Pasado mañana es el Día de
Todos los Santos. Siempre que se acercan estas fechas, recuerdo a Mariano José
de Larra y aquel artículo suyo, publicado en El Español, el 2 de noviembre de 1836, en el que zarandeaba las
conciencias de los españoles, haciéndonos ver que los muertos no se hallaban en
el cementerio, que los muertos, en realidad, éramos nosotros mismos. Escribió
su artículo poco después de perder su escaño como diputado por Ávila tras el
Motín de la Granja de San Ildefonso, tal vez la última oportunidad de cambiar
desde dentro la política de un país desnortado. Tampoco iban bien las cosas en
lo personal, tras su enésima discusión con su amante, Dolores Armijo, quien
alternó con él momentos de apasionada efusividad con otros de absoluto desdén.
En su columna, Larra imaginaba un cementerio dentro de Madrid: los nichos eran
los de la Constitución, el del Palacio Real, el del periodismo o el del
Ministerio, cuya lápida rezaba: «Aquí yace media España; murió de la otra
media». Y denunciaba la pasividad de la ciudadanía ante los desorbitados
impuestos, la obligatoriedad del servicio militar, la opresión contra la
disidencia o la falta de libertad de imprenta, entre otros males del país. Los
muertos, que no estaban sometidos a tales represiones, eran más libres y
estaban más vivos que los que ese día iban a ofrecer flores a sus familiares. Poco
menos de un año después de escribir su artículo, Larra se descerrajaba en su
despacho un tiro en la sien. Descubrió el cadáver su hija Adela, de seis años,
cuando se disponía a darle las buenas noches.
Casi dos centurias después,
los muertos seguimos siendo nosotros. Tenemos un presidente del gobierno que
miente compulsivamente, ya sin pudor ni disimulo, y a quien se le sigue votando
a pesar de lo sonrojante que resulta repasar la hemeroteca; tenemos una
oposición a la deriva con la capacidad intelectual de un niño del parvulario y
un partido extremista, enemigo de la cultura; en la literatura triunfan los
escribanos pero no los escritores; mis alumnos se adhieren a una huelga para
protestar contra la guerra en Palestina pero solo lo hacen para saltarse las
clases de ese día, para arañarle unas horas de sueño más a la almohada o para
jugar a los videojuegos. A estos chavales les compensan las muertes diarias en
Gaza si con ello duermen un poco más; les compensa el sacrificio de quienes se
dejaron la vida para que hoy ellos disfruten de su derecho a huelga, aunque
desprecien ese derecho ganduleando en casa. Los sátrapas megalómanos siguen
mandando a otros hombres a la guerra por un pedazo más de tierra. Mientras
escribo estas líneas, me entero de que ha muerto Armita Garavand, apaleada por
la policía de la moral iraní en un metro por no llevar bien puesto el velo;
entretanto, aquí, un feminismo mal entendido estigmatiza la cortesía de un
hombre confundiéndola puerilmente con un acoso. También leo que un informe del
Defensor del Pueblo cifra en más de 400.000 víctimas, los casos de pederastia
de la Iglesia española. El sistema educativo coloca a los estudiantes en su
cadena de producción del analfabetismo, con la connivencia de los inspectores
educativos, para que los gobiernos puedan dormir tranquilos teniendo alienados
a los futuros ciudadanos. Pero las gentes –esos muertos vivos– solo saldrán a
la calle para manifestar su descontento por la mala gestión de la directiva de
su equipo de fútbol. Valores como la amistad se revelan falaces y uno se da
cuenta de lo solo que se encuentra en el mundo cuando las cosas van mal: uno
descubre que solo tuvo buenos compañeros de ocio para tomar unos vinos, pero no
amigos. Las redes sociales son los nuevos paredones para las lapidaciones. Se
mira de soslayo la tragedia migratoria. Y así, dadas las circunstancias, se
entiende mejor la desazón de aquel Larra abatido cuya sensibilidad e
inteligencia no encajaban con el mundo en el que vivía. Quizás es lo que haya
que hacer: pegarse uno un balazo y mandarlo todo a la mierda. Anuncio
clasificado: ¿alguien vende por ahí alguna pistolita de contrabando?
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