Hace un tiempo leí en un foro
de literatura un comentario sorprendente sobre Luis Landero. El autor de la
nota decía que Luis Landero era un escritor del siglo XIX «y poco más». Lo
afirmaba, además, con ese tono taxativo con el que emiten sus
juicios de valor esos opinadores profesionales que pasean su soberbia por las redes sociales. Pero lo verdaderamente llamativo
era el tono dedeñoso con el que el comentarista pretendía vincular la narrativa
del siglo XIX con una suerte de demérito estigmatizador. «Y poco más», rezaba
esa coda despectiva. Como si aparecer vinculado por afinidad a la pléyade de
los Tolstoi, Dostoyevski, Balzac, Flaubert, Galdós o Clarín –todos ellos unos
principiantes– supusiera para el escritor moderno un baldón insuperable. Casi
todo en la vida es debatible pero a mí nadie va a convencerme de que el género
de la novela vivió su época dorada en el XIX. Y quien crea que esta afirmación
procede de un reaccionario que vive anclado en el inmovilismo de la tradición
es que no me conoce bien o que no ha leído nada de lo que he escrito. Pero estoy
seguro de que nunca la novela ha vuelto a alcanzar las cotas de calidad,
maestría, dominio de la narratividad y elegancia en el uso del lenguaje como en
aquella centuria. Este desprestigio de la novela del Realismo no es algo inédito.
Obedece a los episodios más o menos cíclicos de iconoclastia que los nuevos escritores
quieren imponer para afirmarse generacionalmente. Pero Picasso, que no es
sospechoso de conservadurismo, sólo se inició en el cubismo una vez hubo
dominado las técnicas de todos los grandes maestros que lo antecedieron. Existe
también el prurito de romper todos los moldes del género novelesco, cuya
maleabilidad permite el hibridismo y una libérrima propuesta creativa y
estructural. Yo mismo lo he defendido, aunque con alguna reserva. Se habla del
dinamismo que aporta la mixtura, y se admira el fragmentarismo, mientras que todo
lo que huele a narración lineal o a la clásica ficción argumental se mira con displicencia
desde determinados púlpitos. En ellos predican muchas veces sacerdotes que se
sienten investidos con la toga de un elitismo que hay que exhibir en algunos
proscenios. El ensayo ficción, por ejemplo, que es un interesantísimo fruto de
esa tendencia al mestizaje genérico y que ha dado libros de gran valor, se ha
constituido en paradigma de la anti-novela. Pero nadie ha escrito un ensayo más
lúcido sobre la culpa que Dostoyevski, y fue con Crimen y castigo. Es decir, con una novela.
Esta situación ha llegado
hasta extremos tan absurdos que en determinadas presentaciones de libros he escuchado
decir al presentador cosas como que «estamos ante una novela-novela», así, repitiendo dos veces el sustantivo, no sé si
con la intención de prevenir a los incautos que venían pensando que ese día se
presentaba no sé qué cosa o tranquilizando a quienes acudimos creyendo que,
efectivamente, el autor de turno había escrito una novela-novela.
Pero lo cierto es que yo, que
leo de todo, he concatenado últimamente dos novelas-novelas,
una de Elvira Lindo y otra de Julio Llamazares, y he vuelto a sentir el placer de
la historia que se cuenta sin más zarandajas que la del mero hecho de contar,
que es lo que ha movido siempre al narrador y al escuchante desde tiempo
inmemorial. Por eso, de vez en cuando, hay que reivindicar la vieja
narratividad, la misma que subyugaba a los huéspedes de las ventas del Quijote. Como escritor, nada me haría
más ilusión que alguien emparentara mis novelas con las del siglo XIX. O que un
presentador dijera de mis libros, que son novelas-novelas.
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