Estas últimas semanas he
andado meciéndome entre el melancólico vaivén de la agradabilísima prosa de
Diego Prado. Seguramente sea la melancolía el sentimiento que mejor se aviene
con el ejercicio de la lectura y, comoquiera que Diego Prado administra con
maestría la nostalgia y los mundos languidecientes, la experiencia ha sido
adictiva, pues a ver quién es el embustero que se resiste a refocilarse en el
alma de blues que todos llevamos
dentro. El autor ya advierte en el prefacio de su novela que el argumento parte
de un hecho real, la muerte en 1960 del ídolo del rock and roll Eddie Cochran en un accidente de tráfico y la
posterior custodia de su guitarra por parte de un joven policía llamado David
Harman. Sobre la base de este acontecimiento, Prado fabula mezclando realidad y
fantasía, y pasa lo de siempre: que todo ente de ficción acaba siendo real en
tanto que existe en la literatura, aunque esta premisa solo es cierta si los
personajes tienen verdad, y los personajes de Prado –créanme– tienen mucha
verdad; así que doy fe de que Johny y Jane y Whitaker y todos los demás
existieron realmente. Johny, un bala perdida que está enamorado de la chica
bien de un pueblecito de Alabama que es fan
de Cochran, promete conseguirle a aquélla la guitarra del cantante. Con esa
meta, acude junto a su amigo, el larguirucho Whitaker, al concierto de Cochran
en Somerset, el último que daría el músico, pues de camino al aeropuerto para
regresar a EEUU se produce el fatídico accidente. A partir de aquí y con la
guitarra casi expedita, Prado activa los resortes de la ficción.
Leer Summertime blues ha sido como estar viendo una de esas películas
americanas ambientadas en los años 60, sujetas a un clasicismo canónico que se
agradece mucho en estos tiempos de rupturismos literarios. Y no solo porque la
novela beba del lenguaje cinematográfico o porque el libro constituya un friso
de los acontecimientos históricos más relevantes que jalonan aquella década en
EEUU (entre ellos la guerra de Vietnam a la que el autor dedica varios
capítulos), sino porque Prado es capaz de crear la atmósfera precisa para
transportarnos a aquel tiempo y a aquel país ensamblando con precisión todos
los motivos recurrentes que el lector, a la postre depositario del imaginario
colectivo, espera encontrarse, y todo ello sin menoscabo de la originalidad y
auspiciado por un innegable talento narrativo. Así, los tipos humanos, la
concepción del mundo, los registros lingüísticos y, por supuesto, la banda
sonora, se acomodan perfectamente a las expectativas del lector, que halla el
placer del reconocimiento a la vez que se embarca en una buena historia. Se
agradece también la noble voluntad del autor de concebir su libro como un
artefacto literario desde el punto de vista estilístico, y aunque, persiguiendo
esa empresa, quizás concatene sin la necesaria dosificación metáforas y
comparaciones literarias, tampoco estorban, aunque la limpieza de la prosa, tan
agradable y amabilísima per se no las
requirieran con tanta profusión.
Por lo demás, Summertime blues es un homenaje a los
ideales, a la amistad y la memoria. Sobre este último tema descubrirá el lector
el acierto estructural de dos historias paralelas en planos temporales
distintos que acaban encontrándose. Y hay algo también del valor de la
intuición, a veces aderezada con su pizca de esoterismo. Pero para mí, como
dije al principio, Summertime blues
es sobre todo un canto a la melancolía, al tiempo periclitado, al exilio de
quienes sienten que ya no se reconocen en la época en que viven, pecios ellos
mismos del naufragio del tiempo y del desecanto que acaban arrastrados por el
oleaje a una playa solitaria donde el verano es solo una canción de blues. Y no: there ain't no cure for the summertime blues. Afortunadamente.
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