José Antonio Corrales Ponce
de León tiene apellido de viajero intrépido. Y seguramente lo es, a su manera.
Si el famoso conquistador exploró con enorme audacia el Nuevo Mundo, Corrales
surca con sus novelas el proceloso piélago de la mente criminal, y lo hace
desde su experiencia como inspector de policía, que le ha proporcionado no
pocas situaciones inquietantes. El autor ilicitano publica ahora en Atlantis Ediciones
La ceguera del murciélago, con la que
quedó finalista del Premio Auguste Dupin de novela negra en 2022.
Lo que más llama la atención
del libro de Corrales es, sobre todo, esa capacidad de observación, atenta a la
minuciosidad y el detalle, que tiene la virtud de orillar por momentos la trama
argumental para centrarse en la psicología de su principal personaje y en
analizar el germen de su comportamiento. Efectivamente, lejos de los
trepidantes excesos argumentales de algunas novelas negras, repletas de lances
y cambios de rasante, a Corrales le interesa, sobre todo, bucear por las causas
que determinan, como un fatum
inevitable, el destino de los protagonistas, y solo en el último tercio de la
novela asistimos al vertiginoso desenlace donde la acción casi no da cuartel.
La novela narra las
vicisitudes de Atanasio, cuya infancia transcurre entre la violencia del padre
y la locura de la madre, situación familiar de trágicas consecuencias que marcan
la vida y la concepción del mundo del futuro adulto. He aquí, uno de los leit motiv de la novela: el
determinismo, a la manera en que lo concibieron los autores naturalistas
decimonónicos, con Émile Zola a la cabeza, que promulga el destino inapelable
del individuo condicionado por su origen social o biológico, y abocado a la
fatalidad. Atanasio, que antes de ser victimario, ha sido víctima, pasa
irremediablemente de una infancia inocente y llena de buena voluntad, al mundo
de la delincuencia, adoptando los postulados filosóficos roussionanios. En
efecto, Atanasio tiende a la bondad y se siente feliz al amparo de aquel
profesor que dedicaba una parte de las clases a poner discos de Collage, momento que él aprovechaba para
bailar Due ragazzi nel sole apretado
a la Chari, la niña de la que estaba enamorado. Toda esa etapa de ingenuidad
desparece cuando se ve obligado a delinquir y a pasar parte de su vida en
prisión, espacio que acaba convirtiéndose en un refugio seguro, alejado de la
sociedad prejuiciosa y pervertidora. Especialmente simbólico es el apodo que
Atanasio adopta desde ese momento, el apocorístico «Tana», con esa raíz griega
–thanatos, muerte– que comulga con su
nueva condición. Al salir de la cárcel, el Tana buscará al primer Atanasio a
cuyo cobijo aspira a regresar, y en su alocado peregrinaje de redención querrá
recuperar a la Chari y el recuerdo feliz del barrio humilde en que se crio,
pero a su vuelta, todo ese asidero que anhela no es ya el que ha evocado
durante años en su celda: el disco de Collage
ha dejado de sonar.
Durante toda la novela, el lector
asiste a una perturbadora contradicción entre las conclusiones psicológicas de
los forenses, intercaladas entre los capítulos, que pintan a un sociópata
irredento, con la empatía que nos produce la asistir a los pensamientos en
primera persona del protagonista, por quien sentimos un paradójico sentimiento
de solidaridad, lo que demuestra le habilidad de Corrales en la construcción de
un personaje complejo y antitético.
Respecto al estilo, llama la
atención, como hemos apuntado más arriba, la precisión quirúrgica por el
detalle, no exenta de numerosas imágenes retóricas que demuestran una
insobornable voluntad de estilo. Así, los pensamientos oscuros de Atanasio son
como polillas que acudieran a la bombilla de su cerebro, o un cigarrillo se
apaga en el suelo con un movimiento de swing, por nombrar solo algunos recursos
de buen gusto literario.
En definitiva, La ceguera del murciélago puede
contentar al lector de novela negra, pero también a aquellos que gustan de la
morosidad lírica de su prosa y la cirugía psicológica. Me gustaría pensar que,
al final del libro, Atanasio oye los acordes de Collage.
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