Nada menos que 9 nominaciones a los Goya ha recibido
la última película de Manuel Martín Cuenca, El autor. Se trata de la
libérrrima adaptación cinematográfica de la novela de Javier Cercas, El
móvil, que el escritor cacereño publicara hace ya 30 años. La cinta está
protagonizada por un excelente Javier Gutiérrez, que lleva ya demostrando desde
hace mucho tiempo su inmensa capacidad para adaptarse a todos los registros que
se le proponen. Un actor como la copa de un pino. La película narra la historia
de Álvaro, un escritor frustrado, eclipsado por el éxito literario de su mujer,
que lleva acudiendo a un taller de escritura desde hace varios años sin lograr
despegar de la mediocridad. Su profesor, interpretado por un sobreactuado,
aunque divertido, Antonio de la Torre, harto de la llaneza y nula evolución de
su alumno, lo abronca un día con hiriente honestidad y sacude su creatividad
dormida apelando a que la literatura debe imbricarse inextricablemente con la
vida, rebosar vida y reflejar vida. El consejo cala en Álvaro, que decide
abandonar su trabajo y a su mujer, a quien le recrimina la vacuidad de sus best
sellers, y se encierra en un piso alquilado con el propósito de convertirse
en observador de la vida y plasmarla en su gran obra. Pronto, el vecindario, a
quien Álvaro espía grabando sus conversaciones cotidianas y sus intimidades, se
convierte en un filón que le proporcionará un precioso material novelizable.
Sin embargo, para conseguir que la trama argumental se ajuste a sus
expectativas, Álvaro deberá influir en sus vecinos, manipulándolos, para que
éstos actúen de acuerdo a su plan novelesco y puedan así seguir abasteciéndole
literariamente. Se trata, en definitiva, de la invasión de la literatura en la
vida real y viceversa, hasta convertir la frontera que separa ambos planos en
una línea difusa. En ese sentido, resulta absolutamente genial el recurso de la
proyección de la sombras de los vecinos sobre las paredes del patio de luces.
Estas siluetas, en tanto que sombras o perfiles chinescos, simbolizan los
personajes que Álvaro está pergeñando en su novela. Sólo cuando esos personajes
se rebelan, van adquiriendo corporeidad, es decir, vida propia, la propia que
desde siempre han tenido más allá de la novela de Álvaro. Es la vieja idea
unamuniana de la insurrección de los personajes de ficción ante su autor, que
tan magistralmente recreara el autor vasco en aquella novela inolvidable
titulada Niebla donde Augusto se rebela contra el propio Unamuno y éste
aparece como un personaje más de la trama.
Hace tiempo escuché a Fernando Iwasaki, durante una
conferencia, burlarse de Mario Vargas Llosa porque éste había dicho una vez que
él era incapaz de controlar a los personajes que creaba, que éstos tenían vida
propia y total autonomía. Iwasaki apelaba entonces al sentido común: ¿qué
tontería es esa de que tus propios personajes manejen el hilo de sus vidas si
sólo son las marionetas del escritor que éste gobierna a su antojo? A mí la
intervención de Iwasaki me dio pena sobre todo por él mismo. Lástima por no haber
experimentado la maravillosa, inquietante y perturbadora sensación de comprobar
cómo, efectivamente, uno nunca es dueño de sus personajes. La estimulante
expectación de no saber qué le depara al escritor durante la siguiente sesión
de escritura, de ignorar qué decisión sobre sus vidas van a tomar ellos solos
sin mediación alguna del autor. Y, sobre todo, de no saber si esos mismos
personajes están confabulando, como le pasa a Álvaro en la película, alguna
determinación sobre lo que debe ocurrirle al propio escritor que, nunca, nunca,
está a salvo de su libro, por mucho que se parapete tras la pantalla de su
ordenador. Les aseguro que no hay nada más real que eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario