martes, 19 de diciembre de 2017

386. 'El autor'



Nada menos que 9 nominaciones a los Goya ha recibido la última película de Manuel Martín Cuenca, El autor. Se trata de la libérrrima adaptación cinematográfica de la novela de Javier Cercas, El móvil, que el escritor cacereño publicara hace ya 30 años. La cinta está protagonizada por un excelente Javier Gutiérrez, que lleva ya demostrando desde hace mucho tiempo su inmensa capacidad para adaptarse a todos los registros que se le proponen. Un actor como la copa de un pino. La película narra la historia de Álvaro, un escritor frustrado, eclipsado por el éxito literario de su mujer, que lleva acudiendo a un taller de escritura desde hace varios años sin lograr despegar de la mediocridad. Su profesor, interpretado por un sobreactuado, aunque divertido, Antonio de la Torre, harto de la llaneza y nula evolución de su alumno, lo abronca un día con hiriente honestidad y sacude su creatividad dormida apelando a que la literatura debe imbricarse inextricablemente con la vida, rebosar vida y reflejar vida. El consejo cala en Álvaro, que decide abandonar su trabajo y a su mujer, a quien le recrimina la vacuidad de sus best sellers, y se encierra en un piso alquilado con el propósito de convertirse en observador de la vida y plasmarla en su gran obra. Pronto, el vecindario, a quien Álvaro espía grabando sus conversaciones cotidianas y sus intimidades, se convierte en un filón que le proporcionará un precioso material novelizable. Sin embargo, para conseguir que la trama argumental se ajuste a sus expectativas, Álvaro deberá influir en sus vecinos, manipulándolos, para que éstos actúen de acuerdo a su plan novelesco y puedan así seguir abasteciéndole literariamente. Se trata, en definitiva, de la invasión de la literatura en la vida real y viceversa, hasta convertir la frontera que separa ambos planos en una línea difusa. En ese sentido, resulta absolutamente genial el recurso de la proyección de la sombras de los vecinos sobre las paredes del patio de luces. Estas siluetas, en tanto que sombras o perfiles chinescos, simbolizan los personajes que Álvaro está pergeñando en su novela. Sólo cuando esos personajes se rebelan, van adquiriendo corporeidad, es decir, vida propia, la propia que desde siempre han tenido más allá de la novela de Álvaro. Es la vieja idea unamuniana de la insurrección de los personajes de ficción ante su autor, que tan magistralmente recreara el autor vasco en aquella novela inolvidable titulada Niebla donde Augusto se rebela contra el propio Unamuno y éste aparece como un personaje más de la trama.

Hace tiempo escuché a Fernando Iwasaki, durante una conferencia, burlarse de Mario Vargas Llosa porque éste había dicho una vez que él era incapaz de controlar a los personajes que creaba, que éstos tenían vida propia y total autonomía. Iwasaki apelaba entonces al sentido común: ¿qué tontería es esa de que tus propios personajes manejen el hilo de sus vidas si sólo son las marionetas del escritor que éste gobierna a su antojo? A mí la intervención de Iwasaki me dio pena sobre todo por él mismo. Lástima por no haber experimentado la maravillosa, inquietante y perturbadora sensación de comprobar cómo, efectivamente, uno nunca es dueño de sus personajes. La estimulante expectación de no saber qué le depara al escritor durante la siguiente sesión de escritura, de ignorar qué decisión sobre sus vidas van a tomar ellos solos sin mediación alguna del autor. Y, sobre todo, de no saber si esos mismos personajes están confabulando, como le pasa a Álvaro en la película, alguna determinación sobre lo que debe ocurrirle al propio escritor que, nunca, nunca, está a salvo de su libro, por mucho que se parapete tras la pantalla de su ordenador. Les aseguro que no hay nada más real que eso.

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