En la ciudad donde vivo mi exilio agridulce existen
seis lugares donde se puede acudir al cine; en total, cerca de sesenta salas
que debieran, por su notable número, satisfacer los paladares más variopintos.
De esas sesenta salas, sólo una proyectaba La novia, la última
adaptación cinematográfica de Bodas de sangre, de García Lorca. Ni sus
doce nominaciones a los Goya, que otrora servían de acicate comercial, le han valido
a la película de Paula Ortiz para superar la lacerante invisibilidad que
comparte con otras joyas del cine español totalmente desapercibidas, léase, por
ejemplo, La academia de las musas, de José Luis Guerin, que no sé si
habrá llegado siquiera a algún cine de España. Otro tanto se podría decir de la
espléndida Macbeth, de Justin Kurzel.
Coincidió La novia con el estreno de Star
Wars (¿en qué momento atroz dejamos de llamarla La guerra de las
galaxias?) y el filme de J.J.Abrams ocultó con toda la nube de su jerigonza
interestelar la luna lunera del inmortal granadino.
Para ver a Lorca en el cine hay que escudriñar las
carteleras como quien se deja los ojos sin esperanza en los listados de la
pedrea de la lotería del Niño. Luego hay que sufrir la interminable cola de los
acólitos galácticos, ataviados ellos con sus disfraces: delante de mí un Jedi
blande su espada láser y yo sólo dispongo de la navaja lorquiana destellando
aún fresca en mi cabeza tras la lectura de la obra; detrás, la mirada de un
Sith me intimida bajo su capucha frailuna y yo tengo sólo a una vieja mendiga que dice cosas extrañas;
en la pantalla gigante del vestíbulo se erige majestuosa la Estrella de la
Muerte y yo sólo tengo una luna que viene helada por paredes y cristales, llena
de jazmines de sangre. Un ejército acorazado de aspecto zoomorfo, AT-AT los
llaman, avanza entre la música épica; y yo sólo tengo un caballo del alba,
reventado de sudor que luce una fiebre de diamante.
Tras una
ventanilla me atiende la Princesa Leia, desterrada por un día de Alderaan a la
mazmorra de la taquilla y, sin mirarme, con la inercia fatigada de quien lleva
horas haciendo lo mismo, recorta por la línea de puntos la entrada para Star
Wars. Cuando la corrijo para decirle que yo quiero ver La novia,
levanta la vista y me mira con hiriente condescendencia. Llevo puestos una
camisa, unos vaqueros y unos zapatos; y hasta me he enfundado para la ocasión
mi elegante blazer, porque yo también sé hablar inglés, pero me
cobra la entrada con desconfianza, escrutándome como a un bicho raro. Recobrada
de su aturdimiento, atenderá después,
con total naturalidad, a un Sith, a un Chewbacca, a un Darth Vader y a un C-3P0.
Sobrevivir a Star Wars es eso. Sentir que está
uno fuera de órbita pero reconocerse siempre y evitar ser fagocitado. Sobrevivir a Star Wars es no hallar en
una librería el libro que se busca abrumado por el best-seller de turno
y peregrinar a las librerías de viejo, templos de la fe; es ser una mancha gris
en un sofá ante un televisor a las dos de la madrugada porque sólo a esa hora puede
salvarse uno de los sálvames; es ser aquel espectador que se aguanta
titánicamente la irrefrenable tos en el momento culminante del monólogo de
Segismundo en un teatro, incapaz de mancillar el instante. Para quien no
entienda todo esto: sobrevivir a Star Wars es ser un poco el Halcón
Milenario. Es repatriarse continuamente en nuestro pedazo de
exilio, clavar la bandera en esta intemperie, jurar la constitución sobre un
libro de Lorca y entonar los himnos de la poesía.
3 comentarios:
Me encanta el paralelismo que has trazado entre ambas películas. Enhorabuena por tu artículo.
Nosotros, Píramo, como Juan Ramón: con la inmensa minoría. Magnífico artículo.
Yo también me pregunto, antigualla que soy, por qué ha desaparecido el épico nombre en español y nos remiten siempre a ese otro que suena a cadena de cafeterías impronunciable. En insisto en el Luzbel de mi idioma ante la perplejidad alumnil. Casi tengo que traducirles mi versión a un "Estarguors" que entiendan...
Por otra parte, me quedé sin ver Macbeth y presumo que me quedaré también compuesta y sin novia. Al final no voy al cine. Me asquea el hedor de las palomitas, la cochambre iluminada por los títulos de crédito, indigna de un país del primer mundo en el siglo XXI, el volumen inmisericorde, solo apto para destimpanados por tracas y auriculares trepanadores, que no es mi caso. Y que todas las salas den prácticamente las mismas películas, las comerciales, las del lote de tres por una, las que hay que ver se quiera o no se quiera. Hogar dulce hogar.
Y excelente artículo.
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