banquo. Por eso Banquo y su hijo Fleance deben morir. Sólo una mente atenta al texto shakesperiano habría podido apreciar la potencialidad dramática de aquella frase aparentemente irrelevante y casi desapercibida de la obra original. Por su parte, Fleance logra escapar de los esbirros de Macbeth, y Shakespeare nunca más vuelve a retomar ese punto pendiente. Kurzel, en cambio, en la impresionante escena final de la película resucita esta laguna del texto original haciendo caminar a Malcolm, hijo de Duncan, que ya ha recuperado el trono legítimo tras la muerte de Macbeth, hacia un horizonte rojizo, mientras en otra escena el olvidado Fleance hace lo propio sujetando una espada. Las dos escenas representadas paralelamente albergan una elocuencia dramática portentosa y corrigen el olvido shakesperiano.
Los parlamentos de los actores son muy fieles al texto original, aunque se ha producido sobre ellos una inteligente y dosificada purga, que alimenta la concisión. Esto, lejos de ser un defecto, es una virtud puesto que los personajes de Macbeth aceptan desde el principio su destino y la asunción de ese sino permite prescindir de las palabras. Se ha dicho muchas veces que Macbeth se debate interiormente ante la consecución de su atroz acto y que es la manipuladora Lady Macbeth quien lo aboca al asesinato. Pero no es verdad: las reservas de Macbeth ante el regicidio son siempre muy débiles y están consolidadas en su fuero interno desde el primer momento en que recibe la profecía de las brujas. No hay transición, sino asunción. Por eso Michael Fassbender y Marion Cotillard manifiestan en sus expresiones esa inercia estática del fátum trágico, paralela al lenguaje, que sólo se matiza algo en la culpa posterior. Incluso cuando Kurzel se toma licencias innecesarias, éstas son más sugestivas que el texto shakesperiano; es el caso, entre otras, de la profecía de las brujas que auguran la muerte de Macbeth “cuando el bosque de Birnam venga a Dunsinane”. Shakespeare hace que los soldados ingleses avancen todos con una rama de árbol que los oculte. En cambio, Kurzel hace que los soldados incendien el bosque y son las cenizas incandescentes arrastradas por el viento las que llegan a Dunsinane, ofreciendo una escena mucho más efectista, con la alegoría del rojo enseñoreándose una vez más.

La lobreguez de las escenas, la presencia constante de la sangre que no puede ocultarse, el desvalimiento de la culpa, representada en la cámara real casi a la intemperie, los silencios elocuentes y el estatismo o ralentización de algunas secuencias, todo recuerda con fidelidad el subyugante espíritu shakesperiano. Cada vez estoy más convencido de que Shakespeare no era un hombre nacido de mujer.

