De todos los oficios literarios, tal vez ninguno
reporte al profesional tantas satisfacciones y frustraciones a partes iguales
como el de traductor. Volcar un texto original a un nuevo idioma –trasladarlo,
que diría Alfonso el Sabio– es tanto como perpetuar la vida de un libro y
multiplicarlo; es alumbrar allí donde las palabras se vuelven abisales para el
lector que desea caminarlas; es hacer dichosos a muchos para quienes la
felicidad se hallaba en el límite de aquellos renglones incomprensibles y aún no
lo sabían; es convertirse en adalid universal de la cultura y servir a su
apostolado, aunque hagan falta para ello otros atavíos. Y, sin embargo, son
esos otros ropajes con los que se visten los textos traducidos los que dan
quebranto a quienes se dedican a la noble tarea de hacérnoslos entender. Porque
nunca un texto traducido respeta al cien por cien la esencia del original, por
mucho que se hayan esforzado los partidarios de la literalidad más radical,
como Vladimir Nabokov. Y en aquello que se pierde por el camino, en la desazón
que le produce al traductor pensar “no era esto, no era esto”, se cifra la
frustración incurable de esta profesión impagable y, no obstante, mal pagada.
De esto y de
mucho más habla el espléndido
ensayo del prestigioso traductor Javier Calvo, El fantasma en el libro
(Seix Barral). Sólo por la preciosa introducción que precede a la obra, habrá
valido la pena acercarse al libro de Calvo. En ella, el autor alude a la
invisibilidad del traductor –“pregúntenle a algún apasionado de la literatura
por el nombre de tres traductores actuales. Prácticamente ninguno sabrá
contestar”, –nos advierte. Y, sin embargo, Javier Calvo defiende esa
invisibilidad como requisito necesario y deseable: “Queremos no estar ahí.
Incrustarnos tan adentro de la página que no se note que estamos. Somos
camaleones paradójicos. Para desaparecer de la página tenemos que llenarla”.
Aunque existen tratados, ya clásicos, sobre la
traducción, este libro de Javier Calvo aspira a convertirse en una obra
imprescindible sobre el tema, porque no sólo se aúnan en él el rigor académico
y la amenidad, sino también la verdad humana de su trabajo, vertida con amoroso
entusiasmo y sana voluntad divulgativa. El libro traza una historia de la
traducción, repasando sus principales hitos, y demostrando que la reputación de
los traductores ha ido decreciendo desde aquella edad heroica en que el
traductor, era poco menos que un mediador de los dioses hasta la devaluación de
su trabajo auspiciada por el pragmatismo y la velocidad vertiginosa de los
nuevos tiempos. La obra reflexiona sobre multitud de matices en el arte de
traducir, desde los defensores de la ya mencionada literalidad hasta los que
conciben la traducción como una nueva obra donde es lícito modificar y hasta
mejorar el original, como hiciera Borges (las llamadas “bellas infieles” de la
tradición dieciochesca francesa). Jalonan el texto multitud de anécdotas y
vicisitudes, como los traductores asesinados, la labor de éstos durante la
dictadura franquista, los juegos de las falsas
traducciones, el español canónico fijado para las mismas y los problemas
derivados frente la diversidad del español de América, la limitadora supremacía
de las traducciones vertidas del inglés, el fenómeno de los fantraductores, los
trabajos afines de los intérpretes y de la subtitulación cinematográfica y, en
definitiva, toda suerte de matices que ofrecen una panorámica de la profesión
verdaderamente interesante. Muy recomendable ¡Y en versión original!
3 comentarios:
Yo siempre creí en lo de "traduttore traditori" (¿se escribe así?). Hasta que leí "La música de las palabras y la traducción" de Borges. Entonces cambié de parecer.
"traditore" (con -e) he querido escribir
La idea de la invisibilidad del traductor me parece muy interesante y conlleva implícita la humildad del que es consciente de ser la vía a través de la cual los lectores podemos conocer infinidad de obras con independencia de la lengua en que hayan sido escritas. Gracias por la recomendación y enhorabuena por el artículo.
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