Pues ya empezamos mal, con ese «viejos» peyorativo con
que he titulado el artículo de hoy. Pero no me lo tengan en cuenta; lo del
título es solo un señuelo ofensivo para ver si acude a estas páginas el hombre
de 72 años que hace una semana, de forma anónima, me escribía para reprocharme
el menosprecio con que había tratado a las personas mayores en mi penúltima
columna. En esa ocasión, titulaba yo el artículo «¿Dónde están los jóvenes?» y
denunciaba la escasez de estos en los eventos literarios, a los que siempre
asiste una nutrida legión de octogenarios contumaces pero muy pocas veces
estudiantes o personas jóvenes en general. En tono de chanza, comparaba dichos
eventos culturales con geriátricos, clubes de lectura del asilo y demás regodeo
sarcástico, supongo que del todo improcedente. Este señor de 72 años me desea
una larga vida intelectual y física, y espera –dice– que nunca tenga que
sentirme ninguneado por razones de edad. Y me ha tenido toda la semana sin
poder pegar ojo por las noches, con un terrible cargo de conciencia. Estará
usted contento. Porque yo nunca quise ofender a mis mayores, por los que
profeso una admiración y un respeto como con pocas cosas en la vida. Al
contrario, lo que se infería de mi reflexión era que las personas de más edad son
un modelo para la gente joven, pues insisten en la felicidad de la cultura sin
que los años hagan mella en su entusiasmo. Es a la conciencia de la gente joven
a la que el artículo trataba de zarandear.
¿Y dónde están, pues, los viejos? No me haga usted ponerme
eufemístico, le creo más inteligente que todos esos biempensantes de lo
políticamente correcto. Los viejos. Pues los viejos están donde son más
necesarios. Haciéndose cargo de los nietos que los hijos no pueden atender por
razones de trabajo y educándolos en los valores que una vida dilatada ha sabido
ponderar con experiencia y sabiduría; están concentrándose ante las escalinatas
de los ayuntamientos para luchar por el derecho a unas pensiones dignas después
de decenas de años de sacrificio y trabajo (ya quisieran algunos jóvenes
conservar ese espíritu reivindicativo); están llenando librerías, patios de
butacas, rutas educativas y museos en todo tipo de eventos culturales, dando
ejemplo en la obstinación de su amor por el arte a todos los jóvenes que
desprecian con indiferencia lo único que podrá hacerles libres y felices;
algunos están instruyéndose en escuelas para adultos para compensar los años
duros en los que no pudieron tener el privilegio de recibir una formación
reglada en un aula; están leyendo periódicos, informándose del mundo en el que
viven con la energía aún de cambiarlo. Y están escribiendo, como lo hizo hasta
su último aliento Andrea Camilleri, que nos dejó hace unos días, a sus 93 años,
conservando su mente lúcida y el amor intacto por la palabra.
Los viejos no son lo viejos. Son los jóvenes que no
hace tanto tiempo lucharon por las libertades y derechos de los que ahora
disfrutamos la generación de la democracia; son los jóvenes que hacían bullir
las universidades con consignas libertarias o las llenaban de revistas
literarias y veladas poéticas, los que fomentaban el debate constructivo y
diverso en el ágora de las facultades; son los depositarios de hermosas
palabras que ya nadie usa, de una cortesía de otro siglo que ahora tanto añoramos,
son el futuro que les queda y el que legan a sus descendientes.
¿Que dónde están los viejos? Están en nuestra carne, ahora
joven, dentro de no tantos años, cuando otro pipiolo articulista de provincias
nos llame viejos y sonriamos condescendientes y le perdonemos la inconveniencia
porque qué sabrán estos bisoños de hoy en día lo que es la vida.
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