lunes, 28 de diciembre de 2015

311. Lolita sí es Colometa



Muchos lectores de La plaça del Diamant albergábamos ciertas reservas con respecto a la adaptación que de la inolvidable novela de Mercè Rodoreda ha realizado para las tablas el actor y dramaturgo Joan Ollé. La primera de las reticencias era, justamente, esa transmutación del género novelesco al teatral y, en particular, al monólogo. Debo reconocer, sin embargo, que este era el menor de mis recelos, pues la novela es una evocación en primera persona muy próxima al monólogo y, en muchos momentos me atrevería a afirmar que rayana incluso en el monólogo interior. Muestra de ello es el evidentísimo abuso del polisíndeton que, en ocasiones, ofrece una prosa atropellada en la concatenación vertiginosa de recuerdos y que emparenta, aunque salvando las distancias, con el fluir de la conciencia propio de aquel subgénero; hasta cuando intervienen otros personajes, suele ser Natàlia quien reproduce en estilo indirecto lo que estos dicen.
Mayores prevenciones me suscitaba la idea de que fuera la polifacética Lolita quien encarnara la ingenua candidez de nuestra Colometa. Quizás hayan alimentado este prejuicio una cierta idealización del personaje y el precedente cinematográfico de Silvia Munt, aparentemente tan en las antípodas, ambos, de esa sensación de contundencia que transmite Lolita y que parece extralimitar la fragilidad candorosa del personaje. Para entendernos, Colometa es a Lolita como el cauce de un riachuelo a un mar oceánico; como un Seat 600 a un motor de 200 caballos; como una balada dieciochesca a una guitarra eléctrica: el océano desborda el cauce, el motor revienta la carrocería, la guitarra eléctrica destroza el lirismo de la balada. Lolita no cabe en Colometa. Colometa es poseída por Lolita.
Pero no. Resulta que Lolita sí puede ser Colometa. La ventaja de las facciones duras y el timbre añejo, racial, de Lolita, es que parecen haberse curtido en el dolor.  No olvidemos que Colometa narra su desgracia desde el presente, una vez ha sufrido ya su desgarramiento vital. Se trata, pues, de alguien que hace tiempo que perdió la inocencia. La Colometa cándida que conocemos, la que hemos construido en nuestro imaginario, es, en realidad, una falacia.  Es sólo la remembranza nostálgica del pasado feliz la que vierte sobre las palabras de Colometa esa blancura virginal que nos llena de ternura; pero la Natàlia que narra su historia es ya otra. Es la que ha interrumpido la gestación de las crías de paloma aún en su cascarón; es la que se ha planteado envenenar a sus propios hijos y suicidarse; es la que ha accedido a casarse con un hombre que no ama para evitar su desahucio vital. Es esta Colometa presente la Natàlia real y no la niña del baile en la Plaça del Diamant. Por eso Lolita, que proyecta congénitamente ese gitanismo lorquiano de las tragedias, es tan adecuada para el personaje. Y, sin embargo, cuando Lolita tiene que recordar los tiempos felices, sus ojos endurecidos son capaces de volver al brillo limpio de la inocencia y la noble aspereza de su voz al timbre suave, casi pueril, de la que un día fue. Y así, en la Natàlia real que es Lolita, resucita, como en un atisbo, la Colometa de nuestras lecturas. En esta ambivalencia está el mérito de Lolita.
Dos grandes momentos en la obra: cuando Colometa mata las palomas, punto de inflexión para la transición de Colometa a Natàlia: el rostro de Lolita es entonces un súbito y terrible punto y aparte; y el desgarrador momento de la iglesia con la visión delirante de las burbujas rojas, trasunto de los muertos en la guerra, que Lolita sublima con un crescendo sobrecogedor.

Y la decoración: el banco solitario desde donde Colometa cuenta su historia y las luces mortecinas de una verbena que no volverá. Y la palabra enseñoreándose pura y sin aditivos. Rodorediana. Diamantina.

viernes, 27 de noviembre de 2015

310. 'Invernadero'



Invernadero fue concebida por Harold Pinter como pieza radiofónica para la BBC en 1958.  Luego  Pinter la adaptó para el teatro aunque no la estrenó hasta 22 años después, en 1980, en el londinense Hampstead Theatre Club, dirigida por él mismo. En 1995 llegó incluso a interpretar el personaje de Roote en el Minerva Studio de Chichester. Ahora llega a los escenarios españoles bajo la dirección de Mario Gas, sobre la celebrada traducción que de la obra ha realizado Eduardo Mendoza.
La acción se desarrolla en una especie de sanatorio residencial dirigido por el autoritario Roote (Gonzalo de Castro). Pronto descubrimos que la gestión de este “establecimiento de reposo” no es precisamente ejemplar: un interno ha muerto en circunstancias poco claras y una paciente ha quedado embarazada. El diálogo inicial entre Roote y su secretario Gibbs (Tristán Ulloa), lleno de enredos y retruécanos lingüísticos, revela cómicamente la implicación de Roote en ambos sucesos. El impertérrito Gibbs, por su parte, desvela poco a poco su ambición por el cargo de Roote. No es el único interesado: Lush (Jorge Usón) y Tubb (Javivi Gil) también esconden, tras su apariencia servil, su innoble codicia, igual que la señorita Cuts (Isabel Stoffel), una trepa con aires de mujer fatal que busca medrar a través de la seducción y que podría representar perfectamente la alegoría de la erótica del poder. Lamb (Carlos Martos) es el único personaje honesto de la obra. Hace cinco años que fue trasladado al sanatorio para participar de su proyecto científico y en todo ese tiempo sólo se ha encargado de revisar las cerraduras de las celdas. Su ilusión, ingenuidad y su bienintencionado aire renovador fracasan pronto cuando asume su papel de chivo expiatorio de los desmanes de la dirección con la connivencia de los demás personajes. Los pacientes, a los que se alude a través de números, son un personaje colectivo, cuya relevancia latente explotará al final de la obra.

