Como yo no sé bailar, a
galeras a remar –cantaba Manolo García, lamentándose de su desventaja en los
cortejos amorosos–. Así como el cantante de El
último de la fila envidiaría a aquellos que, dotados para las cualidades
del buen casanova, se llevaban a las chicas de calle, así yo envidio a los
escritores que se deslizan sobre la pista de baile de la pantalla del ordenador
con la precisión casi matemática de un bailarín de claqué. Y en el frenesí del
zapateo, pisotean –sin dejar una– las erratas de sus obras, y las placas metálicas
de los zapatos imponen el ritmo y sonido adecuados a la coreografía de la
escritura, y la técnica de su danza no les hace incurrir en ningún error
gramatical. Pero, ay, como yo no sé bailar, a galeras a remar. O lo que es lo
mismo: a sufrir las galeradas.
Tal vez no exista mayor
lección de humildad para un escritor que corregir las galeradas de su propio
libro. Da igual cuántas veces se haya revisado el texto final: siempre se
escapará alguna errata que sorteará los cepos de queso del corrector
informático, no digamos ya la vigilancia artesana de los ojos estrábicos. A la
enésima comprobación, la visión ya anda ebria de palabras y ve doble y asume su
derrota. Al día siguiente, la mirada, más lúcida, detectará otro fallo y se
preguntará cómo es posible que habiendo hecho ronda por aquel renglón durante
tantas veces, se haya podido colar el impostor enmascarado. Ocurre, además, que
si el pelotón de guardia lo conforman varias personas, ninguna de ellas
reparará en los mismos errores. Los yerros que ha visto una le pasarán
desapercibidos a la otra y viceversa.
La corrección de galeradas coloca también al
escritor ante sus conocimientos del idioma, que él cree inapelables pero que se
tambalean cuando algún amigo bienintencionado le sugiere que aquel giro
expresivo no acaba de ser correcto o que sobra esa coma de allá o que aquella
palabra la ha repetido ya cuatro veces en el mismo párrafo o que está abusando
de los adverbios acabado en «-mente» o que
«pensamiento» y «envilecimiento» y «apocamiento» y «sufrimiento» en la
misma línea van a ser ya muchos «mientos». Quizás el más humillante de todos
esos consejos es el que se refiere a la vulneración de una norma. El momento de
acudir al diccionario o al manual de gramática o al de ortografía y comprobar
cómo, efectivamente, estaba uno equivocado desde hace mil años, es de un
sonrojo de antología, de aquellos que emiten haces de luz colorada a cientos de
kilómetros de distancia desde el faro del rubor. Si el error tiene que ver con
los conocimientos enciclopédicos, uno busca ya el mejor método y menos doloroso
para suicidarse.
La palabra «galerada»
proviene de «galera», el antiguo navío a remo. Las galeras son aquellas tablas
que en la imprenta servían para que los cajistas colocaran sobre ellas las
filas de letras que formarán luego la galerada. Su similitud con la hilera de
remos de las citadas embarcaciones obró el parentesco etimológico. ¿Y qué es el
escritor ante las galeradas sino un esforzado galeote dándole al remo de las
correcciones bajo el control del cruel cómitre de la perfección lingüística?
El libro saldrá al fin
publicado y el escritor tendrá la mosca detrás de la oreja todavía, presumiendo
que su esfuerzo habrá sido en vano. Cuando tenga el libro entre sus manos, lo
hojeará entre la ilusión y el temor y, en un momento dado, en efecto, hallará
don dolor al polizón que se coló en la galera, que evitó el latigazo del
cómitre y que, desde su escondite, se burla aún del sudoroso y extenuado
galeote de las letras.
A Bea, Olga, Paco, Eduardo, Gianluca,
Concha y Augusto, compañeros en
los remos.
1 comentario:
comprobar como* (tercer párrafo) ��
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