Del último libro de cuentos
(o lo que sean) de Emma Prieto, conviene empezar por el último de ellos, una
suerte de coda o epílogo que bien pudiera haber sido prólogo, donde la autora
construye, sin perder el arrimo de la ficción, un pequeño corpus teórico sobre
el género. No disertaremos aquí sobre los límites, hibridismos y epistemología
del cuento pero baste con saber que los corsés que lo oprimían dejaron ya hace
tiempo sus apreturas clásicas para dar lugar a lo que, tomando el sentido que
le dio al término Nicanor Parra, podríamos llamar artefactos literarios, designación en la que no es baladí el origen
etimológico (hecho con arte). Libérrima autonomía y vocación artística resumen
los nuevos designios del género.
Y todo ello se da en esta Mecánica terrestre, publicada por Eolas
Ediciones, una colección de 20 relatos que llaman la atención por la frescura
de su lírica cotidiana y por su capacidad de bucear por las hondas simas del
alma humana a través de una aparente afabilidad, casi ingenua, que no hace otra
cosa que reforzar la fragilidad de sus personajes. Emma Prieto tiene el don,
además, de rescatar en el adulto los agazapados resortes del cuento infantil,
de manera que sus relatos interpelan en su tono, forma y magia al niño que
fuimos pero se dirigen sin edulcoraciones al adulto que sabe leer entre líneas.
En esta Mecánica terrestre hay hormigas que se quedan a vivir en un ojo;
muelas que se suicidan y que, en el hueco que dejan, nos recuerdan el
desmoronamiento de la vida y la pérdida de las raíces; hay dos cerdos que se
llaman Segismundo y Lisístrata en un cuento que reivindica el retorno a lo
rural y a los sentimientos sin adulterar; hay personajes que toman conciencia
de musgo; hay carcomas en las maderas que son trasunto de la rutina matrimonial
y cuyo exterminio denota cuán fácil es eliminar en una relación aquello que sobra
o molesta; hay una profesora que abandonó la escritura cuando la vida impuso la
tiranía de las obligaciones cotidianas y que ve espoleada su nostalgia en la
redacción de uno de sus alumnos; hay madres enfermas que se rebelan contra su
postración en el hospital al divisar desde la ventana la tremolina de la vida
de fuera; hay un expresidiario que le piden a Camila que le dé la mano porque
hace mucho tiempo que no toca a una mujer o una madre que le preguntan si ella
es su hija perdida y a todo concede Camila aunque a ella le gustaría que le
pidieran otras cosas: «un manojo de luciérnagas, cuentos, lirios, poemas, una
cola de sirena, briznas de hierba, una bruma de algas…». Hay trabajadores del
circo que deben cambiar su rol por imperativo laboral en esa fantasía poética
(tan circense por otro lado) que es el cuento «Movilidad laboral». Hay sueños
que se extravían, como infantes, y en el desamparo de la vigilia que dejan se
le aparece al insomne Svetlana Aleksiévich cuando era una niña; hay otras niñas
abandonadas y vueltas a adoptar que rellenan los huecos de las letras para
enterrar los vacíos; hay vidas domésticas en confinamiento, en ese cuento donde
el surrealismo y la locura se hacen dueños de la casa como un complemento
natural de la anomalía de aquellos días; hay personajes a los que se les
congelan partes del cuerpo ante la evidencia del desamor, mientras otros, como
Clarice Linspector, arden ante los reveses de la vida…
En Mecánica terrestre está también muy presente el humor, muchas veces
aderezado con juegos de palabras o hallazgos greguerianos, pero siempre
supeditado a una especie de resignación, de la que la sonrisa es puro parapeto.
Emma Prieto ha escrito un
libro terrestre que, como la preciosa imagen de la cubierta, es no obstante
capaz de volar. A la postre, quizás el vuelo y la vocación de altura sean la
única forma de garantizarnos un mínimo de naturaleza trascendente, aunque sea
solamente en la fantasía de esa aspiración. Pero también hay en el libro de
Emma un canto a nuestra condición finita, aquí en la tierra. Acaso la altura
esté también aquí abajo si, como Emma Prieto, tenemos la capacidad de mirar.
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