Invernadero no es una obra cómoda para el espectador. Heredera de la deformación grotesca del esperpento valleinclanesco y afiliada al teatro del absurdo, del que es una de las obras fundacionales, la digestión de su puesta en escena requiere de una eupéptica predisposición. La legítima aspiración de conformarse como una farsa negra y corrosiva quizás logre sus objetivos si pensamos que toda la obra es un trasunto de la corrupción burocrática, los abusos del poder, la codicia por el mando, el menosprecio del mérito o la indefensión de unos ciudadanos que, efectivamente son sólo números; también es legítimo que todo eso se haga al amparo de los cánones del teatro del absurdo y su provocativa torsión expresiva y visual. Pero lo cierto, y esto va a gustos, es que yo prefiero una obra igualmente incisiva sin el hastío de ese abuso verborreico que no conduce a ninguna parte, aunque uno pueda entender que se trata de una caricatura de la vacuidad dialéctica de los poderosos. La obra es una denuncia, sí, pero no conmueve ni sacude las conciencias porque el espectador está demasiado ocupado en el frío ejercicio intelectual de la interpretación y porque a la obra se le notan demasiado la arquitectura y su prurito de escenificación rupturista, que parecen más un fin en sí mismas que un medio. El elenco de actores está a la altura de lo que se le pide, a excepción de Isabel Stoffel, a la que no acompañan ni el timbre desacorde de la voz ni la desaseada dicción ni el demorado ritmo de sus intervenciones, ridículas y exasperantes en su lentitud.  La obra es, en definitiva, un invernadero demasiado tibio que impide la eclosión del fruto esperado.

