La semana pasada volvió a
hacerse viral un antiguo tuit en el que una escritora debutante mostraba su
desazón porque a la presentación de su libro no había acudido absolutamente
nadie. La anécdota ha servido para avivar el debate sobre la idea del éxito
literario. Habrá quien defienda que el éxito literario es vender muchos libros,
llenar librerías y auditorios, salir en los periódicos o que te entreviste
Óscar López en Página 2. Y tendrá razón quien así argumente porque no cabe duda
de que todos esos detalles dan cuenta objetiva de un éxito. Lo que no tengo
claro es de que se trate de un éxito literario
o, al menos, no en todos los casos. Que un escritor atesore decenas de miles de
lectores puede ser indicativo de muchas cosas, pero no necesariamente de calidad
literaria. Han podido contribuir a la estadística el oportunismo comercial al
servicio de un tema de moda o una propuesta literaria eficaz por su enorme
asequibilidad para una gran mayoría de personas. Sin embargo, el tipo de lectores
y la calidad de los mismos puede tener un valor más importante que el número.
Una forma de éxito literario es aquella en la que un libro atrae a lectores
exigentes, experimentados, con un amplísimo bagaje de lecturas complejas y
extraordinarias. Son los lectores que después de probar la carne de Kobe ya no
pueden ir al McDonald’s. Y estos lectores siempre serán mucho menores en
número, no por una vanidosa y mal entendida cuestión de elitismo cultural, sino
por una realidad que obedece a una lógica bien fácil de entender: el esfuerzo
intelectual siempre es inversamente proporcional en las estadísticas a la
comodidad de una lectura meramente pasiva o facilona. Esto no significa que
haya que caer en esa dicotomía nuevamente elitista que distingue entre buena y
mala literatura. Todo es literatura. Y, en cualquier caso, ya me parece un
mérito que un libro despierte en alguien el interés por la lectura, necesitados
como estamos de incrementar en nuestra sociedad esa saludable actividad. Pero
sí es cierto que existe otra
literatura que trasciende su mera naturaleza mercantil, otra literatura que no es un producto de consumo que se olvida al
día siguiente, sino que permanece en nosotros para siempre, dejando un poso
perenne en la construcción espiritual e intelectual que nos constituye,
interpelándonos en lo más hondo de lo que somos, y que supera modas y
coyunturas porque la asiste una calidad incontestable en el uso del lenguaje
(algo más que una prosa notarial) y en la profundidad de sus asuntos. Esto
tampoco significa que un libro muy vendido no aúne todas esas virtudes y que no
pueda existir una comunión entre el éxito comercial y la calidad de la obra,
pero siempre serán felices excepciones. Ahora bien, hay que entender a la
escritora del tuit. Todos los escritores desean tener público en las
presentaciones y ventas. No seamos hipócritas arrimándonos a la bobada del
malditismo. Pero esto es así, sobre todo, porque la literatura es un acto de
comunicación y cuando alguien escribe un libro, desea un interlocutor con quien
compartir aquello que ha querido contar. Incluso los autores de diarios
secretos, meramente confesionales, deben de desear en lo más íntimo que alguien
encuentre algún día el diario y pueda ver la luz. Lo demás es palabra que se
muere y se pudre. Pero querer hallar el éxito en el número per se es una falacia. Al Premio Nobel que vi, aburrido y solitario
tras su caseta, no hace tanto en una Feria del Libro, no creo que le hiciese
mucha gracia ver las largas colas ante la caseta adyacente donde firmaba el
último yotuber de turno. Pero tampoco
ese era su público. Y, a fin de cuentas, el éxito o la derrota en literatura
están, sobre todo, delante de un escritorio.
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