La reciente publicación de Aquellos maravillosos
kioscos (editorial EDAF) y el excelente pregón de Javier Pérez Andújar en
las fiestas barcelonesas de la Mercè del pasado mes de septiembre, han removido
en mí la añoranza a la que, por tendencia casi patológica, me voy entregando
últimamente. Será el otoño. O más bien la constatación de que, con el paso de
los años, los espacios físicos donde uno creció van adquiriendo, cada vez más,
un color sepia y sólo existen ya en la topografía del recuerdo. El libro de
Miguel Fernández y Juan Pedro Ferrer se suma a ese catálogo de la nostalgia
facilona pero eficaz en la línea de Yo fui a EGB y se centra, sobre
todo, en aquellos juguetes míticos que se podían adquirir en los kioscos, como
el yoyó, las bolas locas, las ranitas, las canicas y otras bagatelas del tesoro
infantil. El pregón de Pérez Andújar es aún más emotivo y evoca aquellos
kioscos que colgaban de unas pinzas los tebeos y las revistas (“la lectura se
tendía en los kioscos, y por eso Italo Calvino decía que había que leer
tendido”); el kiosco era entonces la
memoria del pueblo, la librería del pobre.
En mi particular mitología, el primer recuerdo que
tengo de un kiosco es el kiosco de Luis, en la patria chica de mi barrio de
periferia, en Bonavista. Más que un kiosco, aquello parecía un agujero
practicado en la pared, desde donde, envuelto en periódicos, revistas y mil
cachivaches, emergía la pequeña figura de Luis, como la epifanía de algún dios
venerable surgida de aquel altarcillo sagrado, perfumado con el sahumerio de la
tinta y las chucherías. Yo me apostaba bajo el ventanuco, en silencio, a la
espera de su aparición misteriosa, y entonces él se manifestaba, fijaba sus
ojos bondadosos en mí y, a continuación, sin mediar palabra, rebuscaba entre
los cientos de coleccionables caducados que se hacinaban en aquella cueva de
tesoros y me regalaba algunos cromos de la serie V de la Tele
Indiscreta, deseando yo que, al abrir el sobrecito, me saliera el de Mike
Donovan.
A mi revelación de la literatura, también contribuyó,
a su manera, el kiosco de Luis. Era el tiempo de las lecturas encuadernadas en
grapas, de los tebeos y fanzines, y antes que todo eso, de las novelas
semanales de folletín, a las que yo ya no llegué.
Como dice Pérez Andújar, hoy los kioscos de calle,
esos de toda la vida ya “apenas venden
revistas, ni periódicos, ni mucho menos libros; no muestran lo que dice la
ciudad, sino que enseñan una imagen tronada de la ciudad dentro de un llavero,
o decorando un cenicero. Les llaman recuerdos, pero son lo primero que se
olvida en las papeleras de los hoteles”.
La palabra kiosco, del francés kiosque, –yo y
mi afición a las etimologías–, procede
del turco köşk¸que significa “mirador”, y éste del persa košk,
que significa “palacio”. No se me ocurren definiciones más hermosas para esos
templos del ocio cabal, en cuyo atrio, más que en ningún otro sitio, se
democratizó el acceso a la cultura y el placer de leer.
Entretanto, en la calle 21 del barrio de Bonavista,
esquina con la calle 8, el kiosco de Luis mantiene sus persianas bajadas desde
que su dueño falta. Yo, cerca ya de la cuarentena, me aposto otra vez, como el
niño que fui, ante su escuálido porche, que linda con una fuente que apenas
mana agua. Pero ya no se produce el sortilegio. . Los transeúntes pasan
indiferentes frente a aquel almacén de sueños. En todos estos años, y son ya
muchos, nadie ha adquirido el local, nadie ha edificado sobre sus humildes
cimientos, que quizás escondan, todavía, alguna reliquia. Es como si hubiera,
sólo en el acto de pensarlo, algo de sacrilegio y profanación.
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