jueves, 19 de noviembre de 2015

309. Rehenes



Un secuestro a la democracia. Eso es lo que ha perpetrado el Parlament catalán con su declaración unilateral de independencia. Los partidos del Eje, ese siniestro conciliábulo formado por Junts pel sí y la CUP, se apropian ahora de la voluntad de todo un pueblo cuando más de la mitad de los catalanes ha rechazado en las urnas la opción separatista. El álgebra del actual sistema electoral, que gustará más o menos pero que es el que tenemos, les otorga mayoría absoluta en el Parlament y legitimidad democrática para gobernar; pero en ningún caso les faculta para tomar decisiones de este calado, que requieren del concurso de una amplia y unánime mayoría social que ahora no tienen. ¿Se puede construir un país sin la anuencia de más de la mitad de sus ciudadanos? Cuando Artur Mas convocó las elecciones del 27 de septiembre dejó meridianamente claro que se trataba de un subterfugio legal para llevar a cabo, de forma velada, el referéndum que el gobierno español les ha vetado continuamente. Eran, pues, unas elecciones plebiscitarias y, como tales, el cómputo de los resultados sólo alcanza sentido si se realiza a través de los votos individuales. Se pretendía ilustrar con ello el verdadero estado del empuje independentista en la sociedad catalana y refrendar así un proceso que se creía mayoritario merced a los potentes fuegos de artificio de las sucesivas diadas. Sin embargo, cuando los resultados de las elecciones confirmaron que más de la mitad de la población catalana rechazaba el soberanismo (los que no salían en las diadas), entonces las cuentas ya no cuadran y hay que cambiar el discurso: ahora valen los escaños y no los votos. Dicho de otro modo, que a los del Eje, a los que se les llena la boca de democracia y libertad, en realidad les importa un comino la democracia y la libertad si éstas ponen trabas a sus objetivos. A eso se le llama, sin paños calientes, tiranía. Antonio Baños, diputado de la CUP, aseguró que si las elecciones del 27-S no arrojaban una mayoría clara de voto secesionista, la declaración unilateral de independencia no tenía legitimidad y que su partido no la apoyaría; sin embargo, mintió. Porque ahí donde ven a Baños, con su prurito de anarquista beligerante e iconoclasta, aparece siempre muy formalito y adocenado mientras ondea una estelada y entona Els Segadors con aquella pasión patriota que él llamaría fascismo si la bandera fuera otra. Sin embargo, de ese tufo fascistoide los que hieden son los que han llevado a cabo todo este despropósito. A Forcadell, la presidenta del Parlament, sólo le falta colocarnos a los que no pensamos como ella una estrellita amarilla en el pecho; es la misma que en un mitin dijo que los buenos catalanes eran aquellos que votarán por la independencia; entiendo entonces que el resto (el 52%, nada menos) somos malos catalanes y merecemos las llamas del averno. Como si la señora Forcadell tuviera la potestad de decidir cómo debo sentirme yo catalán. Lo peor es que ese discurso ha calado y ahora existe en Cataluña un oficialismo que establece la manera canónica de ser y de sentirse catalán, y el que no lo sigue es, poco menos, que un traidor a la patria. Pero a quién sorprende esta dictadura ideológica si en Cataluña llevamos sometidos a una dictadura velada desde hace años. Dictadura cuando se arrinconó el castellano en las aulas catalanas; dictadura cuando se segregaba a los niños castellanohablantes como si fueran extranjeros; dictadura cuando se adoctrinaba en las clases; dictadura cuando se multaba a quien no rotulaba su negocio en catalán; dictadura cuando se obligaba a votar a los menores de edad en los centros educativos en los referendos promovidos por plataformas independentistas; dictadura cuando se establecían trabas de todo tipo a la promoción de escritores catalanes que escribían en castellano; dictadura cuando se secuestraba a la televisión pública autonómica como altavoz del independentismo.
El gobierno español se equivocó al no permitir un referéndum en Cataluña. Fue un error estratégico y también una anomalía democrática. Pero tan antidemocrático es eso como que un 48% decida por imposición el destino de un 52%. También lo sería al revés pero esta división en la sociedad catalana, que saja a Cataluña en dos mitades difícilmente reconciliables, no la hemos promovido los que estábamos a gusto con nuestro encaje en España. No existía tal división. Por cierto, el referéndum ya se ha celebrado: han sido las últimas elecciones.

Qué pasa ahora con los catalanes que no nos sentimos representados por todo este delirio arbitrario y que somos mayoría. Los catalanes que también construimos Cataluña e integramos nuestro crisol de identidades en la hospitalidad inmemorial del pueblo catalán. ¿Debemos asumir el secuestro? ¿Debemos seguir callados? ¿O es que no va con nosotros todo esto? Si el nuevo Parlament insta a la desobediencia de la ley de un país legalmente constituido, ¿cómo vamos a obedecer nosotros la autoridad de un gobierno nacido de la ilegalidad y de la imposición? Pues yo desobedezco. A los que excluyen por razón de lengua, yo desobedezco; a los que imponen el pensamiento único, yo desobedezco; a los que anteponen la patria y la bandera a las personas, yo desobedezco; a los que no atienden a la pluralidad, yo desobedezco; a los que me llaman charnego, yo desobedezco. Somos rehenes en Cataluña. Pero, cuidado: no tenemos mordaza en la boca ni grilletes en las muñecas. ¡Yo desobedezco!

