No hay vacuna ni aspirina que cure la cervantina. Ese
es el estribillo con que la compañía Ron Lalá, en coproducción con la Compañía
Nacional de Teatro Clásico, arranca las palmas del público durante la principal
pieza musical que ameniza esa primorosa producción que es Cervantina. Y
es verdad que no hay antídoto. Quien esto escribe continúa aún convaleciente de
esa maravillosa enfermedad, la cervantina, que se nos ha inoculado como una
bendición contra la mediocridad de nuestro tiempo. Porque estar enfermo de
Cervantes es mirar el mundo con lucidez, con tolerancia, con espíritu crítico y
con deseos de conocimiento. El virus se contagia leyendo las obras del inmortal
alcalaíno y, si la cepa hace nido, ya no hay quien se cure. Los gobiernos no
quieren que derive en pandemia. ¿A qué gobierno del mundo le interesa que sus
ciudadanos piensen, ponderen, denuncien?
Cervantina
es un espectáculo memorable. La primera parte se detiene en algunos hitos de la
vida de Cervantes. Éste dialoga con la musa inspiradora, que es una usurera que
siempre pide más, una diosa caprichosa a cuya pira se deben inmolar tantos
sacrificios y renuncias si se quiere recibir su pizca de iluminación. Es
también una alegoría de la literatura, a quien hay que entregar la vida entera
si se desea la gloria. Todo gran escritor tiene algo de Aquiles ante el profeta
Calcante. Cervantes conoció esa expiación. La musa le pronostica, sin embargo,
que en España será el escritor más famoso de todos los tiempos y que todo
español tendrá un Quijote en su casa aunque nunca lo haya leído. Las
instituciones aprovecharán la efeméride de su muerte para escudriñar en los
osarios, pero sólo en los centenarios, para la foto oficial. Amarga crítica a
la hipocresía intelectual y política y a la desatención de nuestra figura más
señera.
Luego todo es un torbellino de ritmo trepidante que
alterna diferentes momentos de las obras de Cervantes, acercando los textos
clásicos con inusitada frescura, buen gusto y excelente sentido del humor. Las Novelas
ejemplares, el Quijote, La Galatea, El viaje del Parnaso
y algunos entremeses, entre ellos aquel que la tradición titubea en su
atribución, El hospital de los podridos. La transición entre las
diferentes obras se realiza con suma naturalidad. Los textos, escritos por el
poeta Álvaro Tato, que hace también las veces de actor en la compañía, no
chirrían en el ripio, antes al contrario, contienen lo mejor de lo elegíaco y
de lo popular. Los actores interactúan con el público, –¿de qué está usted
podrido? –, y el público, que está podrido de hipotecas, corruptelas,
nacionalismos o del jefe, engrosa ese hospital de los podridos que quieren
sanar (enfermar) de Cervantes.
Aunque la obra tiene una vocación divulgadora de la
figura de don Miguel (Ron Lalá debería ser una asignatura troncal en el exiguo
currículum de la Secundaria), no cae en el didactismo repulsivo de la nueva
pedagogía, ese que cree que los alumnos son idiotas. Al revés, los actores
respetan la inteligencia del espectador, entre los que también se hallan, no
olvidemos esto, los grandes lectores de Cervantes. De tal manera que, al final,
la didáctica y el homenaje calan por igual sin la erudición pedantesca y sin el
sonrojante payasismo de quienes están bajando el nivel de este país.
Es difícil pasarlo mejor en un espectáculo teatral.
Todo él rebosa de amor a la cultura; carcajadas, música, palmas, dicción
perfecta, preciosa iluminación, interacción con el público, ritmo, sorpresa. Yo
sigo enfermo pertinaz. Y no hay vacuna ni aspirina que cure la cervantina.
Dadme por muerto. Es decir, por muy vivo.
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