Qué triste resulta asistir cada año a la contumacia
del ser humano por degradar las grandes palabras que nos salvan del simio que
somos. Toda noble construcción nacida para mayor gloria de nuestra humanidad,
toda alta idea que nos permite elevarnos desde el aquelarre de células hasta
las esferas de lo trascendente, es prostituida en el lupanar del mercantilismo
y de la vulgaridad adocenada. Así el amor, que este jueves será sacrificado a
la pira del trending topic y a la cursilería hiperglucémica hasta el coma
diabético. Como en estas páginas hablamos de Literatura, salvémoslo por un día
de los corazones de plástico y sentémoslo caballero en la grupa de la palabra
para huir de la oferta del 2x1 del McDonald’s Valentine’s Day.
No resulta fácil saber si la literatura amorosa de
cada etapa histórica es un simple artificio literario aceptado por pura
convención o si refleja realmente una concepción sincrónica del hecho amatorio.
No sabemos, por ejemplo, si un médico suscribiría los síntomas físicos que la
enamorada Safo (s. VII a.C.) describía en sus poemas, pero lo cierto es que con la poeta de Lesbos nace la
idea universal del amor como enfermedad, que luego susurrará Celestina a
Melibea a finales del XV en una de sus definiciones más canónicas. Más
adelante, Catulo (s. I a.C.) incorporará la dimensión carnal del amor, la
pasión y el deseo, sin demasiados remilgos. Durante la Edad Media, aparecerá el
concepto de amor cortés, que trasladará al terreno amoroso las relaciones
feudales de vasallaje: el enamorado es un caballero que sirve a la dama, se
postra ante ella y sufre sus desdenes. Aquí sí podríamos asegurar que se trata
de un acuerdo estrictamente literario. Lo relevante es, sin embargo, que lo que
era una convención poética, acabó sentando las bases de las relaciones amorosas
reales entre hombres y mujeres. Pienso, por ejemplo, en la imagen del enamorado
pidiendo, de rodillas, matrimonio a su amada o ese acuerdo más o menos tácito
que todavía se conserva de ser el hombre quien tome la iniciativa en su declaración
amorosa y de que la mujer mantenga su firmeza, aunque sea fingida, antes de
aceptar el galanteo. Junto al refinamiento cortesano, convive en la Edad Media,
la literatura erótica, manifestada, por ejemplo, en las canciones goliárdicas.
El Renacimiento traerá la concepción del amor platónico y la divinización de la
dama, la donna angelicata petrarquista, y en el Barroco, se lo
considerará como la única fuerza capaz de permanecer más allá de la muerte y,
de acuerdo al pesimismo de la época, aparecerá unido a la brevedad de la vida y
al poder destructor del tiempo. El siglo XVIII se llenará de colores pasteles
muy a propósito para un concepto del amor intrascendente, empalagoso, envuelto
en un halo de coquetería y frivolidad. Todos pensamos en aquel cuadro del
columpio de Fragonard coincidiendo con la primera arcada. Junto a la literatura
rococó hay también una idea ilustrada del amor, que lucha contra el desatino de
los amores concertados. El sentimiento se desborda arrebatador en el
Romanticismo hasta la irreflexión, y la mujer aparece como un ser etéreo e
inalcanzable. El Realismo abordará el tema del adulterio. Los tres grandes
personajes femeninos son Ana Karenina, Madame Bovary y Ana Ozores, heroínas
frustradas en sus relaciones matrimoniales que se enfrentan a las convenciones
sociales. En el siglo XX, el amor se diversifica, tienen cabida las voces
femeninas, la homosexualidad, el amor libre, siempre con las trabas morales de
una tradición conservadora que aún impone su peso. Y llegamos a nuestro siglo.
Ya estoy viendo el menú de San Valentín del jueves: “cupiditos rebozados con
salsa de fruta de la pasión; solomillo en nidito de amor trufado sobre lecho de
pétalos de rosa; y de postre, corazón de chocolate bañado en ambrosía de
Venus”. 50 euros la pareja. Y la foto en Instagram.
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