La palabra “élite” procede del francés y los franceses
la pronuncian [elít], con la sílaba tónica en la “i”. Siguiendo la
pronunciación etimológica, el castellano adaptó el término a la forma llana
“elite” [elíte]. Pero como el vocablo circuló durante algún tiempo como
extranjerismo en su forma original, élite, se extendió la pronunciación
de la palabra como si fuera esdrújula, interpretando erróneamente esa tilde
francesa a la manera española. Es por eso que hoy el uso de “élite” se
considera correcto, aunque antietimológico.
Digo esto por si algún ilustrado, afrancesado,
puntilloso, resabido o pedante me reprochara en el título de este artículo la
tamaña herejía de vulnerar la fonética gala o de claudicar al humillarla a la
ignorancia del vulgo. Quien en esas zarandajas repara es el mismo que le
reprocha a uno no ver las películas en versión original, sobre todo si son
vietnamitas o iraníes, comer palomitas en un cine, no usar los palillos con el sushi,
seguir la Eurocopa de fútbol, cantar un gol en lugar de un aria de Verdi, leer
a Pérez-Reverte o saltar en un concierto de Loquillo. Y se arrogan una suerte
de superioridad intelectual y hasta moral con quienes hacemos todo eso,
juzgándonos gente mediocre y sin sensibilidad sin tan siquiera conocernos. Populacho.
El primer error de estos paladines de la alta cultura
es creer que ambos mundos son incompatibles o irreconciliables, como si uno no
pudiera vibrar con su equipo de fútbol por la tarde e irse por la noche a ver
una obra de teatro de Harold Pinter. Es el mismo desprecio que demostraron los
estudiosos de antaño por todo lo que tuviera que ver con la literatura de corte
popular, sólo por ser popular, hasta que el Romanticismo restituyó el
Romancero. Pero, claro, Menéndez Pidal debió de ser un paleto. El otro error es la generalización. Ni todos
los aficionados al fútbol son los vándalos que arrojan bengalas al campo ni
todos los que leen a Joyce son unos dechados de virtudes. Hemingway iba a los
toros y nadie piensa que fuera por ello un depravado; es el mismo que luego era
capaz de escribir El viejo y el mar.
Lo peor de todo esto es que muchos de los que
despotrican desde la alta atalaya de su refinamiento cultural, lo hacen por
pura impostura. Las redes sociales, especialmente, se han convertido en un
escaparate donde demostrar al mundo lo cultas e instruidas que son algunas
personas. Aquí una cita de Séneca, a quien nunca han leído, allá una reflexión
de Rousseau, a quien vieron por última vez en el COU, acullá (¿veis? Yo también
sé decir “acullá”), un aforismo de Hume. Y entre perla y perla, vomitan su
perfumada bilis de hombres superiores sobre el atroz envilecimiento de los que
leen un best seller o van a ver el último blockbuster americano
(¿veis? Yo también sé decir blockbuster y hasta cine pop corn; y
encima lo veo, ¡a la hoguera conmigo!).
Los que verdaderamente pertenecen a la élite cultural,
aquellos que han alcanzado, merced a su formación, pasión, sacrificio y
esfuerzo, un vasto bagaje humanístico, no se dedican a juzgar a nadie porque,
entre otras cosas, saben apreciar los matices y la complejidad del mundo
cultural, que no está formado por compartimentos estancos, absolutos o
excluyentes. Y tampoco necesitan reivindicarse en Twitter o Facebook porque no
tienen complejos y su propia preparación les hace sentirse plenos. Mientras el
listillo de turno continúa su cruzada contra la turba inculta que va al fútbol
y la exhibe, como adalid que es, en las redes sociales, al verdadero hombre de
la élite cultural no se le ve nunca por esos lares. Anda en las bibliotecas,
entre libros.
2 comentarios:
Gracias, Píramo. Entre tanta prosa administrativa para preparar las odiosas programaciones, se agradece la lectura de un texto como el tuyo.
En cuanto al debate de si "élite" o "elite", el DRAE ya recoge las dos formas. Así es que que cada uno opte por la que prefiera, ¿no te parece?
Sencillamente genial. Tienes toda la razón.
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