Leí en su día El olvido que seremos, de Héctor Abad
Faciolince y, saturado como estaba entonces de literatura memorialística,
evocaciones nostálgicas y homenajes familiares, no supe entrar bien en la
novela. Reconocí, eso sí, una prosa muy limpia, cuyo mero fluir constituía por
sí solo un amable placer.
La reciente adaptación
cinematográfica a cargo de Fernando Trueba ha operado en el vago recuerdo de mi
lectura como una alquitara donde se han destilado con enorme acierto selectivo
y exquisito mimo los pasajes más hermosos del libro. Nada le falta y nada le
sobra al metraje respecto de la novela –de donde se concluye la inteligente
mirada de David Trueba, a la sazón guionista de la cinta– y el enfoque de la
película rescata con admirable precisión emocional la esencia de su adlátere
literario.
De este modo, asistimos con
verdadero deleite a los grandes temas de la novela. La admiración exacerbada
del niño Héctor hacia su padre, correspondida con un amor más allá de todo
límite por parte de éste, se trasluce perfectamente en la mirada de Nicolás
Reyes, el actor que encarna al escritor durante su infancia. Las alegres
escenas familiares evocan el enorme papel aglutinador del padre, en torno a
cuya figura planetaria y su influjo gravitacional puede entenderse la felicidad
que rezuma toda la casa. Efectivamente, Héctor Abad padre consigue crear esa
armonía a base de una transigencia de tal generosidad que resulta imposible
traicionarla con el abuso, la indisciplina o el menosprecio. Todo orbita
alrededor de su bondad inquebrantable, a la que la familia quiere corresponder,
en un afán de no defraudar. Incluso cuando el cabeza de familia debe reprender
severamente algún comportamiento (como la pedrada de su hijo al cristal de una
familia judía), lo hace con una pedagogía firme pero constructiva que no se
basa en el castigo. Esa actitud ilustrada, fruto de la moderación y del
conocimiento, alcanza divertidas y significativas cimas en las escenas donde
Héctor Abad padre debe contrarrestar las supercherías religiosas de la
educación que reciben sus hijos por parte de la monja que los tutela en casa y
con la que solo transige por mero respeto a las creencias de su esposa, cuya
parentela está vinculada a figuras importantes de la jerarquía eclesiástica. De
esa actitud dieciochesca nace también su compromiso con la ciencia como garante
del progreso de Colombia respecto a las vacunas y la salubridad del agua. Y es,
otra vez, la independencia que da el pensamiento propio, lo que convertirá a
Héctor Abad padre en la diana de conservadores y progresistas, los unos por
poner en jaque el poder establecido a través de sus diatribas, los otros por no
tomar el camino radical de la violencia reivindicativa, interpretada como
tibieza y hasta connivencia con los poderes fácticos. La tiranía del estás
conmigo o estás contra mí, sin escala de grises, que penaliza la equidistancia
y el juicio independiente. En todos esos pormenores del carácter de Héctor Abad
Gómez, Javier Cámara está perfecto.
El uso alterno del color para
la época feliz y el blanco y negro para el tiempo de la desgracia resulta un
acierto que trastoca las atribuciones tradicionales de estas técnicas
cromáticas vinculadas normalmente a criterios cronológicos, aquí vueltos del
revés. Estas sutilezas técnicas intentan caminar del lado de la contención
emocional para no caer en el sensacionalismo, aunque, como ocurre en el libro,
la coda final en la que los hijos se van enterando del asesinato del padre me
parece prescindible justamente por recrearse en el dolor. Bastaba el crimen y
la elección del blanco y negro.
La obra hace buena la
controvertida máxima de que bondad y cultura suelen ir de la mano. Y que la
Literatura, cuando es buena y auténtica, contradice el título de la novela de
Abad Faciolince, y puede regalarnos aquella segunda vida manriqueña del
recuerdo. Como no todos podemos ser prohombres de la Historia ni tener hijos
que perpetúen nuestra memoria con las palabras, conviene al menos saber qué
tipo de recuerdo queremos legar a las dos, a lo sumo tres, generaciones que nos
sobrevivan antes de ser olvido definitivo en la tierra. Trabajemos para que el
recuerdo que seamos se parezca, aunque efímero, al de las personas buenas como
Héctor Abad Gómez.
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