Hemos pasado los últimos días
de agosto visitando a unos familiares. Como de costumbre, nos hemos alojado en
su casa pero esta vez el entrañable matrimonio que nos agasajaba con su franca
hospitalidad y su cariño no ha salido a recibirnos. Pepe murió hace un año y Lola
ha abandonado el hogar de toda su vida para instalarse en casa de las hijas.
Desde hace un tiempo ya no puede valerse por sí misma y está sufriendo lagunas
en la memoria, cada vez más evidentes, que la hacen incurrir en discursos
repetitivos e incoherentes.
Ha sido extraño recorrer la
casa vacía y silenciosa, observados desde estanterías y aparadores por los rostros
mudos de una vida en retirada. Pero de entre toda esa intimidad que parecíamos
vulnerar con nuestra presencia, la que me hizo sentir mayor aflicción fue la de
descubrir los libros que formaban la pequeña biblioteca de Lola. Con una
formación académica básica, la educación literaria de Lola la han ido
conformando sus hijas y sobrinas a lo largo del tiempo, hasta convertirla en
una lectora constante y leal a los libros. Había visto esos mismos libros en
los anaqueles del salón o en otras habitaciones de la casa durante nuestras
anteriores visitas, pero aquellos que ahora me llamaban la atención eran unos
tomos que permanecían aún sin estrenar, envueltos con esos forros de plástico
con que hoy se vende la literatura y que Muñoz Molina, denunciando la actitud
mercantilista de las editoriales, comparaba con embalajes de sándwiches de
jamón y queso. A mí la amarga reticencia de Muñoz Molina, que también comparto,
me sugirió sin embargo, en aquella casa vacía de Lola, otra triste
circunstancia: la de los libros que aguardaban en vano su turno, la de las
lecturas que Lola ya no iba a poder realizar.
Quizás pocas cosas calibren
con mayor simbolismo el peso de la intimidad de una persona que su biblioteca.
Los libros, que han sido sujetados por las manos de alguien durante el sagrado
espacio de su esparcimiento privado; que han acompañado su respiración
acompasada o el bisbiseo de la lectura; que han velado el sueño de quien ha sido vencido por la tibieza sedante de las páginas; que han acogido el
improvisado punto de libro con la fotografía de un hijo o de un nieto; los
libros, decimos, son uno de los máximos exponentes de la cotidianidad de un
hogar. Lo que es una anomalía son esos libros sellados por ese plástico
aséptico, como neonatos ya cadáveres, cuyas palabras, destinadas a las horas
felices del recreo de Lola, nacieron abortadas porque su destinataria ha
olvidado la forma de descodificarlas. Porque Lola ha olvidado cómo se hacía
aquello que antes se imponía como un automatismo natural al posar los ojos
sobre una página. Porque Lola se ha olvidado de leer.
Hemos visitado a Lola en casa
de sus hijas. Con dificultad, reconoce los rostros, se emociona y entabla
pequeñas conversaciones sencillas que pronto se entelan en su mente. En sus
ojos permanece, sin embargo, aquel atisbo de lucidez e inteligencia, que sería
el mismo que adoptaría al leer sus libros queridos. Cuando Lola ya no entienda
el mundo en el que vive, junto a los vagos recuerdos de una vida que fue,
quizás los pasajes de sus antiguas lecturas la aborden para entretenerla en
su cautiverio. Y entonces tal vez Lola, que se ha olvidado de leer, continúe
leyendo aquel libro que ya solo ella entiende.
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