Cuando la luz se posa sobre los objetos del mundo,
cuando los acaricia, cuando los baña con su liturgia jubilar, con su milagrosa
epifanía, les confiere carta de naturaleza, los corporeiza, les da la
existencia misma; en cierta forma, se apiada de ellos, de su condición humilde
y perecedera.
Esa misma luz es la que viene deslumbrándonos desde
hace años, abriéndose paso por entre los intersticios de los versos de José
Luis Vidal y alcanzando el cenit de su resplandor en aquella inolvidable y
maravillosa antología preparada por Antonio Moreno titulada El señor de los
balcones. La luz de Vidal, que es también patrimonio de su insuperable
bonhomía, es motivo recurrente de su poesía, también en su último poemario, En
el sueño dorado (Renacimiento). Una luz tutelar, nutricia, madre. Por eso,
cuando la luz declina en sus poemas sobre el atardecer, los objetos del mundo
se aferran a las últimas hilachas de fulgor para evitar su holocausto
ontológico (“Cómo se aferran las encinas / entre cadáveres de luz, / cómo se aferran”).
Los amaneceres, en cambio, son una cosmogonía demiúrgica y misericordiosa: “Por
esta luz / que vence mis recelos / me levanto, / abro los ojos /. Y en el
fulgor / de la mañana que bosteza / y se viste de huesos, carne, piel… / veo
solo un amor / que está al principio / y al final / de todo lo que ocurre”. La
luz, además, es la constatación de la belleza del mundo (“la cosecha de mis
ojos”), y permite detenerse en los instantes. La poesía de Vidal adquiere
entonces una actitud estática y extática, contemplativa; las cosas son aquí
y son ahora y simplemente suceden: “Oigo, / y solo escucho. /
Veo, / y solo miro. / Está todo tan cerca… / Y no tiene importancia”. En ese
recogimiento próximo a una suerte de misticismo laico, el objeto evocado queda
trascendido de su naturaleza física e individual para formar parte del todo, y
con él el poeta mismo, que se siente partícipe del cosmos en comunión con todo
lo creado hasta confundirse con esa totalidad: “Ya es posible ser rico, / ya es
posible ser mundo / de tu entraña creadora / y preguntarte, cielo”.
El poeta no es más que uno más de los seres
agradecidos por la bendición de la luz. Se trata de una poesía celebratoria, de
corte guilleniano (hay, incluso, un poema titulado “Mediodía”). En el poema
“Sucede”, el poeta paseante descubre la vida que sucede alrededor, se empapa de
ella, y cuando termina su paseo, se detiene sobre una roca y en ella dirige la
mirada sumisa a sus pies de peregrino y baja los párpados, amorosamente
agradecido.
Sin embargo, el poeta no puede evitar la desazón al
constatar su propia finitud, la extinción de la belleza amenazada por la
muerte, y su anhelo de trascendencia se le impone como una nostalgia de nuestra
razón de ser primigenia. En el poema “Heno”, el color dorado del forraje (nunca
amarillo) es la promesa de la luz sólo atisbada pero nunca conseguida en su
plenitud. El heno, en su humildad estabular, es trasunto del hombre y su
limitación. Es entonces cuando el poeta se rebela contra su destino: “Non
moriar”, se titula uno de sus poemas, “mi cuerpo no se extinguirá”, dice en
“Seda”, y se agarra a las palabras, único asidero tan desesperado como inútil
para defenderse de la muerte. Así, las palabras, “gritan / como cerezas / en la
boca. / Se arrugan / como flores / bajo el soplo / de la luz”. Porque el hombre y su carne pueden ser
también bellos y merecen reivindicarse: “Vuestros cuerpos… a veces / emiten, al
azar, / unas notas hermosas / de afortunado amor. / Y entonces son más grandes
/ que vuestros corazones”. Pero la muerte es una verdad demasiado cierta: “Esta
tierra que cruzo / me llama a cada paso; / quiere mi longitud, no mi altura”. Y
el extraordinario último poema, casi un descenso a la verdad, porque a la
verdad siempre se desciende, nunca se asciende, es una asunción valiente de la
fatal evidencia. El libro de Vidal es, pues, ese engaño en donde nos debatimos.
Leer a José Luis Vidal es leer el tuétano de lo que somos, en la gloria y en la
miseria de esta áurea aventura de vivir, relegada a dorado. Relegada a sueño.
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