Uno de los mejores libros del
año 2020 fue, sin duda, Ciudad Mori,
del palmense Sergio Mayor, publicado por Karima Editora. Sin embargo, como
suele ocurrir siempre con la literatura heteróclita, seguro que no vieron
ustedes el título figurando en esas absurdas listas de mejores libros del año
diseñadas por los palmeros de los grandes sellos cuyo criterio literario quedó
hace tiempo arrumbado en el estercolero de la indignidad y sustituido por otros
intereses espurios que únicamente alimentan el bochornoso adocenamiento al que
está sometiendo la crítica oficialista a la literatura. Sucede, no obstante,
que el libro de Sergio Mayor se abrió paso por esos otros circuitos de la
resistencia literaria y su noticia llegó secretamente a los conciliábulos de
los lectores subversivos donde –aquí sí– Ciudad
Mori ha sido acogida con verdadero entusiasmo y hasta con algo de culto reverencial.
Hay algo de autocomplacencia en esa marginalidad estética de Sergio Mayor ya
desde la misma solapilla del libro, que solamente reza: «Nació en Las Palmas de
Gran Canaria. Vive retirado en Gorafe, Granada», tan lejos del exhibicionismo
obsceno de quienes tienen que llenar largas solapas bio-bibliográficas para
compensar quién sabe qué otras carencias. Se diría que Sergio Mayor es cofrade
de eso que Paul Valéry llamó «renuncia al sufragio del número». Y la alusión al
poeta simbolista francés no es baladí; hay en Ciudad Mori una suerte de malditismo literario y vital (¿acaso no
son lo mismo?) que lo hace emparentar con aquella bohemia finisecular.
Efectivamente, leer Ciudad Mori es
algo parecido a entablar una conversación de madrugada, ebrios de absenta, en
el más abyecto tugurio parisino, con Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Villiers y
Nouveau pero todos al mismo tiempo. Una prosa alucinada o alucinógena que
deslumbra y abruma por sus referencias cultas y su torrente de intertextualidad
ante el que se corre el riesgo (doy fe) de salir algo acomplejado. En mitad de
todo eso, una ciudad, Granada, y una aparición, la donna angelicata que se le presenta epifánicamente al narrador en la
Calle Tablas, y que vertebrará, aunque difusamente, la espina dorsal de esta
pantagruélica miscelánea intelectual y emocional, llena de abismos, bajadas a
los infiernos (pero siempre Beatrice), resurrecciones, rebeldía altanera,
provocación, subversión, ironía, ebriedad, autoafirmación en la heterodoxia,
herejía, misticismo laico y laicismo teológico. Cualquier página de este festín
literario valdría como muestra pero permítanme que cite, aunque extensa para
una reseña, la bellísima evocación del genius
loci granadino, esa suerte de aura de la ciudad que alcanza en la Alhambra su
más significativa y telúrica revelación: «La Alhambra comenzó a nacer cuando la
tierra estuvo preparada. Hablo de una fuerza orgánica, una conclusión
ontogénica, una sedimentación de arcillas, sales naturales y hierros revenidos
en un aura que hizo de alambique […] Idea, la Idea más alta de templo, la
efigie de un dios en su forma mineral y funeraria […]. El hombre que llega al
Paseo de los Tristes es mirado por algo parecido a los ojos del más grande de
los muertos. La Alhambra, desde el Paseo de los Tristes, debe ser meditada a la
manera de un místico frente a una talla. Se trata de prestar atención a lo que
en la obra de arte no es observable; el aura, el ritmo, la forma quieta del
incendio». Alguien que escribe esto, y lo que sigue, debiera estar en cualquier
antología de la Literatura con mayúsculas. Yo he bebido la absenta de Ciudad mori a pequeños sorbos para salir
medio lúcido y poder escribir esta reseña que no le hace justicia. De haberla
bebido del tirón, me habrían hallado sobre mi escritorio, con los ojos
delirantes, con un no sé qué que queda balbuciendo, incapaz de ordenar en un
texto tantísima dolorosa belleza.
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