jueves, 12 de noviembre de 2015

308. Darwin y la evolución de la especie (lectora)




Como los caminos de las lecturas son inescrutables, este último mes he dado en leer el Mecanoscrit del segon origen, de Manuel de Pedrolo, y Kim, de Rudyard Kipling. Estimulado por la póstuma adaptación cinematográfica de Bigas Luna, me adentré en la atmósfera post-apocalíptica de la novela de Pedrolo y quedé deslumbrado por las posibilidades expresivas de la lengua catalana que el autor ilerdense domeña con insultante magisterio. Pocas veces la maleabilidad del catalán halló tantos registros y tanta riqueza léxica como en la prosa de Pedrolo. Lástima que toda esa exuberancia lingüística quedara humillada a la servidumbre de un mero catálogo práctico de supervivencia cuya monotonía no reparan ni siquiera las sugestivas inferencias filosóficas sobre la reedición edénica de un nuevo mundo.
A Kipling llegué tras conocer la noticia de que la Biblioteca Nacional (de España; con la que está cayendo esta matización no es baladí) acogió hasta el pasado 7 de noviembre una muestra bibliográfica del autor coincidiendo con el 150 aniversario de su nacimiento. Kim es una apoteosis costumbrista de la India y una exultante celebración de la vida. Sus personajes son inolvidables, en especial la noble ingenuidad mística del lama y el carácter picaresco de Kim. Lo de menos es la trama de espionaje. Y, por supuesto, es un interesantísimo conflicto entre las dos identidades de Kim, hindú de sangre británica en la India colonial.

Ambas lecturas, la de Pedrolo y la de Kipling coinciden en ser novelas concebidas en su día para un público juvenil. El Mecanoscrit fue lectura obligatoria en nuestro extinto BUP y un fenómeno editorial entre los más jóvenes. Y Kim era una novela de aventuras devorada por los adolescentes británicos. Proponer hoy día que un alumno de la ESO o del Bachillerato lea cualquiera de estas dos novelas se antoja una empresa quijotesca. Los estudiantes de hoy no tienen ni la formación ni el aguante ni la curiosidad ni la sensibilidad ni la voluntad para enfrentarse a novelas de esta naturaleza. Simplemente no pasarían de las primeras cinco páginas. Pero estas mismas novelas, amén de otras muchas de pareja dificultad, eran las lecturas de los jóvenes de antaño a la misma edad. ¿Qué se ha perdido por el camino entre aquellas generaciones de jóvenes que leían a Dumas, a Salgari, a Verne, a Melville, a Defoe, a Swift, a Dickens o a Blyton, y estas de ahora que no entenderían ni las primeras cinco líneas de estos grandes autores? Aunque tentado como estoy de hacerlo, descartaré por ahora contradecir la evolución darviniana de las especies que, en materia de lectura, desde luego no le da la razón a Darwin, como tampoco se la da en aquello de la selección natural, según la cual los más fuertes, capaces de adaptarse al medio, sobreviven. Pues no es cierto. Los que amamos la literatura de verdad no conseguimos adaptarnos a este ecosistema de lectores mediocres por mucha formación que hayamos recibido o por mucho que hayamos educado nuestro paladar literario; y en cambio proliferan como setas los lectores de vampiros premenstruales. La razón, claro, no es biológica, sino pedagógica. Son esos pedagogos de nuevo cuño que pretenden que los alumnos se estudien los charcos de la acera de su casa en lugar de los ríos de España porque aquéllos son, claro, más cercanos a su entorno inmediato y, por ende, más significativos. Con la lectura igual: hay que fomentar solamente los libros que despierten el interés de los estudiantes y alejarlos de los “difíciles” clásicos porque éstos generan lectores frustrados que nunca más vuelven a la literatura. Y así andan nuestros alumnos, incapaces de entender un texto que exija un mínimo de nivel, y no hablo de Kipling, sino de cualquier artículo periodístico que se proponga para un simple comentario de texto. A aquellos jóvenes lectores de Verne, en cambio, nadie les va a tomar el pelo. Y ya ven qué trauma: también han vuelto a la literatura. Pero no. No nos adaptamos. Somos la especie débil de Darwin. Cada vez más invisible. Hasta la irremediable extinción.