De la palabra acróstico dice el Diccionario de la
RAE: «Dicho de una composición poética:
Constituida por versos cuyas letras iniciales, medias o finales forman un
vocablo o una frase». La definición –tan sosa ella, tan aséptica– no le hace
justicia a ese arte de la ocultación que es el acróstico. Si a Gómez de la
Serna le hubieran dejado meter baza con alguna de sus greguerías, quizás hubiera
dicho algo así como que el acróstico es el camaleón de la poesía o el espía
infiltrado del verso. Lo hubiera dicho mejor que yo, claro. La última metáfora,
por cierto, no es baladí: el acróstico ha sido uno –quizás el más ingenuo– de
los métodos para la criptografía en el espionaje. El acróstico literario más
famoso es seguramente el escrito por Fernando de Rojas en aquella «carta a un
su amigo» que precede al texto de La
Celestina: «El bachiller Fernando de Rojas acabó la Comedia de Calisto y Melibea y nació en la Puebla de Montalbán»,
rezan las iniciales de cada verso. Lo he llamado «acróstico literario» pero
sigue siendo un acróstico político que Rojas utiliza para ocultar la autoría de
su obra a la Inquisición, habida cuenta de la naturaleza anticlerical de su
libro. Toda la literatura es política. También son conocidos los acrósticos que
usan los amantes en el teatro áureo para comunicarse secretamente. Algunos
títulos donde se llevan a cabo estos mensajes velados por el ingenio, a veces
hasta extremos difíciles de interpretar por el público contemporáneo y también
para el lector moderno, pueden ser Amar
por arte mayor, de Tirso de Molina; El
secreto a voces, de Calderón; o el menos conocido La jarretiera de Inglaterra, de Francisco Bances Candamo. En el Cancionero general castellano aparece
una octava de un tal Luis Tovar que usa el acróstico tanto en las letras
iniciales de los versos leídas verticalmente como en algunas letras situadas en
mitad de verso leídas de forma horizontal; el mensaje cifrado da lugar a nueve
nombres de mujeres. ¡Vaya con don Luis Tovar!
De todos modos, el caso que más
me conmueve sigue siendo el de Rojas. Nada tiene que ver el espíritu del autor
de La Celestina con el de aquellos
otros que simplemente quisieron guardar el anonimato. Al autor anónimo, o no le
interesaba la posteridad o en su época no había calado todavía la idea de
autoría (el primero en tener conciencia de ello fue don Juan Manuel); o
simplemente no se atrevió a colocar su nombre, ni siquiera de forma encubierta,
en un libro que lo comprometía. Pero Rojas, que intuye que ha escrito algo
grande, no puede sustraerse a la posibilidad de salir con bien de su osadía y
cifrar su eternidad en aquel investigador avezado que descubra el juego
literario, con el riesgo nada desdeñable de que el delator pudiera haber sido
un contemporáneo suyo. Hay una suerte de abismo en el acróstico con el que uno
se juega la vida. También lo hay, aunque de otra manera, en los amantes de la
comedia palatina que hemos enumerado más arriba. Verse descubierto por los ojos
inteligentes de la dama, que da con tu nombre o con el de ella en una
clandestina declaración de amor. El nombre ya desnudo, sin el parapeto del artificio
literario, temblando de miedo ante la delación que lo deja a merced de ella,
con el desamparo y el vértigo de conocer si, después de bisbisear la identidad
revelada, ella lo amaría.
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