Hay
libros que solo pueden escribirse desde un rapto de la conciencia. Una suerte
de arrobamiento que suspende el accidente prescindible que somos para hacernos
bucear por las esencialidades que más radicalmente nos constituyen. Así me
imagino yo a Alejandro Morellón mientras escribía su Caballo sea la noche (editorial Candaya): inmerso en el trance
febril de una novela cuya creación acabaría por convertirse en una experiencia
agotadora, casi física, cuando las palabras supuraban en el papel su pus de
ignominia.
Al
principio me pareció estar leyendo una novela de José Donoso, su prosa
alucinada, derramada a borbotones hirvientes y delirantes; luego, para tonta
vanidad del crítico vaticinador, hallo aquel sintagma revelador que me lo
confirma, aquel «obsceno pájaro de la noche» que me remite a la obra del
escritor chileno. ¿Un guiño premeditado que reconoce su deuda literaria? No en
vano, el libro de Donoso no deja de ser, él también, una demolición del yo. El
título procede de una cita de Henry James escrita a sus hijos: «[La vida]
florece y fructifica a partir de las más sombrías profundidades de la penuria
esencial en la que hunden las raíces del sujeto […], una selva indómita en la
que aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche». Esta cita podría
resumir perfectamente el libro de Morellón.
La
novela narra, mediante el recurso del monólogo interior de dos de sus
personajes, la ruina vital de una familia de la que ya solo sobreviven Rosa y
su hijo Alan. La reconstrucción de la trama que les ha llevado a esa situación
va abriendo claroscuros por los que el lector atisba, aterrado, la ominosa
verdad. La novela reclama el envés de nuestras identidades (de enorme
simbolismo es la fotografía que la familia se hace de espaldas) y explora cómo
ese reverso puede ser tan auténtico como el anverso que mostramos al mundo. Morellón
nos hace entender cómo la naturaleza proscrita del yo se justifica solamente
por la construcción social de la culpa que, es a veces, incompatible con la
verdad que nos participa muy adentro, lo que desemboca en el nihilismo
identitario: «soy un ser arbitrario y sin concreción, una latencia indefinida
[…] un ente sin identidad, vulnerable y desfragmentado…», (magnífico el
desarrollo de esta idea en las páginas 50 y 51). En este sentido, cobra capital
importancia el lenguaje, que se convierte en una ontología contradictoria: por
un lado, dotar de palabras a la abyección otorga carta de naturaleza a la culpa
(las palabras son también una construcción social); por otro, encarnar el dolor
en las palabras permite generar asideros y contornos allí donde solo hay vacío
y abismo. Al final las palabras escritas en una carta serán promesa de
redención. Siempre las palabras, a pesar de todo. La novela se estructura a
través de los monólogos de Alan y su madre. Cuando es el turno de Rosa, la
prosa, sin dejar el tormento, se remansa algo. Su contrapunto no es solo
estilístico, también temático: las fotografías del álbum nos hablan de un
tiempo antiguo de felicidad, inocencia, infancia y ángeles. La ausencia de
puntos ortográficos contribuye al ritmo estudiadamente caótico del flujo de la
conciencia, aunque a veces la gramática es lo suficientemente lógica como para
encontrar algo forzado el asíndeton. En cualquier caso, el dolor no tiene
ortografía. Como no tiene brida el dolor de ese caballo blanco «atravesado por
la caída de los relámpagos como por la mirada de un dios infatuado»
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