Uno de los mayores méritos que puede distinguir a una
compañía teatral es la de hacer reconocible la esencia del dramaturgo al que
representa. Las obras teatrales pueden adaptarse a los nuevos tiempos, cambiar
la escenografía, el vestuario y hasta rayar en la iconoclasia, pero si el
espectador es incapaz de percibir el alma del original, es mejor no hablar de
versión o de adaptación, sino de otra obra nueva. Con Shakespeare, quienes
mejor consiguen ese propósito son los propios británicos en todos los órdenes
artísticos. Aún recuerdo maravillado la adaptación cinematográfica que de Macbeth
hizo Justin Kurzel en 2015, por nombrar sólo una de las últimas reverenciales
manifestaciones artísticas que se han hecho sobre el inmortal autor de
Sratford. Ahora, la celebrada y veterana Compañía Atalaya está de gira por
España paseando por las tablas al rey Lear, y esa alianza con el espíritu de
Shakespeare se produce en sus representaciones con tan inextricable comunión,
que parece resucitada telúricamente del polvo indeleble de sus palabras. Los
claroscuros de la escenografía, la atmósfera neblinosa, la reformulación
majestuosa del coro, tan caro a Shakespeare, con sus cánticos atávicos (¿en
griego?); los movimientos acompasados de los actores, como movidos sus hilos por
el caprichoso titiritero del fatum; la cadencia casi silábica de la
dicción, con sus efectistas pausas a mitad del sintagma, todo contribuye a
captar la inquietante sustancia de las tragedias shakesperianas. Y todo ello, y
esto lo digo yo, en uno de los textos que menos me han conmovido del autor de Hamlet,
por muy pesada que se ponga la crítica especializada en incluir El rey Lear
en la famosa tríada de las obras cumbre de Shakespeare. Ni las motivaciones del
rey me convencen ni hallo una exploración verosímil en las pasiones humanas que
se ponen en solfa; los personajes me parecen maniqueos (y no hay excusa en su
vocación alegórica) y la pérdida de la cordura de algunos me parece algo
pueril. Sí me parece interesante la degradación del rey hasta su animalización
como metáfora de la destrucción del orden establecido (la pérdida del cariño de
sus hijas y su traición) pero me parece todo insuficiente para colocar El
rey Lear entre las mejores obras de Shakespeare. Y, sin embargo, la
Compañía Atalaya obra el milagro de revertir la insatisfacción que produce la
lectura de la obra y convertirla en una maravilla, colocando el texto y el
argumento al servicio del mejor Shakespeare, como si fuera el mismo Shakespeare
quien, reconociendo sus defectos, remendara sobre las tablas las hilachas
sueltas. O, en otras palabras, realizando un montaje a la altura del genio
inglés, superando los defectos del propio genio. Hasta el final, algo abrupto e
insustancial en el original, es modificado por una coda del bufón (que, en
realidad se recupera de una intervención de éste en otra escena del texto),
subsanando con ese remate, la escasa contundencia del final shakespeariano. Muy
notable la actuación de Carmen Gallardo como rey Lear, que nos convence de que
los héroes masculinos de la tragedia pueden alcanzar grandes cotas en la
interpretación de una mujer (acordémonos de Blanca Portillo como Segismundo) y,
sobresalientes las intervenciones de Lidia Mauduit como bufón, cuya dicción y
movimientos espasmódicos tan bien casan con la función oracular de sus
misteriosas y proféticas palabras. Para enmendarle la plana a Shakespeare hay
que ser un gran conocedor suyo. Lo otro sería osado sacrilegio. A la Compañía
Atalaya, que lleva ya 36 años sobre la escena, se le nota el oficio. Su versión
de El rey Lear mejora a un Shakespeare despistado. Lo redime y lo
convierte en puro Shakespeare.
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