Cuando el 11 de mayo de 1950 Eugène Ionesco estrenaba La
cantante calva en el Théâtre des Noctambules de París, el autor rumano no
podía salir de su perplejidad al escuchar las risas del público francés.
Ionesco había escrito una tragedia y, paradójicamente, los espectadores reían.
Seguramente desataban su hilaridad aquellos diálogos sin sentido que se
enrevesaban o se contradecían sin llegar nunca a ninguna parte o la misma
vacuidad de toda la trama que el público debió de tomar como una auténtica
tomadura de pelo con la que quisieron condescender participando de la burla
desde sus butacas. Y, sin embargo, pocas obras tan terriblemente tristes,
dolorosas y demoledoras como aquella.
Representante del teatro del absurdo –quizás
una de sus obras cumbre–, a La
cantante calva es mejor no tratar de confeccionarle una sinopsis, ni
siquiera para contextualizar su trama; no es necesario y es inútil. Toda la
obra es una sucesión de parlamentos y pulsiones disparatados, ilógicos e
irracionales con los que el espectador debe hacer su paciente pacto. Detrás de
todo ese sinsentido reside el verdadero objetivo de la obra: la constatación
desgarradora de que el mundo es, efectivamente, como esas intervenciones hueras
de sus personajes, un vacío abisal, un lugar sin propósito, un espacio onírico
e incoherente, difícil de comprender, sin derrotero cierto, absurdo. Vertebra
la obra, pues, una posición existencialista emparentada con el nihilismo más
absoluto. Algo tuvo que ver, seguramente, la reciente II Guerra Mundial, apenas
concluida 5 años antes del estreno de la obra, con una Europa aún asombrada por
la capacidad del hombre por generar horror y caos. Los personajes de La
cantante calva desfilan por la escena con movimientos mecánicos, como si de
títeres o de muñecos animados se tratasen; no es más que el trasunto de la ritualización arbitraria de la
vida social, de la inercia autómata del vivir o, más bien, del sobrevivir. Hay,
además, en esos movimientos, una suerte de desesperación, una búsqueda obsesiva
y estremecedora por llenar el vacío. Pero es en el lenguaje donde se manifiesta
con más intensidad esa exasperación trágica. Las palabras llenan ese horror
vacui; no importa que lo hagan de manera incoherente, importa que sellen el
abismo con sus sonidos; pero éstas, ya al final de la obra, tampoco son
suficientes y los personajes acaban por destruir también el único asidero, el
del idioma, que les queda. Es la magnífica escena final con todos los
personajes emitiendo cortas frases en el paroxismo del sinsentido, casi solapándose
entre ellos, hasta desolar el lenguaje y limitarlo al mero balbuceo silábico.
En este extraordinario crescendo del absurdo es, sin embargo, donde los
personajes parecen adquirir mayor lucidez, aquella que les confirma todo su
terror ante el vacío del mundo, que han tratado de hacer ver que ignoraban
durante todo ese tiempo.
El equipo Pentación, bajo la dirección de Luis Luque y
con Adriana Ozores y Fernando Tejero entre el elenco de actores, está de gira
por España con la versión de esta obra. Al montaje le sobra algún momento de
histrionismo (como el de la criada) y también toda la performance
discotequera que se antoja innecesaria en una obra que es, ya de por sí, lo
suficientemente rompedora como para introducir vanguardismos accesorios. Por lo
demás, los actores realizan su cometido con gran solvencia. Conviene saber a
qué se va cuando uno compra la entrada. Limitar el criterio al hecho de ver en
escena a Fernando Tejero puede conducirle a más de uno a un chasco. Aún
recuerdo la enorme tibieza de los aplausos finales por parte de un público en
estado de shock por lo que acababa de ver.
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