En Los col.loquis de la insigne ciutat de Tortosa (1557), Cristòfol
Despuig se queja, en boca de uno de sus personajes, de la escasa atención que
el obispo de la ciudad, Fernando de Loazes, otorga a la lenta construcción de
la catedral. Efectivamente, Loazes, natural de Orihuela, se mostraba mucho más
generoso financiando el convento de Santo Domingo, en su ciudad natal (donde
luego estudiaría Miguel Hernández) que la sede catedralicia de su propio
obispado. Si 450 años después de su muerte, Despuig volviera a pasear por su
amada Tortosa, se rasgaría las vestiduras al comprobar que la catedral sigue
inacabada. Qué manía nos ha dado en la provincia de Tarragona de dejar las
catedrales desmochadas. En Los col.loquis,
uno de los interlocutores, don Pedro, procedente de Valencia, se maravilla, no
obstante, de cómo luce el jaspe rosa tortosino en la fachada en ciernes de la
Seu. Es el mismo jaspe, dice Lívio, que fue utilizado en el Palau de la Generalitat
de Barcelona y en San Pedro del Vaticano. Hoy resulta difícil encontrar en las
joyerías tortosinas la preciada piedra, ni siquiera como souvenir. Pero otra piedra, aparte del jaspe, merece la pena
contemplarse en el museo catedralicio: la lápida trilingüe, esculpida en
griego, hebreo y latín, que sirvió de epitafio a la joven judía Meliosa, hija
de Yehudá y Miriam, del siglo VI. Y debe servir de acicate al viajero para
adentrarse por el sugestivo barrio judío.
A Despuig, sin embargo,
amante de las artes como era, no le habría desagradado saber que su palacio se
ha convertido hoy en un conservatorio de música. En ese mismo palacio debió de
desarrollarse el quinto coloquio de su libro, cuando los tres interlocutores
que pasean por Tortosa inician el espinoso tema de la guerra civil catalana
contra Juan II de Aragón, y prefieren conversar con mayor seguridad en un
espacio privado.
Durante el paseo, en el que
el vehemente Lívio y el ciudadano Fàbio, describen las maravillas de Tortosa a
don Pedro, se citan otros enclaves interesantes, que el visitante actual aún
podrá toparse en su itinerario. Tal es el caso de los imprescindibles Reales
Colegios o del Portal del Romeu, cuyo origen relata Lívio al evocar la
memorable hazaña de las mujeres tortosinas en la defensa contra los musulmanes
del Castillo de la Suda, ayudadas por un misterioso romero que algunas
versiones de la leyenda identifican como Santiago Apóstol (no es el caso de
Despuig que, aunque algo obnubilado por su chovinismo, se ajusta bien al caballero
renacentista que dialoga con elegancia, respeto y mesura casi científica). Un
ejemplo literario de la leyenda lo podemos hallar en el propio castillo, hoy
Parador Nacional, en cuyo vestíbulo luce, dentro de una vitrina, la novela de
la escritora Verónica Martínez Amat, El
juramento de Tortosa. Desde el castillo se divisan las mejores vistas de la
ciudad, del Ebro y del impresionante Parque Natural de Els Ports, de cuyos
bosques, asegura Fàbio en Los col.loquis,
se extraía la madera para fabricar las galeras reales.
Otros muchos tesoros hallará
el lector en el libro de Despuig, que arrojan algo de luz sobre la actualidad
catalana. Por ejemplo, cómo Lívio se queja de esa Castilla que se arroga la
representatividad de toda España, siendo los catalanes –dice Lívio– tan
españoles como los castellanos, afirmación que hoy sorprendería algo pero que
explicaría una desafección cocida a fuego lento durante siglos. También se
queja Lívio de la adopción del castellano, en detrimento del catalán por parte
de los nobles tortosinos, inicio de una diglosia basada en el prestigio
político y que poco tiene que ver con las lenguas. Disfrutaremos, en fin, en delicioso catalán,
del diálogo reposado y respetuoso que se establece entre los personajes, a
pesar de sus diferencias, lo que debería darnos alguna lección a los
contertulios de nuestra crispada era digital.
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